lunes, 2 de abril de 2018

Hotel, dulce hotel

Muy señores mios:

Me dirijo a ustedes haber si fueran tan amables y Pudiera ser y me pudieran enviar algunas tarjetas de llaves de habitacióN, Les diré que soy coleccionista y me encantaria poder tener en mi coleccióN algunas de este hotel, así como si tuvieran algun modelo distinto mas antiguo O de otro hotel.

Muchas Gracias. Saludos JFL.
Y, a todo esto, adjunta un sobre vacío con sello y su dirección escrita con una grafía algo diferente a la de la misiva.

—¡Será posible escribir peor! —El grito de terror recorre inmisericorde la entrada y la parte de la planta baja del edificio— ¿Y las tildes? ¿Haber? Dios mío… Y pensar que creía haberlo visto todo.
La recepción del hotel aparece pobremente iluminada por dos lámparas de luz amarillenta que cuelgan del techo. Algo desfasadas para la época, caen sobre un mostrador de madera de roble decorado con motivos frutales y todo un repertorio de seres marinos imaginarios, que reposa polvoriento bajo los codos de la joven que cumple su turno de trabajo.
Atónita, contempla paralizada el pedazo de papel manuscrito que ha llegado con el correo de la mañana. A ratos, sonríe como poseída; otras veces, eleva la mirada hacia las telarañas del techo con la mano descansando en el mentón. Hacía tiempo que no le ocurría nada inusual.
***
La mañana es fría, y JFL se dispone a calentar algo de agua para preparar un té con limón. Leyó hace tiempo en la sección de trucos caseros del Pronto que es un remedio infalible contra la grasa acumulada y el agotamiento. Hace días que no duerme pensando en su siguiente trofeo, así es. Debe tranquilizarse y diseñar el plan lo mejor posible para que no vuelva a ocurrirle lo de la última vez.
Sonríe al oír el silbido de la vieja tetera. Oh, su última conquista, ese pobrecito ruso de la bufanda roja… No quiso facilitarle el trabajo y tuvo que emplearse a fondo con él. Aquella minúscula habitación en una sucia pensión, el olor a sopa quemada que ascendía desde la cocina, un hacha afilada…
—¡Basta ya! —grita en la soledad de su hogar—. No es momento para regocijarse en el pasado —se reprocha con una voz más aguda de lo que cabría esperar—. Céntrate en la muchacha y haz el favor de vestirte aunque sea para estar por casa.
El hombrecillo se atusa el bigote con la mano izquierda y se dirige pensativo al cuarto de baño, no sin detenerse antes en mitad del pasillo para asomar la cabeza por la rendija de una habitación a oscuras. Enciende la luz y contempla su obra de arte: varios paneles de sucio corcho blanco plagados de llaves visten las paredes. Algunas son grandes y antiguas, otras más modernas, de latón, hierro…  A su izquierda, una con un lazo rojo deshilachado, otra más allá manchada de tinta, la del famoso hotel Pennsylvania, una diminuta y ennegrecida llave estilo alsaciano de principios del XIX… Hay una que brilla por encima de todas al contacto con la luz de la bombilla que se balancea en el techo, y luego está la de la habitación número 333 de Kansas City. La favorita. Su época en Estados Unidos fue más que fructuosa para la colección.
Sobre el escritorio también hay varias tarjetas de hotel ordenadas alfabéticamente: Pensión Alcaraz, donde conoció a Luisa, amante fugaz; Hotel Calígula, oh, divino palacete; Residencial Edelmiro, moderno y al mismo tiempo decadente… Qué tiempos, piensa. Qué aventuras.
—Pronto tendrás la siguiente —susurra con voz melodiosa y femenina.
Asiente y se encierra en el cuarto de baño, donde canturrea un rato una canción infantil hasta que queda silenciada por el agua que choca contra el plato de ducha.
***
Las paredes son de papel. Otra vez el señor Orestes se lamenta por no haber sido capaz de parar a tiempo. Que si no ha sido culpa suya, que si las tijeras le decían que continuara, que continuara… El trabajo bien finalizado es fundamental para alguien como él. Para quién no. Aunque hay que reconocer que la peluquería es un oficio complicado. La cuestión es quejarse. Como la señora Pamela, que jamás queda satisfecha tras sus encuentros con jóvenes becarios a quienes incluir en plantilla. Lleva meses entrevistando candidatos sin éxito.
—La cuestión es quejarse —vocea la joven a medida que se desplaza por el largo pasillo con el carro de servicio.
Es miércoles. Los miércoles debe llevar el almuerzo a la 234. Un tipo arisco de nariz aguileña le abre la puerta y, sin sonreír, asiente mientras se relame al oler los huevos revueltos.
—Otro pirado —susurra al volver hacia la recepción con el carro vacío.
La verdad es que el hotel cuenta con más clientes habituales de lo que nunca hubiera imaginado. Pensándolo bien, poca gente va de paso por esa carretera para visitar… ¿El qué? Nada. Ni atractivos turísticos, tampoco zona de negocios… Pero ahí está. Dominando el valle, el edificio de más de 150 habitaciones lleva casi cien años dando servicio.
—Qué más da el porqué. Al menos me pagan a fin de mes. —Y la chica da el último giro al pasillo para adentrarse en la lúgubre cocina pensando en el aburrimiento que le espera durante lo que queda de día.
Al menos tiene un aliciente esa semana. Contestó la carta de JFL, el loco ese de las llaves, y le dijo que sin ningún problema le regalaría una llave del hotel siempre y cuando fuera personalmente a por ella. Aún no sabe por qué le escribió eso. Supone que por salir de la rutina.
***
Es viernes y la luna llena brilla en el cielo raso. Las últimas ráfagas de viento agitan los escasos mechones de pelo en la frente de un tipo enjuto.  Espera en la puerta de un edificio que parece gobernar en la zona. El hombre mira hacia el cielo y piensa que todo es muy cinematográfico, como a él le gusta vivir el día a día. Con juegos de luces, claroscuros, las ramas de los árboles moviéndose al ritmo del viento y esa lúgubre lucecilla de la recepción que le está invitando a entrar. Ha quedado con la persona que tan amablemente le respondió por carta y le ofreció ir personalmente a conocer el paraje y su historia. Sonríe mostrando los pequeños dientes amarillentos.
