—Yo te absuelvo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —dijo el sacerdote a la vez que marcaba la cruz por encima del hombre arrodillado frente a él.
Después
de aquello, abandonó la celda. El sargento de la octava compañía de
paracaidistas se acercó y lo miró con desprecio.
—Sabes
que tu alma no se salvará, maldito traidor. El capitán me obliga a preguntarte
si tienes una última voluntad.
—Me
gustaría escribirle una carta a mi madre —respondió con la cabeza gacha y las
lágrimas aflorándole a las comisuras de los ojos.
—¡Qué
le traigan papel y pluma a este desgraciado! —gritó a la vez que abandonaba la
celda.
Minutos
después le entregaron lo que había pedido y comenzó a escribir.
"Hola, madre.
Le escribo esta carta para
despedirme de usted, ya que en breve me van a fusilar por desertor y traición a
mi país. En el juicio que han celebrado esta mañana me han declarado culpable y
me han sentenciado a muerte.
No soy ningún traidor. Yo quiero a
mi país, claro que lo quiero, pero no quiero seguir luchando en esta maldita
guerra que no nos está trayendo más que desgracias y miserias.
Madre, anoche en las trincheras,
entre el fuego y la metralla, vi a un enemigo correr. La noche estaba cerrada y
apenas se distinguía nada a unos pasos al frente. Habíamos avanzado mucho
durante los días anteriores y decidimos levantar un campamento y descansar.
A la caída del sol, nuestros
rastreadores llegaron con la noticia de que un destacamento enemigo avanzaba
hacia nosotros sin saber de nuestra presencia. Podría ser un buen momento para
atacar por sorpresa y acabar con ellos.
Apenas una hora después, la
oscuridad era completa y nosotros aguardábamos escondidos en unas trincheras
que habíamos tenido que improvisar. Las nubes en el cielo amenazaban con una
potente tormenta, y todo el lugar estaba en silencio. Escuchábamos el
repiqueteo de las pisadas de los soldados enemigos acercarse; también
escuchábamos sus charlas distendidas, sin sospechar que los estábamos esperando.
Entonces fue cuando comenzó todo.
Un disparo salió de detrás de una de las trincheras. No sé quién lo efectuó,
pero a ese le siguió otro y otro más. Enseguida el destacamento enemigo se echó
cuerpo a tierra y nos devolvió el fuego.
La tormenta también descargó contra
nosotros. Empezó a llover y los rayos y truenos se confundían con los fogonazos
de los fusiles y las detonaciones de los disparos.
Apunté con mi fusil al enemigo que
corría en busca de un parapeto cercano a nosotros. Y cuando disparé, la luz de
un rayo iluminó el rostro que yo mataba. Clavó su mirada en mí, con los ojos ya
vacíos. Madre, ¿sabe a quién maté? No era un soldado enemigo. Era mi amigo
José, el hijo de Doña Benigna, la maestra, mi compañero de la escuela, con
quien tanto yo jugué a soldados y a trincheras. No me costó reconocerlo, la
mirada era la misma.
Ahora el juego era verdad, y mi
amigo yacía en tierra. Madre, yo quise morir; ya estoy harto de esta guerra.
Este mundo está loco. ¿Cómo podemos matarnos por unos simples ideales? Deberíamos
darnos cuenta de lo que en verdad importa: no es lo que el otro piensa, si no
lo que nos aporta cuando estamos juntos.
Entonces comprendí este no es mi
sitio y que esto no es ningún juego. Dejé caer mi fusil y corrí en dirección
contraria al enfrentamiento, con la mala suerte de ser descubierto por mi
sargento, que enseguida me acusó de deserción y me golpeó. Creo me hubiera
disparado allí mismo de no ser por el teniente. Entonces me arrestaron y me
custodiaron hasta que acabaron con el destacamento enemigo. Después me llevaron
al calabozo a la espera de juicio y desde aquí le escribo esta carta antes de
ir al paredón.
No soy un traidor, solo soy un
muchacho asustado que quiso volver junto a los suyos. Tengo miedo, madre. No
quiero morir, pero sé que si le vuelvo a escribir, tal vez lo haga desde el
cielo, donde encontraré a José y jugaremos de nuevo.
Siempre suyo, su hijo que la quiere
y no la olvida."
Cuando
firmó la carta, se la entregó a su custodio.
—Por
favor, llévensela a mi madre. Es mi última voluntad.
El
soldado se la guardó en el bolsillo superior de su guerrera y tomó al
prisionero por el brazo para conducirlo al paredón.
Una
vez allí, el capitán de la compañía le puso una capucha de tela gruesa y negra
sobre la cabeza, con la que no podía ver nada. Escuchó las pisadas de los
soldados que iban a disparar contra él cuando tomaban posiciones. Escuchó las
órdenes de "carguen, apunten, fuego", escuchó las detonaciones y
después no escuchó nada más.
Varios años después, entre las flores, un grupo de niños que jugaba en aquel bosque a las escondidas, encontró una carta ensangrentada. Era de un paracaidista de la octava compañía y en ella escribía a su madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario