jueves, 11 de marzo de 2021

Híbrido

 


Subió la colina y se sentó a observar, como había hecho tantas veces en el pasado. Lo que vio, más que entristecerla, la puso furiosa. Últimamente, solo conseguía estar furiosa. Pero al mirar la desolación y el abandono que yacían a sus pies, una sola pregunta rondó por su cabeza, ¿cómo se había atrevido? Por supuesto, no había que ser un genio para conocer la respuesta, de hecho, ella ya la conocía. Porque quiso y porque pudo.

Yago se acercó por detrás enredando el hocico en su pelo y ella se lo acarició.

—Pronto, mi amor. Hoy solo observaremos, quizás mañana, si todo sale bien —concluyó.

 Desenvainó su espada y se aflojó la armadura que ya comenzaba a molestarle. Un ave pasó con vuelo rasante sobre ellos y llegó hasta una de las fuentes de los jardines del palacio. En esa fuente en particular, ella solía arrojar monedas pidiendo deseos de niña, deseos que jamás se cumplieron, deseos, qué, por entonces, le parecían lo más natural del mundo. Ahora se la veía sucia y ajada, y la poca agua que contenía en su interior estaba podrida. Los jardines habían tomado ese aspecto selvático típico de los lugares abandonados a la buena de Dios por mucho tiempo. ¿Y si no hay nadie?, pensó. Imposible, se dijo, puedo olerlo, su maldad llega hasta aquí.

Dejó el catalejo a un costado, ya no quería ver más. Desprendió el odre que cargaba en su espalda y bebió un sorbo de agua. Los árboles eran un buen refugio en el que ella podía ver sin ser vista, pero... ¿deseaba ver en realidad? No, pero era su deber.

Yago debía ser el que monte guardia esa noche y ella descansaría. Quiso cerrar los ojos y no pudo, tan solo se quedó observando impotente, cómo todo lo que había amado ahora era una ruina. Sus ojos miraban, pero ya no veían, el velo del recuerdo los cubría. Una tenue sonrisa se dibujó en su rostro y Anya fue tragada por el pasado.

Anya se detuvo junto al rosal para admirar el suave aroma de las rosas amarillas que ella misma había mandado traer de oriente. Todas las tardes, al finalizar su instrucción en el palacio, caminaba por los extensos jardines de ensueño que la rodeaban. Era una costumbre que había adoptado desde muy pequeña porque sentía que la relajaba, unas horas de caminata por los jardines solían hacer milagros en su estado de ánimo. La vida de una princesa no era fácil, demasiadas cosas habían recaído sobre sus hombros desde la muerte de su madre. Los jardines eran un vasto territorio que abarcaban más allá de lo que sus ojos podían divisar y ella quería explorarlo todo. En una de esas caminatas hasta había descubierto una cueva que en su interior contenía vestigios de una civilización anterior. Halló restos de vasijas y puntas de flechas bastante conservadas. Cuando llegó al palacio fue directo a contarle a su padre, el rey, su inesperado y maravilloso hallazgo. Él se encontraba en sus aposentos bebiendo, como siempre.

—¡Padre! ¡No sabe lo que he descubierto! ¡Es increíble! —exclamó, atropellándose con sus propias palabras.

—Anya, hija —su rostro cansado y triste se iluminó al verla—, ven, siéntate a mi lado y cuéntamelo todo.

Ella se lo contó con lujo de detalle, cuando por el rabillo del ojo notó un movimiento en los balcones. Giró bruscamente la cabeza y ahí estaba Mardotz, el hechicero de la corte. No pudo evitar un escalofrío al verlo, ese hombre, si es que así podía llamársele, siempre le había provocado la misma sensación, aun cuando era una niña y todavía su madre vivía. Era como si una sombra oscura, casi palpable, se cerniera sobre su persona cuando lo tenía cerca. No entendía como su padre lo toleraba, tampoco entendía que función cumplía ahí, más que darle pociones al viejo rey para que pudiera conciliar el sueño.

—Siga, princesa. No se detenga por mí —dijo el hechicero.

Anya no le respondió, e ignorándolo por completo, miró a su padre y dijo:

—Un día tiene que venir conmigo y ver esos tesoros con sus propios ojos, padre.

La boca de Mardotz se contrajo como si hubiera comido el limón más agrio de la corte, mientras, en su fuero interno, tejía un sinfín de confabulaciones para acabar con esa niña soberbia tal como lo había hecho con su madre.

—Quizás un día lo haga, cuando se me pase esta debilidad, pero entretanto puedes ir con Mardotz. Él es un entusiasta de las antiguas civilizaciones, las ha estudiado en profundidad —respondió, desconociendo el hecho que su hija lo odiaba tanto como le temía—. Podría instruirte al respecto.

—Gracias, padre. Pero prefiero su compañía a la de él —concluyó señalando al hechicero.

—¡Anya! ¡No tienes porqué ser descortés! —exclamó asombrado el rey.

—Lo siento, padre —dijo y salió de la habitación. Mardotz sonrió levemente.

El rey desconocía el desagrado que su hija sentía hacia el hechicero y jamás lo había sospechado, puesto que ella, nunca se lo dijo. Ella llegó a estar convencida de que todas las desgracias e infelicidades habían comenzado el día en que ese maldito se instaló en el palacio. Su padre, por ejemplo, nunca había sido un rey débil, todo lo contrario. Era justo, pero nadie se metía con él y ahora era un pobre bufón. Íntimamente, Anya contemplaba la posibilidad que Mardotz estuviera encantándole con sus pócimas para hacer y deshacer a su antojo. En la batalla de los emancipados, sin ir más lejos, su padre jamás hubiera ido contra sus súbditos, a menos que hubiera habido traición, y ese no fue el caso.

Pensando en todas esas cosas y en lo mucho que extrañaba su vida de antes, Anya se dirigió al cuarto de juegos. Era una bonita y amplia habitación que su madre había dispuesto solo para ella y, aunque ya tuviera quince años, seguía disfrutando de los placeres de una niña. Ahí nunca era interrumpida, si su doncella se acercaba, antes golpeaba. Así había sido siempre, por lo menos, hasta ese momento.

La puerta se abrió de golpe azotándose contra el muro, y el hechicero, veloz como un rayo, acorraló a la princesa.

—¿Qué tienes contra mí, princesita? —preguntó Mardotz, mientras sujetaba sus manos.

—¡Le contaré a mí padre! ¡Suélteme o gritaré! —respondió temblando.

—No te creería, y déjame decirte otra cosa —dijo acercándose a su oído y susurrando—. Puedo hacer muchas cosas para convencerte, no me obligues —dijo lamiéndole el lóbulo de la oreja para, luego, salir de la habitación.

Anya casi no durmió esa noche, lloró la mayor parte del tiempo, y cuando al fin cayó rendida, sus sueños estuvieron poblados de horrendas pesadillas. En ellas corría por laberintos subterráneos escapando de Mardotz, hasta que el mal sueño se tornaba espeso y su paso se hacía más lento, casi flemático, y, jalándola del cabello, la obligaba a volverse. Solo que no era al hechicero a quien veía, era a un gran dragón negro que abría sus fauces y la abrasaba entera.