—Esta vez, sí —tartamudea nervioso mientras se tapa la boca por si alguien puede oírle.
Se dirige con su pequeño maletín de piel hacia la entrada avanzando ceremoniosamente por los doce escalones que conducen a la puerta giratoria de cristal. El chasquido hace que la figura que se adivina al fondo de la entrada se incorpore frente a lo que parece un mostrador. Camina sigiloso, con tiento, como si cada paso que da fuera a delatarle. No le supone gran esfuerzo entablar conversación con la muchacha. Habla sobre el tiempo, el viaje, la majestuosidad del edificio y el acierto del emplazamiento… Pan comido.
Lo siguiente es una visita breve por la planta baja desde la recepción hasta el ascensor, que conserva las florituras de hierro forjado de la época. La llave tintinea en el bolsillo de la recepcionista.
—¿1932? —pregunta el hombrecillo divertido.
—Eso tengo entendido, señor. Le parecerá muy lejano y quizá alguna de las reformas que se han ejecutado con los años dé la impresión de que las instalaciones son más modernas, pero lo cierto es que lleva mucho tiempo en pie.
—¿Lejano? Ja, ja, ja —ríe él pausadamente—. Si supieras, niña, el tiempo que…
—¡Oiga! No me llame niña. Qué se ha pensado…
—¡Niña! ¡Sí! ¡Niña! —interrumpe él sin miramientos—. ¡No sabes con quién estás hablando! ¡No tienes ni idea de lo que aquí sucede!
Las extrañas facciones del hombre se transforman en brutales, asesinas. Los ojos parecen salirse de las órbitas y, entre restos de saliva, grita en la misma cara de la muchacha.
—¡Este no es un hotel cualquiera, mi niña, claro que no! No se construyó en 1932 ni el patio interior fue mandado construir por el cacique que gobernaba  por entonces. Oh, no, no tienes ni idea, preciosa niña. Subamos, subamos a las habitaciones. ¿No has notado algo raro desde que trabajas aquí? ¿No te extraña que los inquilinos sean más residentes fijos que temporales? Tu antecesor era más espabilado…
La joven traga saliva. Permanece clavada al suelo, atemorizada por el cambio de humor del hombre que de forma tan amable se había presentado hacía unos minutos y, tan graciosamente, había dejado su tarjeta de «Coleccionista» sobre el mostrador. Se ha convertido en un brutal personaje con el que nunca debió entablar conversación.
—No, no, no. No pretendo asustarte, pequeña —suaviza ahora con la voz ligeramente afeminada—. Disculpa mi temperamento, por favor. Me cuesta controlarlo cuando me emociono.
—¿Y qué es lo que le emociona, señor? Por favor, déjeme marchar. Quedan apenas diez minutos para que termine mi turno. Reconozco mi ignorancia sobre el hotel y el lugar y lo que usted quiera. ¡Por favor! ¡Volvamos abajo!—suplica sin que sus peticiones tengan cabida en los pensamientos del hombre.
Llegan a la tercera planta, donde algunos de los inquilinos puede que ya estén durmiendo. O quizá puedan salvarla. Entonces, grita pidiendo auxilio. El hombre le propina un puñetazo en el estómago para que se calle, cuando aparece de pronto por el otro extremo del pasillo un chico joven con la piel muy clara y una bufanda roja. Observa la situación y saluda con una sonrisa al hombre del maletín.
—Tú por aquí, Rodia. ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo va, camarada? Mejor clima que en Rusia, ¿cierto? —bromea el coleccionista.
El chico simplemente sonríe y atraviesa una de las paredes del pasillo hasta desaparecer como un ánima. En ese mismo instante, se abren las puertas de varias habitaciones y aparecen algunos de los inquilinos. El revuelo es evidente. Alguien ha pedido auxilio. Se miran sorprendidos entre sí hasta divisar a la recepcionista del hotel acompañada por aquel hombre. ¡Aquel hombre! El primero en acercarse es un antiguo dirigente de la revolución extremeña del 36.
—¡Hombre! ¡Tiempo ha desde que nos vimos la última vez! —grita a lo lejos—. ¿Qué asuntos le traen aquí? Ya tuve suficiente cuando visitó mi pensión. Me libré del fusilamiento pero usted vino a por mí, bribón. ¡Vaya si me acuerdo!
—Y bien que vives ahora aquí —contesta el hombre sin dejar de agarrar el brazo de la joven que parece a punto de desvanecerse.
El vives resuena a broma, a chiste. Quizá por eso todos ríen y van acercándose poco a poco. Entre ellos, el señor Orestes, la extraña pareja que nunca sonríe, un tipo con traje de aviador, una joven con sombrero y botas de cowboy… Hasta que aparece él. Su antecesor.
—¡Hey, tía! ¿Qué pasa? ¿Cómo va el curro? Aburrido, ¿eh? —pregunta con una sonrisa en los labios a su compañera de trabajo.
—Ma… Ma… ¿Marcos? —pregunta ella con lágrimas en los ojos—. ¿Qué… Qué haces aquí? Tú… Tú deberías estar…
—¿Muerto? —finaliza él la frase con una alegre carcajada.
Así es. Debería estarlo y lo está, tras el episodio violento que se vivió en el pueblo hace unos meses, cuando un extraño acabó con su vida cuando intentaba robar en su casa. Los demás inquilinos se unen a la fiesta y ríen al igual que él, ante lo cual, más puertas se abren y más clientes acuden al corredor para ver qué ocurre.
—¡Muertos! ¡Muertos! ¡Muertos! —comienzan a gritar al unísono—. ¡¡Muertos!! ¡¡Muertos!!
El ambiente es nauseabundo, todo le da vueltas, le estalla la cabeza y no puede parar de gritar y mover los brazos nerviosamente, mientras el coleccionista la agarra con fuerza por la cintura y susurra en su oído:
—Y tú serás la siguiente, niña, tú. Dame la llave, dame una simple llave de este hotel para la colección y formarás parte de él para siempre.

