miércoles, 14 de octubre de 2020

Tumba de lodo (Curicaveri)

 

 El sol comienza a ponerse y la oscuridad se apodera del campo de batalla, poco a poco han cesado las detonaciones de las bombas, los disparos cada vez son menos, las avionetas ya no surcan el cielo arrojando su mortífera carga, ahora ya solo se escuchan lamentos, gritos de dolor, los últimos suspiros de hombres que abandonan la vida. Y junto a ellos estoy yo en la trampa de lodo que me rodea esperando con resignación mi final, ya hace un tiempo que no siento dolor, mi cuerpo adormecido deja ir mi vida.

Hace poco menos de un año escuche por primera vez el nombre de Somme, un rio en el norte de Francia, donde tendríamos como misión enfrentarnos y romper las líneas alemanas, para servir como una distracción para dividir las fuerzas del enemigo y precipitar nuestra victoria. Durante varios meses los altos mandos discutían las formas y lo que sería mejor para la batalla, sintiendo confianza del éxito de sus planes. A finales de diciembre de 1915 nos dieron la noticia del cambio del Comandante en Jefe de las Fuerza Expedicionaria Británica, El General Douglas Haig sucedió al General John French. Lo que causo opiniones divididas entre las tropas, pero al final todos estábamos listos para cumplir las órdenes del General.

En los meses siguientes recibíamos noticias de adelantos y a trazos para la campaña, lo que nos dejaba intranquilos y nerviosos con la incertidumbre de entrar en combate o no, para varios de nosotros sería la primera vez que lo hacíamos. Quizás por eso las bromas y el optimismo era una parte esencial de las barracas, pensando en los enemigos que verían su fin ante nuestra valentía y arrojo, claro quién podría culparnos de tales fantasías infantiles si apenas habíamos dejado la niñez. Mientras seguíamos con nuestro entrenamiento que erróneamente nos hacía pensar que la batalla sería tan sencilla. Con nuestros pequeños triunfos en los ejercicios de guerra y sin consecuencias en las fallas de estos nuestro optimismo crecía. Nuestras fantasías conjuntas nos ponían como el heroico batallan que daría el golpe final a nuestro enemigo, ensayábamos nuestras reverencias ante el Rey Jorge cuando nos nombrara caballeros por nuestros logros en campaña, en la barraca todos reíamos a carcajadas.

 

En enero de 1916 ya se había llegado a un acuerdo con el gobierno francés para llevar a cabo la operación conjunta, que sería en la ruta de Bretaña y Normandía donde los U-Boot alemanes atacaban los barcos con suministros. Fue el General Joseph Joffre quien dio el visto bueno.  Pero en febrero nuevas discusiones hicieron cambiar la operación por la del valle del rio Somme, se pensaba que el lugar serviría para arrollar las fuerzas alemanas gracias a la conjunción que daba a las fuerzas francesas y británicas. Lo que no sabíamos era que el enemigo adivinando las intenciones había construido todo tipo de fortificaciones en la zona. El 21 de febrero 1916, se dio el ataque a Verdún, así que los franceses se vieron obligados a mandar tropas a defender la ciudad, así que nuestro ejército tomo el papel protagónico para la operación.

Después de los preparativos previos se estableció el 1 de julio de 1916 como el inicio de la operación, apenas teníamos un par de semanas en Somme, donde habríamos ayudado a terminar las trincheras. Una semana antes como preludio la artillería había estado disparando, según nos informaron un millón y medio de granadas, nos hacía pensar que no habría enemigos y que sería una campaña fugaz, así que todos esperábamos con ansia la orden para atacar, la tensión cada vez era mayor al acercarse la hora para entrar en acción, varios no conciliamos el sueño, revisábamos una y otra vez nuestro equipo que todo estuviera listo, los veteranos nos veían y su mirada era de tristeza mientras se acurrucaban y dormían lo que podían.

 A las 06:00 a.m. nos indicaron que estuviéramos listos, todos los efectivos estábamos amontonados en nuestros puntos de salida de las trincheras, nerviosos pero seguros de que sería muy rápido el ataque y la rendición de los enemigos, por lo que sonreíamos y nos expresábamos confianza con palabras de aliento, a las 07:20 se voló la primera galería subterránea a los 8 minutos ya se habían volado todas menos una, un silencio general en lo que se buscaba el siguiente objetivo y empezar el combate en la tierra de nadie, era nuestro momento, estábamos listos.

 Salimos como nos habían instruido a velocidad de paso, algunos otros habían salido antes a la tierra de nadie con la clara intención de tomar las trincheras alemanas, en cuanto dejaran de caer los proyectiles. Nadie nos imaginamos que los alemanes habían sobrevivido en sus refugios muy bien protegidos y que estaban en perfectas condiciones de infligir daño a nuestra vulnerable infantería. En cuanto los alemanes abrieron fuego comenzó el terror, las balas siempre encontraban víctimas, los compañeros empezaron a caer como moscas, tuve la suerte de encontrar una saliente que me protegió de las primeras ráfagas de muerte. a mi alrededor caían los compañeros que no tuvieron la misma suerte, varios caían sin realizar ni un solo disparo y recibían varios, los sueños heroicos terminaron al ver la sangre correr en el valle, charcos rojizos y espesos de la sangre acumulada de mis compañeros, ya no había risas eran gritos de dolor y muerte, poco a poco el ambiente se llenó de la nauseabunda combinación de pólvora, carne quemada, vomito viseras y eses regada por todos lados, los cuerpos destrozados por las explosiones caían a mi alrededor salpicando mi cuerpo, a unos metros estaba mi compañero que decía que mataría cien alemanes, con la cabeza destrozada, un dispara había esparcido su cerebro, al otro lado otro intentaba inútilmente de parar la hemorragia que una bala había provocado al volarle la quijada dejando colgando la lengua bañada en sangre.

Algunos se refugiaban entre los cuerpos de los caídos esperando la ayuda que no llegaba. Los rescatistas trataban inútilmente de ayudar a todos los heridos, la masacre estaba fuera de su capacidad de ayuda. Los mandos nos ordenaban que avanzáramos y mandaban más hombres al frente, los cuales caían sin vida sin ganar ni un centímetro. Las detonaciones me habían ensordecido y con señas el teniente me indicaba que avanzara y dejara mi pequeña guarida no sé cuánto tiempo había pasado y yo seguía agazapado esperando que terminara todo, cada cierto tiempo se detenían las acciones, y cada bando esperaba la rendición del contrario inútilmente y se volvía a la carga.

No podía distinguir el sol, ya que el humo lo cubría pero ya habían pasado horas desde el inició de la contienda, quizás más de medio día, fue cuando se dio una pausa y se retiraban algunos heridos que me indicaron que siguiera adelante con otros compañeros, seguimos la orden con una combinación de adrenalina y miedo, habíamos avanzado un par de pasos cuando volvieron al ataque los alemanes, tomándonos por sorpresa, empezando el intercambio de disparos, sentí un golpe en el pecho, me quema y siento la humedad de mi sangre saliendo de mi cuerpo, caigo de espaldas y veo un cielo gris por el humo, no quiero moverme, lo intente y fue grande el dolor, las lágrimas salen de mis ojos y me hacen pensar en todo lo que no podré hacer, nunca volveré a ver a mi madre y mis hermanos, a mi padre no ayudaré en las reparaciones de la casa, mis amigos pensaran en algún momento en mí, no saber lo que es un beso de la mujer amada, no tuve el tiempo no me dieron la oportunidad, esta bala me arrebata la vida.

Nadie vino a mi rescate nadie me ayudo y aquí estoy tendido esperando el fin mientras mi sangre se va escapando de mi cuerpo, ya no tengo fuerza ni para gritar, siento mi cuerpo frío y empiezo a temblar, ya paso un tiempo desde que deje de sentir mis pies mis piernas mis brazos, mi respiración cada vez es más lenta más difícil, me estremezco y es el último signo de vida que doy y cierro mis ojos para siempre, olvidado en el lodo de un país extraño.

