domingo, 18 de junio de 2023

La caja

Ese día el grupo de  investigadores  se aventuraban en las tierras inhóspitas y desconocidas de las Montañas de la Desolación.

El equipo, liderado por el renombrado Dr. Benjamin Carter, estaba compuesto por el montañista David Morgan, y cinco obreros. Juntos, habían decidido desentrañar los secretos ocultos de aquel lugar enigmático.

 

Tras semanas de expedición, el equipo llegó a un rincón remoto, un claro solitario donde la luz del sol apenas penetraba entre las densas copas de los árboles. Fue allí donde cavaron por horas hasta descubrir una caja misteriosa, enterrada profundamente, estaba cubierta de musgo y parecía haber sido olvidada por centurias.

 

La curiosidad se apoderó del Dr. Carter que con sumo cuidado, desenterró la caja. Cuando la abrió, el hedor nauseabundo de la muerte llenó el aire. Dentro yacía un cuerpo apenas descompuesto, pero, para sorpresa y horror de todos, parecía tener un brillo tenue de vida en sus ojos vidriosos.

 

El equipo  retrocedió, incrédulo ante el espectáculo macabro que tenían frente a ellos. El cuerpo inerte pareció moverse y emitió un gemido gutural. Sin previo aviso, los animales del lugar, perturbados por alguna oscura presencia, comenzaron a actuar de manera extraña. Aves aleteaban frenéticamente en el cielo, mientras que pequeños mamíferos corrían enloquecidos mientras tomaban formas terroríficas.

De la oscuridad emergió un majestuoso ciervo, imponente y elegante. Pero a medida que el brillo de sus ojos se extinguía, su cuerpo se transformó ante la mirada aterrorizada de los investigadores, en un monstruo grotesco, una aberración retorcida de la naturaleza. Su pelaje era negro como la noche, sus ojos se encendieron con una malicia anormal y sus cuernos se alargaron como afiladas lanzas.

 

La criatura se abalanzó sobre el equipo con ferocidad desenfrenada. Rápidamente, la violencia y la muerte se adueñaron del claro. El monstruoso ciervo embistió y destrozó a casi todos los investigadores, mientras la desesperación y el terror se apoderaban de aquel lugar olvidado.

En medio del caos, David Morgan logró esconderse entre la maleza, con su corazón latiendo con fuerza y sus ojos llenos de lágrimas, presenció horrorizado cómo sus compañeros luchaban sin éxito, cayendo uno tras otro. Sus gritos de agonía resonaban en el aire opresivo.

David se aferró a la esperanza, negándose a aceptar su destino.

 

La masacre parecía llegar a su fin. David como superviviente temblando y cubierto de heridas, se arrastró por el suelo, intentando alejarse del claro donde la muerte había dejado su siniestro rastro. Cada movimiento era un tormento, pero su determinación y el instinto de supervivencia le impulsaron a seguir adelante.

 

En medio de la oscuridad y el silencio que envolvía el lugar, escuchó un susurro inquietante. Levantó la mirada y vio al muerto, que ahora se erguía sobre sus pies, emanando una presencia sobrenatural. El cadáver, con su carne desgarrada y la mirada perdida, avanzaba hacia él con pasos lentos pero inexorables.

Su corazón  palpitaba con frenesí mientras retrocedía, pero sabía que no podría escapar de la criatura.

 

En ese momento, un grito desgarrador resonó en la oscuridad. Un escalofrío recorrió el cuerpo de David cuando vio la cabeza decapitada de uno de sus compañeros rodar por el suelo, arrancada de cuajo por el resucitado  cadáver maldito que continuaba su búsqueda insaciable de carne y sangre.

 

El resucitado zombi con su mirada oscura como el abismo de la nada, parecía reir junto a los animales convertidos en bestias tras él, disfrutando su triunfo y liberación con el fin de seguir  con sus instintos, propagando su maldición.

 

Relato de terror: La caja

Escrito por Estrella

El Rey de los Ciervos

Ya estaban borrachos cuando Alex lo dijo. Había sido un día largo de trabajo y los cinco amigos, en un desesperado intento por evitar a sus mujeres y por revivir sus días de gloria en la secundaria, estaban, desde hacía horas, bebiendo cerveza fría y contando memorables historias de conquistas calientes. Aunque, en rigor de verdad, la cerveza estaba cada vez más tibia, los días de gloria nunca fueron tan gloriosos y lo más memorable de las conquistas era lo improbable que sonaban. Como suele pasar, cuando se acabaron las historias de sexo comenzaron las historias de muerte. Al igual que la mayoría de los habitantes del pueblo, los cinco amigos eran cazadores y, entre cazadores, nada mejor para comparar el tamaño de sus rifles que calcular con matemática precisión el número exacto de litros de sangre que tienen en las manos.

 

Entre los cinco calculaban más de quinientas muertes. Algunas aves, algunos conejos, pero, en su mayoría, las víctimas eran los ciervos que poblaban el cercano bosque dónde los amigos solían trabajar. El pueblo había sido construido en un claro, todo a su alrededor era un denso bosque de árboles macizos. La única forma de llegar al pueblo era a través de una carretera ganada a la naturaleza, pero a la vegetación parecía no gustarle la invasión del asfalto y cada día intentaba recuperar el terreno. Los cinco amigos, formaban parte de una de las tantas cuadrillas que recorría día a día la carretera para mantener a raya al bosque. Después de cada arduo día de trabajo, solían sentarse en la camioneta en los límites del claro para observar el resultado de su labor y beber cerveza. Y fue ahí, después de que el número de muertes de Diego sobrepasara por mucho al suyo, que Alex, con su masculinidad amenazada lo dijo: “Eso no es nada, ustedes sólo mataron animales. Yo maté al Rey de los Ciervos”.

 

Los amigos lo miraron en silencio. Charly esbozó una risa incómoda, pero se detuvo de inmediato cuando entendió que nadie más se reía. El Rey de los Ciervos era como todos en el pueblo habían comenzado a llamar al padrastro de Alex debido a sus campañas de preservación del bosque y su fauna. Era un hombre corpulento, que siempre vestía negro y que, a diferencia de la mayoría de los habitantes, no había nacido ahí. Había llegado un día por la ruta, con un camión lleno de muebles viejos y un maletín lleno de dinero con el que compró el viejo bar de la avenida principal. La madre de Alex trabajaba para el dueño anterior y continuó haciéndolo bajo la nueva administración. Nadie sabía demasiado sobre el pasado del Rey de los Ciervos, solo que decía que había ido al pueblo a retirarse y que no le gustaba que los vecinos cazaran en el bosque porque había visto demasiada muerte en su vida. No permitía que nadie trajera armas a su bar y, si alguien osaba detenerse en el estacionamiento con ciervos muertos, le prohibía la entrada. Al principio no fue demasiado popular entre los vecinos, pero invitaba muchos tragos, siempre sonreía, tenía una carcajada contagiosa y encima era el dueño del único bar. Eso tiende a acarrear el peso suficiente como para balancear ciertas excentricidades. Con el tiempo, la gente lo había aceptado, respetado e incluso, tal vez, lo habían empezado a querer. Hasta que un día, de la nada, desapareció.

 

El padre biológico de Alex no se había quedado mucho en su vida, cuando tenía seis años se lo había llevado al bosque, le había enseñado a disparar y, con eso, le había enseñado también la única lección que Alex había aprendido de verdad: “el más fuerte se come al más débil y nosotros somos más fuertes que nadie”. Unos meses después, decidió irse a hacer fortuna fuera del pueblo y nunca más volvió. Algunos decían que había conseguido mucho dinero y había formado una nueva familia en la otra punta del país, otros creían que había muerto realizando algún trabajo riesgoso, pero la mayoría simplemente concordaba en que, para alguien que solía hablar de ser el más fuerte, el mundo afuera del pueblo tan solo se lo había comido y él, avergonzado, había decidido no volver a casa. Alex nunca aceptó esto y seguía esperando que su padre regresara algún día. La que si lo había aceptado era la madre de Alex que, no mucho después de la irrupción en el pueblo del Rey de los Ciervos, ya no solo compartía con él el día de trabajo sino también la noche de placer.