Despertó confundida y jadeante, envuelta en un sudor agrio, que no reconocía como propio. Faltó a unas clases de instrucción argumentando que se encontraba indispuesta, cosa que no era mentira. En aquellos ratos libres, había llegado a la conclusión que era conveniente contárselo a su padre, pero no encontraba la mejor manera de hacerlo, su mente no cesaba de dar vueltas. Resolvió dar una caminata, así era como se le ocurrían las mejores ideas, y esta no fue una excepción.

Caminó durante una hora, el calor en esa época del año era sofocante, pero ella ya había vislumbrado la forma de sacarse a Mardotz de encima para siempre. Un gran alivio la embargaba, había tomado una decisión y su querido padre la escucharía. Rumiando esas ideas llegó hasta la cueva, la frescura que hallaría en su interior era una invitación para entrar y así lo hizo. Una vez dentro, se sentó en un saliente de roca a esperar que sus ojos se adaptaran a la repentina semioscuridad. Cuando notó que no estaba sola fue demasiado tarde.

—¡Mira que fácil que nos encontramos últimamente, princesa! —dijo el hechicero.

—¡No te me acerques!

—¿Y qué harás, gritar? —preguntó y luego lanzó una carcajada— Grita, niña. Grita todo lo que quieras que nadie va a oírte —y como susurrando un secreto, añadió— ¡Me gusta más cuándo gritan!

No se puede decir que Anya no trató de defenderse, lo hizo con uñas y dientes, como suele decirse, pero desde el inicio fue una batalla perdida. Mardotz la arrojó al piso y, poniéndose sobre ella para evitar que escapara, empezó a rasgar sus enaguas. La inmovilidad era total, cada intento que hacía Anya por escapar era en vano y en respuesta recibía más presión sobre su cuerpo y su intimidad... Y el mago reía. Parecía un lobo sarnoso que acababa de comerse a todos los cerdos de la piara sin ser atrapado o cazado ni una sola vez.

—Ahora te convertirás en mi reina —dijo y comenzó a violarla ferozmente, como un animal salvaje.

El dolor era inaudito, todo era fuego en su interior. Cuando desgarró su himen, su mente también se desgarró y sintió que la perdía para siempre. Cada embestida de Mardotz fue un tormento y era acompañada por un grito de agonía. Le hizo sangre en los pechos a fuerza de mordiscos. Parecía como si nunca fuera a terminar, pero al final lo hizo. Él se arqueó y ella sintió que un líquido inundaba su sexo como lava ardiente. Anya abrió sus ojos, los cuales, había cerrado con fuerza durante toda la vejación, y dos imágenes se superpusieron.

—¡Dios mío! —gritó Anya horrorizada. La poca luz que se filtraba le permitió ver más de lo que hubiese querido. En ese momento deseó estar ciega.

—Mi reina, ¿puedes verme? —preguntó riendo. El hechicero y un gran dragón negro fluctuaban uno con el otro—.  Te presento a mí lado oscuro, Ebony, juntos, los tres, pasaremos muchos buenos ratos como este.

—Basta, por favor —respondió con un hilo de voz, sus cuerdas vocales estaban destrozadas por tantos gritos.

—¿Basta? ¡Pero si recién estoy empezando! —le espetó.

La tomó por los cabellos y le dio vuelta. Cuando comenzó a embestirla de nuevo, Anya solo tuvo un pensamiento: “Así es como lo hacen los animales”. Después de eso se precipitó por una larga pendiente oscura, se perdió en el mismísimo túnel del miedo, en el que ya no supo más.

Cuando despertó, era noche cerrada y nada podía ver. Tuvo unos segundos de gloria en los que creyó estar en su cama, pero el dolor de su cuerpo ultrajado trajo todos los recuerdos en un tropel. Sintió como si se asfixiara y tuvo un ataque de claustrofobia dentro de su propio cuerpo. Tranquilízate, tienes que llegar al palacio, en este momento debe de estar buscándote toda la guardia real. Tu padre se encargará de colgarlo él mismo, solo tienes que llegar, se dijo. Al intentar levantarse notó que estaba amarrada de pies y manos. Lanzó entre dientes un grito de frustración y comenzó a morder las ataduras de las manos. Cuando logró al fin desatarse había pasado mucho rato. Salió de la cueva con paso errático, semejaba una anciana con el peor caso de artritis jamás visto. A lo lejos, las llamas lo iluminaban todo.

—¡Qué has hecho, maldito bastardo! —gritó, y ese grito, sin la inflexión y delicadeza acostumbrada en ella, demostró la guerrera en la que se convertiría. Y, aunque ya no le quedaban fuerzas, corrió como pudo, hasta su destino.

Un caballo se arcaba al galope, ella se ocultó en unos arbustos y observó. No era Mardotz, era su doncella. Salió a su encuentro y ésta, al verla, detuvo el caballo de golpe, por lo que corcoveó rampante y casi estuvo a punto de caer.

—¡Niña! ¿En dónde estaba?, ¡hace horas la estoy buscando! —dijo la doncella mientras desmontaba.

—¡Tania! ¿Qué ha pasado?, ¡tengo que hablar con mi padre! —respondió Anya llorando.

—Mi niña..., no puede volver ahí. Lamento ser yo la que se lo diga..., su padre ha muerto y el palacio se ha convertido en un pandemonio. No sabemos qué pasó, solo que el hechicero de la corte enloqueció y mató a mucha gente, casi no quedaron guardias y los pocos que quedaron huyeron —respondió.

—¡No puede ser! —atinó a decir. Ahora que había abierto el manantial del llanto, este no cesaba de brotar.

—Huya, mi niña, llévese el caballo. Huya muy lejos —respondió la doncella—. Yo no lo he visto, pero lo oí, y él gritaba su nombre. Los que lo vieron y quedaron vivos para contarlo, dijeron que cambiaba de apariencia con un gran dragón negro, no sé si será verdad, pero yo que usted no me acercaría.

—Gracias, Tania —respondió y montando al caballo se alejó para siempre.

Los primeros días de su huida fueron terribles. Su único alimento consistía en bayas que encontraba por el camino. Como no quería ser vista, cabalgaba por lugares inhóspitos y poco transitados. Más tarde descubrió una vivienda campesina hecha de piedras, y cuando se cercioró que sus habitantes no estaban, robó ropa, mantas y alimento para varios días. Pasaron un par meses y llegó a un claro en una montaña, ahí fue en dónde comenzó a armar su hogar. Ya no necesitaba nada de nadie, sabía cazar y secar las pieles y pronto armaría su propio huerto. Era un valle surcado por un arroyo de agua dulce poco profundo, ideal para vivir a su lado. Ella y su futuro hijo serían muy felices en ese lugar, alejados de la barbarie del mundo.

Al acercarse el momento del parto, estaba nerviosa y angustiada. No sabía si podría lograrlo sola, pero se encomendó a Dios y todo salió bien, bueno, bien, es solo una forma de decir.

Fue un parto fácil, los dolores comenzaron por la mañana y al mediodía ya había concluido. Lo difícil fue aceptar lo que había engendrado. Su ultrajado vientre dio a luz un pequeño ser mitad hombre, mitad dragón. Un híbrido.