Los estragos de la guerra (Sauce en el agua)

 El cuartel se convirtió en un manicomio desde que los misiles destruyeron media ciudad. La guerra nos estaba llevando al borde de la locura y el General no nos permitía salir. Nos tenía presos.  

«Saldremos hasta recibir la señal divina del Señor», nos había dicho.

Únicamente quedábamos cinco hombres y nuestro captor.
—Tengo que salir a buscar a los míos —le dije a Samuel—. El conflicto ya se acabó hace meses y yo creo que al General ya le falta un tornillo. Ese hijo de perra no tiene derecho a retenernos.
—Aguarda un poco, no salgas todavía —dijo Samuel—. El General está más trastornado que una cabra con fiebre y podría matarte.
—Nunca debimos permitir que nos quitara los rifles, ahora sólo él está armado. Deberíamos liquidarlo mientras duerme.
—Él nunca duerme porque toma pastillas —dijo Samuel—. Lo he vigilado por dos días seguidos.
Se escuchó un aullido parecido al de un lobo: era el General que estaba encima de una mesa.
—¿Ahora qué querrá ese cabrón? —murmuró Samuel.
—¡Silencio, mis discípulos! —ordenó el General—. He preparado la cena y todos vamos a comer como reyes para festejar que mañana saldremos y nos reuniremos con nuestras familias.
Todos en el comedor gritaron de felicidad y empezaron a saltar y a abrazarse, excepto yo.

—Ya me moría de hambre —me comentó Samuel, mientras se metía la cuchara a la boca—. Vamos, amigo, come algo. Ya vamos a salir de este infierno.
—No sé, no confío en ese chiflado. Tú no deberías comer esa cagada.
—¡Ja ,ja, ja! No puedo, tengo tanta hambre que me comería a un camello con todo y patas. Mira, casi parezco un esqueleto.

Media hora después todos mis compañeros estaban tirados en el piso, lanzando espuma por la boca y botando como gallina descabezada.

El General sonrió y dijo que la ofrenda para el Señor ya estaba servida. Yo, que no había probado bocado me lancé al piso e imité a mis amigos.
—Es tiempo de orar y dar gracias —dijo el general, cerrando los ojos y poniéndose de rodillas.
Aproveché el momento, tomé un tenedor del piso, me levanté de un salto, corrí y clavé el utensilio en la garganta del General. El tipo seguía luchando por su vida, así que tuve que apretarle el cuello con todas mis fuerzas. Le despedacé la tráquea con mis dedos.  Le di codazos y patadas. Le saqué los ojos con una cuchara. Le pisé la barriga hasta despedazarle los intestinos. No lo podía asesinar, no se moría, seguía sonriendo como estúpido. Brinqué una y otra vez encima de su cabeza hasta convertirla en una asquerosa plasta de sangre, sesos y cabellos. Después me limpié las manos con el agua del grifo. Suspiré.
—Lo siento, amigo —dije al acercarme al cadáver de Samuel—. Nunca debiste confiar en un demente.

Salí del cuartel en un Jeep. Quería ver a mi familia y amigos. Por el camino que lleva a casa solo encontré muerte y desolación. No había un edifico o casa en pie. Los arboles eran únicamente postes negros. Solo podía vislumbrar un valle colmado de hollín. .

 Recordé a mis colegas que perdieron los brazos y piernas durante la batalla, a los que les volaron la cabeza a causa de la metralla, a los que padecieron las más infames de las torturas, a los que sufrieron en los campos de concentración, a los que quedaron enredados en alambres de púas por días y a los que prefirieron quitarse la vida para no seguir sufriendo.  Detuve el vehículo cerca de un barranco y miré la luna amarilla que parecía el ojo vigilante de un demonio. Los buitres me miraban muy atentos desde los postes eléctricos.
—¿Dónde están tus hermanos, hijo mío? —me inquirió el "Señor"—. ¿Acaso los abandonaste?
—Todos los demás habían muerto, por eso yo los dejé en… —le empecé a decir a esa voz que provenía del cielo (o de mi cabeza) y entonces entendí que yo también estaba cayendo al foso de los locos.

Despierta (Tulipán Negro)

 

Otra vez tú en la puerta. La tormenta arrecia afuera y la silueta del animal se perfila entre estallidos de luz y ruido ensordecedor. Otra vez tú. ¿Qué vienes a buscar? ¿Qué quieres? El gato permanece inmóvil y su largo pelo, empapado, deja entrever que no es tan grande como aparentaba en un principio. Los mechones mojados caen lánguidos sobre sus ojos y aparece un cuerpecillo, podría decirse, casi raquítico. No le veo la cara, pero adivino los ojos verdes y una mirada letal a través del cristal de la puerta. Hasta a esta casa en el culo del mundo has tenido que volver. Hasta durante mis vacaciones tienes que recordarme tu presencia. Nicoleta duerme en la habitación de la casa que han alquiladoen las montañas mientras él, imbécil de él, está mirando por la ventana el fantasma o el espíritu o la aparición o lo que mierda quiera que sea aquello al otro lado del cristal de la puerta.

—Vasile, mi amor... —susurra ella de pronto.

—¡Dios! ¡Nicoleta! —El corazón le va a mil por hora. —¿Qué haces aquí?

—Eso venía a preguntarte yo... —contesta mientras acerca el rostro a la puerta. Ahí afuera no hay nada. Déjalo ya, amor…

***

—Vasile, Vasile, ¡Vasile! ¿Me oyes, Vasile? —El grito ensordecedor le despierta desorientado.

—¡Nicoleta! —grita asustado.

—¿Quién es esa? Vasile, hostias, despierta. El enemigo está aquí. Hay que salir a las calles. ¡Vamos!

Nicoleta, ¿dónde estás? Era tu voz, era tu olor. Joder, y me encuentro con el aguafiestas de Nicolai aullando. La artillería, los gritos de los hombres, las órdenes de los mandos superiores, la lluvia cayendo. Truenos que se acercan. Vasile se ata las botas y sale con el fusil al exterior de la tienda. Joder. Un infierno, un laberinto de imágenes. Fuego, hombres en el suelo. Pasa cerca de la tienda improvisada como enfermería y escucha lamentos. Alguno preferiría morir. El corazón le late fuerte, ojalá no estuviera allí. Corre hacia donde lo hacen el resto de soldados, de compañeros de muerte, hasta llegar a una trinchera donde se tira al suelo sudando. Allí espera. Está cansado.

El ritmo de los bombardeos no cesa y compone una macabra melodía junto a los disparos, los gritos de ánimo, furia y perdición de los hombres. La lluvia moja su rostro. Es lo único hermoso allí. La lluvia y... ¿Qué es eso? Algo se mueve entre la multitud. Una especie de animal que, malherido, debe de andar desorientado. Intenta seguirlo con la mirada, pero es complicado en mitad de la noche de aquel infierno. Parece que se acerca hacia él. Es menudo, huesudo y una larga melena oculta por completo su rostro. Parece que gatea, que se arrastra a ratos, quizá camina a dos patas acuclillado. Lo único seguro es que se dirige hacia él con rumbo errático. De pronto, una enorme explosión ilumina parcialmente la población y, aterrado, descubre a Nicolai sangrando a su lado. Una mueca macabra y los ojos desorbitados constatan que está muerto. Los brazos desmadejados reposan suavemente sobre la tierra. Descansa... ¿Pero qué es eso? Hay algo al lado de su compañero. Una sombra menuda se acurruca junto al cuerpo todavía caliente. Otro estallido imposible vuelve a iluminar el cielo y la tierra. Dios santo, por todos los dioses que hacen que los hombres luchen y maten y mueran y acuchillen y violen y consigan traer el terror de las más macabras pesadillas a la tierra. Por todos los putos santos católicos, protestantes, ortodoxos, musulmanes que se han vuelto locos desparramando los cuerpos de sus adoradores, los hombres, mutilados sobre el barro. Un niño. Un pequeño. No era un animal. Es un crío de unos seis años tiritando de frío. Me habla con la mirada. Me habla...

***

—Vasile, ¿otra vez dando una cabezada? Anda, despierta y dime si te gusta entonces más este color —pregunta Nicoleta por enésima vez.

