—¿A dónde vas tan apurado, Juan? —pregunta Leonel a su viejo amigo sin que ninguno afloje el paso de su caminar raudo. Pareciera que los dos ancianos tuvieran miedo de llegar tarde a una cita o algo parecido.
—Si
ya sabes, para qué preguntas, Leonel. ¿A poco este viernes vas a faltar a la
rifa en la plaza?
El
otro ya no responde, avanzó varios metros con el paso apurado desde que hizo la
pregunta.
Una
hora más tarde, la placita de San Pedro Mártir luce las mejores galas que el
pueblo conoce: mesas y sillas de plástico, cubiertas con manteles percudidos y
desgastados por el uso de muchos años, aguardan por impacientes ocupantes que
ansiosos esperan a la distancia, justo por detrás de la raya roja pintada en el
piso de la pintoresca plaza.
Una
mujer joven ataviada con un vestido negro inmaculado, que rivaliza con su
figura estilizada, se sienta con parsimonia en la mesa principal. Los ancianos se
revuelven inquietos en sus lugares por detrás de la línea; en el instante en
que la dama termina de posarse en la poltrona de madera, los viejos arrancan en
busca de los mejores lugares. Pese a las prisas que imperan en el sitio,
ninguno cae o es atropellado por el resto.
Todos están en sus
asientos. Esperan en silencio. Inmóviles. Expectantes.
El chillido del viejo
micrófono rasga el silencio cuando la chica habla.
—Antes de todo,
permítanme felicitarlos por el orden y la organización que demostraron. Veo con
agrado que los incidentes y castigos quedaron atrás. En fin, como cada viernes
me alegra verlos y compartir esta experiencia con ustedes. Presten mucha
atención a números y letras, pues como saben, no hay repeticiones ni respuestas
a preguntas relacionadas a estos. Empezamos.
Ante una indescriptible e
inconmensurable vigilancia de los ancianos, una letanía de combinaciones de
números y letras desfilan por la boca de labios rojos y abultados de la hechizante
joven.
—¡Gané, gané! —grita
Leonel, la emoción en su voz y rostro son idénticas a la de alguien que ha vencido
al cáncer u otra enfermedad incurable. Unos lo ven con envidia y otros con
resignación.
Uno a uno los ancianos
claman sus victorias ante alguna combinación dictada por la enigmática hembra.
Los que lo hacen se retiran sin mirar atrás, saben que no pueden esperar en el
lugar. La regla dice que, así como llegaron deben irse, solo el nuevo día les
llevará las nuevas, sean buenas o malas.
Al final permanecen
Leonel y doña Lupe, una octogenaria que no tarda en pasar a ser nonagenaria. Las
letras y números se combinan sin suerte para ninguno.
J59, L21, R18…
Cada unión nombrada
altera el ritmo cardiaco de Leonel, se siente a punto de perder el sentido.
Nunca antes había estado así de cerca de la final, del final, de su final,
F34…
—Gané —dice doña Lupe con
calma, casi con decepción. Después levanta la mano, quiere preguntar algo.
—Dime, Lupe —comenta la
mujer de negro.
—¿Puedo cambiar lugares
con Leonel? Por favor. Ya estoy cansada, quiero ver a mi familia.
—Sabes que no funciona
así, Lupe. Tendrás que seguir esperando. Leonel, acompáñame.
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