martes, 20 de septiembre de 2016

"Taistelu"


Estaba listo para la batalla, al pendiente de las campanadas aleatorias para iniciar el combate. Aunque el llamado era casi diario enfrentarnos con el enemigo el tiempo de los enfrentamientos siempre cambiaba y no nos podíamos dar el lujo de bajar la guardia. Las armaduras un poco menos oxidadas pero más resistentes reposaban al alcance de mis brazos, no me podía dar el lujo de reposar mi cabeza ni siquiera contra la pared o podría perder valiosos segundos al salir del campamento. Estaba cerca la hora la podía sentir, la densidad del aire cambiaba ligeramente cada vez; para los primerizos era indetectable pero tantos años en este puesto me han hecho desarrollar un sentido casi canino para detectar espíritus errante, fragancias perdidas al olfato humano y percibir cambios en el ambiente tan ligeros como libélulas.
No quería llegar al punto de tomar mis armas y ajustar mis sandalias tan prematuramente y esperar a una batalla que no se daría como había pasado con anterioridad; y solo me dejaba en ridículo con el resto del batallón. A pesar de que soy de los más longevos en la fila de batalla y llevo un rango importante esto no impedía controlar los comentarios ajenos que siempre llegaban a mis oídos. El general era el cargo más importante y solo arriba de él se encontraba el orbe, el ente que tomaba todas las decisiones finales y a veces pienso que también sabe el resultado de nuestras batallas con esos monstruos rebosantes y sin forma definida.
Todos estos factores me hacían soñar despierto de las posibilidades del destino y si todo en esta vida estaba ay decidido a pesar de mis esfuerzos o falta de ellos, pero muchas veces las victorias que teníamos eran fabricaciones de magia, cuando todo estaba perdido en un micro parpadeo llegaba una sensación de heroísmo, una ración de valor que nos empujaba a enviar de regreso a esas criaturas. Nunca he entendido, a pesar de mis sentidos desarrollados, de donde venían estos impulsos. Serian del orbe, de las estrategias del general, o tal vez solo de mi desesperación por ganar y la satisfacción de haber ganado. Sea lo que sea cada día era diferente y ya no sabía que pensar al respecto, lo único que hoy sabia era que el aire estaba denso y que tal vez me enviaran a entrar al campo de guerra.
Recordé controlar mi respiración a un paso como trote de caballo, mirando a mí alrededor con serenidad pero con una cara tosca y determinada. Me propuse mantener este ejercicio por lo menos veinte minutos aproximadamente. Si nada pasaba en este espectro de tiempo no creo que pasar nada y podría relajar mis músculos faciales hasta esperar nuevas órdenes. A mitad de mis ejercicios de respiración me levante de mi lugar sin alterar a nadie, era solo para estirar las piernas y caminar un poco, no lejos de mis armas, y al mismo tiempo mantener alerta a los soldados que tenían su atención lejos de sus cuerpos. Al tercer recorrido por el campamento se escuchaban los singulares canticos que anticipaban el orden o caos, no eran en si las campanadas que nos decían que era tiempo para pelear, era un aviso prematuro de tomar nuestras posiciones y estar listos para lo inesperado. Aunque estos sonidos eran temidos por muchos y por razones distintas; para mi estos cantos de sirena eran melodiosos y me llenaban de vigor. Era el preámbulo que me decía estas vivo, tienes un propósito ¿Que puede ser mas motivador que un recordatorio de que tienes un deber que cumplir? Llegue en instantes hasta donde estaban mis fieles compañeras, dos sables afilados, uno más largo que otro por cuestiones de movilidad y para tener un reemplazo de ser necesario. Todo el mundo estaba en alerta y el general aun no salía de su tienda a lo alto del campamento con la decisión final, que al parecer solo él podía obtener de algún poder especial.
Espero que vayamos a luchar hoy, necesito mostrar que he mejorado y también me gustaría presumir algunas técnicas nuevas que he estado ensayando. Se escucharon nuevamente los cantos a lo lejos como si las nubes cantaran, ovacionando a los jugadores de esta plataforma para su deleite. Yo como responsable del batallón número trece salí de la tienda y todos los demás responsables solo observaban a la tienda del general esperando la decisión. 
El elegante uniforme color azul intenso con detalles en rojo apareció en la colina, el general sostenía su taza de porcelana, lo que le gustaba beber era un misterio para todos en el batallón, pero parecía estar fundido a ella como si fuera una extremidad mas. Dio un sorbo de ella y con su mano libre y con mucha elegancia expulso su espada y la apunto hacia el horizonte. Era tiempo de ir a emboscar al enemigo. Los soldados fervientes y consumados por lo inesperado tomaron el resto de sus artefactos bélicos, se pusieron en formación  y mi batallón con un grito en unisonó marchamos con el resto hacia el campo de batalla.
El campo seguía estéril y desolado, la moral era bueno el día de hoy después de un lapso de cuatro victorias consecutivas pero al mismo tiempo la mentalidad de “nada dura para siempre” era una constante en la mente de muchos. Pero yo estaba satisfecho mirando aquel campo rebosante de silencio y sangre seca.
El suelo inicio a retumbar lentamente, la sentía en la suela de mis pies como el latido de la tierra agitándose más y más con cada segundo. Eran los pasos de esas monstruosidades, los Laiskinen, ballenas terrestres que a pesar de su magnitud de tamaño y peso se podían mover bástate bien en dos o tres patas dependiendo de las mutaciones que los afligían. No sabían otra cosa que avanzar, aplastar, gemir y aumentar su tamaño de un par de elefantes. A pesar de la magnitud de los oponentes y lo feroces de las batallas estos encuentros eran siempre relativamente rápidos en que se determinara el lado victorioso. Al igual que los sonidos antes de cada batalla cuando un lado era e más favorecido por los dioses el ente esparcía su poder y convocaba quien había ganado ese día la guerra de incontables días. Si los Laiskinen ganaban un sentido de desolación nos invadía pero desde el campamento el general llamaba a una retirada para poder retomar energía o solo regresar cabizbajos con nuestra desolación y lamento de compañía. Sería interesante ver a los Laiskinen emprendiendo una retirada presurosa pero sus solos movimientos inspiraban cansancio, así que si nuestro lado vencía ellos simplemente de volvían en un estado sólido y apático a la merced de los elementos y así no imponían ningún poder sobre nosotros.
 
Nubes de polvo se podían ver a lo lejos, y con un paso constante y forme de los Laiskinen estarían en nuestro lado de la frontera en poco tiempo si no los deteníamos. La llamada al ataque llego a los oídos de todos y avanzamos con un paso forzado y rápido para poder abarcar lo que esas masas sin forma avanzaban con un par de pasos.   
 
Nosotros siempre iniciábamos los ataques mientras que el enemigo solo aplastaba a su paso a nuestros soldados o los empujaba contra el suelo rompiendo varios de sus huesos en el mejor de los casos. Lo impráctico de luchar contra los Laiskinen era que no tenían puntos débiles, todo su cuerpo era grotescamente gordo, escamoso y con varias bocas en distintas partes de sus cuerpos. Las espadas muchas veces no pasaban las capas o rasgaban los pies para poder detener a la mayoría y formar una especia de barricada Laiskinen moribundos que aun buscaban saciar su hambre hasta que se daban por vencidos y sucumbían a la descomposición natural.
 
