A pesar del paso del tiempo,
continuaba extrañando el sabor de sus labios en extenuación. Sumida en un
estado profundo de atrocidades y decepciones. Desde que la soledad era mi mejor
amiga, ya no podía distinguir cuál era el solsticio que inundaba mis días. Mis sábanas
se volvieron frías. Sabía que cuando cerrara los ojos mi mente volvería a volar
al cementerio de la paz olvidada.
Y mientras tanto, una vez sucedieron las caídas
palpebrales, comenzó la revelación tras el cartel de “NO APTO PARA CORAZONES SIN MORDAZA…”
Me
adentraba en un laberinto oscuro, pétreo y vulgar. Pero también extraordinario
en cuanto a su forma y tamaño. El vello se erizaba, sintiendo de nuevo la
crisis motora de todos mis miembros. Ahí estaba él, esperándome al final del
bosque siniestro con una serpiente en sus manos. Intentaba saborearla con sus
afilados colmillos. Siempre le gustaba relamerse. Sabía que yo lo observaba, esperando
el discurso habitual. Entonces continuaba el ritual mirándome de soslayo. Se le
notaba que, una vez más, disfrutaba de la diabólica composición entre fuego,
carne trémula y espasmos viperinos. Yo, sin saber por qué, seguía su juego
maléfico. Ese encantamiento que me envolvía como enaltece el olor a hierba
recién cortada. Me atrapaba el azufre, la sangre y la muerte. Su demoníaca figura
me susurraba como un ángel negro cortejando a su sacrificio. Me obligaba a
desnudarme en cuerpo y alma. Él los necesitaba a ambos para conseguir su
orgásmico propósito.
Siempre
me maravilló su autoritaria manera de cautivarme. Aún en sueños, sé que no
debería aceptar sus condiciones. Pero no podía hacer nada para evitar aquella muerte
sin resurrección, que acontecía noche tras noche. Me preguntaba cómo era
posible que una persona con el alma tan pura, estallara en la dicotomía entre
la realidad y el onirismo más cruento jamás vivido.
Mi cuerpo seguía respondiendo mezcla del furor,
el pánico y la obsesión. La vergüenza se deslizaba por mi espalda mientras él
me acariciaba. Mis manos temblorosas en el candor de su vientre. Y esas palabras,
justo las que mi deseo de mujer necesitaba oír, aunque fuera de su boca
ensangrentada.
—Aquí
estoy, pobre princesa. De nuevo para perturbar tu sueño. Para mostrarte lo que puedo
hacer con un alma solitaria que necesita respuestas de su vida cruel.
Mi
réplica siempre era el silencio. Mudez de la incertidumbre en un abismo que
nunca me atrevía a cruzar. Mi boca solo podía susurrar a mi culpabilidad sin
aliento, esclava de mis secretos.
Solía
tomarme de su huesuda mano. Me arrastraba sobre una superficie de fuego y roca.
Mis pies descalzos estaban anestesiados pese a su mirada, que me atravesaba
como mil puñales y me hacía deslizar lágrimas sangrientas.
Llegamos
a la lúgubre habitación. Esa que ya era mía. Sus paredes tenían nuestro aroma
mezclado con las grietas del papel pintado. Las ventanas quebradas y mugrosas
crujían por el viento de las brujas
que braseaba mi rostro a medida que atravesaba las roturas de algunos
cristales. Yo continuaba sin poder ser dueña de mi cuerpo. Todo estaba en sus
garras. Mi piel, huérfana desde su abandono, sentía la poderosa atracción del
deseo que nunca debió morir.
Me
acomodó en la bañera dorada con agua del manantial de la vida eterna. Volvió a
mostrarme el espejo de las almas robadas. Entonces, me reconocía en el reflejo
entre luces de neón. Otra vez, la música estridente y los restos de drogas y
alcohol inundaban mi olfato en una danza mortal. Y así comenzó a envenenarme
con su voz rota.
—¿Quieres este final? ¿No te asusta? Solo
tienes que continuar siendo mi dama de la noche. Entregarme tu cuerpo y tu
voluntad para que pueda hacer de ti la diosa indemne ante los pecados del
hombre y la inmundicia de la vida. Inmortal.
Poderosa. Endiabladamente mía. Jerarca que se alimenta de todos los que te deben
pleitesía.
Entretanto,
yo seguía sin palabras. Solo llanto. Al instante, tuve la sensación de que mis
piernas me abandonaban. Me debatía entre el olor nauseabundo de la maldad y el
aroma de la santidad, que me llamaba en forma de
flores de azahar. Siempre era así. Sol y sombra. Albor y ocaso. Pasto o sequía.
Mi
cuerpo estaba sumergido, pero mi alma agonizaba entre el mutismo y la parálisis
de mis brazos. Él sonreía, airoso por haber conseguido la meta. Me había
llevado nuevamente a la parte más irracional y amortajada del sexo, del
sacrificio. Supongo que su alegría mordaz se debía a que, en su fuero interno,
intentaría vencerme una vez más en la siguiente noche. ¿Será?
