¡Qué
planta tan deliciosa la sandía! Cuando mejor sabe su fruto es a finales de
verano, cuando el sol ha terminado de tostar su piel y ha calentado tiernamente
su interior, macerando así sus jugos. Esto evoca en mí recuerdos, de cuando
niño.
«La
sandía no es fruta, es planta». Acude a mi memoria la risita estúpida de
Manolita, la niña de las tetas grande de primaria. Ella no sabía distinguir entre
fruta, planta, hortaliza o sembradío; y a pesar de ello, era una maestra excepcional
en el arte de comer sandía. Nos escabullíamos rápido al salir de clase, prestos
a comer sandía en las esquinas, en los campos, o al resguardo del malecón. ¡Qué
recuerdos! En esos tiempos se forjó en mi mente el ideal de la sandía como la
fruta de mis amores.
Todo
mi vigor se renueva cuando huelo ante mí una buena sandía; pero no soy de esos
que gustan de sandías grandes, no, me deleito con las chiquitas, pues en su
interior la pulpa es más jugosa e indudablemente sabe mucho más dulce al
paladar.
Sandía
jovencita de mis amores: suave, jugosa y dulce.
Como
ahora, que dispongo de una sandía joven y gozosa ante mí. Me quedo parado,
esperando, ¿por qué? Simplemente espero. Es el deleite del cazador recrearse
ante su presa, encantarse justo en ese momento previo al jugueteo, antes de
zambullirse a juguetear con la lengua entre los pliegues de las hendiduras, tan
húmedas, tan dulces, tan tiernas, de la sandía. ¿Por qué algún Dios creó en el
universo sustancia tan lujuriosa? Acaso, ¿para hacer que hombres débiles como
yo vieran flaquear sus fuerzas ante su visión? Yo, pobre de mí, que tiemblo
ante el solo pensamiento de su pepita y su carne jugosa.
Ya
ha pasado el tiempo de la anhelante espera, acerco gozoso mi cara a la fruta,
mi lengua se adelanta como la exploradora de una tropa, pero antes, mi nariz huele
el embriagador perfume, la planta desprende un vaho mágico de eróticas ensoñaciones.Y
muerdo un poquito la sandía, pero solo un poquito... ¡Qué temblor! Ha quedado
mi marca en la fruta, una dentada bien marcada en la zona pulposa y roja. No es
culpa mía, es el verano, que le abre más los poros a la pobre fruta. Entre
calores, sudores, agua fría, que delicioso tiempo este, el tiempo de comer
sandía. Sí, sobre todo en verano, cuando el calor azota el paladar, y todo tu
cuerpo te pide a gritos lo siguiente: «¡Por favor, dejadme saciar esta cruenta sed
que llevo en mis entrañas!».
Rezuma
agua divina esta fruta querida. Sí, sí que la rezuma. Pues rezúmala hasta quedarte
seca. ¿Cómo puedes estar tan rica cabrona? ¡Ais! Calma. Calma. Me digo a mí
mismo. Y mientras me planteo si dejar de discutir conmigo, en este apasionado soliloquio,
me sujeto la frente con una mano, para detener la succión de mi frenética
lengua. Cálmate, por Dios, basta ya de insultos.
Pero
no puedo parar, ahora mis manos engarzan la fruta como las garras de una arpía.
La agarró lujurioso entre mis extremidades, mis falanges adquieren la forma de un
cuenco, una suerte de prodigiosas tenazas que no sueltan la presa, y sorbo hacía
mí, como si fuera un cáliz de lo divino, con este líquido sagrado que me
enloquece. Y este sorber, debe llevarse a cabo como a cada cual le plazca, ese
es el mejor consejo para comer sandía, disfrutarla al antojo de uno. En mi caso,
son mis labios los máximos hacedores de tal recreación, se acurrucan instintivamente
formando una gigantesca O alrededor
del pequeño centro de la planta. Sorbo. Sorbo. Mis labios sorben... pero,
¿dónde está el néctar tan sabroso? ¿dónde está mí ambrosía que se me escapa por
momentos?
Me
asalta una duda, ¿lo estaré haciendo bien? ¿Hay algo que no funciona?
«Sabes
que no estás comiendo bien la sandía, si el jugo no te rezuma por la barbilla».
Eso es,
eso decía mi padre, el jugo debe llegar a la barbilla. Lastimoso defecto el de
los jóvenes de no escuchar y aprender de sus mayores. Cuanta sabiduría esconden
los viejos comedores de sandía.
Mis
desvelos aflojan la presa. La sandía se mueve nerviosa entre mis manos. Tanto
pensar, y ando despreocupado de ella, debo atenazarla nuevamente con brío, que
sepa quién es él que se la come, no se vaya a escapar a este lujurioso abrazo
entre lengua y barbilla. Rápido no, lento, estúpido, la sandía debe saborearse
lenta, las prisas laceran el interior de la pulpa, rojiza y carnosa.
Es
tiempo de recrearse en la pepita, sí, esta peculiar sandía solo posee una pepita.
Una única pepita negra, pequeñita, resbaladiza como lo es todo su contorno, una
pepita que es la antítesis de la aburrición más vulgar, y de la que mi lengua,
con mucho gusto, juguetea recreándose en su dureza de semilla.
¡Ah,
hábil herramienta mía! Sí mi lengua fuera cerebro, ¿qué no sería capaz de
hacer? ¡Qué hábil recorre ella todo el camino! Desde los pliegues, pasando por
las hendiduras, llegando hasta la pepita. Ahora si bebo agua fresca, chorrea
toda ella en mi barbilla. Y mi saliva, fundiéndose en un cóctel afrodisíaco con
la pepita y el agua de vida. La fruta está completamente abierta, se acabó el
tiempo de los mordiscos, demasiada brusquedad para tan tierna fruta.
Pequeña
simiente, no te agotes tan temprano, pronto te lameré un poquito más, y veremos
si tu cuenco está hecho para el deleite de los sentidos. Juguetea mi lengua con
la pequeña simiente, y sigue ella, la puntita de mi lengua, juguetona como
siempre, pero no quiere salir la pepita. ¿Acaso esta dolorida la pepita? ¿se
niega a salir? Lamo. Lame, estúpido. Lamo. Lamo. Lamo.
Ya
veo ahora, que el fruto de mis esfuerzos, comienza a dar el ansiado éxito de
mis anhelos, entre los pliegues de debajo de la pepita, de esta pepita ya
madura para ser disfrutada, surge un néctar. ¡Qué rico! ¡Qué delicioso! Pero
claro, es una fruta joven, apenas cuenta con un tiempo de maduración suficiente,
y como los duraznos jóvenes, que aún no les sale el vello, disfrutar de este
placer requiere tino, anhelo, pasión, delicadeza, paciencia, y ternura, siempre
ternura. Una díscola ternura embriagadora que haga aflorar la simiente de esta chiquitita
fruta.
Y
más lengua. ¡Ja! Siempre más lengua.
Y
ella lo sabe, mi lengua, la cual vuelve voraz en esta locura del eterno retorno
a la búsqueda de la simiente de tan ansiada fruta.
«Para,
por Dios, o mañana no habrá sandía, es demasiado chica», pienso, o ¿acaso lo he
dicho en voz alta? La locura del devorador de sandía no conoce límites. Y
tampoco puedo achacarle a la fruta la culpa de su despertar tardío, su
maduración llega a la edad que llega, como la época de los almendros en flor
que florecen cuando les viene en gana. Aprovecha este momento, déjate disfrutar
un poco más, date este gozo, que a nadie le hace daño, los manjares de la
tierra están para ser disfrutados.
Suspiros.
Jadeos.
¡Qué
manjar tan delicioso! Así me gusta la sandía, con todo su néctar en la
barbilla.
«Mal
rayo me parta, yo quiero morir entre los pliegues de esta Sandía».
—Profesor
—me dice María sofocada por el calor estival, mientras se recoge la faldita con
vergüenza—, ya está bien de comer tanta sandía.
Tenemos que entrar a clase.
—Claro,
María, siempre tan atenta. Pero querida —le acerco la mano lentamente a la
faldita—, ¿qué tienes aquí? ¿una mancha en la faldita?
—Sí,
debe ser de la sandía.
—No
pasa nada.
—¿Seguro?
—Sí,
pronto seca.
—¿Sabe
profesor? Está muy rico verle comer sandía.
Río.
Y ríe también María.
—Ya
comeremos sandía en otra ocasión —Pero es una mentira que me cuento a mí mismo,
un viejo y exhausto profesor, y le pellizco con lujuria la mejilla a María. Ella
ríe con avergonzada coquetería, su sonrisa es el fin del verano, y con ese
tímido ocaso acaban los calores estivales, las frutas veraniegas, y como no, el
comer sandía.
– FIN –
Consigna: Escribir un relato erótico (no pornográfico).
No hay comentarios:
Publicar un comentario