lunes, 29 de septiembre de 2014

Donde hubo fuego cenizas quedan

Por Luis Seijas.

I
Eduardo esperó oculto en el jardín hasta que las luces se apagaran y entró en la casa. Mientras su vista se adaptaba a la penumbra, tropezó con la mesa y una bailarina de porcelana se tambaleó. Contuvo la respiración.
Cálmate —pensó—. Abre los ojos muchacho
Ubicó las escaleras. Al subir hacia la segunda planta, escuchó un murmullo que lo hizo detenerse, como si se hubiese encontrado con una pared invisible. Sintió que el corazón le iba a explotar en el pecho. Un frío le subió por la espalda y le erizó los vellos de la nuca, no tenía permiso ni tiempo para distraerse.
Caminó lentamente adosado a la pared, al llegar a la habitación vio dos bultos enrollados en una gruesa cobija. A primera vista, creyó que algo los estaba engullendo y los murmullos, que de allí provenían, eran llamados de auxilio. Entró y se detuvo frente a la cama. El movimiento de esa “cosa” en la cama se intensificó. Al darse cuenta que eran solo palabras sin sentidos, el corazón regresó a la calma.
Hablan dormidos —pensó aliviado—. Me imagino que estarán luchando contra dragones y gigantes.
Vio las almohadas esparcidas por todo el piso, signo claro de un sueño agitado. Se sentó con las piernas cruzadas y acercó su rostro a la almohada más cercana, cerró los ojos e inspiró. El olor a cabello femenino recién lavado, le llegó directo al cerebro. Era un olor femenino, sí;  un olor delicioso, también;  pero no era el olor de ELLA. El piso se volvió gelatina y todo se le movió alrededor, se apoyó de la cama. Mantuvo cerrados los ojos, esperando que todo volviera a su lugar.
Los murmullos se intensificaron, los cuerpos se movieron y una mano flácida cayó y osciló a centímetros de él. Era señal que tenía que salir de allí. Pero no pudo. En lugar eso, se escondió bajo la cama tomando la almohada aun pegada a su rostro, subió las rodillas hasta el pecho y la abrazó. Esperó la oportunidad de poder salir para seguir buscando.
Estuvo allí agazapado, como un niño jugando a las escondidas, prestando atención a los balbuceos que fueron bajando de intensidad hasta desaparecer. El respirar pausado del sueño profundo y tranquilo, le dijo a Eduardo que ya era hora. Se arrastró y salió de la habitación.
Se detuvo en medio del pasillo e intentó recordar de quién era ese cuarto.  
Sentía que tenía años que no entraba a esa casa (a pesar de haber transcurrido solo un par de meses). Una casa que había sentido como suya, hasta que a Elena se le metió en la cabeza que necesitaba ayuda. Había insinuado llevarlo a un Doctor, para que lo evaluara y le tratara los ataques de pánicos y de ira que le estaban sucediendo con más frecuencia. Le planteó la situación, por enésima vez, estando acostados en la cama, luego de hacer el amor. ¿Cómo se atrevía a joder el momento así? le había dicho Eduardo. Luego se levantó, se vistió y empezó a romper todo y gritando  maldiciones a todo pulmón salió de esa casa y nunca regresó. Hasta ese momento.
Se veían luego de ese episodio, en la casa de Eduardo o en algún motel barato. Pero algo se había roto. Para Elena, las confirmaciones que él no estaba bien las tenía día a día.
Una vez consiguió que la acompañara a ver a un psiquiatra, con la excusa que no podía dormir, y necesitaba que le recetara algún medicamento para vencer el supuesto insomnio. Convencerlo para que entrara con ella al consultorio fue tarea titánica. Al estar frente al Doctor, todas las preguntas y comentarios iban dirigidos más hacia Eduardo que a Elena, quien apenas balbuceaba un par de palabras. No pudo lograr que fuese evaluado por completo, porque al notar lo extraño de esa consulta; se levantó, la vio fríamente y se fue. El Doctor le recetó a Elena unas pastillas para dormir y así lograr que Eduardo le creyera todo ese teatro y volvieran a verlo. Cosa que no sucedió, aunque ella le he había mostrado esas pastillas varias veces, en un esfuerzo para que le creyera.   
Salió lentamente del letargo que produce el querer saber. Sin haber tenido respuesta, reparó en un tenue resplandor azulado que provenía de la habitación del fondo, guiándolo (como lo hace la luz a los insectos nocturnos) hasta allí. A cada paso que daba, los buenos y malos momentos con Elena le seguían llegando uno a uno. Recuerdos que quemaban y le hacían doler el pecho. Algunos por emoción; otros  por incertidumbre.
 Abrió la puerta y reconoció a Elena bajo las sabanas. La respiración se aceleró y el corazón le volvió a latir con fuerza. Eduardo habría jurado que esos latidos retumbaban por toda la casa.
Se apoyó del marco de la puerta. Cerró con tanta fuerza los ojos que cuando los abrió vio estrellas de colores. Se tomó su tiempo viendo toda la habitación y recordó la última vez que estuvo allí. Recreó en su mente todo ese espacio claramente iluminado, no como lo hacía esa lámpara estúpida que apenas alumbraba unos pocos centímetros. No recordaba haberle regalado esa lámpara, sencillamente porque cuando estuvo con él, ella no le temía a la oscuridad. Pensó que lo estaba pasando muy mal en esos momentos. Tan mal que necesitaba una lámpara para dormir. Sintió una pequeña victoria en su corazón y una leve sonrisa afloró.
            Elena… mi Elena. ¿Qué nos pasó? Necesito saber por qué te alejaste.