 

Rodríguez miró a Alex directo a los ojos cuando le dijo que no le creía. “Todos saben que el Rey de los Ciervos era un asesino de la mafia que había testificado en contra de sus jefes y cuando lo encontraron se lo llevaron en dos o tres valijas”, dijo y todos los amigos asintieron. Esa era la explicación que más había circulado en el pueblo sobre la desaparición del hombre, hasta la policía la había adoptado y debido a eso la investigación había sido casi un trámite. Pero Alex se mantuvo firme, “fui yo”, aseguraba y explicó que lo había hecho con su rifle de caza, sobre una lona que había dispuesto para la ocasión, en el descampado detrás del bar mientras su padrastro iba al depósito a buscar más barriles de cerveza. Contó también como había arrastrado el cuerpo hasta la camioneta, como lo había colocado en la gran caja de herramientas y lo había enterrado en el bosque. Una vez más, Charly comenzó a reírse solo para detenerse igual de rápido. Los amigos se miraron, era cierto que Alex había tenido que comprar una nueva caja de herramientas, pero todos sabían que la anterior estaba casi nueva. Diego rompió el silencio: “Si es verdad, queremos verlo”. Todos esperaban que Alex se echara atrás, que admitiera la mentira, pero lo que hizo fue abollar su lata vacía de cerveza, arrojarla al costado del camino, eructar con una profundidad destinada solo al más serio de los compromisos y comenzar a manejar en dirección al bosque.

 

Mientras descendían de la camioneta frente a un tramo del bosque que se veía igual que todos los demás Alex, que lideraba al grupo giró: “Mateo, traé la motosierra y un par de hachas, que no es fácil llegar a donde está el cuerpo”. Los cinco amigos se internaron en el bosque, deteniéndose apenas un momento cuando Rodríguez tuvo que dejar contra algún árbol el líquido caliente en el que se había convertido la cerveza fría. Al avanzar, todos se reían, contaban chistes y se hacían bromas, como si en vez de ir en busca de un cadáver fuesen a comer un picnic en una tarde de verano. Sin embargo, luego de caminar por un rato, las palabras comenzaron a morir lentamente en las gargantas de aquellos hombres que, ya empezando a dudar de su cometido, estaban más dispuestos a volver y aceptar la historia sin necesidad de pruebas. Pero Alex, herido en su orgullo, no lo permitió. Siguió avanzando sin notar que el bosque a su alrededor se volvía, si era posible, aún más oscuro, como si los árboles hubieran sido cubiertos de brea. Los ruidos de animales que podían escucharse cuando empezaron el trayecto, habían decidido no acompañarlos más. Los cinco amigos entendieron sin decirlo que si iban a llegar hasta su destino lo iban a hacer solos.

 

Casi no había luz cuando llegaron, la arboleda no permitía ya ver la Luna y el mismo bosque parecía comerse los haces de las linternas. Mateo iba al frente con la motosierra, no era tanto que la necesitaran ya para abrirse paso, pero la mantenía encendida para que el ruido del motor llenara algo del silencio. De repente, la tierra cedió bajo sus pies, por suerte, la motosierra cayó en el suelo donde siguió emitiendo un rítmico sonido que se perdió bajo la puteada del hombre. Iluminaron como pudieron el gran pozo en donde Mateo estuvo a punto de caer, en el centro, rodeada de retorcidas raíces estaba la vieja caja de herramientas de Alex, el metal se había oscurecido, casi no se distinguía de la negra tierra que la rodeaba. “Al menos la hubieras tapado” exclamó Rodríguez ya sin ningún atisbo de duda en su voz. “La tapé”, dijo Alex mientras intentaba que no se notara el miedo, “seguro que las lluvias movieron la tierra suelta”, agregó más para convencerse a sí mismo. “Mejor volvamos”, dijo Charly, pero Alex, determinado a ser el más alfa de los machos, bajó tambaleante hasta la caja y desafió a los demás a abrirla con él.

 

   Y ahí estaba el Rey de los Ciervos, tan enorme y tan vestido de negro como todos lo recordaban, pero considerablemente más muerto. Manchado de barro y sangre seca, con un orificio de bala que le atravesaba el cuello de lado a lado. Con los negros ojos abiertos y la mirada perdida en la eternidad. Alex resopló profundamente dispuesto a regodearse en el silencio que implicaba su victoria y hasta estaba por proponer el regreso cuando lo escuchó. Venía de la profundidad del bosque, el ruido de cascos en el piso, de aleteos de grandes aves, de huesos reacomodándose y dientes golpeando. Luego del sonido llegó el olor a carne podrida que se hacía cada vez más intenso. Lo supieron instintivamente y comenzaron a correr sin mediar palabra. Apuraron el paso cuando detrás de ellos, desde el agujero en el piso, desde la vieja caja de herramientas comenzaron a escuchar ruidos de algo moverse y una carcajada profunda que resultaba al mismo tiempo familiar y, debido a esa misma familiaridad, aterradora.

 

Diego iba a la cabeza del grupo cuando los vio salir de entre los árboles, cuernos afilados y colgajos de carne podrida. La estipulación estatal dictaminaba un número máximo de ciervos por cazador por año, pero los cinco amigos nunca la habían respetado y, como no podían arriesgarse a que los vieran sin contar con que para ellos el punto de matar animales era simplemente matarlos, no tenían problema en dejar los cuerpos en el bosque para ser devorados por otros animales, para pudrirse en el sinsentido de la muerte. Y eran esos animales los que se levantaban ahora para darles la bienvenida, tanto al bosque, como a la muerte. Diego, responsable de la mayor cantidad de sangre derramada, recibió en el estómago una cornamenta que penetró fácilmente la piel, la sintió subir por su cuerpo y su grito solo fue cortado por el sonido de la motosierra con la que Mateo, ya demasiado tarde, intentaba salvarlo.

 

Luego de casi ser cortada en dos, la cosa que había sido un ciervo cayó al piso para, de inmediato, empezar a levantarse otra vez. Rodríguez intentó correr para otro lado, pero el hueso roto de una enorme pata se le clavó en el pecho cuando otro ciervo se le abalanzó. No había salida por ningún lado. Los dos cayeron al suelo debido a la fuerza de la embestida. Rodríguez era el más corpulento de los cinco, ahora cuatro, hombres, e intentó dar pelea mientras Charly se arrojaba sobre la bestia para intentar salvar a su amigo. Alex, por otro lado, hizo lo que los más ruidosos machos alfa suelen hacer: se quedó helado mientras su valor se le escapaba en forma líquida por la pierna izquierda del pantalón. Lo sintió a sus espaldas antes de que el grito de Mateo llegara para advertírselo. Olía a tierra y a sangre coagulada, emanaba un inesperado calor para un cadáver. No pudo ni siquiera girarse a verlo, sabía que el Rey de los Ciervos estaba detrás de él. Su mano en su hombro le resultó mucho más grande de lo que la recordaba. Su otra mano lo tomó de la cabeza. Alex cerró los ojos.

 

Charly y Mateo vieron cómo, con un rápido movimiento que hasta podría haberse descripto como delicado, el gigantesco hombre vestido de negro separaba la cabeza de Alex de su cuerpo para, sin soltarla, quedarse simplemente parado, mirándolos con una sonrisa en el rostro. Podían oírlos a su alrededor, podían olerlos. Cientos de cuerpos que antes habían sido animales. No había escapatoria, los dos amigos dejaron caer sus armas y, cuando escucharon una vez más esa familiar carcajada entendieron que después de terminar con ellos, el Rey de los Ciervos y su séquito podrido iban a continuar con el pueblo, porque a la vegetación no le gusta la invasión del asfalto y, tarde o temprano, el bosque siempre recupera lo que le pertenece.         

 

 

 

Milo Mantenna

escribí un relato de terror contando la historia que

nos brinda el conjunto de estas imágenes.

“PERCEVAL”

El relato de este incidente se basa en las fotos inéditas que se publicaron en la nota periodística del diario EL SOLAR DE MARAHOY el 27 de agosto de 2013.