Los gritos se apoderaban del campo de batalla, mientras intentábamos derribar al oponente uno por uno. Pero la moral se esfumo tan pronto como el primer sable se desenfundo y uno vez mas parecía que estas criaturas ganaban más fuerza por solo existir. Al principio parecíamos más fuertes que estas criaturas pero cada zarpazo de mi espada se hacía mas y mas largo; las ráfagas de mis brazos se convertían en simples brazadas de alguien rendido en el mar y que solo quiere ahogarse. No solo era yo, a lo que podía ver de mis compañeros era muy obvio que de estar en dos pies ya era imposible y sucumbían a sus orígenes animales y cada vez se fundían con el piso y andaban en cuatro extremidades mientras que los Laiskinen con solo caminar los absorbían y aplastabas con sus capas viscosas de piel; como si la arena inerte quisiera luchar contra las oras furiosas del mar.
 
Pero tenía que poner el ejemplo, no solo por mis compatriotas sino por mí; tenía que comprobar que era capaz de hacer ante esta montaña de carne; la única aprobación que necesitaba no era del general ni de mis soldados; era de mi mismo. Así que no sucumbí ante el dolor o la pereza, escalaba a los Laiskinen para tomar aire para sumergirme a las profundidades nuevamente esperando un milagro con cada respiro. Tenía la mayor parte del peso de un enemigo apoyándose descaradamente a un costado mío, como si aun quisiera descansar en plena batalla, el peso era demasiado y mi rodilla izquierda averiada de enfrentamientos anteriores estaba cediendo. Mi espalda y pulmones estaban colapsando por igual, el peso solo me empujaba a relajar mis manos y soltar la angustia, solo cerrar los ojos y dejar ir todo lo que me convertía en lo que era.  En uno de lo últimos saltos que pude dar, como un delfín tomando aire, di un giro para ver si aun podía divisar aliados en ese territorio fétido. Ya había perdido una de mis fieles espadas y al empuñar mi sable con una chispa de esperanza y con una bocanada exhausta logre ver uno de esos días mágicos. Vi no lejos de donde me encontraba a una fresca estampida de soldados bajando por a pendiente a darnos una inyección de vigor. Solo pude verlos venir como un zarpazo de un tigre arrasando todo a su paso. Di un grito de lucha con todo lo que me quedaba de aire y empujaba y empujaba a las masas de carne esquivando sus golpes torpes pero fuertes, en menos de cinco parpadeos sentí a los refuerzos avanzar mucho más de lo que habíamos logrado en nuestro batallón y al verme rodeado de figuras familiares mi corazón y espíritu descansaron, me hinque en la tierra aun caliente de tanta fricción y mire al cielo; era cuestión de tiempo para oír esa dulce sonata de triunfo la podía sentir en mis huesos. El ente parece complacido con la decisión ya sea por nuestra ayuda o ya predispuesta, siento que se y al mismo tiempo que no comprendo esas batallas constantes pero sé que tienen un beneficio más grande que solo los soldados que emprendemos los combates de una manera eterna en cierta percepción.    
 
La conquista sobre la pereza personalizada era para nosotros el hoy y e ahora estaban ganados, había sido una batalla gloriosa y aunque ya había perdido batallas antes y lo valioso era seguir con vida para dar lo mejor de ti a la siguiente ocasión; nada se compara al sabor de los laureles, esa sensación de ver llover pétalos de flores al regresar a casa; nada se compara, para eso existo para eso mantengo es mi propósito.
 
Esta es mi batalla interna para levantarme de todos los días.


– FIN –


Consigna: Escribir un relato bélico.

La última bala


     Los casquillos se extienden como un manto sobre la tierra. Los soldados caídos también forman parte de la imagen que se proyecta en la retina de los que miran desde las trincheras. Los muertos se entremezclan con los vivos, los moribundos y los trozos de los que han sucumbido a los morteros de los cañones o las bombas de las incursiones aéreas.
     No hay tregua. Quedaran expuestos ahí hasta que sin riesgo, puedan ser socorridos los que aún sobrevivan.

     Juan, un mozo de apenas 20 años, atesora esos momentos de calma entre batida y batida. Nunca sabe cuánto durará esa relativa paz que por momentos se vuelve más escasa. Es soldado raso, carne de cañón. Recuerda cómo lo reclutaron “Servirás a tu patria. Serás un héroe”. Sí, ahora lo entiende, ve a los héroes ahí delante de él, héroes que no existen, solo muertos. Quiere volver a casa, sólo eso.

     Es noche cerrada en el pueblo, ni los perros aúllan. Un chirrido de frenos y Pilar se despierta asustada. Oye puertas que se abren y voces autoritarias. Son voces que desconoce.
Gritan el nombre de su padre. “Has sido acusado de traidor ven con nosotros, no te  resistas” dicen esas voces.
El pobre hombre, un viejo maestro de pueblo, tiembla. Sabe a lo que han venido, a darle “el paseillo”. Nadie regresa cuando van a buscarlos así, de noche.
     Lo arrastran hasta el camión que espera junto al coche donde unos tipos con uniforme  carraspean impacientes. El tiempo se echa encima y hay un trecho hasta el bosque. Los vehículos arrancan y se pierden en la oscura noche.
     Apenas un par de horas de viaje y los hombres hacinados en el camión no han cruzado palabra. Llegan a su destino, un claro en el bosque Allí, Anselmo el maestro y cuatro hombres más, son obligados a cavar unos grandes agujeros que les servirán de tumbas cuando reciban un tiro en la cabeza. Formarán parte de los cientos de desaparecidos.

     Pilar,  escondida, aún no se ha atrevido ni a respirar. A sus escasos 14 años, sabe lo que es la guerra y la crueldad de los hombres. En cuanto amanezca, se irá al monte. Un odio desconocido crece en su interior.
     Hace más de dos años, desde el comienzo de la guerra, que no ve a su hermano ni a su tío, los dos habían sido movilizados. Su amigo Pedro, el de las ideas raras, se había ido al monte a unirse a los grupos de resistencia que se movían por allí.

    Las sirenas suenan y la gente aterrorizada corre a protegerse en los refugios más cercanos. El sonido de los aviones y las explosiones se dejan oír por todas partes. Los edificios, ya de por si maltrechos, se derrumban sin dificultad abatidos por las decenas de bombas que los aviones dejan caer desde sus bodegas. Cuando las sirenas vuelven a sonar, las calles están llenas de cascotes y muertos. Ancianos desorientados y niños cubiertos de polvo y lágrimas, vagan entre las ruinas. Y comienza por enésima vez la búsqueda entre los restos, Gritos de dolor, susurros, respiraciones jadeantes marcan los lugares dónde aún es posible que haya vida. La gente, aún con el miedo en el cuerpo, siente la necesidad de ser útil.

     Pilar no ha pegado ojo. Se viste con ropa de su hermano y se echa al monte, esperando unirse a alguna partida de las tantas que hay. Si encontrara a Pedro…
Hacer calor, la primavera ya deja notar sus efectos. La chica camina escopeta de caza en mano, atenta a todos los ruidos. Oye un crujido de ramas y al mismo tiempo se ve rodeada por unos hombres con ropas de trabajo, pero armados hasta los dientes, son los que busca. En el campamento se da cuenta del miedo que flota en todas partes, pero también de la decisión de no dejarse vencer. Hay mujeres y niños en el grupo.

     Juan sigue en las trincheras. Cada vez quedan menos compañeros. Entre las balas, la metralla y las enfermedades, caen como moscas.
En la radio del refugio ha oído que el fin de la contienda puede estar cerca. Pero ahí, desde su posición la guerra se acrecienta, las bombas caen con más intensidad, los cañones apenas tienen descanso y el cuerpo a cuerpo de las incursiones nocturnas los tiene siempre en tensión.
Hace tiempo que el correo no llega. Y aunque las noticias dicen que van ganando terreno, no sabe lo que sucede en la retaguardia.