II

            Esa noche, Elena había logrado conciliar el sueño con ayuda de las pastillas que el Doctor le había recetado tres meses atrás. Las pastillas de la excusa las había llamado, pero en esos momentos era lo único que la ayudaba a dormir. Pensaba que nunca las iba a necesitar. Pensaba que ya no iba a temerle a la oscuridad y mucho menos necesitar una lámpara de niños para evitar que la imagen de Eduardo la asaltara, si se despertaba a medianoche. Porque desde que lo vio días atrás cerca de su oficina, el sueño intranquilo y el insomnio se habían hecho presente  
            Lo de ellos fue un amor bonito, como todos los amores al principio. La rutina de esos días, era la propia de una pareja de enamorados que desbordaban sentimiento a cada espacio donde iban. Tomados de la mano, comían helados, visitaban, teatros y cines. Siempre con una sonrisa que iluminaba a todos alrededor. Y quizás muy en el fondo lo sigue siendo, pero el sentido común prevaleció y terminó la relación de la forma más sutil.
  Esa imagen le revivía una mezcla de momentos buenos y bonitos para luego dejar entrar  la angustia y a la desesperación, por no saber si lo amaba lo suficiente para volver y ayudarlo o ser lo suficientemente consciente para alejarse más y quizás salvar su vida.

III
Eduardo entró en la habitación barriendo todo con la mirada, buscando el diario de Elena. Sabía que allí iba a encontrar las respuestas a las preguntas que le rebotaban en la cabeza. Vio el reloj-despertador encima de la mesa de noche. El tiempo había transcurrido rápido.
Coño, ya se va a despertar —pensó.
Elena dormía. El viento  levantaba un poco la cortina y un hilo de luz de la farola de la esquina se colaba por ese espacio y le tocaba el rostro. El sonido de la alarma sobresaltó a Eduardo y lo llevo a esconderse en el armario. Elena buscó a tientas el despertador hasta que logró apagarlo. Medio dormida, se levantó de la cama. Fue al baño para darse una ducha que lograra quitarse la flojera que la embargaba todos los lunes.
Eduardo, desde su escondite, vio como se desnudaba, y se vestía con una bata de baño. El corazón empezó de nuevo a cabalgar. Cuando escuchó el agua caer, salió y reanudó la búsqueda. La respiración entrecortada jugaba con el sudor que le escocía los ojos.
Hasta que halló el diario de Elena y tomándolo entre las manos respiró profundo. Leyó las últimas anotaciones, buscó respuestas pero no halló nada más que frustración. Con las manos temblando quiso lanzar el diario por la ventana. El corazón le rebotaba en las sienes, sentía que se iba a desmayar. Aún escuchaba la ducha.
Rompió las hojas y las lanzó al centro de la cama. Vio en la mesa de noche un envase con quitaesmalte, por unos segundo se quedó observando la etiqueta y las letras de: “Advertencia: Producto Inflamable. Manténgalo Alejado del Alcance de los Niños”. Parecían reírse con él. “Bueno yo no soy un niño”, dijo y roció toda la cama. Convencido de que todo era un mal sueño y que se despertaría con Elena a su lado. Extrajo de su bolsillo el encendedor.
Cuando las páginas del diario empezaron a arder, era demasiado tarde para arrepentirse. La luz dibujaba sombras danzantes en la paredes y lo hipnotizaba. El placer que recorría su cuerpo al ver arder esas hojas no se comparaba con nada.
La alarma de incendio se activó. Todos corrieron escaleras abajo, resguardándose de las lenguas de fuego que amenazaban con salir del cuarto y acabar con toda la casa. Elena salió gritando del baño, se detuvo frente a su habitación y vio a Eduardo con las llamas reflejadas en los ojos y una media sonrisa. Las piernas se les convirtieron en gelatina y casi se cae. Se recuperó a tiempo y corrió. Escapando más de lo que acababa de ver, que del propio incendio.
Al verla, Eduardo balbuceó un Te Amo que se confundió con la alarma y los gritos. Un deseo corrió bajo las sabanas humeantes.
En voz baja, se dio valor a sí mismo.
—Todo va a salir bien —se repetía.
Los ojos irritados por el humo bailaban con malicia. En su fuero interno, se había librado la batalla más dura de los últimos 3 meses. El corazón le latía suciamente en una mezcla de satisfacción y vergüenza. Se encerró de nuevo en el armario y abrazando la ropa de Elena, esperó. Sintió como el humo se iba apoderando de sus pulmones, quitándole poco a poco el espacio al oxígeno y empezó a toser. El instinto de supervivencia se hizo presente y desesperado abrió la puerta del armario para irse, era demasiado tarde… Las llamas consumían la habitación. Él, sentía un ardor interno que lo asoció con el gran amor que sentía por Elena. La nube lo envolvió y el fuego terminó de hacer lo que empezó el humo caliente.