domingo, 1 de abril de 2018

Un mal despertar

Esta noche he tenido un sueño muy extraño y en algún momento debo haber sentido mucho miedo, porque me he meado en la cama. Mientras pongo a lavar la ropa manchada intento concentrarme en la pesadilla. Las imágenes llegan difusas, pero puedo rescatar alguna. Me veo de pie, desnuda,  frente al espejo. Sé que soy yo, pero la imagen del reflejo no es la mía. Sin embargo en ese momento no me importa o lo veo normal. Abro la cristalera de la ducha y me introduzco con sumo cuidado. No sé el motivo pero me siento insegura, vulnerable, como un recién nacido. Dejo correr el agua, profusa. Uno, dos, tres, cuatro. Resoplo en el sueño. Gruño. Con una voz inusual. No tengo tiempo de esperar a que salga el agua caliente. Debo preparar un pastel para llevar al trabajo. En los hospitales es costumbre que cada día alguien lleve un pastel. De higos, lo voy a llevar de higos. No sé por qué, pero me apetece mucho. Salivo.
Hincho el pecho. Las imágenes nebulosas se marchan de momento. Vierto un chorro de suavizante en el cajetín de la lavadora y decido que me apetece comer chocolate. Fuera hace frío, aunque ya han florecido los almendros. Enciendo un pitillo y veo a la vecina tender la ropa. No es fea, aunque no es mi tipo. Su marido siempre me mira cuando salgo a tomar el sol. Él sí es feo. Lo veo entrecerrar los ojos intentando agrandar mi imagen de algún modo, para degustarme más. Son acuosos. Cuando me mira así me recuerda a cierto tipo de perros. Esos que tienen las orejas muy largas y la mirada bobalicona. ¿Un pastel de higos? ¿En serio? Expulso el humo y observo a la mujer que tiende. Su cara parece triste. No, triste no, más bien parece baldía, desértica. Ella también me mira cuando salgo a tomar el sol, aunque lo hace de modo huidizo. De frente le da vergüenza, pero sé que me espía tras los visillos. Su avidez caníbal la delata, porque la siento como una quemazón en el pecho, entre los muslos, en la boca, en la nuca. Sus ojos también son acuosos.
Enciendo otro pitillo. Nunca me había meado en la cama. Ni cuando era niña. Ni siquiera aquella noche en que, cambiando de postura, caí sobre la alfombra en medio de una total oscuridad. Tenía tanto miedo a moverme que cerré muy fuerte los ojos y desaparecí.
La casa está helada, aunque sea marzo y los almendros ya hayan florecido. Observo el paquete de cigarrillos: me quedan tres. En la cajetilla aparece la imagen de un niño en brazos de su padre, que está fumando. Miro al pequeño. Tiene un corte de pelo que me recuerda a algo. Parece un pelucón. No me acuerdo. Cuando no me acuerdo de algo, la maquinaria de mi estómago se pone a funcionar y sé que desembocará en una especie de vértigo que no se irá. Soy así. Cierro los ojos. Vamos, nena, busca. Un niño pequeño que entra en una casa con un cuchillo llamando a mamá. Mamá, mamá, soy yo, tu pequeño Cage. Vengo del cementerio a joderte un poco. Sonrío, satisfecha, ahí está. No me extraña que tu padre te eche el humo en la cara. No me extraña que quiera que te mueras.
Ella, la mujer que tiende, cree que le sonrío a ella y me corresponde a su vez con una suerte de mueca temblorosa. En sus ojos tímidos, que tanto se preocupa de esconder, logro leer una amenaza o una promesa, depende de cómo se tome: «esta
noche me voy a meter en tu cama y te voy a hacer el amor con un hambre que no conoces, porque mi marido es feo, insulso y aburrido y cuando sus manos buscan mi coño parecen cocidas y flojas y no tienen ritmo ni sentido de la orientación. Su lengua no es mejor, créeme».
Te creo. Pero algo hizo que esta noche me meara de miedo y no puedo estar por ti, nena. Tal vez un día de estos me desnude en la ventana para que puedas masturbarte pensando en mí, en la lobreguez de tu cuarto rancio, mientras tu marido te sopla el cuello con sus ronquidos moribundos y su aliento agrio a estómago sucio, mientras miras la ventana buscando una senda que te lleve lejos del ser gelatinoso que duerme a tu lado, ese que no calienta tu cama, ni tu mente. Pero eso será otro día.
Gelatinoso. La cara que vi en el espejo también lo era. No me pareció importante, porque en los sueños las cosas extraordinarias son de lo más normal. Como aquella vez que soñé que mi avión volaba entre las favelas, sorteando a las putas, girando en calles de un metro de ancho, seguido por una turba de chiquillos descalzos y renegridos con destornilladores en las manos, deseosos tal vez, de desmontar las alas para venderlas como chatarra.
Aparco el sueño. Es hora de tender la colada.
Hace un día espléndido, azulado y luminoso. Ya casi es medio día y la tarde viene con olor a madreselva y a jazmines; al fondo se ve un poco el mar calmado. De pronto me gustaría tener una higuera en mitad de la terraza. Cargada de higos maduros y dulces, chorreantes de azúcar. Los higos son manojitos de flores que forman un fruto, lo dijeron ayer, en un documental. Respiro feliz cerrando los ojos. Seguro que fue una tontería lo del sueño. O que entró aire helado. Oh, ahora recuerdo que cuando apagué la luz comenzaba a llover un poco fuerte. A veces sucede que soñamos con agua y se afloja la vejiga. No es frecuente, pero puede suceder.
Oigo descorrer la cristalera de tu casa. Eres tú, que vienes a recoger la ropa seca. Me miras. ¿Por qué te has puesto tan pálida? De pronto algo verde cae sobre mis pies desnudos. Es una sustancia densa, como un moco. Retrocedes espantada. No entiendo por qué te tapas de ese modo la boca. Como si tuvieses miedo. Me apena. Tal vez debiera acercarme a ver qué te ocurre. Miro la sustancia verde y sacudo el pie con cierto asco y me avergüenzo de mi misma, porque a estas alturas y trabajando en un hospital ya nada me debería producir repugnancia. Yo, tan acostumbrada a las heces, a las blancas cancerígenas o a las alquitranadas por sangre, al vómito verde y al rojo, al moco denso, a la pus volcánica, a la sangre fresca, a la coagulada, al olor de la putrefacción que ya llega.
El pajarillo ya se ha escondido tras los visillos. Te imagino tapando un lado del televisor. Casi puedo ver a tu acuoso marido diciéndote que apartes tu culo gordo, que no le dejas ver el partido. Me prefieres así. Para ti sola. Sin dar nada a cambio. Pues bien mujer, a lo mejor ya ha llegado la hora de insuflar un poco de vida a ese coño tuyo medio necrosado. La sustancia verdosa seguro que vendrá de arriba, tal vez se haya cagado un pájaro enfermo, dicen que las palomas están podridas por dentro. Sonrío al quitarme el vestido por la cabeza porque te imagino sin aliento, tragando saliva. Intuyo tu mano deslizándose bajo las castas bragas de color carne, acariciando el poblado cabello púbico, sin adentrarte en los labios, para alargar el placer. No puedo resistir la tentación y de forma disimulada te busco con la mirada. No eres mi tipo, pero me provoca seducirte.
¡Eh!… ¿Qué es todo ese revuelo? ¿Qué ocurre? ¿Y qué demonios hace la policía en tu casa? Tal vez se trata de una disputa doméstica que se ha transformado en paliza. Pero es raro, no he oído gritos, ni lamentos, ni insultos, tampoco sillas caer, ni jarrones estrellarse contra el cuadro de la suegra, o de la madre o del padre. ¿Te habrá pegado por espiarme tras los visillos? Está celoso, seguro.
—¡Ahí la tienen! Ya ven que no les he mentido.
¿Por qué gritas despavorida?
—Ven, Teresa —te aconseja tu marido—, y cierra la puerta, no vaya a ser que ese bicho sea peligroso, que no sabemos de dónde viene. No tienes más que ver que allí donde cayeron sus babas se ha deshecho el asfalto. Debe haber entrado volando por la noche en casa de la vecina. Pobrecilla. ¡Era tan guapa! Ese gran insecto llegado del espacio o de los mismísimos fondos de la tierra la habrá devorado.
Pero… ¿Qué demonios…? No entiendo nada.
—Señora —te sugiere el policía más alto—, tal vez podríamos entretener al monstruo si le lanzamos algo de comer. Así, mientras sorbe la vianda, nos dará opción a echarle una red que tenemos en el coche patrulla, para tal menester. Manuel, baja a por la red. Y usted señora, vaya a buscar algo a la nevera, preferiblemente dulce. No sé, un pastel, por ejemplo, que es una vianda que no puede desagradar a nadie, ni de aquí ni del mismísimo espacio exterior y ya sabe el refrán: «se matan más moscas con miel…»
Observo toda la escena, perpleja. Estoy siendo objeto de una broma, sin duda. Busco las cámaras entre las macetas, entre los enanos de escayola. Nada. Pero estoy segura que dentro de un segundo aparecerá alguien con un micrófono. Vuelves con un pastel y dices que es de membrillo, que no tienes de otro tipo, que si da igual,  y se lo tiendes al policía:
—No vaya a lanzarlo usted con el plato, señor agente, que es de bronce. Es que era de mi abuela, que en paz descanse —le ruegas al hombre.
—Pero mujer, ¿cómo lo voy a lanzar sin el plato? ¿No entiende que se deshará en el aire? —exclama el policía mirando a tu marido, que se encoje de hombros. Los torpes se entienden, ya lo ves.
El objeto redondo que contiene el dulce se estrella contra mi cabeza ocasionándome un gran dolor y haciéndome perder el equilibrio. En el suelo, me palpo para ver si el golpe ha producido algún tipo de brecha y compruebo por la humedad que sí. Si pudiera llegar a casa, allí tengo aguja e  hilo de sutura. La sangre mana imparable y encharca mis ojos. Los toco. ¿Cuándo se pusieron tan abombados?
—Mira ese líquido verdoso que le sale de la cabeza, Teresa, creo que le hemos herido de gravedad —dice tu marido señalándome con ese dedo suyo flácido. De pronto me recuerda a Donald Sutherland en cierta película de vainas.
El entorno se desvanece. Me siento muy débil. No tengo fuerzas y te busco. Te grito que me ayudes o eso creo, pero lejos de soltarte del abrazo de tu marido para socorrerme te tapas la boca para impedir el vómito. De pronto noto una humedad entre las piernas.
Creo que he vuelto a mearme.