     Pedro avanza por el campamento, desde que dejó el pueblo lucha por lo que cree. Joven, barbilampiño y con los ideales intactos, se ha labrado fama de líder y buen estadista. Nunca deja nada la azar, sus ataques al bando enemigo, son implacables.
Comanda el grupo al que Pilar se ha unido. Trae noticias, se comenta que todo está perdido, que sus oficiales planean la rendición sin condiciones, exigida por los ya vencedores. Dicen que sólo es cuestión de días.

     Las ciudades van cayendo una tras otra, el enemigo derrotado, retrocede y cede el terreno. Las últimas confrontaciones son las peores. Aún derrotados, muchos se niegan a abandonar.

     Pedro no piensa en rendirse y junto a los suyos planea atacar un reducto enemigo cercano a la ciudad. Será difícil, ellos están atrincherados, pero esperan contar con la noche y la sorpresa. Con las últimas noticias cree que los podrán coger desprevenidos.
Pilar va con ellos. El odio que la mueve le impide quedarse en el campamento con algunas mujeres y los niños. Le contó a su amigo lo sucedido en el pueblo y éste no ha querido retenerla. La comprende.

     
     Cae la noche. Todo es silencio. Juan, sentado en el fondo de la trinchera, sobre un barro ya seco, escucha los susurros de sus compañeros. Están contentos, el cabo dice que mañana se firmará la rendición del enemigo y todo habrá acabado. Reza para que sea así. Está harto del olor a sangre, a podredumbre, harto de pasar hambre, de no poder dormir sin pesadillas. Harto de muertes. De ver morir a sus amigos y a sus enemigos. De una guerra sin sentido. De pronto, sonríe, se quita el caso y mira una foto que lleva en su interior…

     Agachada al pie de una alambrada, Pilar mira a lo lejos, las trincheras apenas se divisan, la luna, aún estando llena se encuentra cubierta por las nubes, volviendo todo oscuridad. La chica mira a la noche y al cielo. Algunas nubes hechas jirones dejan pasar los rayos de luna. Juan se levanta para iluminar la fotografía que lleva en la mano. En ella se ve una familia, los padres y dos hijos. Se humedecen sus ojos.
Pilar acaba de ver una cabeza que sobresale de la zanja, la claridad es total, apunta,  piensa en su padre, en su hermano…y dispara.
Juan apenas oye un silbido acercarse mientras el proyectil atraviesa su cráneo y un nombre se escapa de sus labios…Pilar


– FIN –

Consigna: Escribir un relato bélico.

Cuando el silencio habla


     Cuentan los que cuentan (y así me lo contaron a mí) que hace cientos de años en un lugar donde hoy encontramos a Perú, Bolivia y Chile vivía a orillas del lago una tribu liderada por el cacique Rimach. Era un pueblo que se dedicaba a la caza y la recolección de alimentos. Entre las mujeres de la tribu había una bella y humilde muchacha que estaba secretamente enamorada del hijo del cacique. Ella no sabía que su amor era correspondido por el valiente Hakan. La joven era pretendida por otro miembro de la tribu: Quri, quien era holgazán y pendenciero. Quri intentaba atraer a la doncella con obsequios, chucherías que robaba  como alguna manta o ropas que hilaban su madre y hermanas. Mas el corazón de Killa (tal era el nombre de la indiecita) ya tenía dueño, lo cual enfurecía a Quri.
     Cierto día corrió en la aldea el rumor de que los dioses habían enviado un castigo divino, el hombre blanco acechaba el territorio dispuesto a acabar con ellos. El terror se apoderó de los aborígenes que se pusieron en alerta para defender su pueblo y sus vidas. Fabricaron más lanzas y más arcos y flechas preparándose para un inminente ataque.
     Pero un día se declaró en el pueblo una epidemia de fiebre que nadie sabía cómo curar. Quienes caían víctimas de la enfermedad deliraban hasta la muerte. Luego se supo que era una de las extrañas pestes que trajeron los europeos con el desembarco. Hakan, el hijo del cacique, cayó preso de esta enfermedad. El joven ardía de fiebre noche y día y su cuerpo se debilitaba cada vez más. El corazón de Killa se estrujó de dolor y una mañana salió de la aldea dispuesta a ayudar a Hakan.
     Caminó un día entero por el bosque, trepó la montaña lastimándose los brazos y las piernas pues la layqa, la hechicera del pueblo, le había dicho que el joven solo podía curarse con una infusión hecha de unas flores rojas que crecían en la cima de la montaña.
     Cuando la joven regresó el cacique salió a su encuentro, ella llegaba a su casa con la infusión ya preparada. El cacique sabía del amor de Hakan por la muchacha, pues en sus delirios no hacía más que nombrarla. Pasaron los días y el joven fue recuperándose con el brebaje que le llevaba Killa. Rimach miró con beneplácito el amor de la pareja.  Agradecido a la pequeña Killa que había salvado la vida de su hijo y primorosamente lo había cuidado, anunció que pronto se celebraría la unión entre ellos.
     Esto enfureció a Quri que corrió por los bosques con su sed de venganza, dispuesto a traicionar a su tribu. Se encontró a escondidas con los españoles que ansiaban el dominio de las tierras y selló con ellos un sucio trato. Los europeos le prometieron riquezas y, por supuesto, capturarían a Killa y se la entregarían. A cambio de esto Quri les enseñó las armas con las que contaba su pueblo y les mostró el terreno que ellos desconocían. Como se comunicaban por señas y algunos ideogramas todas estas tratativas llevaron bastante tiempo ya que no hablaban el mismo idioma.
     Mientras tanto a Quri no se le agotaba el ansia de derrotar a su rival. ¿Será que acaso la sed de dominio es más poderosa que la de libertad? ¿En qué momento se instala el odio en el ser humano? ¿Es innato o va surgiendo como respuesta a estímulos que le provocan contrariedad? ¿Cuándo germina la semilla del odio al punto de desear la muerte de sus propios hermanos?
     Quri habló con la gente de la aldea, con aquellos a quienes era más fácil de convencer, ya sea por su ignorancia o por no estar de acuerdo con la política del cacique. A ellos les habló de un futuro mejor que llegaba como un don de los dioses de manos de los europeos. A escondidas, armó un pequeño ejército para aliarse a los españoles.
     Así es como donde un sector del pueblo veía a los europeos como una amenaza, otros veían una oportunidad de progreso.
     Cuentan los que cuentan que el hombre blanco había recibido la certera información de que la tribu liderada por Rimach era belicosa y tendrían que pasar por sus cadáveres para poder emprender en esas tierras la búsqueda del oro que estaban llevando a cabo por todo el continente.
     Cierto día se produjo el inminente enfrentamiento y las aguas del lago se salpicaron de rojo. Fue una lucha despareja sin ninguna duda. Pero los guerreros de la tribu defendieron sus tierras y sus mujeres con toda la fuerza de la que fueron capaces.
     Aunque el reflejo del sol enceguecía sus ojos cuando miraban las brillantes armaduras, aunque sus arcos y sus flechas y aún sus lanzas no podían atravesarlas. Aunque el rugido de las extrañas bestias que montaban los aterrorizaba. Aunque eran pocos, muy pocos porque una epidemia había ya matado a gran parte de la población. Aunque los blancos contaban con más experiencia porque guerreaban desde la antigüedad. Aunque el ruido de las armas de los europeos atronaban sus tímpanos. Lucharon en una guerra desigual, lucharon contra el castigo que habían enviado los dioses sin tener muy en claro el porqué. Así fueron sometidos, destruyeron sus costumbres y religión por la sed de sangre y de dinero.
     También lucharon entre hermanos, los que Quri había reclutado por despecho.
     La joven Killa lloró mucho tiempo la muerte de Hakan, ella fue tomada prisionera junto a otras mujeres de su tribu y junto a Quri. El traidor quiso su recompensa y ¡vaya si la tuvo! Ante sus ojos vio cómo un hombre blanco envuelto en vahos de alcohol violaba a la indiecita. Desesperado e hincando los dientes en las sogas que amarraban sus manos, se soltó y se tiró sobre el hombre blanco. Fue lo último que hizo, recibió un disparo en sus espaldas y cayó muerto.
     Cuentan los que cuentan que Killa tuvo hijos de hombres blancos (de varios, por cierto) y que a sus hijos los trataron con algunos privilegios por ser hijos de padres blancos. De ella se dice que la sometieron a la esclavitud y allí se pierden los datos.
     Cuentan los que cuentan, así me lo dijeron, que debo seguir contando esta historia porque todos los testimonios que existen solo pertenecen a los europeos, ya que los aborígenes desconocían la escritura. Y que debo seguir contándola para que quede en la memoria de la humanidad. Pero por sobre todo, en la memoria de mi gente que hoy en día transita el camino de la extinción y el olvido.
     Así me contó esta historia mi padre y a él el suyo y así sucesivamente. Así también se la contaré a mis hijos porque llevo en mi sangre un poco de la sangre de Killa y de un pueblo que luchó por ser y no pudo.