  El 24 de agosto, un equipo liderado por el reconocido ingeniero Iván Trejo recibió una beca del Consejo Nacional de Marahoy para realizar una serie de trabajos de campo como parte de un estudio sobre energía e integración regional en el noroeste argentino. No era la primera vez que el ingeniero más famoso de la ciudad y su socia, la fotógrafa Betty, acompañaban a un grupo de mineros en una operación de excavación. La minería aumentó rápidamente en la zona. Y había pocos lugares sin desarrollar, prístinos en el viejo valle.

 

Llegaron temprano, en la mañana del día de San Bartolomé, por orden de la corporación minera, a pesar de la negativa por parte de los trabajadores supersticiosos a cavar en esa fecha particular. La extracción se llevaría a cabo en la zona del valle, conocida por sus habitantes como "El Añuirá", situada en la proximidad del cerro. Aunque la corporación minera le llamaba ambiciosamente “El Perceval” como el legendario caballero en búsqueda del Santo Grial... Uno de los mineros, el mayor Juan Oberón, había descubierto una antigua puerta de metal, socavada en el suelo de juncos, bien cubierta de musgo y ennegrecida por el cieno del barro. Las explosiones realizadas por la empresa para trazar una nueva ruta minera la habían despejado.

Los trabajadores corrieron al sitio y rodearon el agujero de metal hundido en el suelo, buscando ansiosamente la tira de sellado adherida al pedestal para abrirlo. Héctor "Gafas", como lo llamaban sus compañeros, notó un extraño grabado y la palabra "PEREDEUR" en el acero y sintió que algo andaba mal. Ya estaba anocheciendo y la luz del sol desaparecía entre los árboles, al igual que extrañas luces rojizas y amarillentas comenzaban a aparecer de la nada, rodeando los juncos alrededor de la puerta. Los mineros enloquecieron y dejaron de cavar por  miedo  a la "mala luz" o superstición del farol de mandinga, conocían bien la leyenda local. Estas ominosas luces flotantes aparecían en lugares donde se enterraban tesoros de oro y plata, la luz era el espíritu del  dueño anterior que intentaba mantener a los extraños alejados del lugar. El sitio se hallaba cerrado, hermético y maldito.

Betty se acercó a ellos y tomó la primera foto del grupo mientras Juan lograba abrir la puerta destartalada casi por accidente. Allí, un humo metálico acre brotó y se elevó del aire viciado, desdibujando todo por un momento. La mujer se hizo hacia un lado cuando el viejo Juan comenzó a dar horribles alaridos, Iván se abrió paso como pudo sofocando con el puño de su chaqueta el olor nauseabundo con los ojos enrojecidos por el ardor. Todos chillaban, tratando de sostener el brazo desgarrado de Juan, justo cuando algo más emergió del túnel subterráneo, la criatura que había sujetado y arrancado casi limpiamente el brazo del viejo minero giro bruscamente y dio paso a otra de las bestias que se abalanzó y atravesó con sus cuernos sórdidamente el cuerpo de uno de los trabajadores a su lado, perforándole el estómago y destripándolo en el proceso. Un grupo de seres de negros pelajes resecos, grotescamente grandes y dientes abominables, emergieron de la abertura mundana y atacaron a varios hombres. Iván soltó un alarido seco, tomo a Betty del brazo, que aún seguía como anonadada tomando fotos y de un tirón le obligó a correr por el valle junto a él, ambos se escondieron en el juncal mientras estos seres destrozaban y devoraban al resto de sus colegas. Los que aún habían sobrevivido se defendieron, como pudieron, sus únicas armas, las herramientas de trabajo; un hacha, la motosierra de Héctor, pero fueron horriblemente asesinados y devorados vivos. Entonces la fotógrafa captó algo, agudizó su vista y vio surgir de la oscuridad a un humanoide alto y pálido de aspecto grotesco, parado detrás de uno de los desdichados mineros y observó con horror como este ser le rodeaba el cuello con sus lánguidas manos y le propinaba una mordida demencial a la cabeza del pobre hombre, desparramando sus sesos ensangrentados por el suelo impío. Este ser asquerosamente humanoide no era como los demás. “PIRREDUUIRR”, parecía susurrar. Betty espabilo de repente, se levantó de un respingo y le gritó a Iván que corrieran, tenían que cambiar de escondite. El Peredeur los seguía caminando tranquilamente rodeado de sus bestias asistentes, de dientes brillantes y ojos rojos.  Iván cubrió con su espalda instintivamente a Betty y fue alcanzado recibiendo una dentellada que seccionó parte de su cuello y hombro izquierdo, la pobre fotógrafa, recibió el impacto de su compañero que la golpeó por la inercia del cuerpo fláccido arrojado contra ella, sin piedad.

Betty cayó al suelo y su cámara se accionó, el destello la tomó por sorpresa, topándose con los ojos negros y vacíos de Iván, cuando alzó desesperadamente su mirada, se halló a pocos pasos de esa lánguida figura susurrante y en sus ojos no vio razón, ni castigo, solo la certeza del cazador.

Ella se incorporó como pudo y corrió cuan ánima perdida, atravesando el valle  hacia el pie del cerro. No volteó a ver a sus espaldas en todo el trayecto. 

Ya estaba amaneciendo cuando el guardabosque encontró muerta de miedo a Betty, y tres días más tarde, el diario de Marahoy publicó una nota con las fotografías y la supuesta entrevista a una desquiciada fotógrafa, que acusaba a la tragedia provocada por la ambición humana.

Verás, Perceval proviene del gaélico Peredeur "a través de este valle", pero su origen es galés y se deriva de Peredeur, que significa "loco, puro". Cualquiera que fuera esa criatura, respondía a ese nombre, y debió permanecer sellada bajo el valle, pues quién sabe cuánto tiempo estuvo escondida bajo tierra, custodiada por sus compañeros, y luego ese anciano Juan lo liberó sin saberlo. Según la tradición, el 24 de agosto (Día de San Bartolomé), las luces malignas se vuelven más brillantes por influencia del demonio, pues es el único día del año  que  se priva de la vigilancia de los ángeles y la utiliza para atraer espíritus. Betty tenía razón, ya estaban condenados. – FIN.

Sunny

Cazador nocturno

Al día de hoy nadie sabe a ciencia cierta cual fue el origen de ese ser alado y monstruoso del triple de grande que un cóndor, con plumas negro azuladas y reflejos color vino tinto, poseedor de un inmenso pico dentado y poderosas garras afiladas que utiliza para levantar por los aires a cualquier incauto que desafíe la regla de salir luego de la caída del sol.

Algunas historias hablan de que la tierra un día se abrió y emergió desde el mismísimo infierno, otras por el contrario dicen que bajó en picada, atravesando las nubes desde el cielo, enviado como castigo por un dios harto de la irreverencia humana.

Hay muchas teorías que se oyen por ahí, pero yo prefiero quedarme con la que me contó mi padre cuando era yo muy joven.

Según su versión todo fue una desgraciada casualidad. Un grupo de obreros estaba trabajando muy cerca del bosque realizando unas excavaciones cuando se toparon con una enorme caja metálica rectangular de unos tres metros de largo por más de un metro de ancho. Algunos especulaban que podía contener algún tipo de tesoro, objetos de valor ocultos por alguna banda de asaltantes. Quizás estuviera repleto de dinero, joyas, oro… cada uno de ellos agregaba algo más a la lista de opciones de lo que podían encontrar en el interior de ese baúl pero ninguno esperó ver lo que apareció delante de sus ojos cuando quitaron la tapa. Era un cadáver. El cuerpo de un hombre enorme vestido con traje y sombrero. Sus ojos estaban abiertos, parecía que los miraba. Aterrados, los hombres, salieron del pozo dispuestos a huir de allí.

De entre los árboles surgieron unos seres de cuatro patas y puntiagudas cornamentas, como alces espeluznantes, que los rodearon. Uno de ellos atravesó a su primera víctima con sus cuernos, los hombres hicieron todo lo posible por defenderlo pero fue en vano. De repente una bestia que nadie vio de donde vino atacó al capataz, le cortó el paso y sin darle tiempo a reaccionar le incrustó una de sus zarpas en el pecho y le arrancó el corazón. El hombre cayó al piso ya sin vida. En ese momento uno de los obreros aprovechó para herir al animal con su motosierra. El animal se desplomó sobre el cuerpo del capataz y ahí mismo fue apuñalado repetidas veces hasta que ya no mostró signos de vida.