El doctor Xiong Mao

Bobby me mira fijamente con sus redondos ojos saltones, atento a mi siguiente movimiento. Tiene los dientes inferiores salidos, el pelo rojizo mal cortado y la nariz achatada como un boxeador. Su aspecto es terrible. Es el perro pekinés más feo que he visto en mi vida.
     ¿No lo puedes llevar tú, amor? —Hago un último intento por zafar el bulto—. Debo tener un avance listo para llevarlo mañana. ¡Si al menos tuviese una semana más!
     Lo siento, amor, yo tengo hoy final de temporada. Sólo tienes que darte un salto y regresas a terminar de diseñar. ¿Te falta mucho?
     Apenas he hecho algunos bosquejos. Ninguno me convence. Para mañana difícilmente tendré algo. Y lo del perro es en el Barrio Chino; ¿por qué tan lejos?
     Pasó un hombre por la tienda repartiendo volantes a la hora del almuerzo. Se supone que son especialistas en perros pekineses. Y como hace días que Bobby está así, que ni siquiera sabemos qué se tragó...
El animal me mira a los ojos con su expresión estúpida. Acerco mi rostro y le susurro:
     ¿Qué diablos te tragaste, animal tarado?
     ¿Qué dices, amor?
     ¡Nada, amor nada! ¿No puede ser otro día?
     Sólo tenían cupo para hoy.
     Pero yo...
     ¡Por favor, mi amor! —Sale del baño con el cabello mojado. Trae encima únicamente una de mis camisas, la más corta, que le deja al descubierto esas maravillosas piernas torneadas de voleibolista—. ¡Y te prometo que en la noche te daré tu premio!
     Yo... lo llevaré en media hora.

***

Con el perro en brazos paso bajo el arco rojo y dorado con tejas verdes. Por todas partes hay dragones e ideogramas: en las columnas del arco, en las baldosas del piso, en los techos de los quioscos. En estos pintorescos quioscos de madera pintada de verde se ofrece de todo: incienso, hierbas curativas, gatos con pata de péndulo, fichas de mahjong, cartomancia. Casi me animo a averiguar mi nombre en chino y su significado. Un amigo mío lo hizo y resultó que se llamaba «el mono enfermo que se masturba». Sospecho que algo tuvo que ver con que regateara el precio. Pero igual prefiero permanecer en la inopia.
Detrás de los quioscos se encuentran los comercios mayores, casi todos restaurantes y bazares en el primer piso y galerías en los superiores. Me dirijo hacia uno de ellos, el que corresponde con la dirección del veterinario que figura en el volante. En la puerta entreabierta, que da a un oscuro corredor, un sujeto gordo con trenza y delantal engulle un plato de fideos.
     Buenas —lo saludo—, ¿acá es la veterinaria?
El gordo no deja de comer. Cambio la pregunta.
     ¿Habla castellano, amigo?
Nada. Lo único que asoma de la boca del tipo son los fideos mal engullidos. Estoy a punto de darme la vuelta, cuando Bobby lanza uno de sus agudos ladridos. En el acto, el sujeto deja de comer, se pone de pie y empieza a caminar por el corredor. Me encojo de hombros y decido seguirlo.
Sobre nuestras cabezas flotan, más que colgar, globos de papel rojo con ideogramas negros en fondo amarillo. Cada uno tiene un ideograma diferente. Andamos un largo trecho. No hay puertas a los lados, sólo las paredes lisas bañadas por el resplandor tenue y cálido de los globos. No se oye el menor ruido tampoco. Sólo están el silencio y la penumbra. Hasta que llegamos a una vieja puerta de madera sin desbastar. Sobre ella hay algo parecido a un medallón circular de bronce, que representa una pagoda. El gordo golpea la hoja de la puerta una sola vez. Y se va. La puerta se abre.
Un anciano diminuto, enfundado en un traje enterizo de color gris, asoma su rostro arrugado como un pergamino. Las inescrutables hendiduras de sus ojos me miran a través de las gruesas lunas de sus gafas redondas.
     Buenas tardes. —Me sale una voz aflautada. Carraspeo—. ¿El doctor Xiong Mao?
El anciano se hace a un lado, permitiéndome pasar. Entro en una amplia habitación octogonal de aproximadamente dos metros por lado, con un tragaluz en lo alto que la ilumina profusamente. Es una habitación muy colorida. Cada una de sus paredes está cubierta de imágenes en relieve pintadas con todas las gamas imaginables. No hay un rincón de sus superficies que no esté cargado de color. Ríos azules, prados verdes, soles rojos, lunas amarillas, cielos violáceos. Flores, frutos, peces, aves. Arcos, puentes, pagodas. Todo lleno de color y movimiento, como el interior de un descomunal caleidoscopio. Y en el centro, dominándolo todo, se encuentra la voluminosa figura sentada en un taburete, frente a mí. La observo extrañado. Me vuelvo a ver al anciano.
     Busco al doctor Xiong Mao —le explico, suponiendo que no me ha comprendido, y repito—. Xiong Mao.
     Xiong Mao —me responde el anciano, señalando a la figura sedente. Yo volteo a verla de nuevo.
El doctor Xiong Mao no lleva puesta prenda alguna. La mayor parte de su corpulencia consiste en el abdomen, enorme y blanco como la nieve. Pienso, con incómoda perturbación, que ese abdomen ha de ser muy suave al tacto. Su cabeza, igual de redonda y blanca que el vientre, la tiñen dos oscuras ojeras que le otorgan una expresión triste. Mordisquea un tallo de bambú. Vuelvo al voltear hacia el anciano.
     ¿Un oso panda? ¿Ése es su «doctor Xiong Mao»? ¿Es una broma? Deme permiso, voy a salir.
     ¿Por qué siempre dicen que somos osos?
Volteo lentamente. El doctor Xiong Mao resopla. Da otro mordisco al bambú.
     ¿Habla? —pregunto, absurdamente.
     ¿Le extraña que hable, sin más? ¿No debería extrañarle que hable en su lengua?
     Yo... Sí, claro. ¿Usted es el doctor Xiong Mao, entonces?
     ¿Siempre es tan estúpido?
     ¿Cómo dice?
     ¿No se calla nunca?
     ¡Óigame...!
     Es un poco lerdo, pero yo respondo de él.
Bajo la vista. Bobby mira al doctor Xiong Mao.
     ¿Da su palabra por él, Maestro Gôu? —pregunta éste, sin dejar de mordisquear el bambú.
     La doy, doctor Xiong Mao—responde Bobby.
     Bien, Maestro. Entonces tiene una semana más.
     Le agradezco, doctor.
     Todo por usted, Maestro. Sólo una cosa más, si me lo permite.
     Diga, doctor.
     Color. Quiero ver mucho color en sus diseños.
     Así será, doctor.
El doctor hace una venia. El anciano se acerca y me muestra la salida. Yo, atónito, salgo la de la habitación. Como hipnotizado, recorro el pasadizo y llego a la puerta que da a la calle. El gordo de la trenza está nuevamente ahí, engullendo fideos de ese plato al parecer inacabable. Antes de poner un pie afuera, levanto a Bobby hasta colocarlo a la altura de mi cara.
     ¿Tú.... hablas? —le pregunto.
Pero el animal se limita a mirarme con la lengua afuera.
     ¿Maestro...Gôu?
Podría jurar que sonríe, divertido.