IV
Después de unas obligadas “vacaciones”, Elena volvió a la oficina para tratar de seguir con su vida. Habían transcurrido varias semanas y estaba un poco más tranquila.
—Buenos días jefa —la saludó con una sonrisa, Marta, su fiel asistente—. Tenga la correspondencia que llegó mientras estuvo fuera.
Todos habían convenido que cuando tuvieran que hablar de la ausencia de Elena, se referirían como si se hubiese ido de vacaciones. Nada de insinuar el reposo psicológico que habría necesitado. Nada de preguntar cómo se siente, cómo está
Elena tomó la correspondencia y empezó a revisarla. Un sobre en blanco cayó en la mesa, lo abrió y leyó la pequeña nota que contenía.

      Querida y amada Elena:

      El fuego libera. El fuego no discrimina entre pasado,
      presente o futuro. El fuego es mi amigo, él me fortalece.
      Ardí junto a tu diario, Elena. Perdóname, pero si no era
      así me iba a volver loco.
   
      Espero que tengas mejores días sin él y sin mí.

                                                         Con Amor,

    Eduardo.



 






           
Salió de la oficina temblando. Bajó el ascensor sin mirarse en el espejo.
Entró a la tienda por departamentos.  
—Por favor señorita, ¿Tiene de esas lámparas que se usan para que los niños puedan dormir en la noche?


FIN


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Marcha

Por Juan Carlos Santillán.

1
“Todos los novios tienen cara de imbéciles el día de su boda”, pensó Mateo, acomodándose el smoking frente al espejo. En el reflejo vio a Wilde a su lado, mirándolo con cara de extrañeza.
   ¿Y tú qué miras, mierda?
El perro le movió la cola y se acercó a olerle los zapatos nuevos.
   ¡Quién como ustedes, carajo, que sólo se huelen el culo y ya están cachando!
Wilde le mordisqueó la bastilla del pantalón, gruñendo.
   Sí, ya sé, mierda: yo también lo he hecho siempre. Pero no todos los culos.
Wilde se irguió y ladeó la cabeza, dejando colgar una larga oreja peluda. Gimió.
   ¡Ya, mierda, sí, todos! Pero ese culo fue especial. Fue “EL” culo, ¿me entiendes? ¿Contento? Ya deja de joder.
Mateo cogió el vaso de whisky de la consola, bebió un largo trago haciendo tintinear los cubos de hielo contra sus dientes, y se dirigió a la sala de estar dibujando pronunciadas eses al caminar. El perro lo siguió ladrando.
   Sí, mierda, ya sé que es el quinto. Métete en tus cosas y no jodas.
Se dejó caer pesadamente en el taburete, colocó el vaso en la mesilla del costado y levantó la tapa del piano. En ese instante, sonó el teléfono.
   ¡Puta madre, toda la mañana han estado jodiendo!
Se levantó a duras y se apoyó mal en la mesilla, volteándola al caer al piso de rodillas. El vaso se hizo añicos. Wilde se ocultó bajo el piano.
   ¡La puta madre, mierda!
Se dirigió el teléfono furioso y le arrancó el cable de un tirón, silenciándolo. Luego se encaminó al bar para prepararse otro whisky, esta vez puro. Con el vaso en la mano, regresó a su asiento, pero antes de llegar ya había vaciado el contenido íntegro. Se sentó de nuevo y volteó a ver a Wilde, que se había sentado a su costado, moviéndole la cola con las orejas gachas.
   ¿Pedidos? ¿No, ninguno? Qué aburrido eres, mierda. Bueno, lo que salga, entonces.
Arrancó con la “Marcha Nupcial” de Mendelssohn.
   Tú sabes, para estar a tono con las circunstancias.
Pero, algunos acordes después, cambió a la “Marche Funèbre” de Chopin.
   Boda y funeral es lo mismo, mierda.
Mateo empalmó esta vez de nuevo con la “Marcha nupcial”, pero a un ritmo muy acelerado, burlesco. Acto seguido, hizo lo mismo con la “Marcha fúnebre”. Y así, siguió alternando las marchas una y otra vez, siempre muy aceleradas, gritando y riendo a carcajadas.
   El perro saltó de su puesto, empezando a brincar frenéticamente sobre las tablas del piso alrededor del piano. Mateo tocaba con más fuerza a cada nota.
   ¡Eso, mierda, baila, baila…!
Bailaban las patas sobre las tablas, los dedos sobre las teclas, las notas sobre las notas…
   Ya era una sola marcha ininteligible la que salía de sus manos cuando Mateo cayó de bruces sobre las teclas, provocando una estruendosa disonancia. Wilde lo vio babear sus propios dedos, balbuceando incoherencias.
   Boda y funeral, mierda… la misma mierda.
Vomitó hasta casi ahogarse, espantando al perro, embarrando el piano, cayendo al piso.
   Ella debía casarse conmigo, mierda. Quiero morirme.
Y se quedó dormido.