El más joven de los trabajadores había quedado petrificado viendo la escena sin notar que por detrás se le acercaba aquel cadáver que habían descubierto. Solo necesitó una mano para arrancarle la cabeza del cuerpo. Ninguno podía creer lo que estaban viendo. Uno a uno fueron muriendo, atravesados, desmembrados, devorados por las bestias. La sangre de las víctimas empapaba la tierra. Una espeluznante sonrisa se dibujó en el en el rostro del muerto resucitado.

Allí mismo su cuerpo comenzó a cambiar. Sus brazos fueron reemplazados por enormes alas y sus piernas por poderosas patas con afiladas garras. En su cara apareció un pico repleto de dientes y toda su anatomía se cubrió de plumas. Hoy cada noche sobrevuela las calles capturando a quienes la puesta del sol los halla dejado a su merced y lleva sus cuerpos al bosque para alimentar a su séquito de bestias infernales.

Texto basado en imágenes

Cuervo negro

Por el bien mayor

El sumo sacerdote estaba inclinado sobre el pergamino, sabía que las palabras tenían que ser exactas o el hechizo no funcionaría. Atar a un ser sobrenatural a la voluntad de un grupo de humanos no era tarea fácil.

Los patriarcas de las quince familias fundadoras estaban a su alrededor, expectantes.

Desde el momento en que se instalaron en esa región supieron que algo era diferente, de vez en cuando aparecían animales desfigurados que se comportaban en contra de su naturaleza: ardillas atacando aves, pequeñas aves persiguiendo conejos, conejos con el hocico lleno de dientes puntiagudos. El punto de no retorno había llegado cuando uno de esos conejos atacó al bebé de la familia Santoro. La madre descubrió el horror; atraída por los gritos de dolor de su hijo que cesaron de repente, el blanco conejito, que hasta ese momento había sido la mascota de la familia, había desgarrado la garganta del infante y masticaba con gusto y ganas la tierna carne de su vientre.

La madre, loca de dolor, había terminado con el ataque aplastando la cabeza de ese ser horrendo con la lámpara de la cabecera.

Tardaron tres días en arrancarle los restos de los brazos para poder darle santa sepultura, y en el momento en que lo hicieron todos vieron aparecer de la nada a un ser humanoide vestido completamente de negro: medía mas de dos metros de altura, el blanco de su piel era casi brillante y los ojos completamente negros, si los mirabas por mucho tiempo podías sentir como se empezaba a llevar tu alma.

El dolor de la madre lo había atraído al mundo. Al principio todos se alegraron, ya que ese ser comenzó a deshacerse de los animales deformes: se los comía, no de una forma muy agradable, pero era una forma de hacerse cargo del asunto.

Si «el hombre alto», como comenzaron a llamarlo, no estaba cerca; controlar a esos pequeños animales era relativamente fácil, un golpe bien dado con una pala y a seguir trabajando. El problema se fue agravando cuando estas deformidades empezaron a aparecer en animales más grandes, perros, gatos, lobos, el año anterior alguien había visto a un ciervo enorme con el hocico hundido en el flanco de un caballo que había escapado de las caballerizas, el ciervo usaba las astas y los puntiagudos dientes para desgarrar la piel. Se formó una partida para intentar darle caza, pero no lograron dar con su paradero.

Y ahora, la solución que se les había ocurrido era intentar someter la voluntad de «el hombre alto» y atarlo a las ordenes y deseos de esas quince familias.

En los libros esotéricos del sumo sacerdote encontraron la descripción de un ser que se ajustaba a lo que ahora vivía en su bosque:

«El hombre polilla»

Ser sobrenatural que se alimenta de los errores aberrantes de la naturaleza, que se hace tangible al ser atraído por el dolor humano. Puede desarrollar un gusto por la carne humana. Con la siguiente base de hechizo se pude atar su voluntad, pero es importante adaptarlo a las circunstancias de cada lugar y grupo de personas...

En eso era en lo que estaba trabajando el sumo sacerdote, en la adaptación para sus necesidades, y en escribir claras instrucciones para las futuras generaciones.

 

I

Saúl Santoro observaba en silencio la ropa que iba a ponerse: pantalón de gruesa y resistente mezclilla, playera interior blanca de algodón, camisa de franela con doble tela en los brazos para hacerla más resistente, botas de trabajo con punta de acero y por último lo más importante del atuendo: chaleco amarillo con cintas reflejantes, habían descubierto que esté tipo de cintas confundían a las aberraciones.

Se vistió en silencio poniendo especial atención en atar bien las cintas de las botas, no podía permitir que en un descuido se desataran.

Siempre supo que en algún momento iba a tener que cumplir con su obligación como parte de los miembros de las familias fundadoras del pueblo, una parte de su mente creía que lo que les habían enseñado toda la vida eran cuentos de hadas, otra parte sabía que los horrores eran muy reales, a pesar de que habían pasado más de cincuenta años sin un avistamiento, la semana pasada un ave deforme y gigante había atacado la granja de los Salvatierra  y supieron que era momento de invocar a «el hombre alto».

No era hacer una invocación como tal, era dejarlo salir de donde lo habían metido sus antepasados. Él tenía el mapa que marcaba el lugar, no le hacia gracia tener que internarse en el bosque con todos esos animales peligrosos, pero era la única forma de deshacerse de ellos.

En el pasado, habían intentado disparar a esos animales, pero las balas no les hacían daño, la única forma de matarlos era desmembrándolos, así que sus armas eran hachas, cuchillos, machetes e incluso, una sierra eléctrica. Lo ideal era que fueran armas que se pudieran blandir fácilmente y que no resultaran muy pesadas.

Saúl se despidió con un beso de su esposa que lloraba en silencio. Se reunió con los otros cuatro hombres que habían sido elegidos por medio de un sorteo. Todos los hombres del pueblo se preparaban para ese momento, pero solo cinco eran los elegidos para entrar al bosque, tenían que tener respaldo por si algo fallaba.

 

II

 

Dentro del bosque reinaba la penumbra, en silencio cuatro hombres seguían al quinto que se guiaba por medio de un mapa, cada vez se internaban más en la arboleda, uno esperaría que esa parte del mundo estuviera plagada de sonidos, pero lo único que se oía eran las pisadas de las botas de trabajo sobre el suelo cubierto de hojarasca.

El punto marcado por el mapa era una hondonada, en cuyo centro descansaba una enorme caja de metal, un ataúd enorme para contener a un ser gigantesco.

Con cuidado los hombres se fueron deslizando de uno en uno hasta el fondo de la explanada. Saúl y Félix se pusieron a trabajar con las palancas y deslizaron la tapa unos centímetros y dejaron al descubierto a «el hombre alto».

Los hombres no sabían que esperar, quizá algún gruñido o que el ser, de un salto, saliera de la caja que lo había aprisionado por tantos años, pero no sucedió nada, ahí estaba, enorme y con los ojos negros fijos en el infinito.

—¿Y ahora? ¿Qué hacemos? —susurró Benito, era el más joven de los cinco, pero aún así debería de haber tenido claro que la principal regla para hacer este trabajo era mantenerse en silencio.

Los demás lo miraron horrorizados y no pudieron hacer nada cuando una de las aberraciones salió del bosque y arrastró a Benito lejos de los demás, el pobre muchacho solo pudo emitir un pequeño grito cuando la garra de la bestia le perforó el pecho.

Impulsados por la necesidad de rescatar al muchacho los demás salieron de la hondonada, olvidándose por completo de mantener silencio.

La mente de Juan apenas tuvo un segundo para registrar que probablemente ese ser era el que había atacado la granja de los Salvatierra cuando saltó sobre su espalda, cuchillo en mano y le rebanó la garganta, ya era muy tarde para Benito.

Juan se levantó con la ropa manchada de sangre de la bestia y del muchacho, al alzar la mirada divisó a una manada de ciervos deformes salir de entre los árboles, se preparó para la embestida, la sangre caliente y viscosa hizo que el mango del cuchillo se le resbalara y las astas del ciervo atravesaron su cuerpo.