***

Me siento muy confiado. Con este plazo extra, he podido armar tres propuestas diferentes, y todas me gustan. Estoy seguro de que lograré convencerlos. Observo a mi alrededor la elegante sala de espera. Es seguro que ganaré buen dinero aquí. No podía ser mejor. La guapa secretaria cuelga el teléfono y me sonríe.
     En cinco minutos lo atenderán, arquitecto.
     Gracias, señorita. ¿Sabe con quién será la reunión?
     Con el presidente del directorio, el doctor Xiong Mao.
Pasada una semana de la visita al Barrio Chino, he terminado por convencerme de que todo ha sido una alucinación. He vuelto al lugar y no encontrado la dirección, ni la puerta ni al sujeto comiendo fideos. Al perro lo llevé a otro veterinario y éste me dijo que todo estaba bien, no había nada raro en el animal. No ha vuelto a hablar, claro, si alguna vez lo hizo. Ni siquiera he encontrado el volante del doctor Xiong Mao. Y mi media naranja no recuerda el nombre ni el número al que llamó. Y, sin embargo, ahí está de nuevo ese nombre.
     Disculpe, señorita. —Trago saliva—. ¿Cómo es el doctor Xiong Mao?
     ¿De carácter, quiere decir?
     No, físicamente.
     Bueno, le diré —la muchacha baja la voz y aproxima la cabeza, cómplice—. Es bastante gordo. Es lo que más llama la atención de él. Por lo demás... pues creo que tiene que verlo con sus propios ojos.
     Entiendo.
     Lo que sí le digo es que espero que sus diseños sean muy sobrios.
     ¿Y eso por qué?
     Porque es muy formal: siempre va de blanco y negro —me explica, muy seria—. Por eso le digo que no creo que le guste mucho el color. A la gente que va siempre de blanco y negro no creo que le guste el color.
     Pues le diré —le respondo—.  Algo me dice que es todo lo contrario.
El teléfono suena. La muchacha contesta.
     Puede usted pasar —me indica, tras colgar—. Es esa puerta abierta. Luego, siga por el corredor hasta el final. Suerte.
     Gracias.
Me pongo de pie. Me dirijo a la puerta indicada. Junto a ella está sentado un sujeto. Es un tipo gordo con trenza, que engulle un vaso de fideos instantáneos. Lleva puesta al cuello una servilleta para no manchar el traje. «El de seguridad», me digo.
     Buenas tardes —saludo. Pero no me responde—. ¿Usted habla...? Olvídelo.
Sigo de frente por el corredor. Las paredes lisas están iluminadas por el tenue resplandor de las luces LED en tonos rojos con toques amarillos. Llego a una puerta de madera contraplacada que ostenta el logo de la empresa: la silueta estilizada de una pagoda encerrada en un círculo. Llamo. La puerta se abre. Asoma un anciano diminuto de traje gris y corbata, con gruesas gafas redondas. Suspiro.
     ¿El doctor Xiong Mao? —pregunto.
El anciano se hace a un lado. Paso al interior. La sala de juntas es una amplia habitación octogonal, llena de luz y color, mucho color.
Y en el centro...