– FIN –

Consigna: Escribir un relato bélico.

ELLA


En el fondo sabía lo que iba a acontecer. Era como la crónica de una muerte anunciada. Sin embargo a pesar de mi desasosiego y mi primer estupor ante la invitación de ella, resolví aventurarme en aquel plantel prohibido.
Muchos no entenderán lo que digo si no me alejo al principio. Debo de destapar el tupido velo de los recuerdos para aclarar la memoria, mi historia.
Ella era amiga de mi madre. Mi madre me trajo al mundo en su adolescencia y cuando yo recién cumplidos los quince comenzaba a descubrir los secretos de la feminidad, ella y mi progenitora cada quince días se acicalaban y buscaban la diversión nocturna de sus treinta años.
Cierro los ojos y me parece estar allí, en aquel pasillo, observando desde mi habitación la puerta entreabierta del cuarto de mi madre. Las dos se divertían cambiándose de ropa. Ver el cuerpo de mi madre en ropa interior, no me llamaba la atención, era algo normal. Pero cuando tenía la fortuna de que su amiga se detenía en el trozo de habitación que estaba a mi vista se me aceleraba el corazón. Podía apreciar su larga cabellera azabache, que contrastaba con el cabello rubio de mi madre, como caía sobre sus delicados hombros, bajaba en extrañas ondulaciones por su espalda y moría en su trasero. Estaba de espaldas a mí y veía su culo contorneado, como dos melocotones maduros, su piel morena moldeaba sus largas piernas de muslos firmes... 
Los quince días restantes eran un suplicio, la espera era tan larga que sólo la esperanza de que se dejaran la puerta entreabierta me mantenía con energía para soportar los días. 
Aquella noche desde mi cama, escuché las risas de las mujeres cuando ella entró ruidosa y mi madre la besó con ahínco en las mejillas. Subieron divertidas hacia la habitación. Me levanté despacio y entreabrí la puerta y sólo deseaba  que dejaran abierta la suya. Mi corazón se aceleró cuando así fue.
Desde las penumbras veía sus siluetas ir y venir. Hablaban sin parar y ella estaba muy feliz porque mi madre le había regalado un conjunto de ropa interior que no había usado. Para mi estupor se quedó parada delante de la bendita porción de habitación que podía ver.
Todo ocurrió muy rápido, pero para mi, en mí deleite, aquel instante se hizo eterno. Observé con los ojos muy abiertos, alelado, como ella se deshacía de su sujetador y con el de mi madre en sus manos se disponía a probárselo. Entonces el contorno de sus senos se grabó en mi retina. Eran redondeados, con cierta forma de pera, y aunque no llamaban la atención por su tamaño si lo hacían por su firmeza y sus grandes pezones que apuntaban al aire. Tenían una gran aureola color café y pequeñas gotas de sudor perlaban su piel... Pero aún estaba por llegar el apoteosis. Se libró de una zancada de sus braguitas y se disponía a probarse el tanga que hacía juego con el sujetador que ya cubría sus pechos. Cuando se las iba a poner se le cayeron  al suelo y ella se agachó con las piernas muy abiertas a recogerlas. Yo no pude mover un músculo cuando vi su raja en toda su plenitud, como un higo maduro, roja y húmeda, con una pequeña tira de vello en su monte de Venus. Entonces me miró, fue sólo un instante, pero me vio y pude ver su sonrisa pícara y avergonzado recé para que no hubiera visto mi incipiente erección y mis calzoncillos mojados de semen juvenil.
Se fueron ruidosas como siempre, divertidas y cuando ya cerraban la puerta, pude escuchar la voz de ella diciéndole a mi madre que esa noche dormiría en casa, para recordar viejos tiempos...
Me dormí a pesar de mi estado nervioso. 
No sé cuánto tiempo pasó, ni las había oído llegar. Una claridad me desveló y sentí unos pasos acercarse a mi cama. Por el perfume supe que no era mi madre. Estaba de espaldas a la puerta y me hacía el dormido. Escuché como se deslizaba una prenda por la piel y caía sobre la alfombra, con seguridad uno de los camisones de mi madre. Entonces sentí como apartaban las sábanas y un cuerpo desnudo se pegaba al mío. Percibía como aquellos senos turgentes se pegaban a mi espalda y como un ardor me quemaba en el trasero. Unas manos suaves me agarraron el miembro, mientras la voz de ella me susurraba al oído que no hiciera ruido, que mi madre dormía, que no me moviera, que ella sabía lo que hacer. Con una mano comenzó a masturbarme y con la otra cogía la mía y la dirigía a su entrepierna, que parecía un infierno húmedo y caliente... Fue suave, como en un sueño. Sus dedos me lo acariciaban con dulzura y los míos hacían lo que podían. Un gran calambre me sacudió y al unísono ella se arqueó gimiendo en mi oreja. Tuvo que taparme la boca con la otra mano cuando sus sacudidas lograron que mi néctar se derramara en sus dedos y en las sábanas. Sentí aún más humedad en mi trasero y una calma nos inundó. Estuvo así largo rato, con mi miembro enhiesto entre sus manos, sintiendo como su corazón latía entre sus tetas. Y de golpe abandonó la cama y se alejó con su perfume.
De eso han pasado ocho largos años. Todo ese tiempo no la volví a ver. Por motivos laborales ella se marchó de nuestra ciudad. Ahora otros motivos laborales me llevan a su ciudad. Mi madre lo había dispuesto todo. Había hablado con su amiga, que no tuvo ningún problema en alquilarme una habitación. "Es como tú segunda madre, no ha dudado en invitarte a su casa". Dijo. Y se me vino a la mente su cuerpo desnudo entre mis sábanas. 
Sé lo que ocurrirá. Ahora estoy preparado. No voy a quedarme quieto ante sus senos desafiantes, mis dedos ahora saben lo que hacer entre los pliegues de su piel. Mi lengua recorrerá cada centímetro de su piel, mi pene, ahora robusto y fuerte la penetrará con vehemencia, por todos estos años... Y ella lo sabe...


– FIN –


Consigna: Escribir un relato erótico (no pornográfico).

Comer sandía


¡Qué planta tan deliciosa la sandía! Cuando mejor sabe su fruto es a finales de verano, cuando el sol ha terminado de tostar su piel y ha calentado tiernamente su interior, macerando así sus jugos. Esto evoca en mí recuerdos, de cuando niño.