Su psiquis no podía concebir que esa criatura fuera su hijo, con una mezcla de repulsión y asco lo dejó junto al arroyo en el que lo había tenido y se fue. Pasaron varias horas hasta que el instinto de madre la obligó a volver junto al “niño”. Era una criatura indefensa y abandonarla no cambiaría nada, también era su hijo.

Lo bautizó Yago, por su significado, “el que domina a Dios”. Y ella se proponía eso y más, también. Yago, dominaría el mundo. Yago se cargaría a su propio padre, él la resarciría. Con esa idea entre manos, no fue difícil criarlo y mucho menos amarlo. Cuando comprobó que Yago podía hablar, utilizar sus garras como manos y además podía volar, no tuvo dudas, él la resarciría.

Aprendieron a vivir en soledad, la montaña era su reino y el bosque su palacio. De vez en cuando Anya bajaba hasta el poblado más cercano para vender sus pieles y así comprar algunas cosas que la montaña no les brindaba, como el metal para las armaduras que había fabricado. Así vivieron durante más de quince años, en donde el principal alimento del niño dragón fue el odio.

Una noche, Anya tuvo un sueño y supo que era el momento del resarcimiento. Se había acostumbrado a obedecer a sus sueños, si lo hubiera hecho en el pasado su vida sería otra.

—Madre, ¿enciendo el fuego? —preguntó Yago, un pequeño soplido suyo y el desayuno estaría listo en un santiamén.

—Sí, querido. Gracias —respondió Anya—. Anoche soñé que regresábamos y salías victorioso.

—¿Cuándo lo haremos, pronto?

—No hay mejor momento que el presente. Terminamos el desayuno y partimos, ¿qué te parece? —consultó Anya, aunque la decisión ya estaba tomada.

Y partieron. Llegar hasta la colina que bordeaba el palacio fue un viaje de pocas horas, Yago volaba rápido. Decidieron que ella vigilaría por la tarde y él montaría guardia en la noche, sus ojos podían adaptarse a la oscuridad.

Anya no creía que pudiera dormir, y casi no lo hace, pero cuando los recuerdos poblaron su mente con paganas imágenes, su cerebro se rindió y durmió el sueño de los justos.

Era de madrugada, algo la había despertado con una extraña sensación en su corazón. Había tenido una pesadilla..., pero algo andaba mal. Un sentimiento de fatalidad se adueñó de ella y su alma confirmó lo que sus ojos se negaron a ver. Yago no estaba en su puesto.

—¿Yago? Pssssss, ¿en dónde estás? —bisbiseó asustada.

Lo buscó por los alrededores, pero no lo encontró. Su desesperación iba en aumento y aunque trató de serenarse no lo consiguió. De improviso, una explosión monstruosa sacudió la noche obligándola a arrojarse al piso y cubrirse la cabeza. ¡Oh..., niño tonto!

—¡YAGOOOOOOO! —gritó mientras corría hacia el castillo. La batalla había comenzado.

Al bajar corriendo el último tramo de la colina, la misma inercia hizo que cayera y comenzara a rodar. El mundo giraba y giraba, tal y como giraba en su cabeza una pregunta: ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

La caída fue lo suficientemente estrepitosa como para lastimarse el tobillo izquierdo, y así, renqueando, entró por fin al palacio.

Mardotz había acorralado a Yago contra el ángulo del muro posterior. Yacía malherido. Cientos, ¿miles? de laceraciones abiertas bañaban de sangre su cuerpo maltrecho. Anya rogó que su hijo no la viera, el hechicero fluctuaba de forma de espaldas a ella, solo tenía que esperar el momento adecuado para decapitarlo con su espada. Cuando Mardotz empezó a hablar, trató de acercarse todo lo sigilosa que su torcedura de tobillo le permitió.

—¡Eres mi hijo, idiota cobarde! ¡Eres mi encarnación! ¿Y defiendes a esa putita huérfana? —su voz era un trueno—. ¡Bien que le gustó concebirte! ¡Pedía más y más y más! Pero te perdonaré la vida si cambias de opinión y de bando, juntos podremos gobernar el mundo. Jamás hubo un dragón que sea poseedor de la corona, y esos seríamos tú y yo, rey y príncipe hasta el fin de los tiempos. ¡Juntos haremos historia y dominaremos al mismísimo Dios!

—Ya máteme, antes prefiero la muerte —respondió Yago, su voz era un resuello asmático.

—¡Necia criatura de mis ingles! —clamó Mardotz, próximo a cambiar de forma.

—¡Hey, hechicero! —gritó Anya, mientras la espada describía un semicírculo y cercenaba la cabeza de Mardotz.

Arrastró el cuerpo decapitado del hechicero hasta su hijo y lo bañó con su sangre. La sangre de un dragón era curativa y proporcionaba longevidad, como ya todos sabían. Cuando Yago estuvo cubierto y ya empezaba a recuperarse, Anya hizo un cuenco con sus manos y bebió lo que quedaba.

 

 

 

 

El antídoto

 


 Dante y Sora se acercaron con sigilo hasta un venado que devoraron en un parpadeo. Pobres, tenían hambre. Llevamos cinco días caminando y nuestro destino sigue pareciendo inalcanzable. Mi estómago gruñe. Tengo la mente tan perdida que apenas me acuerdo de comer.

Será mejor que descanse un segundo.

Me siento en una piedra y estiro las piernas. Veo que los raspones sobre los tobillos y las marcas en las rodillas han empeorado en los últimos días. Tiene sentido. El sendero se ha vuelto bastante violento y la nieve no está ayudando nada. Saco de mi bolsillo un trozo de carne seca que está tan fría como un hielo y me la como mientras admiro a los chicos, que están rebuscando entre los restos aún frescos de su presa. No bastará, es muy poco como para satisfacerlos.

Me ven en la distancia y se acercan hasta mí, acostándose sobre mis pies. Dante lleva varios días tiritando. La idea de que pudiese estar enfermándose me tiene nerviosa. Sora acerca la cabeza hasta mi mano y empieza a lamerla transmitiéndome el calor de la sangre de aquel pobre venado que pasó a mejor vida.

 Hago un esfuerzo para levantarme. Los lobos al sentir mi movimiento se levantan también, dedicándome una mirada confundida, como diciendo: «¿Adónde vamos ahora?».

Empiezo a caminar y, como siempre, se alejan de mí cada tanto para estudiar el camino y protegerme de eventuales peligros inesperados, o para cazar alguna presa indefensa. Noto que ya no son tan ágiles como antes, incluso luego de haber descansado o comido. No es suficiente para ellos, ni para mí.

            Seguimos el sendero entre los árboles y la nieve. Más adelante nos encontramos con un pequeño campamento compuesto por tres chozas, que se alzaban entre grandes paredes rocosas que las protegían del viento. Me acerco a una y antes de poder entrar veo que alguien me corta el paso.

            —¿Adónde crees que vas? —dice una mujer con una voz rasposa. Viste con una capucha que cubría todo su cuerpo, dejando al descubierto sus ojos nada más. Incluso entre tantos trapos notaba que su cara estaba sucia. Quizás cuándo fue la última vez que se lavó.

            —Perdona, yo no pretendía…

            Saca un cuchillo de un bolsillo con una agilidad inesperada y lo apunta hacia mí. Mi cuerpo se estremece y los lobos lo notan. Empiezan a gruñir, enseñándole los colmilllos a la mujer del campamento.