—¡No! —gritó Eduardo encendiendo la sierra eléctrica que empezó a andar mientras se hundía en la carne del cuello del monstruo.

De la partida de cinco solo quedaban tres hombres, defendiéndose con la sierra, las hachas y los cuchillos, no era una pelea justa y sabían que la llevaban de perder. Cuando Saúl vio salir de la hondonada a «el hombre alto» sintió esperanza, pero esta solo duro un segundo.

Sin emitir sonido alguno, «el hombre alto» se acercó a Félix, con su enorme mano tomó su cabeza y sin ningún esfuerzo la arrancó de cuajo, dejo caer el cuerpo a sus pies, les dio la espalda y comenzó a atacar a las aberraciones que aún quedaban.

Eduardo tiró la sierra y se fue corriendo, el no era el líder del equipo y su trabajo ahí estaba hecho, la responsabilidad de lo que seguía era de Saúl.

Saúl no perdía detalle de lo que sucedía en el bosque, las aberraciones, en vez de huir se acercaban a «el hombre alto», como si una fuerza invisible los atrajera hacia él, quien los destrozaba con las manos arrancando cabezas y miembros sin hacer distinción. No se los comía a mordidas, pero Saúl podía ver la fuerza vital de esos seres entrando en «el hombre alto»

Cuando todo terminó el ser miró a Saúl, pero no se acercó.

Saúl apuntó hacia la hondonada mientras caía de rodillas y «el hombre alto» caminó hacia ahí. Gruesas lágrimas recorrían su rostro mientras recordaba las palabras escritas en el pergamino del sumo sacerdote.

Un sacrificio se hará,

del grupo de cinco él uno escogerá

y cincuenta años sin bestias vendrán.

Saúl controló el llanto, tomó la palanca y bajó a la hondonada para volver a encerrar en la oscuridad al ser que tanto bien le hacía al pueblo a pesar del precio tan alto que se tenía que pagar.

Su trabajo estaba concluido, que Dios ayudará al que vendría después.

 

Escribir un relato de terror basado en las imágenes adjuntas.

Pedro Salcedo.

jueves, 15 de junio de 2023

Un tipo alto con sombrero

Todo comenzó cuando nos mandaron despojar de árboles aquella zona del bosque. Una multinacional de la construcción había comprado los terrenos y quería convertirlo en residenciales de lujo, incluso si eso conllevaba la destrucción de una arboleda centenaria. Los lugareños se manifestaron en contra y los ecologistas hasta se encadenaron a los troncos; pero todo fue en vano.

Una tarde-noche de otoño, aquel otoño peculiar, y tras varias semanas talando árboles y extrayendo sus enrevesadas raíces, topamos con algo que no esperábamos: un ataúd. El más grande que había visto en toda mi vida. Estaba abrazado por los raigones de una gran haya que habíamos derribado hacía unas horas. La sujeción era tal, que tuvimos que utilizar nuestras sierras mecánicas para poder liberarlo de sus ataduras.

Fue entonces cuando escuchamos un golpe proveniente del interior de la caja. Todos retrocedimos asustados, hubo incluso quién salió corriendo de la fosa que habíamos cavado a su alrededor.

—Parece que la persona que está dentro ha sido enterrada viva —dijo Harry.

—¡Eso es imposible! —le respondió William—. ¿Has visto la cantidad de raíces que rodeaban la caja? Este ataúd lleva aquí enterrado décadas. No puede ser que haya alguien vivo dentro.

Más golpes, esta vez más fuertes, hicieron temblar la tapa del cajón. Enseguida alguien (no recuerdo quién), saltó al interior de la fosa con una palanca y empezó a liberar la tapa de los clavos que la sujetaban. Algunos más acudieron en su ayuda.

—No deberíamos hacer eso —dije—, pero también salté al hoyo para echar una mano.

Minutos después la tapa estaba desprendida y abrimos la caja. En ella yacía el cadáver de un hombre gigante, vestido con traje negro y camisa blanca; el sombrero de ala ancha también era negro. Tenía el cuello terriblemente hinchado, pero el resto de sus facciones estaban intactas. El aire se impregnó de un desagradable olor a muerte. En ese momento no lo identifiqué, pero posteriormente supe que no provenía del ataúd, si no de fuera: era el olor de nuestra propia muerte.

Entonces los ojos del gigante se abrieron, mostrando una negrura inusitada. Todos los que habíamos bajado a abrir la tapa echamos a correr, sin ser conscientes de que nos estábamos dejando llevar hacia un grupo de monstruosos animales. Ciervos enormes, con dientes afilados como cuchillos y cornamentas ramificadas hasta lo imposible, liebres carnívoras del tamaño de un perro y águilas dentadas gigantes que se lanzaban contra nosotros desde lo alto de los árboles.

Los primeros del grupo no fuimos capaces a reaccionar y nos vimos sorprendidos por el ataque de aquellas bestias. Yo fui el primero en caer, y quizá eso me salvó la vida. Uno de los ciervos clavó sus cuernos en mi pecho y continuó su avance devastador arroyando a otros compañeros. Yo quedé allí, tirado en el suelo, inmóvil viendo como la sangre se escapaba de mi cuerpo y me acercaba a la muerte. A Roger le atravesó la caja torácica un ser que no podría describir más que como el propio bigfoot. Steffano, el italiano que se había incorporado a la cuadrilla unos meses antes, fue atacado por una de las liebres. El monstruo se ensañaba con su garganta, cuando Harry fue el primero en reaccionar; se lanzó sobre ella con su cuchillo de monte y comenzó a asestarle puñaladas. Algunos más cogieron sus hachas y se defendieron de los ataques, acabando con varias de las bestias. William, incluso, se apoderó de la sierra mecánica y se enfrentó al ciervo líder abriéndole una tremenda herida mortal desde el pecho hacia arriba. El monstruoso ser cayó con medio cuerpo abierto en canal.

Eso levantó al ánimo de la cuadrilla y comenzó a defenderse con todas las herramientas que tenían a mano. Las liebres caían bajo el peso del filo de las hachas, mostrándose el rival más débil. Los ciervos daban cornadas a ambos lados y coces a su retaguardia, siendo los más difíciles de herir.

—¡Aquí! ¡Necesito ayuda! —clamó Harry, que se había visto acorralado por el bigfoot. Balanceaba su hacha para mantener la distancia con la bestia, pero estaba perdiendo la ventaja.

William, motosierra en mano, acudió a su rescate.

—¡Eh, tú, saco de pulgas! —le gritó al bigfoot para llamar su atención. Cuando este se giró, le abrió un corte en el estómago que acabó con su existencia. Un clamor de vítores se elevó a sus espaldas. El resto de los compañeros continuaban defendiéndose de los monstruos con sus hachas. Con la motosierra por encima de su cabeza, y gritando como un poseso, corrió para ayudarles en su lucha.

Harry se quedó donde estaba, con el hacha bajada y agradeciendo la intervención de su compañero. Le había salvado la vida. Unos minutos más y no lo hubiera contado.

—¡Harry, cuidado! —Escuché gritar a alguien. Detrás de nuestro compañero se erguía en su totalidad el gigante que habíamos desenterrado. Pese a ser un hombre fornido, Harry apenas le llegaba por el pecho y parecía un niño a su lado.

Entonces todo pasó muy rápido, pero a la vez como si estuviera siendo emitido a cámara lenta, con destellos de flash, como cuando ponían las luces estroboscópicas de las discotecas. El gigante agarró la cabeza de Harry con una de sus desmesuradas manos y la otra la colocó sobre el hombro. Entonces comenzó a tirar de la cabeza de nuestro compañero mientras este gritaba.

El cuello se le elongó, hasta que comenzó a rasgarse la piel y, posteriormente, la musculatura. Con los gritos de mis compañeros no oí el ruido de las vértebras al separarse unas de otras. Las venas y arterias eran los únicos tejidos que continuaban conectados con el cuerpo segundos después. Finalmente, el gigante se quedó con la cabeza de Harry cogida en su mano, como si fuera una pelota, y dejó caer el cuerpo a sus pies. Sonreía. Y, a sus espaldas, el resto de monstruos parecía imitarle.