«La sandía no es fruta, es planta». Acude a mi memoria la risita estúpida de Manolita, la niña de las tetas grande de primaria. Ella no sabía distinguir entre fruta, planta, hortaliza o sembradío; y a pesar de ello, era una maestra excepcional en el arte de comer sandía. Nos escabullíamos rápido al salir de clase, prestos a comer sandía en las esquinas, en los campos, o al resguardo del malecón. ¡Qué recuerdos! En esos tiempos se forjó en mi mente el ideal de la sandía como la fruta de mis amores.

Todo mi vigor se renueva cuando huelo ante mí una buena sandía; pero no soy de esos que gustan de sandías grandes, no, me deleito con las chiquitas, pues en su interior la pulpa es más jugosa e indudablemente sabe mucho más dulce al paladar.

Sandía jovencita de mis amores: suave, jugosa y dulce.

Como ahora, que dispongo de una sandía joven y gozosa ante mí. Me quedo parado, esperando, ¿por qué? Simplemente espero. Es el deleite del cazador recrearse ante su presa, encantarse justo en ese momento previo al jugueteo, antes de zambullirse a juguetear con la lengua entre los pliegues de las hendiduras, tan húmedas, tan dulces, tan tiernas, de la sandía. ¿Por qué algún Dios creó en el universo sustancia tan lujuriosa? Acaso, ¿para hacer que hombres débiles como yo vieran flaquear sus fuerzas ante su visión? Yo, pobre de mí, que tiemblo ante el solo pensamiento de su pepita y su carne jugosa.

Ya ha pasado el tiempo de la anhelante espera, acerco gozoso mi cara a la fruta, mi lengua se adelanta como la exploradora de una tropa, pero antes, mi nariz huele el embriagador perfume, la planta desprende un vaho mágico de eróticas ensoñaciones.Y muerdo un poquito la sandía, pero solo un poquito... ¡Qué temblor! Ha quedado mi marca en la fruta, una dentada bien marcada en la zona pulposa y roja. No es culpa mía, es el verano, que le abre más los poros a la pobre fruta. Entre calores, sudores, agua fría, que delicioso tiempo este, el tiempo de comer sandía. Sí, sobre todo en verano, cuando el calor azota el paladar, y todo tu cuerpo te pide a gritos lo siguiente: «¡Por favor, dejadme saciar esta cruenta sed que llevo en mis entrañas!».

Rezuma agua divina esta fruta querida. Sí, sí que la rezuma. Pues rezúmala hasta quedarte seca. ¿Cómo puedes estar tan rica cabrona? ¡Ais! Calma. Calma. Me digo a mí mismo. Y mientras me planteo si dejar de discutir conmigo, en este apasionado soliloquio, me sujeto la frente con una mano, para detener la succión de mi frenética lengua. Cálmate, por Dios, basta ya de insultos.

Pero no puedo parar, ahora mis manos engarzan la fruta como las garras de una arpía. La agarró lujurioso entre mis extremidades, mis falanges adquieren la forma de un cuenco, una suerte de prodigiosas tenazas que no sueltan la presa, y sorbo hacía mí, como si fuera un cáliz de lo divino, con este líquido sagrado que me enloquece. Y este sorber, debe llevarse a cabo como a cada cual le plazca, ese es el mejor consejo para comer sandía, disfrutarla al antojo de uno. En mi caso, son mis labios los máximos hacedores de tal recreación, se acurrucan instintivamente formando una gigantesca O alrededor del pequeño centro de la planta. Sorbo. Sorbo. Mis labios sorben... pero, ¿dónde está el néctar tan sabroso? ¿dónde está mí ambrosía que se me escapa por momentos?

Me asalta una duda, ¿lo estaré haciendo bien? ¿Hay algo que no funciona?
«Sabes que no estás comiendo bien la sandía, si el jugo no te rezuma por la barbilla».
Eso es, eso decía mi padre, el jugo debe llegar a la barbilla. Lastimoso defecto el de los jóvenes de no escuchar y aprender de sus mayores. Cuanta sabiduría esconden los viejos comedores de sandía.

Mis desvelos aflojan la presa. La sandía se mueve nerviosa entre mis manos. Tanto pensar, y ando despreocupado de ella, debo atenazarla nuevamente con brío, que sepa quién es él que se la come, no se vaya a escapar a este lujurioso abrazo entre lengua y barbilla. Rápido no, lento, estúpido, la sandía debe saborearse lenta, las prisas laceran el interior de la pulpa, rojiza y carnosa.

Es tiempo de recrearse en la pepita, sí, esta peculiar sandía solo posee una pepita. Una única pepita negra, pequeñita, resbaladiza como lo es todo su contorno, una pepita que es la antítesis de la aburrición más vulgar, y de la que mi lengua, con mucho gusto, juguetea recreándose en su dureza de semilla.

¡Ah, hábil herramienta mía! Sí mi lengua fuera cerebro, ¿qué no sería capaz de hacer? ¡Qué hábil recorre ella todo el camino! Desde los pliegues, pasando por las hendiduras, llegando hasta la pepita. Ahora si bebo agua fresca, chorrea toda ella en mi barbilla. Y mi saliva, fundiéndose en un cóctel afrodisíaco con la pepita y el agua de vida. La fruta está completamente abierta, se acabó el tiempo de los mordiscos, demasiada brusquedad para tan tierna fruta.

Pequeña simiente, no te agotes tan temprano, pronto te lameré un poquito más, y veremos si tu cuenco está hecho para el deleite de los sentidos. Juguetea mi lengua con la pequeña simiente, y sigue ella, la puntita de mi lengua, juguetona como siempre, pero no quiere salir la pepita. ¿Acaso esta dolorida la pepita? ¿se niega a salir? Lamo. Lame, estúpido. Lamo. Lamo. Lamo.

Ya veo ahora, que el fruto de mis esfuerzos, comienza a dar el ansiado éxito de mis anhelos, entre los pliegues de debajo de la pepita, de esta pepita ya madura para ser disfrutada, surge un néctar. ¡Qué rico! ¡Qué delicioso! Pero claro, es una fruta joven, apenas cuenta con un tiempo de maduración suficiente, y como los duraznos jóvenes, que aún no les sale el vello, disfrutar de este placer requiere tino, anhelo, pasión, delicadeza, paciencia, y ternura, siempre ternura. Una díscola ternura embriagadora que haga aflorar la simiente de esta chiquitita fruta.

Y más lengua. ¡Ja! Siempre más lengua.
Y ella lo sabe, mi lengua, la cual vuelve voraz en esta locura del eterno retorno a la búsqueda de la simiente de tan ansiada fruta.

«Para, por Dios, o mañana no habrá sandía, es demasiado chica», pienso, o ¿acaso lo he dicho en voz alta? La locura del devorador de sandía no conoce límites. Y tampoco puedo achacarle a la fruta la culpa de su despertar tardío, su maduración llega a la edad que llega, como la época de los almendros en flor que florecen cuando les viene en gana. Aprovecha este momento, déjate disfrutar un poco más, date este gozo, que a nadie le hace daño, los manjares de la tierra están para ser disfrutados.

Suspiros. Jadeos.

¡Qué manjar tan delicioso! Así me gusta la sandía, con todo su néctar en la barbilla.

«Mal rayo me parta, yo quiero morir entre los pliegues de esta Sandía».

—Profesor —me dice María sofocada por el calor estival, mientras se recoge la faldita con vergüenza—, ya está bien de comer tanta sandía. Tenemos que entrar a clase.
—Claro, María, siempre tan atenta. Pero querida —le acerco la mano lentamente a la faldita—, ¿qué tienes aquí? ¿una mancha en la faldita?
—Sí, debe ser de la sandía.
—No pasa nada.
—¿Seguro?
—Sí, pronto seca.
—¿Sabe profesor? Está muy rico verle comer sandía.
Río. Y ríe también María.
—Ya comeremos sandía en otra ocasión —Pero es una mentira que me cuento a mí mismo, un viejo y exhausto profesor, y le pellizco con lujuria la mejilla a María. Ella ríe con avergonzada coquetería, su sonrisa es el fin del verano, y con ese tímido ocaso acaban los calores estivales, las frutas veraniegas, y como no, el comer sandía.