29.03.18

In-comunicación

Estaciono el auto porque si no voy a chocar o peor, a atropellar a alguien. Hace más de media hora que estoy en una discusión encarnizada con un empleado desobediente e irrespetuoso. Sé que no debería darle el lugar que le doy, pero es más fuerte que yo: esa necesidad de dar explicaciones es más grande que el mundo y me pesa.
―La verdad que me doy cuenta de que la reunión fue al pedo y que no entendés nada de nada…
 Recuerdo la reunión. Le di la oportunidad a cada uno de los empleados a que diga lo que pensaba o lo que consideraba necesario decir para el buen funcionamiento de todo. Y sin embargo…nunca alcanza. Trago saliva para no mandarlo a la concha de su madre y respondo con la mayor tranquilidad que puedo.
―A ver Damián…vos no entendés. Soy tu jefa y necesito que cumplas tu maldito trabajo. No sé cuál es el inconveniente…no te estoy pidiendo nada raro…ni siquiera que te quedes después de hora…
―Me parece que voy a tener que dirigirme a tus superiores. Porque seguís insistiendo con lo del horario… ¿Vos querés una reunión ministerial?
 Se hace un silencio. Intento deducir qué me está diciendo. Lo entiendo pero no entra en mis neuronas. Con bronca le pregunto:
―A ver si entiendo, vos ¿me estás amenazando?
 La tensión crece. Las palabras salen disparadas de uno y otro lado. No hay forma de frenar esto. Ya no. Es como una bola de nieve que se agiganta a medida que avanza. Así estamos. Agigantados y violentos. Él saca lo peor de mí. Es eso. Y no me gusta. Tengo ganas de asesinarlo o mejor: de hacerle sufrir en la carne lo que me hace padecer. Clavarle un enorme cuchillo en su abdomen y retorcerlo mientras grita de dolor. Sería pagarle con una moneda equivalente al nerviosismo y la violencia con la que se dirige a mí. Con lo que me hace padecer cotidianamente. Aunque quizás sería mejor poner mis manos en su cuello, apretarlo fuerte y asfixiarlo. Esa sería una gran solución porque además de matarlo, ya no escucharía su irritante voz. Pero no puedo, de momento. Su malicioso discurso moralista y acusador continúa sonando a través de mi teléfono celular y eso hace un poquito difícil mi misión homicida. Aunque no imposible, me digo.
 Si lo matara…. Sería una dulce venganza, pero no dejaría de ser asesinato y no estoy preparada para ir a la cárcel…¿por qué siquiera lo estoy pensando? Mi mente divaga cuando me estreso. Sus palabras amenazantes siguen llegando a mis oídos, me aturde, y yo pienso en los pro y los contras de un asesinato premeditado. ¡Basta!, me amonesto a mí misma. Él sigue, recitando la lista con mis innumerables defectos, según si visión sesgada y machista. Y  lo peor es que el cobarde no se atreve a decirme las cosas en la cara.
 Miro el celular: cuarenta y siete minutos de mala comunicación y una rayita de batería. La indignación crece, se hace enorme. Quiero estrellar el aparato contra una pared, revolearlo a la calle para que un camión lo pase por encima, pero me contengo porque la única que se perjudica con eso soy yo. Además, no podría comparar otro. 
 Él sigue gritándome por teléfono. Su misoginia es tan enorme como la lista de mis defectos o su propio ego. Le molesta que sea su jefa y que le ponga los puntos. Es  ingrato conmigo y con sus compañeros. Su pensamiento es corto, chato…hay que estar en contra del jefe, siempre. Es condición implícita para él. 
 Respiro hondo. Mi corazón está acelerado. Mis manos tiemblan. Quiero llorar, pero no le voy a dar el gusto de que me escuche gimotear. Trago el nudo de mi garganta y hablo. Le pregunto si quiere mi cargo, si quiere ser jefe. Le repito más fuerte “¿Vos querés ser el jefe?”. Se hace un silencio. Se asombra de mi pregunta, tartamudea brevemente y sigue vociferando, luego, acerca de mis desvaríos y mis malos entendidos.
 La discusión se eterniza como mi tiempo que se estira. El viento se frena. ¡Basta!, grito y el mundo se paraliza de pronto y yo…yo me meto dentro del celular.
 Veo una luz violeta que sale del aparato y corro por ahí. Mi cuerpo está liviano, ágil como jamás lo estuvo. Tomo la velocidad de la luz, me estiro y me transformo en un fotón mágico, unidireccional. La línea violeta se transforma en verde y ahora me deslizo apenas rozándola. Soy una con la luz, con la energía. Recorro miles de nanoquilómetros en una dirección. La única. Mi norte es el odio que siento en este momento. Las ganas de triturar ese cuello, de dañar a ese tipo.
Sigo avanzando sin descanso. A mi alrededor el mundo se dobla, se estira. Las palabras son ralentizadas, pero reconozco esa voz. La misma que me torturó minutos antes. La prepotencia se ve transformada por la distorsión del campo que me rodea. Pero escucho. Los gritos siguen. La violencia se extiende como un cable maligno y negro. Se transforma en una serpiente que me punza por los lados. Me picotea para que desista, para que vuelva mis pasos y sea humana otra vez. No lo permito. Mis ojos se transforman en láseres y la atacan. Apunto a su cabeza y doy en el blanco. La serpiente explota y me baña de una pestilente brea negra. No importa, soy luz, me digo y de pronto la putrefacción desaparece y yo sigo mi camino.  
Al final, allá a lo lejos, hay un punto luminoso. Incandescente como una estrella en el firmamento nocturno. Hay números y una enorme pantalla. Me recuerda una película, pero mi mente está tan alterada que no logro recordar cual. No importa, ya queda menos, me repito.
La serpiente revive y se transforma en un enorme dragón. Sus ojos son de fuego y su boca lanza llamaradas de lava incandescente. Me siento microscópica frente a semejante monstruo, me siento igual que cuando él me grita por teléfono. Intento esquivarlo pero se hace difícil. Acelero. Ya queda poco, me repito. Sin embargo el dragón aplasta mi línea de color con su enorme cola y entonces mi cuerpo sale expulsado. Me estrello contra la nada misma. Duele. Me levanto. Busco una salida y solo veo la pantalla: Conexión de mala calidad, leo. Estoy atrapada.
 Mi nudo en la garganta se acrecienta, me envuelve, exprime mi alma y solo puedo llorar como una niña. No quiero hacerlo pero es más fuerte que yo. Mis emociones me dominan, me paralizo. No puedo más que dar vueltas sobre lo mismo, como un loop eterno y sentimental. Sé que si no hago algo voy a quedar atrapada por siempre en ese lugar, en mi teléfono. O peor, en el medio de una mala comunicación, por una peor empresa de telefonía celular. Reacciono. Mi mano se transforma en una enorme espada al estilo Star Wars y de un salto, parto en dos al dragón. Hay un silencio breve y mientras mi cabeza descansa por un instante, corro nuevamente a la meta y me lanzo a través de la pantalla luminosa.
 Aparezco del otro lado y de inmediato tomo el cuello del empleado insurgente. Aprieto con ganas mientras su rostro pasa del rojo al blanco en uno segundos nomás. Le grito: “¡Callate ya, maldito gusano podrido!” y lo dejo caer en la vereda, mientras la gente aplaude por mi valentía o quizás porque gran parte de la humanidad lo desprecia. ¿Quién sabe?
  No lo mato, solo lo dejo aturdido. Le saco el celular y lo estrello contra una pared. Me acerco a él y con odio le digo:
Mañana, ocho de la mañana en punto, te espero en la oficina, para resolver esto. Si no te gusta como son las cosas, presentá tu renuncia.
 Él abre un ojo, desorientado y aturdido, y me mira con desprecio.
¿Entendido? insisto para que reaccione.
responde bajito sin mirarme a los ojos.
 Me doy media vuelta y emprendo el camino de regreso. Son varios quilómetros, pero bueno, servirán para calmarme.