            —Calma, calma —digo, apoyando una mano sobre Dante e una sobre Sora. Levanto la mirada y me concentro en los ojos de la mujer encapuchada. No es mala, tiene solo miedo—. Perdona, soy Leslie, la hija de la reina Margherita.

            La mujer se sobresalta, mantiene el cuchillo empuñado unos segundos antes de guardarlo de nuevo.

            —El poder de la reina no llega hasta estas tierras. ¿Qué haces aquí?

            —Necesito un lugar para descansar y algo de comida. Se las puedo pagar, lo prometo.

            —No queremos problemas, será mejor que te vayas...

            —Déjala pasar —interrumpe una voz. Otra mujer vestida con trapos parecidos apareció de dentro de la tienda.

            —Los lobos pueden estar afuera si es un problema, están acostumbrados a soportar el frío.

            Al entrar lo primero que siento es una corriente de aire caliente que me hace estremecer. No recuerdo la última vez que sentí un calor parecido. Proviene de un caldero enorme en el centro de la tienda del que hervía una especie de sopa lo suficientemente grande como para alimentar unas cincuenta personas. El olor no parecía demasiado atrayente, pero si alcanzaba a comer algo de eso seguro que mi cuerpo estaría agradecido. Hay cinco personas más, sentadas a lo largo de la tienda sobre grandes cojines de piel de oso. Todos me regalan una mirada de desconfianza mientras entro. La mujer que me hizo entrar señala uno de los cojines, invitándome a sentarme, mientras con la otra mano hace una seña a un encapuchado junto al caldero, que inmediatamente se dedica a servirme de comer.

            —Bebe, te hará bien.

            —¿Cómo puedo llamarla?

            —Soy Myrta, la jefa de los Khali. Somos una pequeña comunidad de sabias que viven entre las montañas. Cada tanto movemos nuestro campamento, pero el tiempo ha empeorado tanto que llevamos acá paradas casi tres meses. Tenemos que alejarnos cada vez más para encontrar comida porque los alrededores están vacíos ya.

            —Me he dado cuenta —digo, dando el último sorbo a aquella sopa desconocida. Estaba mejor de lo que esperaba—. ¿Y si el tiempo no mejora?

            —Pues moriremos aquí. Nacimos de las montañas, nuestro destino es acabar nuestros días acá. —Myrta se quita la capucha, dejando al descubierto una cabeza con un atisbo de cabellos blancos desordenados regados por todo su cuero cabelludo. Su rostro estaba lleno de marcas y cicatrices—. ¿Qué trae a la hija de la reina a estos lares? Es muy peligroso para ti sola.

            —Dante y Sora me acompañan desde que nací. No estaré nunca sola. —Lanzo un profundo suspiro—. Mamá está muy enferma. Ha sido envenenada por uno de sus ministros. La ha envenenado de a poco durante los últimos dos años como venganza por haberse casado con mi padre. Dicen que también a él lo mató, pero fue hace tantos años que todo ha quedado en el olvido.

            —¡Nosotros no podemos ayudarte! —exclamó la mujer del cuchillo, que seguía plantada junto a la entrada de la tienda.

            —Como ves, nuestra comunidad no le debe nada al reino —dice Myrta con un rostro inexpresivo—. Pero tus ojos son sinceros y llenos de coraje. Me recuerdas a mí de joven. ¿Qué necesitas?

            —El hombre que envenenó a mi madre escapó apenas nos enteramos, dejando una carta en la que especificaba que si quería salvarla necesitaba un antídoto que solo se encontraba en el corazón más caliente de la tierra, al norte del norte. Llevo un mes recorriendo un sendero del que no estoy siquiera segura, a la búsqueda de algo que no conozco y no sé si existe.

            La mujer ríe, dejando entrever sus dientes sucios.

            —Sé lo que estás buscando. —Se pone de pie y me toma de la mano. Sus dedos se sienten arrugados y calientes, como si hubiesen vivido mil años. Me lleva al exterior donde veo a mis lobos durmiendo plácidamente—.             Más allá del bosque, donde el sendero se vuelve un desierto de nieve, te encontrarás con una gran montaña que esconde una caverna en su interior. Es el volcán Riho, donde se crea un mineral tan potente que es capaz de curar a cualquier persona o animal. Pero no todos son capaces de trabajarlo. Cuenta la leyenda que solo la bruja Riha puede utilizarlo.

            —¿Por qué dice «cuenta la leyenda»?

            —Porque nadie nunca la ha visto.

            Lanzo un bufido.

            —¿Qué sentido tiene que vaya a buscar a alguien que ni siquiera sé si existe?

            Myrta coge mi mano y apunta con ella hacia el sendero que seguía más allá del campamento. Un poder sobrenatural corría por mis venas mientras me tocaba, y me hacía casi sentir y ver lo que había más allá. Como si pudiese visualizar por un segundo todo el trayecto que me esperaba.

            —Has llegado hasta aquí tú sola, sin saber qué ibas a encontrar. No sabes si es real o no. ¿Por qué detenerte ahora?

            —No sé si pueda.

            —¡Calla! —interrumpe Myrta—. Pasarás la noche con nosotros. Recuperarás algo de energia y mañana por la mañana partimos. Te acompañaré hasta la base del Riho.

            Creo que no se había hecho de noche cuando me quedé dormida sobre uno de esos cojines, que eran más cómodos de lo que pensaba. En mi cabeza viajaban miles de preguntas que no lograba responder, pero el cansancio ganó sobre mí y, sin darme cuenta, era de día. Una de las mujeres (con un nombre que ahora no recuerdo) me despertó tocándome el hombro con delicadeza. Si me lo permitían podría seguir durmiendo, pero mamá está esperando por mí.

            Myrta había preparado una bolsa con agua y alimentos. Había dado de comer a Dante y a Sora y me esperaba con una sonrisa cubierta por la caperuza.

            —Será mejor que partamos lo antes posible. ¿Estás lista?

            Asiento con la cabeza. Nos despedimos de la comunidad de sabias que entre lagrimas saludaron a su jefa.

            Tan solo una hora después de camino veo cómo los árboles a nuestro alrededor desaparecen, tal como lo habia indicado Myrta la noche anterior. El sendero se convierte en un manto inmaculado de nieve, donde cada tanto aparece un hierbajo congelado, pero nada más.

            —¿Qué tan largo es este lugar? —pregunto.

            —Como te dije, si todo sale bien, podemos llegar en menos de una hora. Pero estas tierras baldías están llenas de magia oscura que las protege, lo que hace todo más difícil. Podríamos pasar meses, ¡años! aquí dentro.

            El tiempo empeoró de un momento a otro. Una fuerte ventisca hacia imposible ver más allá de unos pocos centímetros, y la nieve había crecido tanto que con cada paso las piernas se me hundían hasta las rodillas. Sora hasta ahora se mueve bastante bien, pero cada tanto debemos esperar a Dante que parece tener un poco de dificultad. Este viaje no le ha sentado nada bien, y no puedo negar que temo por él.

            Caminamos y caminamos. En algún momento quise detenerme a recuperar el aliento y quizás comer algo, pero Myrta insistió en seguir adelante. No sé cuánto tiempo pasó antes de que la anciana se parara. La ventisca se había ido para ser sustituida por una densa niebla.

            —Es el vapor del volcán. Hemos llegado —dijo señalando con una mano una dirección que podía ser norte, sur, este u oese al mismo tiempo—. Te acompaño un poco más y luego me regreso, ¿vale?

            Sus palabras se vieron cortadas por un fuerte sonido. No, era más como una vibración. Estaba temblando. Los ojos de Myrta se abrieron como platos. El miedo que transmitía su mirada no lo había visto antes, lo que me preocupó aún más.

            —¡Corre!

            Hice lo que me dijo, pero era casi imposible moverse. La tierra no solo seguía temblando, sino que se estaba... abriendo. Había grietas por todos lados que se unian poco a poco para separarse y convertirse en una intrincada red de lava que surgía de debajo de la nieve. Escucho Myrta gritar. Cuando me giro veo que una de sus piernas ha caído en la lava. Escucho el sonido de su piel quemándose poco a poco y arrastrándola hacia aquel anaranjado fluorescente, casi atrayente.

            Me regreso y logro cogerla de una mano. Empiezo a tirar, pero su cuerpo parece ser succionado por el mismísimo centro de la tierra.

            —¡Déjame ir!

            —¡No!

            —Si intentas salvarme vas a morir tú también. ¡Por favor, corre antes de que sea demasiado t-tarde! ¡Ah! —Apenas le salía la voz por el final. Puedo sentir el dolor que está sintiendo con solo ver sus ojos—. Cuando entres a las cavernas, no te olvides, siempre a la derecha y en la cuarta al centro.

            —¿Qué?

            —¡Recuérdalo! ¡Y salva a tu madre, pequeña valiente...!

            Con el corazon apretujado me vuelvo y sigo mi camino. Los gritos de dolor desaparecieron rápido, por suerte. No volteé de nuevo a verla. «Perdóname, y gracias». Me aseguré de que los lobos seguian conmigo cuando el temblor se detuvo. Me doy la vuelta esperando encontrarme con un mar de lava, pero así no fue. El manto de nieve volvía a extenderse claro y frío como antes. Ni el más mínimo rastro.

            Algo más bien parecido a un hueco se alzaba de entre la roca en la base de la montaña. Si aquella no era la entrada a las cavernas, nada más podría serlo. Apenas entrar noto que las paredes están teñidas de una tonalidad violeta que nunca había visto en mi vida, y casi parece que emanan luz propia. Un olor intenso, como el azufre de las catacumbas del castillo donde crecí, invade aquel túnel.

            De pronto el camino se hace mas grande, pero solo para dividirse en tres.

            «Siempre a la derecha —había dicho Myrta—, y en la cuarta al centro». ¿O a la izquierda?

            Cojo el camino de la derecha y más adelante vuelvo a desembocar en una encrucijada. Esta vez hay cuatro caminos, pero vuelvo a escoger el de la derecha. En la tercerca intersección hay cinco caminos, y en la cuarta, aquella donde tendría que coger la del medio, hay seis. ¿Y cuál es la del medio?

Dante empieza a gruñir hacia uno de los caminos y hacia todos al mismo tiempo. Y de un momento a otro, corre. Sora le siguiò.

—¡Esperen!

El pasillo por el que se fueron los lobos parecía no llevar a ninguna parte. No solo los perdí de vista, sino que no encuentro la salida. ¿Por qué he venido sola hasta acá? Corro por horas, días quizás. No sé, pero el camino no tiene fin. He perdido peso, he perdido mis cabellos, he perdido la fuerza. Me estoy arrastrando hasta alcanzar la luz que finalmente se deja ver. Una columna de piedra violeta, con un frasquito de vidrio sobre ella, aparece para interrumpir el camino.

¡El antídoto, he llegado!

Algo se apoyaba a los pies de la columna. Una pila de huesos. Con solo verlos se me estremece el alma. Son Dante y Sora... los conozco demasiado bien. Nunca los había visto tan indefensos como desde la primera vez que los cargué, cuando papá los trajo a casa en una cesta.

Empiezo a llorar y me desplomo contra el suelo. Cojo con una mano temblorosa uno de los huesos, que suelto por el escalofrío que me provoca. No puedo tocar algo asi. ¿Qué les pasó? ¿Quién les hizo daño?

            —Los abandonaste —dice una voz—. Como a todos los que te rodean. Mírate, te has abandonado hasta a ti misma.

            —¿Quién habla? —grito con voz rasposa.

            Unos pasos se acercan hasta mí, deteniéndose a pocos metros de la columna con el frasco. Era Myrta, la jefa de las sabias, que desde mi perspectiva parecía demasiado grande respecto a como la recordaba.

            —¡Myrta! ¡Pero si tu...! ¡Qué bueno que estás bien! Ayúdame, por fav...

            La mujer suelta una risotada tan estridente que mis oídos duelen. Me duele todo el cuerpo, el alma, la vida.

            —Has caido de lleno en mi trampa. —Mientras sigue riendo apoya ambas manos sobre su rostro encapuchado antes de desvelar un nuevo rostro. Uno demasiado conocido. Es el ministro—. Pequeña Leslie, nunca aprendiste a ser desconfiada como tu madre. Cuánto me costó acabar con ella. Era demasiado inteligente como para morir de un día para otro. Siempre supo que quería matarla.

            —¿Y por qué te dejó participar en el reino?

            —Porque teníamos un trato, que quebrantó casándose con tu padre. Ella siempre supo que la amaba, desde niños estábamos juntos. Y un día se fue del pueblo y volvió casada y embarazada de ti. —Sus ojos se estaban llenando de lágrimas que enjugó rápidamente—. No se juega así con un hechicero. Me prometió un puesto en el reino, para intentar remediar, pero siempre supo que no me bastaba. La quería a ella. Pero me cansé de esperar.

            Me pongo de pie, pero caigo a los pocos segundos. Estoy demasiado débil.

            —Dame el antídoto... tengo que llevárselo a mamá...

            —¿Te refieres a esto? —pregunta, cogiendo el frasquito con una mano antes de abrirlo y versarlo en el suelo—. Es solo perfume. Nunca existió ninguna cura. De haberla habido habrías llegado tarde igualmente.

—¡Deja de decir sandeces! Tengo que recuperar el mineral... tengo que salvar a mamá.

            Se agacha y acerca su rostro hasta el mio. Siento el aliento agrio que surge de su boca. Sus ojos parecen más grandes de lo que recordaba. Acaricia mis ultimos cabellos, que caen entre sus dedos por lo débiles que están.

            —Tesoro, tu madre murió hace setenta años. La has abandonado, así como hiciste con tus lobitos.

            No... tengo que salir de este lugar.

            La salida está al otro lado. Veo la luz que me pide a gritos que vaya a por ella. Ya voy a llegar, ya voy a llegar. Mientras me arrastro me topo con un pequeño charco que se ha formado entre las rocas y veo mi reflejo. No me reconozco. He envejecido tanto que parezco otra persona.

            ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

            Silencio.

            El ministro se ha ido. Y en la soledad de esta cueva, a sabiendas de haberlo perdido todo, aprovecho mis últimas fuerzas para admirarme con tristeza en un charco sucio.

            Lo siento, mamá. Lo siento, Sora. Lo siento, Dante.