Consigna: escribir un relato de terror basado en las imágenes adjuntas.

Solitaria

SOBREVIVIENTE

      —Sheriff, ¿podrían al menos quitarme las esposas?

—Lo lamento, por ahora es preferible que se quede así.

—Ustedes creen que yo los maté, ¿verdad?

—¿ Y qué le importa lo que pensemos nosotros? Preocúpese mejor por lo que indican las pruebas.

—Claro, claro. Las pruebas…

—Volvamos al principio, Smith. Guau, vaya historia para decir en voz alta sin sonrojarse ¿Le suena razonable lo que ha declarado?

—Bueno, no… ¡No lo sé! Mire, jefe; no se trata de ser razonables. Por más que parezca una locura, yo que usted lo tomaría en serio. Todos aquí corremos peligro. De hecho, debería evacuar el pueblo ahora mismo.

—¿Evacuar? Deje de tomarnos el pelo, hombre.

—¡Es que usted no entiende!

—Es usted el que no entiende el problema en que se ha metido… ¡Ayudante! ¿Por qué está tan callado? Me gustaría oír su opinión.

—Creo que es una mierda de caballo grande como una pirámide, señor, con todo respeto. Este tipo está completamente loco o, en el mejor de los casos, nos toma por idiotas. Tampoco me convence el acto de las manos temblorosas y el tonito crispado. Está claro que miente.

—¡No miento! ¡Esos hombres eran mis amigos! ¡Púdrase!

—Ya, ya, caballeros.

—Hay otro problema, sheriff. Creo que deberíamos encausar las declaraciones del señor Smith antes de que llegue el comité de investigación. Todo este asunto se ve muy desprolijo.

—Correcto, Randy, tiene razón. Los oficiales Bobo y Dickinson tienen instrucciones de llevarlos a la escena del crimen antes de traerlos aquí. Con eso ganaremos algo de tiempo. Smith, présteme atención, por favor. Repasemos la noche anterior. ¿Qué demonios hacía la división forestal a esa hora de la noche en la zona de Greyson Peak? 

—Ya se lo dije.

—Dígamelo de nuevo. Las mentiras suelen enriquecerse con la repetición.

—Nuestro turno termina a las cinco. Pero ayer teníamos una reunión con los hombres del sindicato. ¿Le mencioné que la SFPA nos obliga a trasladarnos a Canadá? Bueno, nos enteramos que el mismo Jamie O´Ryan haría acto de presencia y los muchachos pensaron que sería buena idea agasajarlo con hamburguesas y cerveza local.

—Ya. Pero la gente del sindicato no se presentó, ¿o sí?

—No. Aparentemente tuvieron que acudir a resolver un problema de «ligas mayores» así que la reunión se pospuso para más adelante. Como se podrá imaginar, todo el mundo se sintió desalentado. Carl Merrick tenía una declaración que quería leer y Dick… Dick Sanchez, el capataz, anotó en un cuaderno todas las preguntas que debíamos hacer. Parecíamos críos que se han quedado sin su regalo de navidad. Algunos ya nos disponíamos a bajar al pueblo pero Steve insistió en aprovechar la carne y las cervezas y, pensándolo bien, hubiera sido una lástima desperdiciar la ocasión.

—¿A qué Steve se refiere?

—Steve Halloran. El otro se apellida Harris.

—¿Y qué pasó después?

—Comimos y bebimos, conversamos, hicimos las bromas habituales… Carl se pintó la cara con carbón y se puso a imitar a James Brown, Murray se tiró pedos ¿A qué se refiere con «qué pasó después»? ¿No escuchó lo que le conté antes? ¡Fuimos atacados!

—Usted dijo en la primera declaración y cito: «En algún momento Skinny Red se fue a mear. Estaba bastante borracho y como tardaba en volver, Dick Sanchez y Steve Harris fueron a buscarlo. Al rato oímos que gritaban, nos llamaban. Corrimos en la dirección de las voces y los encontramos completamente inmóviles, asomados a una especie de fosa. Miraban hacia el fondo con expresión absorta. Cuando nos acercamos vimos que ahí abajo había un ataúd. ¡Un ataúd! ¡En el medio del bosque! Solo que no era uno común y corriente. Este era ancho y profundo como un sarcófago y en lugar de madera parecía estar hecho de metal».

—Sí, así fue. Necesito un cigarrillo.

—Randy, por favor, convídele un cigarrillo a nuestro invitado.

—Gracias. Entiendan que no es fácil contar esto. En ese momento Skinny, Dick y Harris bajaron a la fosa y comenzaron a empujar la tapa con la intención de abrirla. Nosotros no lo podíamos creer. Les gritábamos que se detuvieran, pero ellos no nos hacían caso. Parecían poseídos. Al mismo tiempo, empezamos a oír un zumbido. Una cosa infernal que te taladraba el cerebro como si hubieran prendido uno de esos trituradores de corteza. Y lo peor es que junto al zumbido tuvimos la sensación de que algo o alguien nos estaba leyendo el pensamiento… y dolía, dolía como el infierno. Halloran se llevó las manos a los oídos y cayó de rodillas. Merrick se hamacaba y lloraba como un chico.

—Señor Smith, usted dijo antes que Merrick arrojó una piedra contra la tapa del ataúd y que eso frenó el sonido. Así lograron escapar.

—¿Eso dije? Qué extraño.

—Mmm.

—El que arrojó la piedra fui yo. Fue lo único que se me ocurrió y fue una suerte que funcionara. Al desaparecer el zumbido recobramos la compostura. Los chicos que estaban en la fosa salieron del trance y comenzaron a trepar con desesperación para salir de ahí. A través de la hendija entreabierta de la tapa vimos asomarse un rostro pálido. Tenía los ojos abiertos y eran completamente negros… Oiga, dígale a su ayudante que cambie la expresión o no diré una palabra más. 

—Randy, por favor.

—Nos está haciendo perder el tiempo, sheriff.

—Déjeme decidir eso a mí. Señor Smith, le pido que continúe ¿Qué sucedió a continuación?

—Fue una pesadilla. Huimos hacia el obrador en una carrera desesperada. El bosque parecía haber cobrado vida y se esforzaba en detenernos. Raíces y zarzas se interponían en nuestro camino. Las ramas nos azotaban la cara a pesar de no soplar viento. Una vez en el claro, buscamos herramientas con qué defendernos. Hachas, machetes… recuerdo haber visto que el gordo Carson tomaba una motosierra. Entonces nos dimos cuenta de que no estábamos solos. Aparecieron desde las sombras. Nos rodearon. Esos… monstruos. No sé ni cómo describirlos. Un ciervo adulto parado en dos patas, con unas fauces enormes y llenas de colmillos, atacó a Steve Harris. Le arrancó un pedazo de un mordisco. Todos gritamos. No había forma de procesar lo que ocurría. Unas siluetas vagamente antropomórficas nos cayeron encima. Eran alimañas que habían mutado hasta alcanzar el tamaño de un hombre. En el medio de aquel caos, me vi trenzado en una pelea cuerpo a cuerpo con un murciélago humanoide. Su repulsiva cabeza emitía unos chillidos insoportables mientras intentaba clavarme unos dientes como agujas en el cuello. Su cuerpo era blando y desprendía un calor febril… y apestaba. Oh, dios mío, aquel olor…

—Discúlpeme. Usted dijo que el hombre siniestro, el mismo que habían visto en la tumba, estaba presente durante el ataque y que, según sus propias palabras, controlaba mentalmente a estos seres. Pero fíjese que ahora no lo menciona.