De
repente, desperté. Transpirada y agitada. No era posible que desde que mi amor
me abandonó, mi vida apuntaba entre el satanismo y la decadencia. Nadie podía
adentrarse en mi estado noctámbulo, salvo las tinieblas. Ninguna terapia sería
capaz de sanar los cubículos en los que se había convertido mi ser. Siempre la
misma pesadilla. Siempre el mismo desgarro. Siempre su ausencia. El castigo a
mi osadía por querer abrazar lo que el destino le regaló a otra. La nauseas por
el hedor a viento caliente y su aliento insalubre provocaron una emesis y, al cabo
de unos minutos, pude calmarme.
Él
se marchó, pero el espejo seguía vigilándome.
Solo este trozo de cristal y yo conocíamos la fase siguiente. Esta vez
despierta, sin obnubilaciones, con los ojos abiertos y el corazón cerrado. Me
acerqué despacio. El crujido de la madera del suelo bajo mis pies hacía
recorrer una gota de sudor, deslizándose por mi pecho erguido. A cada paso, la
humedad aumentaba. El frío se apoderaba de mí para adentrarme en el siguiente mundo.
Ese que él conocía. Ese que me otorgó el juego de voluntades. Tomé el espejo con
el último aliento que me restaba en aquella madrugada de arrepentimientos en deja
vú…
Era
un campo de sueños desvanecidos. Oscuridad, estrellas y un solo árbol, en
hectáreas y hectáreas de espino y arbustos secos. Un chico iba de su mano. El espantapájaros de la estepa maldita lo
llamaban. El cuervo, que nunca se separaba de él, era una seña de identidad. Su
chistera, agujereada por el tiempo y la codicia, precedía su porte. Todos le
temían por su voz ronca y las verrugas y las cicatrices de su rostro. Sus
horribles cuentos eran narrados para que los niños nunca despertaran. Era su
enviado más leal. Cada noche, después de nuestro encuentro, se vanagloriaba de
mostrármelo. Paseando de la mano de mi tesoro más preciado.
Estaba
convencida que en la operación de compra venta de mi alma nunca volvería a
entregármelo. Él sabía cómo provocar en mí la sensación de desapego, de ser la
peor madre del mundo.
En
el contrato no figuraba la tan necesaria letra pequeña. Esa cláusula invisible
ante los ojos del ejecutado. Aquella en la que “la abajo firmante” moriría de
forma inevitable. Fui capaz, sin saberlo, de involucrar a mi pequeño en ese
ejercicio de desesperación que la vida me obligó a negociar. Esa fue mi
verdadera perdición. Nunca pude entender cómo fui capaz de vender sin saber lo
que él compraba.
Esta
vez, el estado de mutismo y la parálisis de mi
cuerpo eran una realidad vencida. El castigo a su premio. Ese que solo con la
valentía de un amanecer, afrontando realidades, podía hacerlo desaparecer del
espejo. Pero yo seguía viendo a mi hijo entre aquellas ramas raídas, en aquel tronco
de árbol con olor a sangre y cabezas cortadas. No pude evitar volver a llorar.
Esta vez, las lágrimas eran de sal y desesperanza. Sabía que nada me lo
devolvería salvo la paz de mi alma. Siendo la vencedora de mis propios
fantasmas. Era la condición sine qua non.
Condena eterna.
Pero
todo el mundo sabe que no hay manera de vencer al diablo, porque la vida
siempre te golpea y tiene garantizada la derrota para quienes sufrimos el
desamor eterno. No hay consuelo. No hay retorno después de los grises. No hay
nada después de la nada.
Volví
a la cama, resignada y dolorida porque mis
piernas aún sentían calambres y mi alma seguía maldita y podrida. Las risas de
mi cielo retumbaban en mi cabeza como un tsunami. Alejadas cada vez más de mis
oídos, pero más cerca de mi corazón, siempre dentro. Eran el motor que me regresaba
a la vida después de morir cada noche.
El
sol aparecía entreverado por las persianas. Siempre fue un noviembre dulce, hasta
que me dejó sola. Sus caricias eran el único poema que necesitaba ser recitado.
Ya había pasado más de un año de su partida y todavía seguía sintiendo el calor
de sus besos cuidando mis cicatrices. Abrazando mis temores. Anestesiando la
demora del tiempo. Ya nada sería sin ser suya. Jugó malabares con mi vida. La
convirtió en un circo, conmigo como única atracción. Esa que se expone a las
burlas y los comentarios jocosos. Esa que no era yo, pero él transformó en el
engendro que deambulaba sin horizonte.
Dicen
que la esperanza es lo último que se pierde, pero yo perdí mucho más que un
amor y un hijo. Ya nunca pude reconocerme en el espejo bueno. Ese que muestra a
la mujer con carmín en los labios y vida en los sueños.
Las
cuitas fueron, desde entonces, las únicas compañeras de un viaje entre el café
de la mañana y el cigarrillo de la tarde. Y lo peor era que ya quedaba menos
tiempo para que volviera de nuevo el anochecer.
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