2
Dos horas después, Mateo despertó y se levantó de su propio vómito. Se quitó el smoking, se duchó de nuevo, se puso su mejor terno y se volvió a mirar al espejo para colocarse la flor en el ojal de la solapa. Cogió las llaves de la consola y abandonó el departamento. Ya no habló al perro, que lo miraba otra vez desconcertado.
   Sin responder al saludo del portero, salió del edificio a la noche nublada, entrecerrando los ojos al sentir las fuertes luces de la calle. La cabeza le estallaba. Salió a la avenida a buscar un taxi que lo llevase a la iglesia. Al pasar por las vitrinas de un centro comercial, observó su reflejo apresurado.
   Y encima, me hacen su padrino de bodas.

3
   ¡Yo me opongo a la boda porque forniqué con la novia! —gritó Mateo.
El taxista estuvo a punto de chocar.
   ¿Qué cosa?
   ¿No le parece buena idea?
El viejo se rascó la barba hirsuta, después de mostrar el dedo medio al colega que le increpaba desde el otro carril.
   Me parece que la mitad de la gente no va a saber qué es “forniqué”.
   ¿Usted sabe qué significa?
   Sí, quiere decir que la hiciste voltear los ojos.
Rió con tal fuerza que casi pierde el control del auto una vez más.
   Cuidado, maestro.
   Por ahí que te entiende el cura.
   Bueno, eso es lo importante.
El vehículo salió de la vía expresa. Su destartalada carrocería contrastaba con la moderna arquitectura del distrito financiero.
   ¿Te das cuenta de que te van a sacar la mierda?
   ¿Cómo?
   ¿Tú crees que te metes a un casorio, te llevas a la novia y se quedan tan contentos? Y no esperes tampoco que ella se arroje a tus brazos apenas te vea.
   No lo había pensado.
   Hay que pensar en todo.
   No importa, vale la pena.
   ¿Tan rica está la hembra?
   Estoy enamorado de ella, maestro. La amo.
   No te pregunté eso. ¿Qué tal está?
   Es hermosa, su rostro es bellísimo.
   O sea que le faltan tetas.
   Bueno, sí, un poco.
   Ya. ¿Y de culo cómo andamos?
   Bastante bien.
   Eso es lo importante: por un buen culo, vale la pena que te saquen la mierda.
“Pero ese culo fue especial”, recordó Mateo, “fue EL culo”.
La vuelta a un vistoso óvalo marcaba el límite con el tradicional balneario. El chevrolet del ’59 disminuyó la velocidad hasta detenerse frente a la iglesia de grandes arcos catenarios, entre audis, mercedes y alguno que otro BMW. Delante de él, la limosina era un reluciente cadillac del ’72. A los ojos de Mateo, parecía una carroza funeraria, con esos arreglos florales que semejaban crespones blancos.
   Bueno, muchacho, llegamos.
   Quiero vomitar.
   Todavía estás borracho.
   Sí, es cierto.
   Mejor así.
   ¿Será buena idea?
   No te acobardes, galán, anda y rescata a tu princesa.
   Sí, tiene razón, maestro. Muchas gracias.
   Pero primero págame, pues.
   Ah, sí, disculpe. Aquí tiene. Quédese con el cambio.
   ¡Vaya! La próxima vez que quieras interrumpir una boda, me pasas la voz.
   Ya.
   ¡Suerte, galán!
El chevrolet arrancó, rozando la defensa del cadillac con un chirrido desagradable. Dio la vuelta a la plaza y desapareció. Mateo lo vio perderse, tragó saliva y subió las escaleras del atrio, decidido a todo.

4
   El velorio es al costado, joven.
La nave estaba vacía. No había nadie en las bancas, ni mucho menos en el altar. Sólo estaba el viejito que se le acercaba arrastrando penosamente los pies, haciendo sonar el manojo de llaves.
   ¿Cómo dice?
   Que el velorio es al costado. Ahí están.
   No, yo venía a la boda.
   No hay boda, joven, hay velorio.
   ¿Y qué pasó con la boda, dónde está la gente?
   En el velorio, joven.
   No, señor, yo no vengo al velorio, vengo a la boda.
   Por eso, joven, es lo mismo.
Mateo lo miró sorprendido, como en un deja vú.
   ¿Qué quiere decir?
   La gente de la boda está en el velorio. Recién me doy cuenta de que no le han avisado. Disculpe usted a un viejo tonto.
   Descuide. ¿Me explica?
   Sí, cómo no. Ayer murió el padre de la novia.
Mateo se aferró a la banca que tuvo más cerca.
   ¿Cómo?
   Fue a cruzar la pista y lo atropelló un camión. Quedó irreconocible.
Sin preguntar más, Mateo se dirigió al velatorio, arrancándose en el camino la flor del ojal.