—Me gusta, cariño. Me parece muy apropiado para la habitación de Macka —contesta Vasile incorporándose en el sofá.

—¿Macka? ¿Por fin te has decidido? —Nicoleta da un salto de alegría y, sujetando su abultada barriga, besa a Vasile.

Se abrazan y el calor de Nicoleta le embriaga. Se tumban en el sofá y, en silencio, sueñan con el futuro.

***

—¿Qué, qué, quién eres? ¿Pero qué haces aquí? —pregunta Vasile al pequeño.

Le mira fijamente con ojos de asombro. Unos ojos enormes que no lloran, no titubean, solo se dedican a escrutarle e interrogarle. Parecen decirle, pero ¿qué estás haciendo aquí, Vasile? ¿Qué narices estás haciendo? ¿Por qué todo esto? ¿Por qué sé que puedo confiar en ti? Vasile acerca una mano y el pequeño no titubea. Consigue rozarle la mejilla, está completamente helado. El chico permanece rígido. Tan solo abre levemente la boca para emitir una especie de sonido mudo. Vasile se acerca poco a poco. La batalla ensordecedora no le deja escuchar, necesita aproximarse para poder oír. El cuerpo de Nicolai les separa y se recuesta sobre él para llegar al niño. Dime, pequeño, dime. Cada vez están más cerca y acaban frente a frente. Ajeno a la barbarie que le rodea, ausente, recuesta la cabeza en el regazo del pequeño, que vuelve a abrir la boca y emite una especie de maullido muy suave. Vasile sonríe. El chico vuelve a hacerlo. Un suave y dulce maullido vuelve a hacerle sonreír. No logra ver las facciones del chico, pero sabe que también está sonriendo y comienza a acariciarle la mejilla. El soldado llora y se deja consolar por el pequeño. Se abrazan ocultos en la trinchera entre cuerpos inertes.

***

—¡Vasile! ¡Despierta! Despierta, haz el favor. ¿Otra vez esa pesadilla? ¿Qué te ocurre? Jamás vas a conseguir deshacerte de los terrores de la guerra. —Nicoleta se incorpora de la cama y resopla.

—Lo siento, lo siento —se despierta llorando—, lo siento. He vuelto a verlo, he vuelto a sentirlo. Ese pequeño gato acurrucado. ¡No pude protegerle, Nicoleta! ¡No fui capaz! Debería haber muerto yo…

—No digas eso, no vuelvas a decirlo.

La pareja se abraza en mitad de la noche. Vasile llora, llora pero sonríe con ternura. Baja de la cama con la ayuda de las muletas y se sienta en la silla de ruedas y todo su cuerpo se resiente. Pero ese dolor pasará. Ese dolor es soportable.

El descampado (Byronde Poe)

    Teníamos un par de horas hasta que de nuevo las bombas comenzaran a caer del cielo, como si la lluvia se transformara en hierro y las gotas fueran metralla. Las volutas de polvo se extendían por el descampado como una niebla que olía a pólvora y  tierra húmeda y por un momento el cielo desaparecía… Mi amigo, los demás niños y yo nos reuníamos en el hall del hotel, donde nos habían confinado tras huir de los serbios, que ya habían rodeado por completo Srebrenica. Desde allí observábamos la cadencia de los proyectiles y sus silbidos nos hacían estremecer. Con la vista puesta  en el campo donde jugábamos al futbol, los recuerdos de los días posteriores me asaltaban sin permiso.

─¡Vamos, la furgoneta nos espera dos calles más allá!−La voz de mi tío Luka sonaba entrecortada, se adivinaba el miedo en sus palabras frenéticas−.Las afueras es un autentico infierno…

─¿Qué está pasando?−Preguntó mi madre azorada por la inminente respuesta.

─Los serbios de la Srpska han llegado con sus tanques a la ciudad, me temo que se va dar otro caso Sarajevo. Corre el rumor que han empezado una limpieza étnica, que quieren una Bosnia libre de personas que no sean cien por cien serbias... Dicen que los bosniaks están siendo asesinados por miles, pero a nosotros, los croatas no nos depararán mejor futuro. Yo mismo he visto como se llevaban a docenas de hombres y niños musulmanes y los han acribillado en las cunetas.

─¿Pero, a dónde nos van a llevar?−Preguntó mi padre con el rostro descompuesto.

Mi tío nos miraba apesadumbrado, parecía que había envejecido decenas de años desde que le había visto por última vez en el cumpleaños de mi prima, cuando creíamos que la guerra iba acabar por la intervención de la ONU... El sonido de los cañonazos y las ráfagas de los fusiles nos asustaban y encogíamos los cuerpos como si con aquella acción alejáramos el pavor. 

─Los cascos azules han habilitado el hostel Srebrenica, al norte de la ciudad, para albergar a los refugiados−Aclaró mi tío−. Debemos darnos prisa, no sé cuantos vamos a caber allí, el edificio no es demasiado grande.

Salimos por la puerta del jardín, por la parte trasera de mi casa. Cogimos con celeridad lo más imprescindible. Metí en mi mochila del colegio algo de ropa y mi balón de futbol Adidas, una de las cosas que más apreciaba, porque fue el último regalo de mi abuelo antes de que aquella larga enfermedad apagara su vida. Mis padres llenaron bolsas con comida y registraron la casa para llevarse todo lo que fuera de valor. Mi tío, muy nervioso, nos pedía que nos diéramos prisa… La noche se había adueñado de la ciudad, había partes donde se había ido la electricidad y estaban totalmente a oscuras. A veces el fogonazo de los disparos iluminaba partes de los barrios y las calles en penumbras. A lo lejos, como si viniera de otro lugar, lejano, el viento arrastraba los gritos de la gente… En la paquetera ya esperaban dos familias. Nunca olvidaré la expresión de sus rostros, la desesperación, la incredulidad de sus ojos. No dijimos nada cuando nos acomodamos en los asientos del vehículo y el chofer arrancó. Todos estábamos inmersos en nuestros pensamientos. Un padre y un hijo rezaban versos del Corán entre murmullos. Aquella noche fue la primera vez que vi a Amin, desde aquel instante nuestra vida fue común y los duros días  en el hotel se hicieron más amenos… A lo lejos vimos la silueta del hostel, nuestra salvación. De pronto se escuchó un fuerte sonido y una ráfaga de disparos impactó en la furgoneta. Uno de los disparos rozó a mi hermana pequeña en el hombro y destrozó el cristal de la ventanilla. Un fuerte gritó nos hizo temer lo peor. Todos giramos la cabeza hacia la parte de la paquetera de donde provenían los gemidos. Una madre intentaba taponar la horrible herida de bala en el cuello, que desangraba a su hijo pequeño.

─¡Acelera por el amor de Dios, todos al suelo de la furgoneta!−Gritó mi tío.

Las balas seguían silbando, algunas rebotaban en la chapa del vehículo, otras reventaban los cristales. Un Jepp de los cascos azules salió a nuestro encuentro y los soldados comenzaron a disparar sus armas sin rumbo fijo. Pero lo que más se oía era el espeluznante grito de aquella madre que mecía a su hijo  muerto entre sus brazos…

   El descampado era perfecto para jugar el futbol. Formaba parte del amplio aparcamiento del hostel, que ahora por la guerra civil, solo estaba habitado por refugiados y soldados de la ONU. Había numerosos coches, pero teníamos bastante sitio para practicar el balompié… Formábamos los equipos al azar, pero Amin y yo siempre jugábamos juntos. Él, en el centro del campo, como pivote defensivo, yo, por mi pequeña estatura y mi rapidez, de delantero escurridizo… Las bombas y los disparos siempre caían lejos de allí y cronométricamente a las mismas horas. Por seguridad, los adultos y los soldados no nos dejaban jugar hasta que no acababa la batería de disparos… Muchas veces, algunos militares se unían a los partidillos. En aquellos instantes nos olvidábamos de la guerra, de las bombas, del odio irracional, que nosotros, los niños no entendíamos y los adultos, impotentes, no podían solucionar, siempre en manos de políticos exaltados, dueños del poder.