—Es que todavía no llegué a esa parte, jefe. Como le dije; la situación era un caos. Yo luchaba por mantener al murciélago lejos de mi yugular al tiempo que tanteaba mi cinturón para alcanzar el cuchillo. Cuando lo hice no dudé en apuñalar a la bestia hasta sacármela de encima. Me limpié la sangre de los ojos y me enderecé justo a tiempo para ver como el gordo Carson enterraba la motosierra en el pecho del ciervo. Steve Harris yacía muerto en el suelo en una posición antinatural. Los otros forcejeaban en una lucha desigual. Los homúnculos seguían saliendo de las sombras y nos superaban en número. Uno de ellos clavó sus garras en el pecho de Carl Merrick y le arrancó el corazón con la misma facilidad con la que se destripa un pescado. Me di vuelta para correr y me encontré de frente con el hombre siniestro. Sostenía a Skinny Red por los hombros y sonreía con una expresión que era como un rictus cadavérico. Skinny intentó decirme algo pero el tipo le arrancó la cabeza de cuajo. Trastabillé y apuñalé el aire con mi cuchillo luchando para no desmayarme de terror. A mi alrededor se estaba produciendo una carnicería. Entre los alaridos de mis compañeros y los gruñidos de las bestias, creí que perdería la razón. No entiendo como logré coordinar mis movimientos para escapar de semejante escenario. Las monstruos intentaron seguirme, pero el hombre siniestro levantó una mano para que me dejaran marchar. «Nos volveremos a ver», dijo. Las palabras, por supuesto,  me estremecieron, pero aquel gesto magnánimo me pareció cien veces peor. De alguna manera, recordar eso empeora las cosas. Quiero decir,  me hace daño cada vez que quiero procesar los hechos. No tengo muy claro que sucedió después, lo único que sé es que deambulé durante horas. Atravesé el bosque, crucé el valle, vadeé arroyos y barrancos hasta que finalmente di con el camino que desembocaba en la carretera. Apenas recuerdo al ayudante Randy deteniendo la patrulla a mi lado y preguntándome si necesitaba un aventón. Toda esa parte se me hace borrosa. Siento que alguien usó mi cerebro como una vieja cinta de VHS, grabando, borrando y volviendo a grabar.

—Fíjese qué curioso, Smith. Usted ha repetido la historia de forma casi idéntica, pero en este último punto ha cometido un error. El ayudante, aquí a mi lado, no lo recogió en la carretera. Usted entró al pueblo caminando por su cuenta y Randy lo interceptó cerca de la plaza ¿No es así, colega?

—Correcto, sheriff. El señor Smith estaba cubierto de sangre de pies a cabeza y sostenía un cuchillo de cacería. Si eso no es un código 417K no sé lo que es.

—Bien. A propósito, Randy: ¿por qué no veo la patrulla estacionada afuera?

—Oh, es que… tuve que llevarla al taller esta mañana.

—¿Al taller? ¿De qué demonios está hablando?

—Por un problema con el alternador.

—¡Sheriff! Le repito que fue el ayudante quién me levantó en la carretera. Pero… Oh dios, ahora lo recuerdo. En el medio del camino fuimos interceptados por… por…

—¡Silencio Smith! ¿No cree que ya ha dicho suficiente? Ayudante, no entiendo cómo pudo llevar la patrulla al taller. No existe ningún taller mecánico en todo el maldito lugar. Aquí las reparaciones las realiza el viejo Keaton, y usted lo sabe.

—Sí, creo que… sí. El problema no fue la patrulla, el problema es que había sangre por todas partes… y su voz era dulce pero también lastimaba los oídos. Estaba en todas partes… latía, latía como un corazón inmenso.

—¿De qué habla? ¿Qué significa esto?

—¡Oh, por dios, sheriff! ¡Quíteme las esposas!

—¿Randy?

—Sangre… hablo de sangre. Una cosmogonía de sufrimiento latiendo al unísono.

—¿Randy?

— Ya lo verá. Se lo demostraré.

—¡Dispárele! ¡Dispárele!  

—¿Randy…?      

                                                                ***

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Seudónimo: Síndrome de Marfan

La fosa

La noticia nos sorprendió a Robe y a mí, mientras investigábamos un panteón en el cementerio abandonado del pueblo viejo de Belchite. Según nuestros informes estaban sucediendo innumerables acontecimientos paranormales en aquella necrópolis. Cargados de numerosos aparatos para la ciencia parapsicóloga queríamos dar fe a lo acontecido. De hecho, decían, que aquel pueblo estaba maldito por los tristes acontecimientos en la guerra civil y era archiconocido por todos los amantes del misterio. Incontables pruebas fidedignas se habían conseguido a lo largo de muchos años de investigación que daban valor a todos los informes de varios parapsicólogos.

─¡Era Buendía!−Hice una pausa, respirando profundamente, antes de contarle la novedad a mi colega tras colgar el celular−. Han encontrado una tumba en los bosques de los Picos de Europa, cerca de un pequeño pueblo. Se acerca sorprendentemente a la descripción que el ocultista alemán Herman Frick hizo del lugar de sepultura en sus memorias. Es muy probable que sea la fosa del brujo asturiano Evelio Montañasaltas. Sí es así puede que en el ataúd se encuentre el último ejemplar del Necronomicón del árabe loco Abdul alhazred, con el que, según el germano, fue enterrado el hechicero. Dueño legítimo del pagano libro. Ojala la suerte no nos sea esquiva y el incunable, si está entre los restos mortales, se halle en condiciones óptimas.

─¡Deja lo qué estés haciendo, Raúl!¡Sí nos damos prisa en menos de 6 horas estamos allí!

 

Con total discreción Buendía había contratado a un par de peones del pueblo de Camarmeña. Uno de ellos, un chico de color, conduciendo un viejo Land Rover Defender nos recogió en la plaza de la villa. Apenas nos cruzamos con un par de lugareños que llevaban a las vacas a los tinados. Las ancianas, recelosas, cerraban los postigos de las ventanas de sus caserones de piedra y tejados de pizarra a nuestro paso. Tras varios kilómetros por una carretera comarcal el auto se desvió por una pista forestal que era devorada por un inmenso bosque. Oscuro, viejo…

 El trayecto se nos hizo largo, el conductor no abrió la boca en todo el camino. Robe y yo sentíamos un extraño hormigueo en el estómago. Estábamos ante un hito con mayúsculas. El libro maldito del árabe loco era uno de los incunables más buscados a lo largo de la historia. Incluso había dudas de su verdadera existencia y muchos decían que fue un invento del no menos loco, escritor norteamericano: H.P.Lovecraft. El simple hecho de que hubiera una mínima posibilidad de que el libro estuviera allí merecía todos los kilómetros que llevábamos ya en nuestras espaldas.

─¡Ya casi estamos! –masculló el obrero en un acento extraño, mezcla de asturiano y una lengua africana− A partir de aquí hay que caminar medio kilometro más o menos.

 

Fuera  del todoterreno hacía fresco. La tarde estaba avanzada y los altos arboles apenas dejaban entrar la poca luz que las nubes dejaban escapar. Se sentía una fuerte opresión en el pecho. Era como si los arcaicos arboles nos vigilaran. Las maderas crujían a nuestro paso, tal vez en una comunicación ancestral y más vieja que el propio hombre. Olía a rancio, un aroma fuerte de humedad y putrefacción… A lo lejos pudimos percibir un halo de luz entre la floresta. Tras avanzar unos pasos alcanzamos un claro en el bosque. Allí se encontraba el profesor  Juan Alejandro Buendía con sus sempiternas gafas redondas junto al otro peón. Llevaban puesto el mismo chaleco de plumas sin mangas  que el conductor que nos había traído.

─¡Llegáis tarde, casi es de noche! ¡Poneos estos chalecos, dentro de poco hará frío! Nos ordenó, sin tener el detalle de saludarnos.

Habían despoblado un trozo de bosque con una motosierra y unas hachas. Un gran socavón se hallaba entre la tierra y la maleza removida. Allí, tras acercarnos, pudimos ver un enorme féretro de ónice negro. El sepulcro del brujo Evelio Montañasaltas.

─Las indicaciones del alemán eran correctas. Tras varios intentos infructuosos pudimos lograr el hallazgo. El material usado en el sepelio es inusual y nos indica que habían seguido algún viejo ritual… Aún no he bajado y debe… ehh… joderrr….

No pudo acabar la frase y se resbaló hacia el interior de la tumba, entre todos pudimos sacarlo a duras penas, con el consiguiente susto en el cuerpo.

─¡No te lesiones ahora Buendía! Bromeó Robe con sorna.