5
Mateo entró al velatorio como a un mal sueño, con ganas de despertar ya. Todos los invitados a la boda estaban ahí, vestidos de gala, murmurando en la penumbra, sonriendo discretamente por algún chiste subido de tono. “Boda y funeral es la misma mierda”, recordó Mateo.
   Al fondo se veía el ataúd con la tapa cerrada.
   Mateo, al fin llegaste.
Era Braulio, su mejor amigo de la facultad. Todos ahí eran de la facultad, incluyendo la novia huérfana, a quien no divisaba aún.
   Recién me entero.
   Te estuve llamando todo el día, pero no contestabas.
   Ah, sí. Me sentía mal y desconecté el teléfono.
   Ahí está Natalia.
La muchacha estaba sentada a un lado del ataúd, con las manos en el regazo de su traje negro. Debía estar de blanco.
   Anda a saludarla.
   Sí, ya voy.
Mateo caminó hacia ella sin mucho convencimiento en sus pasos. Cuando llegó, le pareció que había sido demasiado rápido. Se quedó de pie junto a ella, sin atinar a nada más. Ella levantó la cabeza
   ¡Mateo!
La muchacha se levantó de un salto arrojándose a sus brazos apenas lo vio. Mateo la abrazó por la cintura. “Taxista cojudo”, pensó. Pudo sentir en su pecho las copas del pequeño sostén que tantas veces le había quitado antes de hacer el amor. Sin pensarlo, subió las manos por la espalda de ella, hasta que sus dedos pudieron palpar el broche de la prenda íntima. Tantas veces se lo había abierto así, por encima de la ropa, por hacerle una broma cuando caminaban por la calle, y ella había reaccionado quitándoselo por una manga con total desparpajo, muerta de risa. Debieron seguir riendo y llorando juntos.
     Natalia, lo siento.
     Gracias.
     No, yo quiero decir…
     Mateo, gracias por venir.
Augusto, el novio de Natalia, era un tipo alto, guapo, rico y odiosamente simpático.
   Hola, Augusto.
Mateo recibió el fuerte apretón de manos y la palmada en la espalda con ganas de romperle la cara. Y después tuvo que ver cómo el tipo abrazaba al amor de su vida. Y cómo ella apoyaba la cabeza sobre el pecho de su novio, abandonándose a su pena. Mateo jamás había visto esa expresión de paz en el rostro de Natalia. A pesar del evidente dolor que sufría, era obvio también que se sentía segura y protegida, apoyada. Mateo miró mejor al novio. No era ni más alto, ni más guapo ni más rico ni más simpático que él mismo. Pero era el que estaba ahí, el que la apoyaba.
   Entonces supo que era tarde para impedir la boda.

6
   Sin despedirse, Mateo se dirigie a la puerta como un autómata, con la intención de marcharse. Al pasar junto a su amigo, se detiene un momento, sin decirle nada tampoco. Braulio lo mira con cara de haberlo comprendido todo y le tiende un plato con una cucharita.
   Es el pastel de bodas.
Mateo coge el plato y observa el contenido. En el centro de su tajada, puede ver el agujero donde alguna vez estuvo parada la novia. Lo sabe porque es un agujero muy grande.
   Sin dejar de observarlo, Mateo reemprende la marcha.



FIN


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Un libro cualquiera

Por Sergio Bonavida Ponce.