La hora de las comidas, frugales y escasas, servían para conocer las noticias que nos llegaban de otras partes de Srebrenica. El ejército serbio se había instalado en todas las salidas de la ciudad, formando una muralla que no dejaba escapar a nadie, solo respetando a medias a los cascos azules, que a veces se veían envueltos en emboscadas.

Se contaban historias terribles a media voz en el comedor del hotel. Pero los niños siempre conseguíamos escucharlas. Los adultos decían que los francotiradores serbios se entretenían con un macabro juego, apostando quien causaba más bajas civiles y que los niños puntuaban doble. La muerte llegaba silenciosa desde cualquier parte de la ciudad. Un silbido, un relámpago, que surgía desde una colina, un edificio y que dejaba los cuerpos tendidos en las aceras, en los parques, solo acompañados por las miríadas de moscas que libaban la sangre seca en el asfalto.

   Aquella tarde, después del almuerzo, encontré a mi amigo en la puerta del edificio. Estaba sentado sobres los escalones, la mirada fija en el suelo. Con la mano derecha escribía con un trozo de rama palabras árabes sobre el albero amarillo.

─¿Qué significa?−Le pregunté mientras me sentaba a su lado.

─”Tengo miedo de la claridad intensa del tiempo…” (1) Es un poema de un poeta palestino−Respondió sin levantar la vista de los versos, después, sin previo aviso, los borró con el palo−.Ojalá las palabras fueran más fuertes que las balas…

─¿Estás bien?

─En el almuerzo, unos recién llegados le han dicho a mi padre que mi tía, la hermana de mi difunta madre y mis primas, están atrapadas en uno de los barrios más conflictivos. Vamos a ir a buscarlas.

─¡No os dejaran salir los soldados!

─Nos apañaremos… oye−me dijo levantando la vista por primera vez de la tierra−siento perderme el partido de esta tarde…

─¡Toma!−Le dije quitándome mi sudadera del equipo de futbol del Real Madrid−.¡Quédatela, hace frío!

Mi amigo me miró durante un rato, el silencio se interpuso entre las palabras que se tropezaron en nuestras gargantas, luego se levantó de golpe.

─¡Gracias!−dijo sonriendo, pero en sus ojos se adivinaba una profunda melancolía.

   Dos días después, sin que tuviera noticias de Amin y su familia. Por el inminente avance y acoso de las tropas serbias, la ONU y sus cascos azules, con el apoyo aéreo estadunidense, decidieron trasladarnos a la ciudad norteña de Bihac. Justo en el norte de Bosnia, en la frontera con la recién fundada república de Croacia, en la parte que bañaba el mar Adriático… Los autobuses avanzaban lentamente por las calles desoladas. Dos BMR de las fuerzas de la paz nos escoltaban abriendo el convoy, detrás el resto de las tropas cerraba la comitiva. Los restos de los edificios derruidos cubrían la calzada desparramándose entre cascotes y hierros. Los coches estaban abandonados en las aceras, desvalijados e incluso algunos hollaban totalmente carbonizados por el fuego. Desperdigados por el asfalto numerosos cadáveres sembraban la ciudad, como si fueran meros maniquíes puestos al azar... El sonido de las hélices de los Black hawk americanos retumbaban en el cenit del cielo, a lo lejos se distinguían las detonaciones con sonidos abruptos… De pronto el convoy se detuvo al llegar a una avenida más estrecha. Mi familia y yo viajábamos en el primer autobús y desde las ventanillas pudimos presenciar el horror. Un escalofrío me recorrió el cuerpo… Vimos aterrados como los soldados se bajaban de los vehículos. Una muralla de cadáveres impedía el paso. Poco a poco fueron apartando los cuerpos y los depositaban en la acera, justo al lado de un semáforo. La mayoría eran hombres adultos, aunque también se encontraban entre los finados varios niños. Un soldado comprobaba la documentación de varios muertos, registrando entre sus ropas.

─¡Son bosniaks, musulmanes! ¡Ha sido una ejecución!−Le oímos decir  con la voz rota por el dolor.

Yo observaba en silencio, los nervios me atenazaban. Me estaba mordiendo las uñas sin darme cuenta… Hubo un instante que dos de los militares depositaron sobre el suelo el cuerpo de un niño, éste rodó por encima de los otros cadáveres y quedó de frente, justo debajo de mi ventanilla. Su rostro estaba cambiado, lívido, pero supe que era mi amigo, aún llevaba mi sudadera puesta. El balazo que le mató había destrozado el escudo y en su lugar una mancha carmesí manchaba el blanco inmaculado. Me entraron ganas de vomitar y tuve que agarrarme al asiento. Recordé las últimas palabras que nos dijimos, como una letanía que se repetía una y otra vez.

─¡Ve con Dios, Amin!

─¿No lo sabes, amigo?−Dijo volviéndose desde la puerta del hotel, mientras le miraba en un silencio absoluto, las bombas comenzaban a caer de nuevo−.¡Dios ha muerto!

 

Nota (1): “Tengo miedo de la claridad intensa del tiempo. Y de un presente que ya no es presente. Tengo miedo de pasar por un mundo que ya no es mi mundo”.

Versos de Mahnud Darwish, poeta y escritor palestino.

La carta (Larcen)

 —Yo te absuelvo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —dijo el sacerdote a la vez que marcaba la cruz por encima del hombre arrodillado frente a él.

Después de aquello, abandonó la celda. El sargento de la octava compañía de paracaidistas se acercó y lo miró con desprecio.

—Sabes que tu alma no se salvará, maldito traidor. El capitán me obliga a preguntarte si tienes una última voluntad.

—Me gustaría escribirle una carta a mi madre —respondió con la cabeza gacha y las lágrimas aflorándole a las comisuras de los ojos.

—¡Qué le traigan papel y pluma a este desgraciado! —gritó a la vez que abandonaba la celda.

Minutos después le entregaron lo que había pedido y comenzó a escribir.

 

"Hola, madre.

Le escribo esta carta para despedirme de usted, ya que en breve me van a fusilar por desertor y traición a mi país. En el juicio que han celebrado esta mañana me han declarado culpable y me han sentenciado a muerte.

No soy ningún traidor. Yo quiero a mi país, claro que lo quiero, pero no quiero seguir luchando en esta maldita guerra que no nos está trayendo más que desgracias y miserias.

Madre, anoche en las trincheras, entre el fuego y la metralla, vi a un enemigo correr. La noche estaba cerrada y apenas se distinguía nada a unos pasos al frente. Habíamos avanzado mucho durante los días anteriores y decidimos levantar un campamento y descansar.

A la caída del sol, nuestros rastreadores llegaron con la noticia de que un destacamento enemigo avanzaba hacia nosotros sin saber de nuestra presencia. Podría ser un buen momento para atacar por sorpresa y acabar con ellos.

Apenas una hora después, la oscuridad era completa y nosotros aguardábamos escondidos en unas trincheras que habíamos tenido que improvisar. Las nubes en el cielo amenazaban con una potente tormenta, y todo el lugar estaba en silencio. Escuchábamos el repiqueteo de las pisadas de los soldados enemigos acercarse; también escuchábamos sus charlas distendidas, sin sospechar que los estábamos esperando.

Entonces fue cuando comenzó todo. Un disparo salió de detrás de una de las trincheras. No sé quién lo efectuó, pero a ese le siguió otro y otro más. Enseguida el destacamento enemigo se echó cuerpo a tierra y nos devolvió el fuego.

La tormenta también descargó contra nosotros. Empezó a llover y los rayos y truenos se confundían con los fogonazos de los fusiles y las detonaciones de los disparos.

Apunté con mi fusil al enemigo que corría en busca de un parapeto cercano a nosotros. Y cuando disparé, la luz de un rayo iluminó el rostro que yo mataba. Clavó su mirada en mí, con los ojos ya vacíos. Madre, ¿sabe a quién maté? No era un soldado enemigo. Era mi amigo José, el hijo de Doña Benigna, la maestra, mi compañero de la escuela, con quien tanto yo jugué a soldados y a trincheras. No me costó reconocerlo, la mirada era la misma.