Clara visión del futuro

Siempre que tengo que hacer algo importante me cuesta mucho esfuerzo llegar a conciliar el sueño. Duermo haciendo una cuidadosa planeación para no cometer algún error. Anoche no fue la excepción y como de costumbre desperté una hora antes, no tuve necesidad de esperar la alarma del celular, abrí mis ojos sin pestañear o intentar descansar otros cinco minutos, simplemente desperté y me levanté apresurado para ducharme, vestir traje y corbata, así como peinarme con gel (aun cuando odio tener el cabello tan duro), para finalmente conducir hacia el trabajo.
Durante el trayecto seguí pensando cómo abordar a Edgar para pedirle un aumento salarial, tenía varias ideas en mente para comenzar a hablar sobre el tema: 1. Mi yo arrogante, el que tendría que demostrarle que mis capacidades intelectuales permitían desempeñarme mejor que el resto de mis compañeros. 2. La necesidad económica, ya que estaba decidido a contraer matrimonio en un año y necesitaba ganar más dinero para los gastos. La opción tres parecía la más sensata y realista para persuadirlo de que merecía ese puesto. Tres meses habían sido suficientes para aprender los procedimientos de mis funciones, el hecho de provenir de otro departamento del banco me daba ciertas ventajas para proponer estrategias de las dos áreas conjuntas y así darle un valor agregado a mi trabajo, eso y los tres años de antigüedad con el mismo sueldo me daban buenas esperanzas de poder quedarme el puesto que nadie había sido capaz de ganarse hasta ese momento.
Volví de mis pensamientos ya que un anciano se atravesó en el camino, intenté frenar, sin embargo, alcancé a empujarlo con la defensa del automóvil, bajé de inmediato y miré hacia la luz del semáforo para eximir la culpa, afortunadamente seguía en verde. Me acerqué al anciano, tomándolo del brazo para ayudar a levantarlo, me miró a los ojos y dijo:
—Sabía que esto ocurriría­— suspiró decepcionado.
—Y porque si lo sabía, no tuvo cuidado para evitarlo señor­— le dije al momento que veía la pequeña abolladura de mi auto.
—Dije que sabía que ocurriría, más no que lo podía evitar, qué no sabes que no debes de responderle a tus mayores, mocoso insolente.
­—Disculpe señor, no fue mi intención ofenderlo.
—No te preocupes, también ya sabía que me contestarías— dijo sonriente.
Intrigado por sus respuestas, me interesé por indagar sobre la cordura del hombre, quien lucía desaliñado y desubicado.
­— ¿A qué se dedica señor? — pregunté mientras lo ayudaba a sentarse en la banqueta.
—Soy un visitante de futuro, me dedico a viajar por el tiempo y ayudar a la gente que se cruza en mi camino.
­Aguanté la risa, pero sin duda tenía la curiosidad de llegar más a fondo en aquella conversación.
—Adelante, puedes reírte si tienes ganas, sólo que no me pidas que te ayude a obtener ese ascenso que tanto deseas.
En ese momento la sangre se me heló y comencé a marearme de la impresión, volteé a mí alrededor a ver si había testigos de aquella extraña escena. Las calles se encontraban vacías, estábamos a dos días de la semana santa y las escuelas habían cerrado por las vacaciones. Decidí tomar con seriedad al anciano y creer en la posibilidad de que fuera una persona del futuro.
¿Có-oomo pue-ede ayudarme señor? ­—pregunté nervioso.
—Muy sencillo Enrique, solo tienes que seguir cuidadosamente algunos pasos y con ayuda del efecto mariposa, todo hará que tu jefe se encuentre sensibilizado a la hora de que hables con él y le pidas el ascenso.
— ¿Qué debo hacer? ­—pregunté sin dudar—, ¿me costará algo?
— ¿Me has visto cara de necesitado? —preguntó ingenuamente. Seguramente sabría que otra vez sentía ganas de reírme, sólo que, en esta ocasión, no se atrevió a decir nada, en su lugar, se barrió asimismo con la mirada, entendiendo mis reacciones y sólo se limitó a decir:
—No te preocupes, lo tengo todo y a la vez nada, si necesito dinero voy a comprar un billete de lotería, si necesito alimentos, mi aspecto o en ocasiones mis conocimientos del futuro me bastan para convencer a alguna persona que me dé lo que necesite. Sólo te ayudo porque quiero.
­—Le agradezco señor, nuevamente le pido una disculpa si lo volví a ofender. Y bien, qué necesito hacer para obtener el ascenso.
­—Primero debes estacionar tu vehículo en el tercer cajón, de la fila H, cierra bien las ventanas, te lo digo por qué sé que en ocasiones las dejas entreabiertas para que no se encierre el calor en el auto cuando vas a comer. Después, deberás darle la moneda más brillante al jardinero que estará conectando una manguera en la llave que está justo a un lado del teatro, caminarás por el paso peatonal entre el campus de la universidad y el fórum cultural, de ahí necesitarás retar al sujeto que está sentado frente a la escalinata de la biblioteca a una partida de ajedrez en el tablero enorme que se encuentra al aire libre, no te preocupes por el tiempo, no te llevará mucho tiempo ganarle, necesitas el mate del loco para ganar la partida, escoge las piezas negras, el abrirá a los peones que cubren a su rey, por lo que bastará abrirle paso a tu reina para encerrarlo y terminar la partida en dos minutos. Te advierto que tu contrincante se pondrá loco, por lo que sugiero que continúes tu camino y lo ignores. Antes de que entres a la oficina, retira en el cajero quinientos pesos, rompe a la mitad el billete y tíralo al suelo. Eso será suficiente para tu ascenso.
—Cómo es posible que haciendo eso, obtenga un ascenso — dije molesto e incrédulo, pensando que trataba de tomarme el pelo.
—Muy sencillo, Él estacionará su vehículo en el segundo cajón de la fila H como lo hace todos los días, tu carro no estará bien estacionado, por tus obvias habilidades de conductor —dijo mientras me echaba una mirada de que yo había sido el culpable de su atropellamiento—, cuando abra la puerta golpeará tu vehículo ocasionándole una abolladura del lado del copiloto, ya lo repararás cuando tengas el ascenso junto con la marca que he dejado en tu defensa. Él ya sabe que es tu vehículo, por lo que comenzará a sentirse mal por ello, en ese momento el jardinero al que le diste la moneda, la sacará de la bolsa y el reflejo que provocará su brillantez, hará que descuide el control sobre la manguera y le moje toda la camisa, con eso ya le evitaste daño eléctrico a tu auto por cerrar las ventanillas, ya que se mojarían los controles de la consola y se quemaría un fusible, dañando la computadora del vehículo. Continuará el camino y pasará por el tablero de ajedrez, el sujeto a quien le ganaste la partida, comenzará a retarlo y cuando Edgar se niegue, el mal perdedor le pondrá el pie ocasionando que caiga al suelo. Mojado y golpeado, comenzará a tener pensamientos sobre las malas energías, es muy creyente de eso, por lo que bastará que tengas la conversación sobre el ascenso para que no dude en promoverte, antes de que llegue a la oficina, se encontrará la mitad del billete que tiraste y te lo querrá dar por dañar tu auto, no sabrá que está incompleto hasta que te lo dé, sentirá mucha vergüenza, para entonces ya lo tienes dominado.
—Me cuesta creer que todo eso hará que Edgar piense en mí para el puesto— dije nervioso.
—Una cosa más, por nada del mundo olvides tus lentes—dijo mientras se comenzaba a retirar—. Un vehículo de tránsito municipal comenzó a hacer sonar su claxon y por el megáfono me pidió que no obstruyera el camino, cuando busqué al anciano ya se había esfumado.
Estacioné mi auto donde me dijo, cuando bajé, corroboré decepcionado que las llantas del lado del conductor estaban encima de las líneas amarillas que dividían el cajón. Me acerqué al jardinero, quien contento, recibió la moneda de diez pesos del año 2018, jugué la partida de ajedrez, ganándola en dos movimientos, el sujeto comenzó a insultarme y perseguirme, me alejé rápidamente e hice la última parada en el cajero automático rompiendo el billete que recibí, en dos partes. Llegué a la oficina y esperé a que Edgar entrara.  Tenía los ojos rojos en señal de estar al borde de las lágrimas, su camisa estaba mojada y sucia, tenía un raspón en la frente.
—Edgar, necesito hablar contigo…
—Antes de que empieces, te voy a dar este dinero— dijo mientras estiraba el billete roto, con su mirada adiviné que se mostraba arrepentido y regresó la mano a su bolsillo sin entregármelo. Disculpa, no sé qué me pasa el día de hoy. En la mañana golpeé accidentalmente tu vehículo, llévalo a la agencia y me dices cuánto es. ¿En qué te puedo ayudar?
—Tengo una inquietud, creo que he realizado bien mi trabajo desde hace tiempo, mis propuestas han sido bien recibidas y llevo tres años en el mismo puesto, me preguntaba sobre la posibilidad de tener un ascenso…
­—He querido tener esta charla contigo desde hace algunos días, efectivamente, creo que tienes mucho potencial, pero te hace falta dominar tus funciones para que pueda postularte ante mi jefe. Creo que tienes grandes capacidades, pero dime… —dijo mientras sacaba unas hojas de su maletín. ¿Qué diferencia vez en estas dos hojas? —Preguntó mientras me mostraba dos hojas en blanco­.
Mierda, el viejo no me dijo que contestar. Los putos lentes, pensé.
—No veo bien Edgar, he olvidado mis lentes.
—No te preocupes Enrique, solo te pido que tengas un poco de paciencia, te aseguro que vas a crecer favorablemente en esta área…
En ese momento di la espalda a Edgar sin dejarlo terminar de hablar, desde luego, el anciano provenía del futuro y me había dado muestra de ello, pero el bastardo me había dado una lección desde el futuro por haberlo atropellado.
—Maldito viejo hijo de puta, se está burlando de mí porque no lo vi cruzar la calle— dije mientras arrojaba la otra mitad del billete roto y me salía encabronado de la oficina.