– FIN –

Consigna: Escribir un relato erótico (no pornográfico).

Los forasteros


Un alacrán pasea bajo la ventana cuando el sheriff Clyde asoma a la calle. Aún esperaba que fuese un día tranquilo antes de ver a un forastero entrar en el pueblo a pie, trayendo de la mano a un niño indio con una calavera en brazos. Se dirigen a la cantina. El sheriff escupe en los tablones del piso la espesa saliva marrón, para luego meterse más tabaco en la boca. Descuelga el rifle de camino a la puerta, pensando que debería hablar con alguien acerca de su jubilación.
  Otro día de trabajo duro, Billy —anuncia al retrato de su único hijo, asesinado salvajemente por los sioux hace un año.
Con el rifle apoyado en un hombro, el sheriff se encasqueta el sombrero y sale a la calle polvorienta, bajo el fuerte sol de mediodía. El alacrán que caminaba hacia sus botas queda cubierto por la saliva marrón.
  ¿Sheriff, vio al pequeño indio?
  Sí, señorita, lo vi.
La joven observa el rifle.
  ¿Y qué hará?
El sheriff acaricia el gatillo.
  Cumplir la ley.
Apenas ponen un pie en la cantina, todas las miradas recaen sobre ellos. El pianista deja de tocar. Un silencio casi absoluto acompaña sus pasos hasta la barra. El forastero acomoda al niño en un taburete y toma asiento a su lado, acodándose en la madera mugrienta.
  Un whisky doble. Y algo para el niño.
El cantinero no se inmuta. Una voz habla a la espalda del forastero.
  Ése no puede estar aquí.
El forastero voltea.
  ¿Cómo dice?
  No se admiten niños aquí. Es una cantina. Soy el reverendo McCallister.
  Wayne. No tengo dónde dejarlo. Acabamos de llegar al pueblo.
  Lo noté. ¿Es... su hijo, señor Wayne?
  Sí.
  La madre era piel roja, supongo.
  Sioux.
Esto lo dice el niño, con una voz inesperadamente ronca para su edad. El reverendo le dedica una larga mirada antes de volver a hablar.
  Sioux, claro. ¿Y la calavera?
  Un recuerdo de familia —responde el forastero.
  Ya. ¿Qué dices, Jack, puedes servir algo al señor Wayne y su hijo sioux, que carga un recuerdo de familia?
  No, reverendo. Acá no se admiten niños.
  Oh, vamos, Jack, ¿no puedes hacer una excepción? ¡Acaban de llegar al pueblo!
  Sin excepciones, reverendo.
  Bueno, señor Wayne, usted vio que lo intenté. Pero ya lo oyó: no se admiten niños aquí.
El forastero señala a un niño rubio sentado en un taburete más allá.
  ¿Y ése?
  Creo que el señor Wayne no entiende, Jack.
  Eso me parece a mí también, reverendo.
El cantinero saca un rifle de debajo de la barra. El reverendo desenfunda. El forastero se coloca delante del niño. Se lleva la mano a la cartuchera.
  Tranquilos, no busco problemas.
  Es muy tarde para eso, forastero.
  ¿Qué diablos pasa aquí?
Todos voltean hacia la entrada. El reverendo sonríe.
  Nada, sheriff. Todo en orden.
  Pues no lo parece. Quiero estar seguro de que nadie armará líos.
  ¡Maten al maldito indio!
  ¡No!
El primer tiro del sheriff perfora la mano de Jack, que suelta el rifle dando un alarido. El segundo le perfora la yugular, acallándolo. El tiro del reverendo da en el cráneo que lleva el niño indio en brazos. El del pianista yerra y da en el cráneo que lleva el niño rubio sobre los hombros. Una bala perdida casi mata al pianista, que se arroja al piso. El disparo del forastero da en la gruesa Biblia que el reverendo lleva sobre el pecho. El reverendo sonríe.
  La Palabra de Dios me ha salvado.
  Baje el arma, reverendo.
  Éste no es asunto suyo, sheriff.
  Todo lo que ocurre en este pueblo es asunto mío.
  Éste es un enviado de Satán, Clyde, ésa es mi jurisdicción.
  ¡Mierda, Jeremiah, no permitiré que mates a ese niño!
  ¡Por Dios santo, Clyde, piensa en Billy!
El sheriff contempla al niño indio sentado junto a su padre.
  En él pienso.
El reverendo amartilla el arma.
  ¿Quieres armar otro tiroteo?
El sheriff gruñe, contrariado. El salivazo marrón cae sobre la Biblia tirada en el piso. Grita.
  ¡Todos desalojen la cantina, si no quieren varios agujeros extra en el cuerpo!
Los parroquianos no se lo hacen repetir. Todos se precipitan a la calle. En el tumulto, a uno muy nervioso se le escapa un tiro. El pianista queda tendido a medio metro de la puerta. Los demás huyen. Sólo quedan en la cantina el sheriff, el reverendo, el forastero, el niño indio y los tres cadáveres.
  Menos bulto, más claridad.
  Suelta el arma, Jeremiah.
  ¿Serás capaz de dispararme? Lo averiguaremos en tres...
  No me pruebes, Jeremiah.
  Dos...
  ¡Fuego!
Los disparos son simultáneos. El del sheriff da en la mano del reverendo, que suelta el arma. El del forastero da en el pecho, donde ya no está la Biblia. El reverendo cae de rodillas, postrado ante el libro sagrado. E inmediatamente se desploma. El forastero, con los ojos muy abiertos, observa la mancha de sangre crecer en su pecho. Luego ve al sheriff, que no atina a reaccionar de forma alguna. El forastero cae de bruces, exánime. Sólo entonces el sheriff abre muy grandes los ojos. El niño indio aún tiene cogida la empuñadura del cuchillo ensangrentado.
Transcurren varios segundos antes de que el sheriff consiga articular palabra.
  ¿No era tu padre, cierto? ¿Tu padre es... ése de ahí?
De pie junto al cadáver del forastero, el niño indio deposita sobre el taburete la calavera rota.
  Mi padre está vengado.
Se miran a los ojos en silencio. Ninguno de los dos se anima a dar el primer paso.
Un alacrán manchado de saliva marrón cruza con despreocupada parsimonia el espacio entre ambos.


– FIN –

Consigna: Escribir un western.