Ahora el juego era verdad, y mi amigo yacía en tierra. Madre, yo quise morir; ya estoy harto de esta guerra. Este mundo está loco. ¿Cómo podemos matarnos por unos simples ideales? Deberíamos darnos cuenta de lo que en verdad importa: no es lo que el otro piensa, si no lo que nos aporta cuando estamos juntos.

Entonces comprendí este no es mi sitio y que esto no es ningún juego. Dejé caer mi fusil y corrí en dirección contraria al enfrentamiento, con la mala suerte de ser descubierto por mi sargento, que enseguida me acusó de deserción y me golpeó. Creo me hubiera disparado allí mismo de no ser por el teniente. Entonces me arrestaron y me custodiaron hasta que acabaron con el destacamento enemigo. Después me llevaron al calabozo a la espera de juicio y desde aquí le escribo esta carta antes de ir al paredón.

No soy un traidor, solo soy un muchacho asustado que quiso volver junto a los suyos. Tengo miedo, madre. No quiero morir, pero sé que si le vuelvo a escribir, tal vez lo haga desde el cielo, donde encontraré a José y jugaremos de nuevo.

Siempre suyo, su hijo que la quiere y no la olvida."

 

Cuando firmó la carta, se la entregó a su custodio.

—Por favor, llévensela a mi madre. Es mi última voluntad.

El soldado se la guardó en el bolsillo superior de su guerrera y tomó al prisionero por el brazo para conducirlo al paredón.

Una vez allí, el capitán de la compañía le puso una capucha de tela gruesa y negra sobre la cabeza, con la que no podía ver nada. Escuchó las pisadas de los soldados que iban a disparar contra él cuando tomaban posiciones. Escuchó las órdenes de "carguen, apunten, fuego", escuchó las detonaciones y después no escuchó nada más.

 

Varios años después, entre las flores, un grupo de niños que jugaba en aquel bosque a las escondidas, encontró una carta ensangrentada. Era de un paracaidista de la octava compañía y en ella escribía a su madre.

Revenge (Kitasato)

 Mi madre siempre cocinaba sopa con pan. Era mi comida favorita. Aunque ella decía que no era lo que merecíamos. Mi padre trabajaba de sol a sol labrando el campo y casi todos los días se quejaba de algún dolor. Yo intentaba ayudarle en lo que podía. Pero nunca era suficiente.

Cada cierto tiempo, aparecían en la puerta de casa dos soldados con sus armaduras. Siempre que venían, mis padres me mandaban a la cama, cara a la pared y debajo de una manta para que no viera lo que ocurría. No podía esconderme en otro sitio; mi hogar era muy humilde. Sí que oía los gritos. Sí que oía las súplicas. Y sí que veía las magulladuras que lucía mi padre una vez se habían marchado aquellos dos hombres diabólicos. Venían a pedir más dinero del que teníamos.

Ese tal rey Eduardo era el causante de las lágrimas de mi familia. Lo odiaba con toda mi alma. Pero jamás oí a mis padres quejarse por temor al chivatazo de algún vecino. Las paredes oyen. Siempre han estado escuchando.

Desde mi casa podía ver a aquel chaval que ayudaba a su padre en las labores de su oficio. Era un fortachón arrogante. Nunca me cayó bien. Él no sabía lo que era trabajar el campo. Su nombre era Walter Tyler. Todos lo llamaban Wat. Pero como no me agradaba su presencia, para mí era Walter. No estaría hablando sobre él si no fuera importante. No creo que merezca mi tiempo. Pero, por desgracia, sus acciones tuvieron cierto impacto en mi vida.

Una noche en la que reinaba el silencio, oí un sonido metálico a las afueras. Me asomé a la ventana y vislumbré un soldado del rey Eduardo agachado junto a la casa de Walter pensando que nadie lo veía. Al cabrón le habían entrado ganas de expulsar la mierda que tenía dentro. Fue un espectáculo poco agradable, tanto eso como lo que vino después. Mientras el guardia se acababa de colocar la armadura, Walter salió de su casa con un arco y una flecha preparada para ser lanzada y se acercó por la espalda del intruso. El guardia se giró dispuesto a irse con la lanza empuñada cuando se topó con la punta afilada de la flecha tocando su nariz. No le dio tiempo a reaccionar. La flecha salió disparada con la fuerza suficiente para atravesarle la cara. Walter miró hacia los lados por si alguien había sido testigo y yo me agaché a tiempo para no ser visto. Cuando estuve seguro, tras unos minutos, de que no me veía, volví a asomarme y vi que había cavado un agujero en la tierra reseca a varios metros de donde se había producido el asesinato, intentando ocultarse entre un campo de trigo. Tan poco importantes éramos el uno para el otro que ni siquiera se dio cuenta de que mi casa, un poco apartada del resto, estaba orientada al campo de trigo de forma que no lo ocultaba de las vistas de mi ventana.

Enterró al guardia asesinado y volvió a asegurarse de que nadie lo había visto. Sin que pudiese verme, me dirigí a mi cama e intenté dormir entre los ronquidos de mi padre.

A la mañana siguiente, lo primero que pensé fue que vendrían del castillo a buscar al soldado. Pero ocurrió algo peor.

Me despertaron los gritos de alarma de una señora corriendo por los campos. No fue hasta más tarde que supe a qué se debía tanto alboroto: su marido había amanecido con ronchas oscuras en la piel. La mujer creyó que era cosa de brujería.

A medida que pasaba el tiempo, más personas amanecían con esas manchas desagradables en el cuerpo. Sólo pude saber cómo eran cuando comenzaron a sacar los cadáveres de las casas. La gente estaba alarmada y el trabajo para satisfacer a la nobleza no ayudaba a calmar la situación.

Mi madre me obligó a vivir en un rincón durante meses, sin salir de casa. Hasta que la maldición llamó a la puerta de mi hogar y se llevó a mis padres. Le eché la culpa de esta desgracia a Walter. Desde que había matado a aquel soldado, las cosas solo habían empeorado en meses. Jamás volvería a probar la sopa con pan de mi madre, que para ella nunca era suficiente. Jamás volvería a abrazar a los que me amaban. Estaba solamente yo. Además, debido a la falta de cuidados, el campo que a mi padre le había costado sudor y lágrimas sacar adelante comenzó a marchitarse y yo no tenía los conocimientos necesarios para pagar los impuestos del puto Eduardo.

Así que no tuve más remedio que dedicarme a robar en los campos vecinos. Aquellos que quedaban vivos. Hubo días en los que tuve que caminar durante horas para conseguir aunque fuera una gallina y volver ocultándome entre el trigo. Cuando venían los soldados a casa, me escondía. Al ver que nadie acudía a la puerta, se asomaban a la ventana y veían los cuerpos de mis padres en un rincón y que yo todavía no había retirado. Daban por hecho que habían muerto todos en aquella casa, algo que parecía razonable con solo ver el estado en el que se encontraba la cosecha.

Tras décadas de esclavitud por parte de la nobleza, los campesinos que quedaban vivos se congregaron contra las medidas del rey y hubo algún que otro derramamiento de sangre entre vecinos. La gente solo quería sobrevivir y robaba, al igual que yo, o delataba a sus amigos de toda la vida con mentiras para, una vez arrestados o muertos, poder llevarse los campos abandonados. La guerra social solo hacía que empeorar con el paso del tiempo.

Un nuevo rey llegó a la corona: Ricardo. Intentó contentar a la masa enfurecida proponiendo nuevos planes de mejora para sus condiciones en el campo, ya que se habían cabreado tanto que el fuego arrasaba con los edificios. Yo pensaba que el mundo se iba a acabar en cualquier momento. Hasta que Ricardo, maldito desgraciado, convocó a los campesinos para comentarles su nuevo plan, con Walter al frente de la multitud, por supuesto.

Entonces vi la ocasión perfecta. La oportunidad para poder hacer pagar a Walter por la desgracia de guerra y enfermedad que su asesinato había traído a nuestro hogar decenas de años atrás y que yo jamás le había perdonado.

Cuando la gente marchó hacia Londres para hablar con Ricardo, los campos quedaron completamente vacíos. Así que desenterré al soldado que años atrás había sido enterrado por Walter y me apropié de su armadura. Quedaba poco de aquel maldito hombre, pero la suciedad y los restos orgánicos poco me importaban en aquel momento. Me vestí cual guardia y caminé un par de millas por detrás de mis vecinos de camino hacia Londres. Si me apresuraba lo suficiente, conseguiría asesinar a Walter frente al pueblo y hacerles ver que fue un traidor. Así podría poner su cabeza en una pica.

Una vez la multitud hubo llegado al castillo del rey, esperaron a que el monarca diera alguna señal de vida. Mientras tanto, a mí me dio tiempo a alcanzarles y buscar a Walter con la mirada. En cuanto lo localicé y me disponía a ejecutar mi plan, las puertas de la muralla se abrieron y, en estampida, salieron cientos de soldados, con armas en las manos, dispuestos a aniquilar a todo revolucionario. Una trampa, un plan maestro. La situación dio un giro de ciento ochenta grados para mí en el buen sentido. Imité a los guardias reales tomando una lanza que había caído de uno de los campesinos ya muertos y lancé un grito de guerra. Los que habían sido mis vecinos huían despavoridos de mí, ya que llevaba un casco y no me reconocían. Pero mi objetivo no eran ellos. Era Walter.

Lo vi alzando su arco dispuesto a lanzar una flecha contra uno de los guardias, lo que fue en vano pues la armadura bloqueaba la flecha debilitada por el temblor de manos de Walter al ser lanzada. Dio un paso hacia atrás y cayó al suelo. En ese momento, me lancé en aquella dirección empuñando la lanza y me coloqué de pie sobre él. No había terror en su mirada, sino furia. Lo que avivó mi rabia y, sin dudarlo un solo segundo, mi lanza le atravesó la piel, de la misma forma que su flecha había atravesado al soldado cuya armadura llevaba yo en ese momento. ¡Qué bien supo la venganza en ese instante! Todo ocurrió a cámara lenta. Los campesinos corriendo al ver a su líder muerto, los soldados tras ellos y yo arrodillado en el suelo abatido por la emoción del momento. Me levanté y caminé sin prisa de vuelta a mi casa. Los guardias me ignoraron, pensando que sería algún compañero moribundo, y los que quedaban vivos de mis vecinos corrían de vuelta a un lugar seguro.

No sé cuánto me ha llevado volver a casa. A mi dulce y pestilente hogar. Pero ya estoy aquí, cansado por el peso de la armadura y por la adrenalina liberada. Miro a la casa de Walter, vacía. Todos muertos. En los próximos días me instalaré allí. Siempre fue una casa un poco mejor que la mía.

Me quito el casco y respiro aire puro de nuevo. Levanto la vista hacia el cielo. Es un gran día. El comienzo de mi vida solitaria. Ya se encargarán los otros de las revoluciones.

De repente, oigo la voz de alguien:

-¡Es él! ¡Es él! ¡Mirad! Lleva la armadura manchada con la sangre de Tyler. Es él. Lo vi… ¡ÉL MATÓ A WAT TYLER!

No me da tiempo a procesar la información ni a defenderme. La horda de campesinos enfurecidos me rodea en menos de dos segundos. Siento un dolor punzante y desgarrador en la nuca y las puntas de una horca asoman por la parte delantera de mi cuello. Un grito de venganza anima al resto de la multitud. Al fin y al cabo, la venganza no me ha sentado tan bien. 

Perra y civil (Ayante)

 Ardía Durango. La metralla atravesaba cuerpos y almas dejando tras de sí un silencio seco. El gris difuminaba el ambiente antes puro del pueblo y los ojos de sus habitantes se hundían tristes en las cuencas. La aviación fascista firmaba tales actos. Sus escudos y banderas lucían flamantes en la chapa de los artefactos y en los uniformes de los militares que colaboraban con el bando sublevado frente a los republicanos.

No muy lejos de allí, meditaba el comandante Juan Tomás González, alias el Manco. Su brazo izquierdo fue cercenado en una revuelta de los revolucionarios anarquistas. Tan sólo tenía el brazo derecho y eso, en el fondo, lo llenaba de orgullo. Era capaz de ganar hasta diez pulsos seguidos contra hombres de su mismo pelotón. El desarrollo muscular de su único brazo era descomunal.

Urdía algún plan siniestro desde su atalaya, en plena cordillera. Fumaba negro, lucía un bigote perfectamente recortado y nunca lo veías pestañear. A sus pies, la Compañía, formada por soldados acérrimos a su causa; tumbar al bando republicano y dominar España entera. Una España que enrojecía de pavor pero también de furia. Una España desolada aquella mañana cuando a las ocho y media llovieron bombas sobre Durango.

En las iglesias se rezaba, en el campo ya se trabajaba y los niños estaban sentados frente a la mesa para desayunar tranquilamente con sus familias cuando las explosiones los sobresaltaron. Los caballos relinchaban y el ganado se alborotaba. La tierra parecía temblar. No hay descripción exacta que pueda atisbar siquiera tales horrores.

El día avanzaba. Ayudaban a los heridos y rescataban a los muertos como humanamente podían, sin quitar la vista del cielo y con el oído también alerta. Daba la impresión de que todo había acabado, de que aquello fue una pesadilla y ya habían despertado los civiles que la sufrieron. El cielo era un testigo impasible que parecía no saber nada. La yerba, la que aún brillaba por el rocío, transmitía su verde esperanza a quien la miraba.

Un pequeño grupo de la resistencia convocaba una reunión urgente tras el incidente. Algunos caballeros salían de sus casas raudos vistiéndose sobre la marcha, fusil en mano. Sabían que aquello solo era el comienzo. Sabían que pronto volverían barriendo los atacantes. Pero no tenían opciones de defensa. Realmente, sus comandos estaban descentralizados. Las alarmas habían saltado sobre la villa. Muchos convecinos se refugiaban de inmediato, se abastecían como podían para no salir hasta que el sosiego reinase durante días.

En plena asamblea, Emilio Puente, único miembro allí presente del partido comunista, advirtió de movimientos sospechosos en la cordillera. Indicaba además, que podría andar cerca el mismísimo comandante de las fuerzas armadas sublevadas. Decidieron formar un escuadrón para introducirse en la zona. No podrían ir muchos porque se necesitaban refuerzos en la zona afectada, temerosos por un nuevo ataque que sería inminente.

Ocho voluntarios se prestaron a la causa, tras diversas llamadas telefónicas: Vicente Larraga, Victoriano Zabaleta, Ángel Suaros, Ricardo Redondo, Víctor Isacelaya, Pablo Pintor, Federico García y Áyax Telamón. Prepararon sus atuendos, se despidieron de sus familias y trazaron un plan estratégico en apenas cinco minutos. Para entonces, aviones nazis aparecieron en el horizonte y las campanas resonaron de nuevo. Aún estaban en marcha las labores de urgencia y rescate cuando se produjo este segundo ataque aéreo. La sangre se mezclaba con la sangre. La muerte caía sobre la muerte.

Por su parte, el Manco contactaba con nazis y fascistas para dar parte de guerra. Las noticias le eran transmitidas al instante. Tenía infiltrados hasta debajo de las casas, en cada rincón del país. Tranquilo y erguido, miraba al horizonte. La humareda se divisaba. Se regocijaba pensando en el dolor ajeno. Y fumaba sin cesar.

Un soldado interrumpió su quietud: —Señor. Permiso para interferir. Se aproximan ocho individuos montados a caballo.

—¿Cómo dice? ¿Montados a caballo?

—¡Sí, señor!

—¿Y van armados?

—Parece que sí, señor. Hemos podido vislumbrar rifles y también espadas.

—¿Pero qué cojones me está contando, soldado? ¿Espadas?

—¡Sí, señor!

—Eso tengo que verlo yo con mis propios ojos. Diríjame a la torre del vigía que corresponda, de inmediato. ¡Ar!