            Prometo salvarlos en otra vida.

 

Alimañera

 


Ella se apoya en la pared tratando de recuperar el aliento. Está agotada y eso se nota en su cara. Bajos sus ojos, grandes bolsas violáceas dan fe del esfuerzo titánico al que ha sometido a su cuerpo durante los últimos días. Las mangas del blusón blanco, manchado por el barro del camino, están arremangadas más allá del codo. Un ramalazo de rebeldía hace que sonría al pensar que cualquiera que la vea la tildará de todo menos de decente por enseñar la blanca piel de sus brazos. Pero que más le da, sabe que en cuanto descubran lo que lleva consigo ya nadie se acercará a ella. Así era como trataban a su marido.

Aún recuerda cómo, cada noche junto al fuego, él maldecía al mundo que le daba de lado al verlo entrar en el pueblo cargado con las pieles ensangrentadas de las alimañas que había cazado. Detestaba oírlos susurrar a sus espaldas y odiaba la hipocresía de aquellos que solo le toleraban cuando oían sonar la bolsa cargada de monedas. Y ahora es a ella a quien le va a tocar lidiar con esas buenas gentes si quiere sobrevivir.

Tras descansar un poco, acomoda las piezas que lleva al hombro y vuelve a andar en dirección a la casa consistorial. Con cada paso que da sus botas desgastadas sisean contra el empedrado de la calle. Los pies doloridos y llenos de llagas la acercan despacio a su destino. Al llegar a la entrada se detiene. Si la cruza ya será, por y para siempre, la alimañera y deberá vivir con ello. Por un instante está a punto de retroceder al soñar con otra vida, pero esos anhelos se desvanecen ante la cruda realidad: desde que murió su marido todo ha ido a peor y ya no le queda nada de lo poco que habían ahorrado. Así que, decidida, entra dispuesta a enfrentarse a los poderes fácticos que gobiernan este lugar en busca de una oportunidad que no se desmorone. Sube la escalera señorial y llega al piso superior donde está el despacho del alcalde. Se planta frente a la recia y noble puerta y llama con urgencia.

—Adelante —la voz que viene del interior suena fuerte y clara.

La chica empuja el portón y entra en la estancia. Trata de hacerlo con seguridad, pero al ver que su señoría arruga la nariz ante el olor que ella trae consigo, baja la cabeza avergonzada.

—Bienvenida, chiquilla. Entra sin miedo que no te voy a comer —dice su interlocutor con voz sibilina y peligrosa.

Ella avanza unos pasos y deja caer su carga sobre el brillante suelo de mármol. El alcalde se acerca y mira las pieles que hay a sus pies con cierto desagrado. No se digna siquiera a rozarlas con sus zapatos.

—¿Cuánto quieres por todo esto?

—Lo que es de ley, ni más ni menos. 40 reales por el macho, 80 por la hembra y 20 por el lobezno.

—Estás de broma, ¿no?

—¿Por qué lo dice? Mi marido, que en paz descanse, me dijo que estos eran los precios que vuestra vuecencia le pagó la última vez que vino a hacer negocios con usted.

—Mi pequeña paloma, tu marido era un buen alimañero, no te lo niego, tal vez el mejor y por eso me sacaba esas plusvalías cada vez que me traía mercancía. Pero he de decirte que tú tienes dos problemas: el primero es que los tiempos están cambiando y por eso solo puedo ofrecerte una cuarta parte de lo que me pides. Y segundo, que podría hacerlo si lo que me trajeses fuera de buena calidad.

—Lo son —dice ella con voz trémula.

—Querida, no me puedes engañar. Estos bichos llevan más tiempo muertos que mi santa madre. Esos pellejos que me quieres colar están tan resecos que han perdido todo su color y suavidad y por tanto no valen nada. Algo me dice que tú no los has matado. Si mis cálculos no son erróneos me imagino que te los has encontrado descomponiéndose en algún páramo perdido y has pensado que te servirían para continuar con el negocio de tu marido. Déjame decirte algo, por lo que conozco a las personas, tú no estás hecha para este trabajo.

Al verse descubierta un rubor incontrolado estalla en sus mejillas, visible aun estando su cara cubierta por una buena capa de suciedad.

—Tiene razón su excelencia. No he sido capaz de matar a ningún lobo, pero compréndame, necesito venderle estas pieles, aunque sea por la mitad de lo que le daba a mi marido. Sepa que he tenido una falta y sin ese dinero no creo que pueda sobrevivir al invierno y ver nacer a mi hijo. Necesito su ayuda, por favor. No me queda nada.

—De verdad que estaría encantado de ayudarte, pero es que no puedo. Te lo explicaré: mis clientes están esperando ansiosos bellas pieles con las que decorar sus grandes salones, y las quieren sedosas y lustrosas, de esas que se obtienen cuando el corazón de la bestia aún está caliente después de su postrer latido. Lo que me has traído no me sirve para nada, es basura.

—No entiendo lo que me dice. Creía que mi marido solo mataba a los lobos que habían atacado a rebaños, a personas o cuando había demasiados.

—Me encanta tu inocencia. Es verdad que de vez en cuando algún lobo se aventura fuera de los riscos y de los bosques para bajar al valle y comerse alguna que otra oveja. Pero yo le pagaba a tu marido no por acabar con esos lobos descarriados sino para congraciarme con las altas esferas de la capital. Y si para cubrir pedidos tenía que mentir o inventarme algún bulo macabro con un niño de protagonista, pues lo hacía.

—No le creo. Mi esposo siempre me contó que él amaba la naturaleza y que lo que hacía servía para mantener el equilibrio natural, evitando así el descontrol y el caos.

—Qué ingenua. Ya te digo yo que tu maridito te engañó. Él estaba en el ajo tanto como yo. Es más, te diré que la pobreza que ahora te ahoga es fruto de su afición al buen vino y a las piernas abiertas del burdel del pueblo. Pregunta allí si no me crees. Te confirmarán que él era un cliente generoso, vicioso y habitual —dice el alcalde riendo con ganas—. Ahora márchate y no me hagas perder más el tiempo. Y llévate contigo esta bazofia ya que no aguanto su peste —dice mientras se da la vuelta.

—¡Se lo suplico! —dice ella cogiéndolo del brazo—. ¡Cómpremelas por lo que sea! ¡Moriré si no lo hace!

El alcalde se gira y la mira con desdén, pero al mismo tiempo hay deseo en sus ojos. Con firmeza aparta la mano de ella y aprovecha para agarrarla con fuerza de la muñeca y, de un tirón, la acerca a su cuerpo.

—¿Sabes que tengo una habitación tras esa puerta de ahí? —dice señalando con la cabeza a sus espaldas—. En ella, junto a una cómoda cama, hay una enorme bañera con una balda repleta de los más exquisitos jabones y las más lujosas sales aromáticas de la ciudad. Si quisieras no tendrías que ejercer este asqueroso trabajo de mierda. El tiempo de este oficio ha acabado. Tu marido, aun sirviéndome bien, era una reliquia del pasado con la que iba a terminar más pronto que tarde, ya que tengo decidido usar métodos más modernos para conseguir los trofeos que necesito. Así que date un buen baño y mientras lo haces, recapacita, tu futuro en este pueblo dependerá de lo que suceda aquí en la próxima hora —dice mientras mete la mano libre bajo la blusa de ella y acaricia con lujuria una de las tetas de la chica—. La verdad es que ya se te están poniendo unas buenas ubres, eso hay que reconocerlo. Además, como ya no hay riesgo de que tengas un hijo bastardo mío pues mejor que mejor —trata de besarla en la boca, pero antes de que sus labios lleguen siquiera a rozarla, ella lanza su mano libre y le araña en la cara con sus sucias uñas rotas.