Un libro nunca pertenece a nadie. Lo sé porque yo soy uno. Soy una novela, para ser exactos la opera prima de un autor desconocido, un escritor novel al que cariñosamente llamo mi Padre. Puedo sentir en cada una de las palabras impresas en mi interior el amoroso cariño profesado por mi padre durante el largo parto que supuse. Cada palabra, cada frase, revisada hasta la extenuación en un clímax de perfeccionismo delirante. Recuerdo aquella rotativa modesta, en un periférico barrio de Lima, conozco ese dato porque en la página posterior a mi portada poner “Impreso en Lima”. Sé que era modesta porque apenas se imprimieron copias de mi, apenas un centenar de hermanos. La rotativa, a la que llamo Madre, imprimía una página tras otra y nos depositaba en una larga cinta donde un especializado brazo mecánico se dedicaba a apilarnos, para inmediatamente pegar nuestras páginas a la portada y contraportada que se habían confeccionado en otro lugar. Reunidas todas las páginas con aquel pegamento a mi lomo, quedando portada y contraportada perfectamente ajustadas a mi contorno, nací.
A diferencia de los humanos, los libros poseemos una conciencia muy vívida desde nuestro más tierno nacimiento. En aquel instante, de mi venida a este mundo, miré en derredor y conté unos cien ejemplares. Todos mis hermanos, iguales en nacimiento, pero con destinos diferentes.
Recuerdo que la mitad fuimos separados y apilados en cajas de cartón. A mi me colocaron en el fondo de una de aquellas cajas, y pude sentir el peso de mis hermanos encima de mi. Acabamos en una librería de una ciudad desconocida. Aquella caja de cartón donde yacíamos se apiló en un rincón del modesto almacén. Y en aquella esquina permanecimos mucho tiempo mis hermanos y yo. Recuerdo el júbilo de uno de mis hermanos al ser escogido para ser expuesto en la estantería del mostrador de entrada.
Con el paso del tiempo algún lector compraba al hermano expuesto en el mostrador de entrada. Este acto tan simple suponía una gran alegría para todos nosotros, pues posibilitaba que otro hermano idéntico al que marchaba ocupara dicho lugar en el mostrador de entrada. Y así el tiempo fue pasando. Un hermano tras otro, con una lentitud terrible, marchaban de la caja de cartón, hasta que el final sólo quede yo.
Mi destino, no obstante, no era ser expuesto al público. Mi ego se sintió un tanto denostado aunque el futuro me deparaba una grata sorpresa. Era ya de noche cuando las luces mortecinas de la calle se comenzaron a encender, las ya acostumbradas manos arrugadas que a tantos hermanos habían agarrado, se apoderaron en esta ocasión de mi. Eran las manos que reponían hermanos uno tras otro en el escaparate de entrada. Deduje, con cariño, que era la librera. Me recogió tiernamente del fondo de la caja y me apretó contra sus viejos y caídos pechos. Cerró la puerta con llave y bajó la verja metálica del establecimiento. De esta forma deambulé por vez primera por las calles de esa ciudad hasta entonces desconocida para mi. En una pequeña pintada en una pared de ladrillos leí “Barrio de Huaranguillo resiste”. Pasadas unas cuantas calles, la librera se paró en un portalón grande, con metálicas verjas negras acabadas en punta, y una casa pequeña de dos plantas me recibía.
Aquella noche realicé el amor por primera vez. Fui leído, toda mi virginidad perdida en un acto de amor inconmensurable, y la librera leía con apasionamiento cada letra de mi interior, devorando cada capítulo con ansía. Pude observar por las arrugas de su cara y la comisura de sus labios el impacto de mis palabras en ella. Apartaba constantemente de la linea de visión su melena tímidamente recogida en una exigua cola de pelo blanco. Al llegar a la pagina setenta y siete lloró amargamente. No la culpo, ese es un capítulo realmente triste, cuando el pequeño Tomás pierde a su querido perro "Lobo" en el interior del bosque. Y así, con lagrimas en sus ojos, acabó mi primera noche de amor.
Al otro día continuamos el apasionamiento desmesurado de nuestra secreta pasión. La librera continuó ojeandome extasiada, estábamos hechos el  uno para el otro. Esa segunda noche leyó a un ritmo más rápido todavía, quizás fuera porque estaba menos cansada o porque quizás me encontraba interesante. Nuevamente lloró en dos ocasiones más aquella noche, cuando Tomás, ya convertido en adolescente marchó a la guerra abandonando todo lo que quería que no era mucho. Finalmente una lágrima suya se derramó en la entrada del capitulo veinticuatro, cuando Tomás pierde en batalla a Jeffrey Miranda, un hermano de armas y amigo, una amistad forjada en la necesidad del campo de batalla. Esa noche nuestro apasionamiento acabo en ese punto. Estuve esperando con ansia todo el día en la mesita de noche.
La ultima noche me leyó tan rápido que no me dio tiempo ni a despedirme. Cerró con fuerza la ultima página. Quizás le disgustó mi final o esa noche estaba cansada. Cenó y después de ducharse, mucho más tranquila, me recogió de la mesita de noche y me depositó en una gran estantería gigantesca repleta de libros, su arrugada mano me ubicó al lado de un serio "Diccionario de Gramática". Y allí permanecí durante mucho tiempo. Acabé intimando con el viejo "Diccionario de Gramática" y aprendí interesantes cosas de él. Algunas noches veía pasar a mi librera y rememoraba aquellas tres noches junto a ella. Pero ella siempre poseía nuevos amantes en ocasiones más jóvenes. Sin embargo, lejos de sentir celos de ellos, veía a todos esos libros como futuros hermanos de estantería con un amor común por aquella mujer.
Entonces sucedió algo triste. Un día la librera se desmayó y cayó al suelo. No se volvió a levantar. Pasaron muchos días hasta que unos hombres vestidos de blanco entraron en la casa y se la llevaron.