 

El manco subía las escaleras de dos en dos, impulsándose con su brazo por la barandilla con gran agilidad. Pudo contemplar el panorama. Aquellos ocho hombres estaban cerca y, en efecto, cabalgaban a lomo de bestias pardas. Uno de ellos, el más adelantado, portaba un arma blanca de gran envergadura. Sin duda era una espada.

—¡Traiga aquí su fusil, centinela! A estos me los cargo yo de inmediato y se acabó el cuento—dijo el general, ya en la torre. 

La primera bala, acabó en el cráneo de Zabaleta. Cayó fulminado al suelo y su caballo ni se inmutó. En la villa, dejó a dos lindos críos, una dulce esposa que temblaba en esa hora, y muchas esperanzas ya perdidas.

El manco disparó acto seguido casi sin apuntar y sin que le temblara el pulso lo más mínimo. La segunda bala iba dirigida justo al que había más cerca de Zabaleta, Vicente Larraga. Atravesó su cuello. Vicente quiso cubrir su herida con una mano pero se desangraba demasiado rápido. Antes de caerse del caballo, intentó disparar hacia lo alto de la torre, desde donde recibían los disparos. El tiro rebotó en las robustas piedras de la construcción y se fue descolgando del caballo hasta ir arrastrándose contra el suelo. En pocos segundos, acabó destrozado. La bestia perdió el equilibrio y se desvío cayendo estrepitosamente. El golpe estremeció a los jinetes que aún proseguían.

—¡Centinela! Encienda un cigarro de inmediato y me lo pone en la boca. ¡Es una orden!—dijo el Manco.

Al tercer disparo, cayó como el plomo Ricardo Redondo. Una hora antes, había escrito una carta de despedida a su novia que estaba en Valladolid. Jamás se volverían a encontrar.

El comandante se tomó una pausa de casi un minuto. Daba largas caladas pero no movía ni un solo músculo. Y disparó de nuevo. Mató esta vez a un hombre desarmado llamado Federico. Éste, quedó a lomos del caballo, abrazado a su cuerpo, con una mano acariciando sus crines. El sol brillaba en su espalda ahora inerte y el animal desaceleraba, quedando atrás jinete y jaca. La noche los sorprendería más tarde, con su luna roja, con ojos de fría plata. Y sonaría de algún modo la Canción del jinete. Tal vez en Córdoba... Tal vez en cualquier lugar del tiempo... 

 

Al Manco esta vez le falló el disparo. Apuntó sin duda a Pablo Pintor, pero sólo dio en el costado de su caballo. Y el caballo sangraba. Y garabatos parecían dibujarse al galope sobre la tierra árida de la cordillera. El comandante quedó algo perplejo ante tal rareza y una gota de sudor bajó por su mejilla. El caballo relinchaba, daba extraños brincos como retorciéndose de dolor. Pero no aminoraba. No perdía la marcha.

El comandante bajó el arma. —¿Qué ocurre, señor?—dijo el centinela.

—...

—¿Necesita otro cigarro?

—Llame de inmediato al subteniente. Vamos a disparar con la ametralladora.

—¿Lo dice en serio?

—¡Vamos!

 

El subteniente subió a la torre y se dispuso veloz a disparar con la ametralladora. La masacre fue instantánea. Víctor recibió más de veinte balazos entre pecho y espalda. Ángel, voló literalmente. Su cuerpo se partió en tres. Pablo fue abatido esta vez. Quedó desdibujado ante la fría mirada de sus asesinos. La cabeza del caballo rodó con la mandívula desencajada.

—¿Por qué se detiene, subteniente?—dijo el Manco.

—Nos hemos quedado sin munición...

—¿Cómo es posible que quede uno en pie? ¡Lo tenemos delante!

 

Ayante fue el único de los ocho valientes que no pidió ayuda al Dios de los cristianos ni a ningún otro Dios. Confió en sus ánimos y en su fortaleza. Y allí estaba. Haciendo frente él sólo al general de los sublevados.

—¡Maldito loco!—vociferó el Manco mientras sacaba de su cartuchera una semiautomática.

Áyax saltó ligero del caballo pero recibió un disparo certero en el talón y quedo inmóvil. El Manco, seguido por el subteniente y el centinela, bajó presuroso por las escaleras y salió de la torre. Sin titubear, disparó de nuevo en la pierna al caído.

—Quería verte de cerca—dijo el comandante al herido apuntándole en la cabeza—. Has tenido un par de huevos llegando hasta aquí con una espada.

Ájax, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se alzó impulsado por su brazo izquierdo y de un sablazo, cortó el único brazo del general.

El subteniente, alarmado, disparó al enemigo y lo mató. El Manco quedó en pie. De lo que quedaba de su miembro manaba sangre a borbotones que caía sobre el cuerpo sin vida de Ájax. Su cara estaba desencajada. Palideció y cayó de rodillas, manteniendo el equilibrio asombrosamente.

—¡Viva España!—gritó mientras caía derrumbado encima de Ájax.

Padre e hijo (Ewateam)

 Algo no marcha bien. No solo es que mis viejos huesos me duelan, en este frío amanecer, como jamás lo habían hecho antes, es que los augurios, fruto de la ofrenda a Marte, no nos han sido favorables. Sentado junto al fuego, comparto mi frugal desayuno con mi hijo ocultándole, a propósito, el resultado del oráculo mientras respondo a sus preguntas.

—Padre, ¿Es cierto que el cónsul fue herido en la batalla del Tesino?

—No, los cartagineses jamás podrían acercarse siquiera a nuestro general. Son solo habladurías.

—Entonces, ¿No es verdad que nos hayan llamado a la batalla porque los velites que le acompañaron en esa lucha fueron masacrados?

Ante esta duda miro a los ojos a mi único hijo y le miento sin vacilar.

—No sé quien te ha contado esa patraña, pero ese malnacido solo tiene un nombre: traidor. Tú y los compañeros que acabáis de llegar estáis aquí, a mayor gloria de Roma, para terminar el trabajo que tan valientemente empezó nuestro caudillo en Tesino. El refuerzo de las milites del cónsul Tiberio, de las cuales, desde hace poco, tú formas parte, asegurarán la victoria final, no te preocupes.

Y mientras mi hijo se mete una cucharada de gachas en la boca pensando en mis palabras, yo no dejo de preguntarme por qué los dioses me ponen a prueba de una forma tan cruel. Observo, con dolor y miedo, como la farsa que le acabo de contar cala en su corazón e insufla, de nuevo en su espíritu, la valentía y el orgullo romano. La búsqueda de la inmortalidad de los héroes renace en sus pupilas y me culpo por ello.

Con este pensamiento en mente desvío mi atención al campamento buscando, entre las tiendas, a los exploradores, esos que esta mañana han informado al cónsul sobre las fuerzas enemigas. Siempre, tras su reporte, salen a reunirse con nosotros, comparten nuestro fuego y, con un buen vaso de vino, se les puede sonsacar información de aquello a lo que nos vamos a enfrentar. Pero hoy, confirmando mis temores, ninguno de ellos aparece por ningún lado. Mala señal. Algo hay que no quieren que sepamos.

La bruma de la mañana ya va levantando su blanca faz dejando ver como vuelan al viento los estandartes de las diferentes milites. Sus vivos colores animan los corazones de los soldados que comienzan el ritual de armarse para la batalla. Yo, como buen padre y compañero de armas, ayudo al novato de mi hijo a colocarse la pesada coraza que protegerá su pecho. Su inexperiencia me parte el alma. Mientras ajusto sus correas maldigo el día en que él siguió mis pasos en la milicia. Ahora, que ya es demasiado tarde, sé que no debería haberle ocultado todas las cicatrices que han llenado mi cuerpo y mente, a lo largo de años de servicio, de dolor y muerte. Si hubiera sabido que él estaría aquí conmigo presto a la batalla, en vez de ensalzar las victorias romanas, en vez de llenar su cabeza de honor y gloria, le habría mostrado la brutal y pérfida cara de la guerra. Pero no lo hice y ahora solo me queda implorar a los dioses que sean benévolos con nosotros y nos permitan ver otro amanecer.