Bajamos con cuidado al interior de la fosa. La piedra estaba helada. Los arboles comenzaron a crujir con más fuerza. La noche, negra y plomiza avanzaba sin obstáculos sobre el crepúsculo. Entre Buendía, Robe y un obrero con ayuda de horquillas y palancas consiguieron echar hacia un lado la tapadera. Un intenso hedor fétido nos hizo retroceder. Tras esperar varios minutos, con sigilo y cierto temor nos asomamos al interior de aquel ataúd de piedra negra… El cadáver semi-descompuesto de un hombre de gran envergadura se hallaba rígido y con los ojos abiertos. Su mirada muerta ocasionaba espanto. Su rostro estaba marcado por terribles cicatrices y pronunciadas quemaduras habían arrugado la piel, un sombrero de ala ancha cubría su cabeza dejando escapar mechones de pelo podrido. Los insectos, a miríadas, entraban y salían por la boca entreabierta y los agujeros de la nariz y los oídos. Sobre su regazo, entre sus manos huesudas y largas, se encontraba una bolsa de cuero atada con un cordel rojo. No pude esperar más y me adelanté a mis compañeros y a los asustados obreros. Aparté los dedos tiesos del objeto y tiré del cordel. Al introducir la mano sentí un intenso pinchazo y percibí brotar la sangre. Al apartar la funda por completo entre mis manos ensangrentadas se hallaba un libro y un punzón adherido a él, con el que me había herido. Era de piel oscura, como encurtida, la portada estaba repleta de cicatrices y un extraño símbolo precedía su centro. La sangre comenzó a empapar la portada del raro incunable y para sorpresa de los que estábamos allí presentes el libro la absorbía con vehemencia, con una sed de siglos. Entonces, aterrados y ateridos ante aquella escena, de la garganta del finado comenzó a brotar una voz terrible. Arcana, gutural. Era un mantra, una oración que el muerto repetía una y otra vez.

 

<< el Zee-un-ἢa- Σan-papah, el Zee-un-ἢa- Σan-papah, el Zee-un-ἢa- Σan-papah >>

Huimos despavoridos fuera de la tumba. El finado alzó aún más aquella voz innominable y un fuerte grito se oyó en lo profundo del bosque. Los arboles temblaron y desde la espesura surgieron unas criaturas de pesadilla, invocadas por aquel brujo resusitado y su plegaria… Eran, por lo que parecía, dos enormes ciervos. Sin embargo alguna extraña mutación había cambiado sus cuerpos. Pero lo horrendo de aquella espeluznante escena era que los animales estaban muertos, corrompidos. La piel se les caía a pedazos, mostrando los órganos y algunos huesos. Sus rostros de pesadilla tenían una malévola sonrisa y sus ojos, ¡ay Dios aquellos ojos!, los mismísimos faros del averno. Conseguimos coger del suelo las hachas, palancas y la motosierra, mientras aquellos seres esperaban emitiendo sonidos guturales.

 Pude mirar hacia la yacija. El horrendo hechicero había salido de su ataúd de ónice y seguía con su cantinela. Con una voz surgida de los tiempos primigenios.

<< el Zee-un-ἢa- Σan-papah, el Zee-un-ἢa- Σan-papah, el Zee-un-ἢa- Σan-papah >>

 Estaba de pie junto a la excavación  y levantando la mano hizo una seña a sus pútridos aliados. Éstos se alzaron en sus patas traseras, desafiándonos.

Todo ocurrió muy deprisa. Los seres se abalanzaron sobre nosotros, atacándonos con sus puntiagudas astas. Uno de ellos consiguió ensartar a un obrero, abriéndole el estomago desde la ingle hasta casi el esternón. La lucha fue encarnizada. Las hachas golpeaban sus cuerpos corrompidos, la sangre oscura y fétida surgía de aquellas heridas… Buendía, motosierra en ristre, cortó de cuajo el cuello del animal que había herido de muerte al peón, mientras entre todos los demás desmembrábamos al otro súcubo infernal.

Entonces, de la espesura, surgió una bestia enorme. Se asemejaba a un lobo, pero tenía también rasgos humanoides. Y desde el cielo, al unísono, se escuchó un chillido insoportable y un batir de alas. Una criatura terrorifica, semi-descompuesta, lo que antes fue un águila en otro tiempo, se posó delante de nosotros. El brujo seguía a pies de la tumba, imperturbable.

  << el Zee-un-ἢa- Σan-papah, el Zee-un-ἢa- Σan-papah, el Zee-un-ἢa- Σan-papah >>

La criatura lobuna se abalanzó sobre mi camarada Robe. Sus fauces amarillentas y pringosas laceraron su cuello mientras una de sus garras le atravesaba las costillas. El grito de mi amigo aún me acompaña en mis pesadillas… Me lancé sobre el animal que devoraba a mi colega sobre el suelo preso de una sobredosis de adrenalina y rabia. Había recogido de la hojarasca un cuchillo de montaña y cerrando los ojos clavé la hoja una y otra vez en aquel cuerpo pestilente. El ser aulló mientras Buendía, desde otro rincón del claro del bosque, luchaba con ferocidad e introducía la punta de la motosierra en el plumífero cuerpo de aquella criatura alada. Un amasijo de plumas y vísceras salieron disparadas salpicando el rostro del profesor… Mi cuchillo penetraba en aquella carne corrupta, pero aquel ser no cesaba en su empeño de acabar con mi vida. Se revolvió y ahora era él el que me tenía a su merced. Sus temibles y apestosas fauces estaban a punto de hundirse en mi cuello. El cuchillo cada vez lo clavaba más profundo, pero era inútil. Cerré los ojos esperando el final…

Un fuerte ruido me hizo abrirlos de nuevo. El profesor cortaba con la motosierra el cuello de aquella diabólica lamia. Un chorro de sangre negra y espesa surgió como un torrente.

    Me reincorporé a duras penas. Tenía heridas y magulladuras por todo el cuerpo. Buendía parecía disfrutar descuartizando a aquel maldito ser.  Miré instintivamente hacia la tumba. El hechicero no se encontraba al borde de la sepultura y fue entonces cuando me percaté de que aquella oración recitada por el brujo en un lenguaje desconocido también había cesado… Oteé de lado a lado el claro del bosque. Aquello era una masacre de cuerpos mutilados. Un intenso olor a sangre flotaba en el aire. Casi se podía masticar el sabor metálico del líquido vital. De repente mis ojos se centraron en el chico de color que desmembraba con un hacha un tercer ser cérvido que no había visto aparecer. Entonces detrás de él, imponente, el pútrido hechicero. Solo pude advertirle señalándole, la voz apenas salió de mi boca. Cuando el pobre muchacho quiso percatarse el malévolo brujo le cogió la cabeza y con sus largas y huesudas manos le arrancó la cabeza de cuajo, separándola del maltrecho cuerpo que aún convulsionaba. El hechicero parecía sonreír mientras sujetaba la cabeza entre una de sus manos…

 Sin pensar en las consecuencias me lancé hacia él cuchillo en alto. El profesor Buendía me imitó levantando la motosierra… Fue todo como un rayo fugaz… Clavé el cuchillo en una de las piernas del brujo y éste, de un fuerte manotazo, me tumbó al suelo. Buendía, de un mandoble, le cercenó la mano que portaba el libro y el terrible mago lo agarró con la otra de la cabeza, estrujándosela. Sus gafas se hicieron añicos y se mezclaron con los huesos rotos de la cara y los trozos de cerebro que salieron a chorros… No lo pensé dos veces. Recogí del suelo el libro maldito y huí.

 No miré atrás, a pesar del terrible grito de agonía del profesor Juan Alejandro Buendía… Arranqué el todoterreno y el bosque solo fue una estela a través del cristal…

     
     He escuchado pasos sórdidos por el pasillo. Llevo sin dormir desde que ocurrió aquella pesadilla. Tres días con sus noches. Sobre la mesita del salón yace el libro del árabe loco, aún no me atrevido a abrirlo.

Los pasos suenan cada vez más cerca. Está ahí al otro lado de la puerta. Puedo oler su hedor a putrefacción, el asqueroso aroma a bosque viejo y antiguo. Puedo escuchar su respiración gutural.

Viene a por él. Por su propiedad…

…y yo estoy perdido… 

 

 

 

Consigna: Escribir un relato de terror a partir de las imágenes recibidas

Por: Gato negro