Pobre platanito

Como todas las mañanas, Platanito Sideral se levanta, se bebe un zumo de naranja con mucha pulpa y se aventura a las frías calles de su ciudad. Tiene los ojos legañosos, las manos bambolean por el viento y un hilillo de baba amarilla brota copiosamente de su interior. Pero nada de eso importa, pues el mejor trabajo del mundo le espera a escasos metros de su hogar. Disfruta de cada tornillo que rechupetea, de cada trozo metálico que engulle y que expulsa con una leve pátina de banana. Es, a su manera, feliz.
Llega a su trabajo y se dispone a tragar metal como si no hubiera un mañana, cuando el teléfono de la oficina suena inesperadamente. «Debe de ser un cliente satisfecho», piensa, inocentemente. Pero al otro lado del teléfono no hay un cliente desconocido, sino la voz de Jimmy Roca. Jimmy nunca le ha llamado antes, nunca habla con sus empleados. Y, cuando lo hace, es por un asunto verdaderamente importante.
—Hey, Plata, ¿jau du yu du?
—Fain, zenkiu. ¿Qué pasa, señor Roca?
—Nazin, nazin. Oye, mira, que necesitamos una persona de forma urgente e inaplazable para el sector 7G, donde pegan a los niños con calcetines untados en brea. Ya sé que haces un trabajo encomiable en tu sección, pero esto es una verdadera necesidad. Serán un par de días, tranquilo. Ya te pagaremos un maravedí más por lustro trabajado, en compensación.
—Yo, yo… —balbucea Platanito, como un imbécil.
—Gracias por tu inestimable colaboración, coleguita. Hatalué.
El señor Sideral se queda con el auricular pegado a su blandito cuerpo y se marcha, derrotado, hacia el sector 7G. Está triste porque sabe que allí no hay buena cobertura, y además hay un tal Homero que recita versos de la Odisea a matacaballo.
Baja las escaleras y se adentra en el temido departamento, ante la atenta mirada de los presentes. Limonada Tarada lo mira con deseo, se pasa la lengua por los labios y su cara se transforma en la de El Fary súbitamente. Aquello es como un vertedero de neumáticos viejos, pero sin ratas.
Las ratas no querrían quedarse en un lugar así.
Llega por fin ante la puerta de Homero, golpea suavemente con sus nudillos y espera, hasta que una voz surge al otro lado.
—¿Eres tú Atenea, la de ojos glaucos?
—No, soy Platanito. Platanito Sideral.
—Ah. Pues pasa, hombre.
Platanito entra en el despacho y se maravilla al ver la colección de condones que cuelgan de las paredes. Cientos y cientos de profilácticos, de todos los colores y formas.
—Vaya —silba Platanito—. Son muchos condones. ¿Son todos suyos, señor?
—Calla y atiende, pavo.
Platanito calla y escucha. Homero le da una serie de directrices, le indica lo que tiene que hacer. Se trata de meter unos datos en un Amstrad 1512, a toda velocidad, y en un par de días volver a su puesto a chupar tornillos. Puede ser divertido, después de todo.
Van al lugar convenido y Platanito intenta llevar a cabo su trabajo, pero descubre —oh, sorpresa— que el ordenador solo admite disquetes de cinco y un cuarto, y que lo de la nube y el pendrive le suena a peli de vaqueros zurdos. Se ve obligado a comentárselo a Homero, a desvelarle la horrible realidad con la que ha topado.
—Ya me lo dijo Eos, la de los dedos rosados, y Maiami me lo confirmó. Es lo que tiene utilizar software del año dos mil diecisiete y hardware de mil novecientos ochenta y cuatro… hala, vuelve a tu sitio y ya veremos cómo lo arreglamos.
Platanito se encoge de hombros, recoge sus cosas y vuelve a su puesto de trabajo, aliviado y sorprendido a partes iguales. «Pues ya podían mirar estas cosas antes y no tenerme en danza, no te giba…»
El día se acaba y Platanito vuelve a su mullidito hogar, a hacerse acupuntura con mondadientes doblados. Ya más calmado, consigue conciliar el sueño y desprenderse de las ataduras del día a día. Es, nuevamente, una banana en paz.
Pasa una jornada, y otra, y otra más. Ya casi ni se acuerda de lo vivido la semana anterior. Pero entonces, Jimmy Roca vuelve a importunarlo.
—¿Qué cáscaras pasa ahora, Jimmy?
—Nazin, pero ya que lo dices, ¿podrías bajar otra vez al sector 7G? Han debido de arreglar lo del ordenador, así que en una semana lo habrás acabado sin problema. Vamos, digo yo, que no tengo ni idea.
—Acabemos con esto de una vez —murmura el señor Sideral.
Baja las escaleras y se mete hasta la misma puerta de Homero, que repasa unas anotaciones de su diario. Levanta la vista, ve a Platanito y sonríe, ufano.
—Amigos, gran trabajo ha realizado Platanito con este viaje: ¡y decíamos que no lo llevaría a término! Si es que eres terrible de matar, tronco.
—Tronco lo será tu padre, cabrón.
—Vale, vamos al grano. Aún no hemos arreglado el Amstrad, pero creo que en un par de días conseguiremos un emulador del Metal Slug para echar unas partiditas y animar el ambiente, que esto parece un velatorio.
—Pero Jimmy Roca me dijo que…
—Ay, Plata, Plata, qué poco conoces a Jimmy. ¿De verdad creíste alguna de las palabras con las que intentaba seducirte?
La furia de Platanito va en aumento, y Homero no ayuda a aplacar su ira homicida. Ya se dispone a marcharse de nuevo, cuando el poeta detiene su marcha:
—Hombre, ya que estás… aprovecha pa’ fregar, ¿no? Que además me ha dicho Jimmy que te quedas un mes con nosotros…
Platanito estalla de furia y comienza a aporrear el teclado del Amstrad, que tiene que valer una puta fortuna, hasta que las piezas saltan en todas direcciones. Ojalá fuera la cabeza de Jimmy Roca la que saltara en pedazos, piensa.
—Hala, arreglao’.
Homero boquea, aturdido, sin saber qué narices le pasa a este chico. Lo mismo se ha comido un litro de salsa Chovi y anda onfáier, o algo.
Platanito se arremanga la piel amarilla, agarra una vara de avellano que encuentra por ahí tirada y la coge como si fuera una ballesta.
—Ya terminó este inofensivo certamen; ahora veré si acierto a otro blanco que no ha alcanzado ningún hombre y Apolo me concede gloria.
—Oye, que el de los versos soy yo.
Platanito tensa el arco con una cuerda imaginaria y lanza una flecha invisible contra el cuello de Homero, que cae fulminado al suelo.
—Me tenéis hasta los huevos, copón.
Lanza sus flechas por doquier, a diestra y siniestra, sin importarle lo más mínimo las vidas de sus otrora compañeros y que ahora se han convertido en maleza que erradicar. Ellos, se dice, han contribuido a que el vergel laboral en que vivía se haya convertido en un lodazal infame. Su silencio es tan ignominioso como un millar de plañideras locas.
Caen cinco, diez, quince; su victoria es tan grande como el reguero de muerte que va quedando tras él. Solo al ver la mirada quebrada de Limonada duda. Baja la mirada, tensa el pulido arco y apunta contra la señora Tarada, con la esperanza de que las Keres hagan nuevamente su trabajo.
Es, sin embargo, una flecha diferente la que acaba incrustada en el corazón de Limonada. Es una flecha de amor.
—¡Cáspita, pero si es Olivia Niuton-Yon!
Una cohorte de tarados con chupas de cuero aparecen de la nada. Platanito mira en derredor, completamente acojonado. ¿Qué leches está pasando?
Suenan los compases de We go together y el grupo de gilipollas corea Like rama lama lama ka dinga da dinga song. El señor Sideral, cariacontecido, se lleva las manos a la cabeza. Se siente mareado; no es para menos. Tira el arco al suelo y la vista se le nubla. La ridiculez de la escena le ha provocado un coma diabético de tres pares de pelotas y cae rendido al suelo, mientras Limonada Tarada se agacha y le planta un ácido beso en sus labios babosos.