Hubo de pasar mucho tiempo hasta que otros hombres volvieron a hollar aquella vivienda. Uno de ellos poseía un cierto parecido en fisonomía a la librera. Mi amigo el “Diccionario de Gramática” me susurró que efectivamente era un nieto. Mientras paseaban por delante de nuestra morada, la estantería, discutían acerca de algo denominado precio de venta.
Aquel mismo día, todos mis recién adquiridos hermanos y yo acabamos en una furgoneta muy vieja y destartalada, con un cartel mohíno en el que se podía leer:
"~Vello libro~. Libros de segunda mano y ocasión."
Estábamos todos almacenados en una húmeda caja de madera en un caos de perfecto desorden. La estantería de nuestra amada librera me parecía ya un lugar cálido y lejano. Recorrimos lo que me pareció una infinidad de kilómetros.
Nuestro nuevo dueño, un tal Oscar, nos llevaba cada Domingo a un mercado de viejo situado en la Plaza de Armas de una gran ciudad de nombre desconocido para mi. Nos depositaba en el suelo de aquella plaza cuadrada, donde a decenas de metros una estatua de un hombre vestido de época y con un libro en su mano, acompañado de varios ángeles y un león, nos observaban impertérritos desde su altura. Ante mi gran ignorancia e incipiente curiosidad decidí preguntar a mi docto amigo el "Diccionario de Gramática". La estatua pertenecía a un tal Pedro Domingo Murillo y nos encontrábamos en una ciudad muy importante de una país llamado Bolivia. En aquel lugar quizás pudieramos encontrar un nuevo amante que quisiera realizar el amor con nosotros, me aseguró mi amigo. Es curioso pensar que con tan sólo apenas cinco años en mi lomo, ya pudiera ser considerado viejo y ser vendido en un mercado como tal.
La rutina se repitió cada Domingo. Oscar, con su pelo oscuro y su cansada cara, empujaba nuestra caja hacia la furgoneta muy temprano, a una hora en que el astro rey aun no había despuntado en la linea de cielo. Al llegar al destino montaba una roída manta en el suelo, que en ocasiones aderezaba con un tenderete de techo de plástico para protegernos de las finas lluvias. Una vez colocado el puesto, nos amontonaba sin ningún orden concreto en aquel improvisado mostrador, para ofrecernos a los futuros amantes-lectores.
Entonces apareció él. Juan Carlos era bajito y poseía esa cara de inocencia de los humanos de corta edad. Fue un amor a primera vista, aunque creo que se enamoro más de mi tapa que de la sinopsis de mi historia. Debo reconocer que la imagen de mi portada es muy llamativa. Es una foto antigua de un soldado, en la imagen se representaba al personaje principal, Tomás, mirando valientemente desde una loma. Juan Carlos, o Gauchito, como lo llamó con cariño su papa, se enamoró de mi y ya dicen que en el amor la edad no importa. Gauchito, o sea el pequeño Juan Carlos, convenció a su papa de mi adquisición. El padre me agarró de la tapa, comprobó con un análisis casi forense mi contenido en busca de taras o páginas arrancadas, yo no era tan viejo, pero los días expuesto al sol abrasador, la lluvia, y al cajón de madera donde nos deformabamos cada día los unos apretados contra los otros, habían realizado pequeñas mellas en mi. Una de mis esquinas estaba ligeramente doblada y mis tapas andaban un tanto descoloridas. Aunque lejos de parecer menos atractivo, esas imperfecciones mejoraban y realzaban lo interesante que había en mi. Supongo que el papa de Gauchito llegó a la misma conclusión puesto que contento de infinita alegría mi nuevo amor me recibió entre sus manos con una alegría desproporcionada. Me despedí secretamente de mis hermanos de estantería. Mi amigo, el "Diccionario de Gramática", se despidió con su conocida solemnidad y vasto apego.
Gauchito no era lo que se podría definir un lector ávido. Su ritmo de lectura era de apenas una página al día. Sin embargo me enamoró su tesón. Yo se que echaba en falta alguna ilustración en mi interior, pero esa carencia no le hizo abandonarme, ni desistir en nuestro apasionamiento. Impelido quizás por su afán de querer finalizar mi historia, me leía con autentico esfuerzo, preguntando en mil ocasiones a su papa por cada nueva palabra desconocida que hallaba en mi interior.
Fueron días muy tiernos aquellos. Mi relación con Gauchito era perfecta. Hasta que llego Martín. Este personajillo, triste matón de patio de colegio, entroncó  mi felicidad al lado de mi segundo amor. Con el poder de la fuerza me arrancó del lado de Gauchito en una mañana de colegio en el patio de la escuela. Gauchito intentó recuperarme por todos los medios a su alcance, pero Martín era un año y dos palmos mayor. El combate desigual duró apenas unos minutos. El matón Martín se alejó conmigo en sus manos mientras reía estúpidamente su malvada acción.
Durante un rato, este personajillo fruto del fracaso escolar, me llevo camino arriba ojeando curiosamente su recién adquisición. Quizás debería haberme hecho a la idea de este nuevo dueño, pero esa idea pasó por mis páginas muy rápidamente. Martín era una mente grave, me abrió por la mitad y cuando vi su palurda cara de sorpresa al no encontrar ninguna ilustración en mi interior supe que jamas podríamos encontrarnos en un lugar común. Era una relación rota desde el inicio. Al doblar la esquina me lanzó sin ninguna clase de preocupación al suelo.
Allí tirado el tiempo pasó y pensé, no sin cierto desánimo, en mi triste final tirado en el sucio suelo. También imaginé la tristeza de Gauchito en este 'coitus interruptus' . Ya nunca conocería mi final.
Al alba aparecieron unos humanos con trajes verdes reflectantes. Ambos llevaban sendos utensilios de limpieza, que si no equivoco con mi mal formado vocabulario humano, ambos utensilios son llamados escobas. Uno de ellos me  barrió al interior  de un cubículo cuadrado y oscuro. Un mar de basura me envolvía estrechamente y de suerte que no poseo olfato, pues ni siquiera quise imaginar la pestilencia de mi alrededor.