Tras vestirnos, le paso su gladius y él lo envaina al segundo intento. No puede evitar que me de cuenta de que está nervioso. Al ir a darle su scutum y su pila, mi hijo detiene mi mano.

—Padre, dejadme a mí. Sabed que ya no soy un niño. Consideradme vuestro igual.

Con angustia en el corazón le dejo hacer y, mientras yo también me armo, no dejo de pensar que la muerte aletea con sus negras alas sobre nosotros.

De pronto, gritos de lucha, mezclados con el relinchar de caballos nerviosos, nos llegan desde cerca de la orilla del río Trebia.

—¡Jinetes númidos nos atacan! ¡Velites! ¡Hastati! ¡Triarii! ¡A las armas! —gritan nuestros princeps.

—¡Ya lo has oído, padre! ¡Nos llaman a la batalla! No hagamos esperar a nuestro general. A partir de ahora solo el destino dirá si nos veremos en el fragor de la batalla —me dice exultante mientras lo veo correr alejándose de mí.

Viéndolo partir, solo espero que no se cumplan sus últimas palabras. Él no sabe que si los triarii entramos en acción significa que el curso de la batalla nos es muy desfavorable. Somos la última línea de defensa. Tras perderlo de vista, camino a buen paso hasta situarme al lado de mis compañeros de milicia.

Junto a ellos siento, en mis pies, la nieve que cede bajo mi peso. El frío va calando en mis huesos a través de las sandalias, pero no me permito ningún signo de debilidad. Soy romano, formo parte de la mayor fuerza conquistadora de este mundo. Levanto la vista y, bajo un cielo limpio y claro, puedo ver al ejercito de Aníbal a lo lejos. En primera fila está su infantería ligera con sus cascos dorados refulgiendo al sol. Sus penachos negros se dejan mecer por la brisa y bajo ellos contemplo fieras expresiones de guerreros libios, iberos y galos, todos mercenarios e indignos. Tras ellos se encuentra la caballería montando hermosos caballos que bufan ansiosos por entrar en combate. Con la experiencia que me dan los años, creo que serán en total unos veinticinco mil hombres. No estoy preocupado, aunque nos superen en número, venceremos.

De pronto oigo murmullos a mi alrededor. Exclamaciones ahogadas que aun así dejan mostrar algo que jamás creí escuchar en nuestras filas: miedo.

—¿Qué ocurre? —pregunto a mi compañero de la derecha.

—¡Mirad allí! ¿Qué son aquellas bestias del averno?

Alzo la mirada hacia donde me indica mi camarada y los veo. Estaban ocultos, pero ahora, en el flanco izquierdo, aparecen unos seres enormes, majestuosos y aterradores, con unos colmillos blancos que seguro pueden sacar las entrañas de un hombre de un solo empellón. Protegidos con mallas metálicas que relucen como estrellas, barritan, con el extraño apéndice que tienen delante, emitiendo un sonido que nos hiela el corazón.

—¡No tengáis miedo! ¡Son elefantes! —grita nuestro líder de milicia —. ¡Son solo bestias de carga! ¿No veis que sobre ellos van los cartagineses? Consideradlos como caballos, pero más grandes. Lo único que tenéis que hacer es rajarles la barriga y acabaréis con ellos. ¡Somos Roma! ¡Triunfaremos!

Y, sin haber vencido por completo el terror ancestral que siento, me uno al grito de ánimo que todos mis compañeros lanzan al unísono. Me pregunto a cuantos, como a mí, les estará temblando la mano que sujeta la lanza. Sin tiempo para seguir pensando, el sonido de los timbales me saca de mi letargo: la batalla comienza.

Los velites, entre los que se encuentra, seguro, mi hijo, aunque sea incapaz, por mucho que lo intente, de distinguirlo, son los primeros en atacar. En formación de quincunx avanzan para enfrentarse a los cartagineses. La lucha, desigual desde el principio, se decide en muy poco tiempo. La inexperiencia de nuestros soldados les juega una mala pasada y empiezan a caer como espigas de trigo cercenadas por una guadaña. Los supervivientes no tardan en huir dejando atrás a decenas de compañeros caídos. Mi corazón me grita que corra y busque a mi hijo, pero mi mente, fiel a mi cónsul y a Roma, obliga a mis pies a mantener la formación.

De pronto, al ver a los hastati y a los princeps cargar contra los cartagineses cubriendo la huida de los velites supervivientes, un ligero rayo de esperanza inunda mi corazón. Una voz en mi interior me asegura que mi hijo está entre los que huyen y que salvará a vida cuando nuestras fuerzas cambien el sino de la batalla.

En un primer momento nuestra élite consigue detener a los invasores y toman la iniciativa, pero, como si de un castigo divino se tratara, los enemigos se rehacen y, bajo el peso del salvaje ímpetu que muestran, los romanos reculan y también comienzan a huir en todas direcciones. No hay duda, si nuestros aliados no consiguen detenerlos, todo estará perdido.

Miro al flanco izquierdo, donde nuestros mercenarios se encuentran y lo que veo termina por alejar de mí todo pensamiento de victoria. La legendaria fiereza y valentía de los galos brilla por su ausencia. Ante el ataque indiscriminado de los elefantes cartagineses, aquellos que deberían acabar con esas malditas bestias, en lugar de mantener sus posiciones y contraatacar, lo que hacen es unirse a la desbandada general. El miedo ha vencido al coraje.

Ante la falta de resistencia los enormes bestias, junto con la caballería cartaginesa, azuzan a los restos del ejercito romano que se bate en retirada. Ya solo quedamos nosotros manteniendo el tipo.

—¡Triarii! ¡A la carga! —oigo como grita nuestro comandante.

Comenzamos a avanzar manteniendo escudo contra escudo. En el espacio que queda entre ellos veo como esas criaturas malditas persiguen a los que huyen, acabando con ellos, ya sea agarrándolos con esa especie de trompa y lanzándolos por el aire o atravesándolos de parte a parte con sus colmillos. La tierra, a su paso, se tiñe de roja muerte.

A menos de un estadio de ellos veo a mi hijo avanzar, ensangrentado y cojeando, justo delante de uno de esos animales. Encima de la bestia que lo acosa, los cartagineses se ríen de él al verlo avanzar a duras penas. No hacen siquiera intención de acabar con él, de una forma honorable, con sus flechas.

Al ver que está en peligro, abandono la seguridad de mi escuadra y corro para tratar de salvarlo. Como un loco esquivo a los que me encuentro de frente, incluso empujo a alguno de ellos solo para conseguir avanzar más rápido y llegar a él a tiempo. De pronto veo que cae al suelo, extenuado, a los pies de su perseguidor.

Lanzo mi escudo al suelo para ser más ligero, pero Mercurio no es benévolo conmigo y soy incapaz de alcanzarlo antes de que una de esas enormes patas se apoye en su espalda y lo aplaste contra el suelo. Sin inmutarse siquiera, el animal de guerra continua con su imparable ataque en busca de más víctimas.

Yo esquivo tanto al elefante como a las primeras flechas que me lanzan desde la torreta que está sobre él, y llego hasta mi hijo cuando aún está vivo. En sus ojos llorosos veo que me reconoce e intenta hablar. Un coágulo de sangre negra surge de su boca en lugar de esa dulce voz que jamás volveré a escuchar.

—No hables, hijo —le digo tratando de calmarlo con mis palabras —. Estoy a tu lado.

Y mientras sujeto su cabeza entre mis manos, siento como su último aliento escapa de su destrozado cuerpo. Con delicadeza lo dejo caer sobre la nieve y me levanto dispuesto a ir a por sus asesinos. Sé que es un acto inútil. Lo sé al ver como uno de los cartagineses que cabalga sobre el elefante me apunta con su arco y me dispara una flecha. Lo sé al sentir como esta se clava en mi cuello y me hace caer a tierra. Lo sé mientras la vida se aleja de mí y comprendo que aquí, muriendo junto a mi hijo, se acaba todo.

NOTA: 
La batalla del Trebia (218 a. C.)