—¡Puta! —grita el alcalde tocándose con la mano la piel dañada y viendo con aprensión que está llena de sangre. Furioso, agarra por el pelo a la muchacha antes de que esta consiga llegar a la puerta y la arroja con ganas contra la mesa que domina el despacho. El golpe es tan brutal que ella cae al suelo como un fardo. Él, aprovechando su indefensión, se acerca y le da una patada en el estómago que hace que ella se desmaye de dolor. Sin mirar atrás, él se aleja de ella y sale de su despacho.

—¡Luis! ¡Ramón! ¡Venid! —al momento, sus dos secretarios acuden a la llamada y se detienen, sin entrar, a la espera de órdenes—. ¿Qué hacéis ahí parados? Quitadla de mi vista —dice señalando a la muchacha.

—¿Qué quiere que hagamos con ella?

—Nada. Ya me voy a encargar yo de que nadie en cien kilómetros a la redonda le dé ni un mendrugo. Disfrutaré viendo como sufre y muere.

* * *

Ella yace, casi sin fuerzas para levantarse, en el sencillo camastro que compartió con aquel que la engañó. Bajo ella, en las sábanas, todavía permanece la reseca mancha de sangre que es testigo mudo de su perdida. Sobre su cuerpo descansan las pieles que no pudo vender y que la hubieran salvado de lo que está por venir. Intentó sobrevivir, pero por muchas puertas a las que llamó, ninguna se abrió para ayudarla. Pasados los días comprendió que el poder del alcalde la alcanzaría allá donde ella fuese y a la certeza de estar abandonada a su suerte se le unieron el hambre y la agonía y, ante tales enemigos, terminó por claudicar.

Ahora, famélica y dolorida espera que la muerte no tarde en venir. Ya se ha rendido. Lo único que lamenta es que nadie vendrá a oficiar un entierro cristiano que salve su alma y eso le hace llorar al pensar en la condena eterna que le espera. Las lágrimas resbalan por sus mejillas y se introducen en su boca para ser la única agua que ha bebido en mucho tiempo.

De pronto el viento abre la puerta de su cabaña y el frío del invierno se cuela por toda la estancia atacándola con saña. Un escalofrío recorre todo su cuerpo y sabe que el fin está cerca. Gira la cabeza con la esperanza de ver el cielo por última vez, pero en su lugar lo que ve hace que tiemble de miedo. Allí en la entrada, mirándola fijamente, hay una loba enorme con un conejo muerto colgando de sus fauces ensangrentadas. Ella, en respuesta a un miedo atávico, agarra con fuerza una de las pieles que la guardan y reza. Se había preparado para una muerte dulce en la cama, pero no para ser devorada por una bestia.

El animal se acerca poco a poco olisqueando el aire que hay a su alrededor con todos los sentidos en alerta máxima. Sin hacer ningún ruido se mueve como una sombra en dirección a la cama. Al llegar a ella, la muchacha cierra los ojos: no quiere ver cómo se abren unas fauces dispuestas a desgarrar su cuello. Sin embargo, lo único que siente es como algo cae con delicadeza en su regazo. Pasan varios minutos sin que ella se atreva siquiera a moverse. Cuando al fin lo hace ve que está sola de nuevo y comprueba que sobre su cuerpo le han dejado una ofrenda. Por mucho que lo creyera no ha sido una alucinación.

Sin pensárselo ni un segundo se lleva el cadáver a la boca y lo desgarra entre sus dientes. La sangre del pobre animal rezuma por las comisuras de sus labios y se derrama por su garganta llenándola de vida. Mastica con fuerza la dura carne tragándosela como puede. Al quedar saciada da las gracias a la providencia y aun estando débil comprende lo que debe hacer. Dios le ha enviado a un heraldo extraño para salvarle la vida y ella corresponderá al milagro compensando todo el mal que hombres como su marido y el alcalde les han infringido a estas hermosas criaturas.

Se incorpora con dificultad, se abriga lo mejor que puede con las pieles de lobo y sale de su cabaña en dirección al monte. Desde la linde del bosque mira la casa donde deja un pasado que casi acaba con ella, sabiendo que ya nada volverá a ser igual. Valiente, reniega de él y comienza a andar hacia lo desconocido.

* * *

Han pasado ya ocho meses desde el incidente y todavía, cuando se mira en el espejo, el alcalde ve en su cara las tenues marcas del zarpazo que le dio aquella zorra. Espera que con el tiempo desaparezcan del todo y le permitan olvidar lo ocurrido. Tener que mentir a su mujer no fue plato de buen gusto, pero sabe que no tuvo más remedio. Y eso que, por suerte, la puta desapareció del mapa a los pocos días, pero aun así tuvo que inventarse una historia para salvaguardar su reputación frente a su familia política y vecinos. Es lo que tiene ser noble y alcalde por matrimonio.

Ahora, mientras su mujer descansa en la habitación contigua, se prepara para ese momento que siempre le alegra el día y le hace dormir a pierna suelta. Sale al balcón y, bajo el escudo heráldico al que ahora pertenece, mira al horizonte donde el sol ya solo es un ligero resplandor que está dando paso a la noche y contempla todo lo que es suyo. Quién podía prever que un hidalgo venido a menos acabaría siendo dueño y señor de todo lo que alcanza la vista. Orgulloso, cierra los ojos y respira el dulce aroma del atardecer.

Un golpe certero y seco en su cabeza acaba con tanta soberbia.

* * *

El dolor agudo de su sien lo despierta. Con la mente todavía nublada tarda en comprender donde se encuentra. Al enfocar la mirada reconoce la caballeriza que le rodea: es la suya. Está en el altillo que corona sus establos. El aterrado relinchar de sus caballos termina por despejar las telarañas de su cabeza. Preocupado, intenta levantarse, pero no puede ya que está atado a una silla. Trajina con las cuerdas que laceran sus muñecas, pero estas no ceden ni un milímetro. A su derecha ve los apeos de labranza y una idea aflora en su mente. Sonríe. El secuestrador ha cometido un error de principiante, ya que, si pone mucho empeño, podrá arrastrarse hasta ellos ya que la cuerda pasa por una argolla, pero lo hace con bastante juego. Cuando se dispone a intentarlo escucha unos gruñidos sordos y graves en el piso de abajo. Los reconoce al instante: son lobos. ¿Cómo puede ser posible? Se pregunta. Ahora sí que debe liberarse lo antes posible.

Comienza a mover la silla en dirección a unas tijeras de podar con las que podrá cortar la soga. Traquetea en dirección a ellas, pero al hacerlo escucha un ruido metálico que le obliga a detenerse. Presta atención, pero no lo vuelve a oír. Ansioso, retoma su misión, pero al instante vuelve a escuchar el mismo sonido.