Fui zarandeado de un lado a otro en la oscuridad de aquel receptáculo lleno de porquería inmunda. Entonces el reducido habitáculo permaneció en quietud durante un tiempo indefinido mientras un ruido de motor se encendía y nos poníamos en marcha. Este proceso se repitió un rato. Hasta que llegamos a un lugar donde pude escuchar ruidos de maquinaria. Un ruido conocido llegó a mi, pues era muy similar a la cinta transportadora donde nací e inevitablemente me acordé de Madre, ¿estaba en una imprenta?
El tiempo pasó agotadoramente entre aquella inmundicia, y de nuevo mi sucia comodidad fue sacudida. El receptáculo donde estábamos se inclinó cuarenta y cinco grados con un movimiento brusco. A todo este movimiento fue acompañando un fuerte ruido metálico. Entonces la gravedad realizó su natural aparición, el techo de nuestro receptáculo fue abierto, y caí junto con toda la basura de mi alrededor a una cinta transportadora. Definitivamente no era una imprenta, aunque el ruido característico de la cinta era igual. Supongo que estas cintas transportadoras se fabrican en el mismo lugar, en cadena, al igual que yo y mis hermanos. Este mundo sólo sabe construir piezas en serie, no hay lugar para la individualidad. Entonces, gracias en parte a mucho del conocimiento transmitido por mi amigo el “Diccionario de Gramática”, pude suponer que me encontraba en una planta de tratamiento de residuos. La cinta nos acercaba a unas pinzas que sesgaban la basura. Ya intuí cual sería mi final. Sesgado y troceado hasta formar parte de un todo de despojos unido ‘ad eternum’ con la basura que me rodeaba.
Esto me recordó a aquel capítulo, cuando Tomás volvió a su pueblo natal inválido de guerra. Ya nadie de sus conocidos quedaban en aquel lugar, pero la fuerza de la nostalgia le pudo y supuso (equivocadamente) que su villa natal le acogería con los brazos abiertos. Tomás fue repudiado por indigente e inválido, por suerte la guerra abre las miras de la supervivencia y dejando de lado su pena, rebuscó entre la basura. De aquella manera logró sobrevivir durante mucho tiempo. Es un capitulo realmente lamentable, sobretodo después de haber leído sobre sus actos heroicos, leer como un héroe de guerra vuelve a su hogar para tan sólo encontrar un patético final.
En aquel momento imploré ayuda a Gutenberg. Reconozco que fue por pura desesperación porque todos los libros de mi generación ya sabemos que Gutenberg no existió nunca. Aun así, movido por ese sentimiento de angustia, seguí implorando la ayuda milagrosa de Gutenberg. Justo a escasos metros de las cuchillas segadoras unas enguantadas manos me extrajeron de aquella cinta transportadora del infierno. "¿Que haces aquí pequeñín?" pude escuchar la voz de una mujer relativamente joven que me miraba con curiosidad.
Me llevó aparte y me depositó en una cajonera abierta por arriba y llena de agujeros a los lados, en uno de sus laterales obserbé una etiqueta adhesiva con el titulo "material de oficina y similares".
Tiempo después, otros operarios con distinta vestimenta, comenzaron a separarnos según una clasificación que al principio no supe discernir. Al final de un extraño proceso de separación fui agrupado junto con otros doce libros. Me sorprendió ver una antigua edición de “Don Quijote de la mancha”, bastante valiosa. Realmente los humanos desconocen el valor de las cosas de las que se desprenden. De la cajonera con agujeros nos embarcaron al interior de una furgoneta repleta de más libros. Así estuvimos bastantes semanas. Cada día aparecían más cajoneras llenas de libros. Un buen día, cuando la furgoneta estuvo atestada hasta arriba de cajoneras con libros, otro humano vestido con un extraño vestido azul se introdujo en la parte delantera del vehículo y partimos de la planta de reciclaje.
Todos los libros nos encontrábamos en una inquietante espera. Ninguno conocía cual seria nuestro paradero final. "¿Quizás nos incineren?" comentaba pésimamente una obra de Edgar Allan Poe. Los rumores y suposiciones iban en aumento.
Nuevamente esto me recordó a los capítulos finales de Tomás en su ciudad natal. Su estado de salud menguaba. Su estado físico no era ya el del antaño soldado dispuesto a morir por sus amigos en el campo de batalla. Para suerte de Tomás, Nataly se cruzó en su paso, era ella una bondadosa enfermera de la región que regentaba un antiguo hospital de acogida. Entablaron conversación y después de una serie de felices acontecimientos Tomás emprendía viaje con Nataly en su furgoneta. Días después moría feliz en el hospital de Nataly, recordando brevemente todos los momentos intensos de su vida. Y dando las gracias por ir a morir a un lugar bueno y con dignidad.
La furgoneta paró. Supuse que habíamos llegado a nuestro destino. Un secreto chillido, tan solo perceptible por nosotros los libros, explotó en el interior de la furgoneta. Temí lo peor al principio, pero después el chillido se convirtió en una explosión de alegría que sobrevino a los libros apilados encima de mi. Es un ‘déjà vu’ pues mi destino parece intimamente ligado a estar debajo del todo de la pila. Y en esa situación no comprendía el inesperado júbilo. Entonces el humano vestido de azul fue extrayendo cajonera a cajonera. Las cajas y hermanos que estaban apilados encima de mi desaparecían a un ritmo constante uno detrás de otro. Hasta que la luz del interior se coló por entre las rendijas de agujeros y huecos de los libros apilados. Entonces pude comprender aquel estallido de felicidad entre mis hermanos de infortunio. Estábamos en una calle estrecha delante de un edificio de cuatro plantas de apariencia bastante antigua. En el letrero de madera antigua se leía "La biblioteca de libros perdidos".


FIN


Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.