El agua dónde estará


Los rayos de sol incidían sobre el rostro ajado de Joe de la forma más inmisericorde. Apenas eran las ocho de la mañana, y el calor reinante poco difería de la caliginosa tarde de estío que cada día le esperaba. Frunció el ceño, arrugó los labios en un gesto reflejo y se desperezó lentamente, con la esperanza de que al abrir sus ojos el escenario que le envolvía fuera, por fin, distinto.
Nada más lejos de la realidad, musitó. El hedor a bourbon reinaba por toda la estancia, acumulado gota a gota en la madera maltratada de aquel cobertizo maltrecho al que Joe llamaba casa. Ni siquiera él se engañaría tanto como para llamar a aquel antro un hogar. Los escasos muebles estaban astillados, como si formaran parte de un mal atrezzo, y la alfombra polvorienta de la entrada permanecía enroscada desde el mismo día en que Joe llegó a aquella chabola. Dentro, los restos del anterior sheriff se embalsamaban lenta pero inexorablemente, tan bien conservados que apenas se percibía el olor a putrefacción por encima del licor derramado. Solo dos buenos zapatos, que sobresalían por un extremo del fiambre enrollado, servían de prueba para confirmar la verosimilitud de aquella historia.
Se levantó malhumorado, escupiendo sobre la alfombra de la entrada, maldiciendo su puñetera estampa. Ojalá estuviera ahora más allá del río Arkansas, a salvo de aquella rutina de muerte que le sojuzgaba y le destruía gota a gota; quizá a estas alturas, de haber seguido su camino, habría llegado ya a tierras lejanas, allá donde los indios a los que llaman navajos aún se atreven a defender su tierra con mayor ardor que los colonos que intentan domeñarlos. Pero no lo hizo, decidió acogerse a la serenidad que transmite una estrella de cinco puntas sobre el pecho y a los ojos de la bailarina más hermosa a este lado del Colorado. Ahora que lo tenía todo, no podía más que despreciarlo casi tanto como a sí mismo.
¿Por qué no abandonar? ¿Por qué seguir en aquel erial que no prometía nada más que desolación y arena en la garganta?
No, se dijo, aún no había llegado el momento.
Salió de su casa tambaleante, como cada mañana, en dirección al saloon de Mary Jane. Cada vez que se despertaba, se juraba a sí mismo que no la molestaría, y menos a esas horas en que todas las chicas dormían y el pueblo se encontraba en relativa calma. Después, con un par de tragos de whisky barato en la garganta, se desdecía de todo lo meditado y se repetía que, qué demonios, por algo era él la máxima autoridad del pueblo. Sonrió ufano, mientras la incipiente ebriedad le sugería procacidades que recitar al oído de su amada.
Pasó junto al loco Pete, que cavaba un hoyo en mitad de la calle, daba igual la hora que fuera; parecía como si su único alimento en vida brotara de la pala herrumbrosa con la que sacaba más y más terrones apelmazados, mientras canturreaba una ingenua cancioncilla que cualquier habitante de Dust City conocía al dedillo:
—Dub dub dubidubá, el agua dónde estará...
Sus cabellos luengos agudizaban su imagen de hombre trastornado, a la vez que inofensivo. Quizá eso era lo que impedía que Joe le metiera una bala entre ceja y ceja. Al fin y al cabo, tenía demasiados maleantes en el pueblo como para fijarse en aquel pobre muchacho sediento.
Joe prosiguió su camino con paso inseguro pero alegre, deseando enredarse entre los brazos de su mujercita. Disfrutaba del paseo hacia su cama casi tanto como de sus besos robados, de sus caricias íntimas. A veces le gustaría que ella dejara el saloon y se fuera a vivir con él a su casa, bueno, a esos cuatro maderos juntos donde dormía, y quizá así sus ganas de salir huyendo se evaporarían y pensaría en una vida más próspera, más digna. Luego recordaba por qué seguía verdaderamente allí y sus sueños de cambio se convertían, una vez más, en polvo que esparcía el viento.
A mitad de camino, los vio. No había que ser un lince para identificar, allá a lo lejos, a los cuatro jinetes del apocalipsis vestidos de negro. Todo el mundo conocía a los hermanos Morton, bien de oídas, bien de primera mano. Aunque esto último era menos habitual, pues no les temblaba el pulso a la hora de arrasar y saquear a todo ser vivo que se cruzara en su camino. Esta vez, por desgracia para Joe, le había tocado el turno a Dust City.
Masculló una blasfemia. Allí estaban aquellos cabritos, dispuestos a joderle el día. Montados en sus caballos blancos, eran como fichas de dominó que atraían la muerte a cada cabalgada, a cada pisada de herradura sobre el suelo rojizo del camino. Quizá venían cansados de cometer diversas fechorías, quizá no habían empezado aún. En cualquier caso, su presencia en la ciudad suponía un verdadero problema.
Detuvo la marcha de los cuatro con un gesto. Tragó saliva. Desearía estar sobrio en ese momento.
—Alto ahí. ¿Quiénes sois vosotros? —dijo, inseguro.
—Oh, vamos, sheriff —habló el más bajito—, solo somos unos buscadores de oro extraviados en mitad de la nada. ¿A quién íbamos a hacer daño?
Joe sonrió, dispuesto a seguirles el juego. Quizá fuera la única opción para perderles de vista.
—Escuchad. El oro hace tiempo que se acabó en estas colinas —mintió—, y ya solo hay yacimientos a cuarenta millas al sur. Tal vez allí tengáis suerte.
—¿Cuarenta millas? —suspiró el mayor. Eso esta muy lejos.
—Sï —protestaron a coro—, quizá debamos quedarnos un tiempo en este pueblo para reponer fuerzas.
Joe hervía por dentro. A los treinta grados que ya marcarían los termómetros y al ardor que sentía por Mary Jane, se unía la insolencia de aquellos cabritos maleantes. Si fuera lo suficientemente rápido, la mejor opción para todos sería matarlos y esparcir sus restos entre las caballerizas. Pero Joe no era el más rápido; en realidad, ni siquiera tenía la puntería necesaria para sobrevivir a un puesto de sheriff durante demasiado tiempo.
—Ya... no quiero problemas en mi pueblo, ¿me habéis oído? Ni la más leve travesura —susurró, taladrándoles con la mirada.
—Descuide, sheriff. Apenas notará nuestra presencia.
Joe sonrió. Los hermanos Morton sonrieron. Todos sonreían, sabedores de lo alejados que estaban en aquel momento de cumplir su palabra. En el fondo, parecía que todos disfrutaran de la sensación previa al clímax, del aura que precede a la tormenta que, a buen seguro, había de descargar sobre la polvorienta Dust City para convertirla en puro barro.