—Yo no lo haría, si es que sabe lo que le conviene —el alcalde se detiene y al mirar a su alrededor ve salir a la alimañera de detrás de un pilar.

—¡Suéltame, puta!

—No sea grosero, estoy intentando ayudarle. Hágame caso si le digo que yo dejaría de moverme.

—¿Por qué? ¿Tienes un maldito cómplice ahí abajo? ¿Es el que ahora te la mete hasta el fondo todos los días? —dice mirándola con desprecio.

—Deje que le diga que desde que usted me tocó nadie más lo ha vuelto a hacer. Y respondiendo a su pregunta, no creo que nadie esté lo bastante loco como para permanecer en el piso de abajo junto a tres lobos hambrientos.

En respuesta a estas palabras, los caballos intensifican sus bufidos. Y como toda acción tiene una reacción, los gruñidos de los lobos no solo aumentan en gravedad y fiereza, sino que van acompañados de arañazos en las puertas de las diferentes cuadras.

—¿De qué coño hablas? ¿Cómo los puedes haber metido aquí?

—Verá, en estos últimos meses han pasado muchas cosas y algunas de ellas muy desagradables. Y aun teniendo en cuenta que todo lo malo que me ha pasado ha sido por su culpa, una cosa tengo que agradecerle: gracias a su crueldad, una nueva familia me ha acogido, sin rencor ni maldad, en su seno. Y es por eso por lo que he decidido que es hora de que los conozca.

—¡Eres una maldita bruja! ¡Arderás en la hoguera por esto!

—Que simple es usted. No, no soy una bruja, solo soy una mujer que al fin ha dado un sentido a su vida y eso es lo que va a comprender por las buenas o por las malas.

—¿Qué quieres de mí? —pregunta el alcalde, bajando un poco el tono agresivo—. ¿Quieres que deje de cazarlos? ¿Quieres que abandone el comercio de pieles? De acuerdo, libérame y lo hablamos —comenta con un hálito de esperanza en sus palabras.

—¿Soltarle? Eso puede hacerlo usted solo ya que es muy fácil. Le contaré que este tipo de trampas las aprendí de mi marido. Él creía que yo era demasiado tonta para comprender lo que me decía, pero estaba muy equivocado. Con sus enseñanzas he preparado la que le aprisiona. Lo único que debe tener en cuenta es que cuanto más se acerque a las herramientas más se abrirá el cerrojo que cierra la caballeriza de su mejor semental, ya sabe, ese que vale su peso en oro. Si las alcanza, su más preciada posesión quedará a merced de los lobos. Así que usted elige, ¿se liberará condenando a muerte a su caballo?

—Mira que eres estúpida. No voy a entrar en tu juego. Solo tengo que esperar a mañana ya que cuando me echen de menos me buscarán, me encontrarán y me liberarán. Y una vez lo hagan te perseguiré hasta cazarte como a una de esas alimañas tuyas y cuando te tenga en mis manos, te entregaré a las autoridades y disfrutaré oyéndote chillar cuando las llamas acaricien tu piel al quemarte en la plaza del pueblo.

—Sí, no niego que ese sería un buen plan, pero creo que no ha tenido en cuenta que la noche es muy larga y seguramente alguno de sus caballos morirá de puro terror tras horas y horas de sentir como los lobos intentan abrirse paso hacia ellos. Y mientras eso pasa usted estará aquí arriba oyéndolo todo sin poder hacer nada. Además, piense que aquel que venga a liberarle se encontrará cara a cara con una jauría de bestias hambrientas ciegas de sangre. Algo me dice que lo más probable es que el primero que entre por esa puerta morirá. ¿Quiere ser el culpable de esa tragedia?

—¡Eres una maniaca!

—No se lo discuto. Pero usted sabe que lo soy por lo que me ha hecho gente sin escrúpulos como usted. En fin, vayamos al grano, ¿qué valora usted más? ¿a sus caballos o a sus subalternos? —dice la alimañera mirando a los ojos del alcalde—. No diga nada, la respuesta que veo en su mirada me dice que es un canalla sin corazón —sin esperar, lo arrastra hacía las herramientas oyéndose al instante como se abre un pestillo.

—¡No! —grita el alcalde desesperado.

Sin darle tiempo a reaccionar, la mujer coge de nuevo al prisionero y lo vuelve a alejar de los avíos en dirección al borde del altillo. Desde allí, el alcalde puede ver que la puerta del establo está abierta y que hacia ella se dirigen los tres lobos a la carrera. En el último instante, la hembra preñada que va en último lugar se detiene en el umbral y desde allí, levanta su hermosa cabeza y gruñe al alcalde enseñándole los colmillos mientras lo mira desafiante. Después, se da media vuelta y se pierde en la oscuridad.

—¿La ha visto? Sepa que fue ella la que me salvó la vida y al mismo tiempo la que me dio un propósito que cumplir. Me voy a encargar de que pueda dar a luz y la protegeré a ella y a su manada mientras tenga fuerzas. Y para que no se olvide de mis palabras voy a marcarle tal y como usted hace con sus caballos —dice mientras saca un cuchillo de la espalda.

—¡Quieta! ¡No te atrevas a tocarme! —gime el alcalde comenzando a forcejear con la silla que lo tiene maniatado.

—Tranquilo que no soy como usted —y con un ligero movimiento de muñeca corta la cuerda y con destreza la ata a la argolla. Después se acerca a su enemigo y delante de él mete sus dedos bajo su falda y los saca manchados de sangre.

—¿Qué coño haces? —dice el alcalde reflejando un asco infinito en sus palabras.

—Le recuerdo que en estas fechas habría salido de cuentas —dice la chica mientras dibuja en la frente del alcalde tres óvalos rojos que intersecan en el centro—. Pero gracias a lo que me hizo, mi hijo jamás vio la luz del sol. Sepa que ardo en deseos de matarle, pero sé que si lo hago mis nuevos amigos y yo no tendremos ni una sola oportunidad. Así que he decidido hacer un trato con usted. Una vez me vaya y lo rescaten mírese en un espejo y memorice el hierro con el que he marcado su cara. Tenga en cuenta que con él delimitaré todo el territorio de mi nueva familia. Podrá encontrar esa marca esculpida en piedras, tallada en los troncos de los árboles o incluso escarbada en la tierra, pero todas tendrán el mismo significado: como vea que alguien las cruza para atacar a algún miembro de mi clan, los mataré y después vendré a por usted —acto seguido, empuja la silla al vacío lo que hace que la cuerda se deslice hasta que queda tirante dejando al prisionero colgado a un metro del suelo.

—¡Hija de puta! ¡No te saldrás con la tuya!

La alimañera baja del altillo y se acerca al oído del alcalde.

—Sigue sin entenderlo. He tardado ocho meses en ganarme la confianza de los lobos, pero ahora soy la hembra alfa y si no quiere morir devorado olvídese de nosotros. Si no nos molestan, desaparecemos para siempre. Jamás volverán a saber de ellos o de mí. Usted elige. Los estaré vigilando.

Y dicho esto se da media vuelta dirigiéndose a la puerta. Al llegar al frío de la noche, la mujer se gira para mirarlo. Y el alcalde ve en esos ojos salvajes la misma rabia ancestral que sintió en la mirada de la loba.

Ahora ya sabe a qué debe tener miedo.