* * *

Joe se sentía feliz. Era feliz. Cada vez que yacía junto al hermoso cuerpo de Mary Jane, la vida cobraba un nuevo y enriquecedor significado. Se acurrucaban juntos, las manos sobre los hombros del otro, los ojos fijos en aquella mirada gemela. Hacer el amor se convertía en un dulce trámite que cumplimentar para gozar de los gestos de cariño que solo ellos sabían procurarse.
La miró lentamente, recreándose en cada surco de la piel que los años iban formando en su anatomía y que a Joe tanto le gustaba apreciar. Mataría por ella. Moriría por ella, si fuera preciso. Y, sin embargo, sabía que aquello no podía durar eternamente. El amor puede durar años, pero un capricho dura toda la vida. Y, pese a que la amaba con la sinceridad de un adolescente, jamás podría suplir el ansia que le proporcionaba el brillo dorado que, en alguna de aquellas montañas lejanas, se escondía.
—Joe, cariño...
—¿Uhmmm?
—Estás muy callado. ¿En qué piensas, cielo?
Desearía poder mentirla a la cara. Decirle que pensaba en ella, en su belleza deslumbrante. En llevarla un día a Salt Lake City, comprarle unos vestidos bonitos y una chimenea donde esconderse del mundo. Pero no podía hacerlo. No quería darle más falsas esperanzas de las que ella seguramente ya albergaría.
—Estaba pensando en... unos hombres que han llegado al pueblo.
—¿Forajidos? —se sobresaltó Mary Jane.
—No, no —intentó serenarla Joe, sin éxito—, son simples buscadores de oro que se han perdido. Pronto se irán de aquí. Para siempre.
—¿Me lo prometes?
—Sí, claro. Te lo prometo.
—Te juegas la vida cada día, Joe... no me des estos sustos.
—Descuida, sé arreglármelas yo solo —dijo, en el mismo momento en que dos disparos alteraron la pacífica mañana en Dust City—; vale, eso no me gusta.
—Ten cuidado, Joe —suplicó Mary Jane.
Se vistió a toda velocidad, con el eco de su amante aún retumbando en su cabeza. Apenas salió del oscuro saloon, la claridad del día le obsequió con una estampa demoledora. Varios vecinos, con las legañas todavía en la cara, se arremolinaban en torno a los recién llegados. Los tres mantenían un rostro de suficiencia terrible, máxime cuando a sus pies se encontraba, completamente inerte, el cuerpo del loco Pete. Las balas le habían agujereado la espalda, a quemarropa. Su camisa blanca se iba transformando en un inmenso clavel rojo, como si de un globo relleno de agua se tratase. El agua que no había encontrado aquel desdichado brotaba ahora de su espalda a modo de fuente, sin parar de manar.
Joe miró a los tres hombres detenidamente, mientras se desgarraba el labio inferior con sus dientes. aquello no le gustaba nada. Ni un pelo.
—¿Puede saberse qué ha ocurrido aquí? —soltó, con la voz más cavernosa que pudo.
—Oh, vamos, sheriff —sonrieron—. Usted nos dijo que en Dust City no había oro, y este hombre estaba picando el suelo en mitad de la calle. ¿Por qué nos ha mentido?
Cuatro miradas que se cruzan, convertidas en puro fuego.
—Le pedimos a este hombre parte del botín. Íbamos a ayudarlo, en serio —dijo el más bajito—... pero no quiso atender a razones. ¿Qué podíamos hacer? ¿Qué quería usted que hiciéramos?
La sucia retórica de aquellos malnacidos le hacía borbotear la sangre a Joe, que cada vez estaba más convencido de empuñar su arma. Sabía que aquellos desgraciados darían problemas, pero Pete era un ser tan querido como respetado en el pueblo. No merecía morir de una forma tan rastrera.
Entonces, se dio cuenta. Faltaba uno de ellos, el más alto de los hombres. Maldijo su suerte, mientras su mente intentaba pensar qué mil tropelías podía estar haciendo en ese momento.
Todos oyeron entonces un grito.
A Joe no le hizo falta aguzar el oído para comprender de dónde provenía aquella llamada de socorro. Salía del saloon, de los mismos labios que minutos antes había besado con frenesí. Aquellos gusanos habían atacado el punto más sensible de todos.
Salió corriendo sin mirar atrás, sin vigilar su espalda ni su nuca desnuda, donde podría recibir un nuevo zarpazo de aquellas bestias sin escrúpulos; por suerte para él, no desenfundaron el arma. En dos zancadas llegó al saloon y se introdujo a toda velocidad.
Allí estaba el cuarto hombre, el más alto de todos, forcejeando con una confundida Mary Jane. A su alrededor, las otras bailarinas lloraban o gritaban, en función de su estado de ánimo, sin atreverse a forcejar con él; con una mano, aprisionaba el cuello de la mujer que había osado resistirse a sus encantos; con la otra, apuntaba a quien se moviera con un revólver plateado, casi tan peligroso como quien lo portaba.
—No se acerque, sheriff —dijo, apuntando a la cabeza de la mujer—. Esta putita va a probar al bueno de Sam, quiera o no quiera.
Para Joe, toda la situación había llegado a un límite insospechado apenas unas horas antes, cuando pensaba que sería un caluroso día más. Ahora, cuatro hombres sin piedad no se conformaban con hacer volar la paz de Dust City por los aires; se habían atrevido a atacarle donde más le dolía.
No le costó gran esfuerzo levantar el arma y disparar a aquel rostro repelente.
Cuando los demás llegaron al saloon, no había nada que hacer. El hombre alto estaba tan frío como el loco Pete, con la misma expresión ridícula pintada en la cara. También su cuerpo era un odre de agua roja.
El semblante de sus compañeros quedó demudado por vez primera desde que llegaron al pueblo. Su plan de diversión y delincuencia había tomado un pequeño desvío.
—Has matado a Sam —dijo uno de ellos.
—Era nuestro amigo. Nuestro hermano —añadió el bajito.
—Pagarás por ello, sheriff —concluyó el tercero.
Joe no dijo nada, pues no había gran cosa que decir. Había matado un hombre, y bien sabía él que aquellos animales estaban en su derecho de reclamar justicia.

* * *

Las gotas de sudor caían por la frente de Joe como si fueran unas cataratas en primavera. Quedaban unos segundos para mediodía, y sabía que iba a morir. No tenía ninguna posibilidad de vencer aquel duelo desigual, aquella lucha entre él y los tres hombres que acompañaban al recién finado.
Toda la gente del pueblo, desde los niños hasta los ancianos, se había congregado en la plaza donde los cuatro contendientes se estudiaban a fondo. La estrategia de los tres bandidos era bastante clara: disparar a su único rival. Para Joe, sin embargo, no resultaba sencillo. Intentaba descubrir en los tres pares de ojos algún indicio, la más mínima certeza de a quién disparar primero, por si, en un alarde de benevolencia divina, tuviera ocasión de disparar una segunda o incluso una tercera vez. Lo cierto era que los tres parecían grandes tiradores. Un hombre no sobrevive de pueblo en pueblo sin haber afinado antes su puntería, se dijo Joe.
La aguja del reloj que presidía la plaza se acercaba a su cénit. Un hombre arrugado de gafas gruesas miraba y miraba sin querer perder detalle. Una mujer con sombrero intentaba tapar los ojos a su revoltoso hijo, sin éxito. Mary Jane se deshacía en lágrimas, mientras contenía un hipido. El pueblo entero contenía la respiración.
Sonaron las doce.
Se decidió por el más bajito, quien parecía el más diestro de los tres. Su errático disparo pareció perderse por unos momentos en el horizonte, pero finalmente impactó en el costado izquierdo. Rápidamente buscó al segundo objetivo, pero el zumbido de una bala le bloqueó por completo. Había pasado realmente cerca.
Falsa alarma. Ahora le tocaba a él.
Se propuso abatir al segundo hombre de un disparo en el abdomen, aunque su mala puntería hizo que apenas le rozara el codo. Estaba perdido, y lo sabía. Disparó de nuevo, a la desesperada, y esta vez sí, alcanzó la prominente barriga de su oponente. Sin embargo, sabía que estaba a merced del tercer hombre. Que este tenía todo el tiempo del mundo, antes de que Joe pudiera siquiera apuntarle con el arma.
Por fortuna para Joe, aquel hombre no iba a disparar.
Yacía en el suelo, derribado, junto a sus compañeros. Los tres habían caído en el duelo. Joe los había derrotado a todos.
La gente se frotaba los ojos para despertar del sueño, pero era real. Su sheriff, su guardián, se había enfrentado a tres criminales. Solo. Y había podido con ellos.
El júbilo se apoderó de los vecinos, de Joe, de Mary Jane. Los dos amantes corrieron a abrazarse, rebosantes de vida. Habían vencido a la muerte de manera milagrosa.
Pero la adrenalina que embargaba a Joe y que le provocaba unos deseos insaciables de copular con su amada, no le cegaba ni por un momento. Sabía que tenía que huir, escapar de aquel pueblo; volver a ser un simple hombre que sueña con encontrar oro. Dejar de ser sheriff, si quería vivir. Aunque eso supusiera dejar atrás muchas cosas.
Aunque eso supusiera dejar atrás a Mary Jane.
Así, mientras la promesa de un mañana mejor invadía los pensamientos de un exultante Joe, Mary Jane se abrazaba a él como si de su posesión más preciada se tratase. La ingenua Mary Jane, ignorante del deseo secreto de escapar de su amado, sentía una pasión enardeciente en su interior, fruto de su amor por Joe; aunque este acaloramiento también podía tener que ver con el arma que había empuñado segundos antes y que aún humeaba, caliente, debajo de su falda.


– FIN –

Consigna: Escribir un western.