Todo
comenzó cuando nos mandaron despojar de árboles aquella zona del bosque. Una
multinacional de la construcción había comprado los terrenos y quería
convertirlo en residenciales de lujo, incluso si eso conllevaba la destrucción
de una arboleda centenaria. Los lugareños se manifestaron en contra y los
ecologistas hasta se encadenaron a los troncos; pero todo fue en vano.
Una
tarde-noche de otoño, aquel otoño peculiar, y tras varias semanas talando
árboles y extrayendo sus enrevesadas raíces, topamos con algo que no
esperábamos: un ataúd. El más grande que había visto en toda mi vida. Estaba
abrazado por los raigones de una gran haya que habíamos derribado hacía unas
horas. La sujeción era tal, que tuvimos que utilizar nuestras sierras mecánicas
para poder liberarlo de sus ataduras.
Fue
entonces cuando escuchamos un golpe proveniente del interior de la caja. Todos
retrocedimos asustados, hubo incluso quién salió corriendo de la fosa que
habíamos cavado a su alrededor.
—Parece
que la persona que está dentro ha sido enterrada viva —dijo Harry.
—¡Eso
es imposible! —le respondió William—. ¿Has visto la cantidad de raíces que
rodeaban la caja? Este ataúd lleva aquí enterrado décadas. No puede ser que
haya alguien vivo dentro.
Más
golpes, esta vez más fuertes, hicieron temblar la tapa del cajón. Enseguida
alguien (no recuerdo quién), saltó al interior de la fosa con una palanca y
empezó a liberar la tapa de los clavos que la sujetaban. Algunos más acudieron
en su ayuda.
—No
deberíamos hacer eso —dije—, pero también salté al hoyo para echar una mano.
Minutos
después la tapa estaba desprendida y abrimos la caja. En ella yacía el cadáver
de un hombre gigante, vestido con traje negro y camisa blanca; el sombrero de
ala ancha también era negro. Tenía el cuello terriblemente hinchado, pero el
resto de sus facciones estaban intactas. El aire se impregnó de un desagradable
olor a muerte. En ese momento no lo identifiqué, pero posteriormente supe que
no provenía del ataúd, si no de fuera: era el olor de nuestra propia muerte.
Entonces
los ojos del gigante se abrieron, mostrando una negrura inusitada. Todos los
que habíamos bajado a abrir la tapa echamos a correr, sin ser conscientes de
que nos estábamos dejando llevar hacia un grupo de monstruosos animales.
Ciervos enormes, con dientes afilados como cuchillos y cornamentas ramificadas
hasta lo imposible, liebres carnívoras del tamaño de un perro y águilas
dentadas gigantes que se lanzaban contra nosotros desde lo alto de los árboles.
Los
primeros del grupo no fuimos capaces a reaccionar y nos vimos sorprendidos por
el ataque de aquellas bestias. Yo fui el primero en caer, y quizá eso me salvó
la vida. Uno de los ciervos clavó sus cuernos en mi pecho y continuó su avance
devastador arroyando a otros compañeros. Yo quedé allí, tirado en el suelo,
inmóvil viendo como la sangre se escapaba de mi cuerpo y me acercaba a la
muerte. A Roger le atravesó la caja torácica un ser que no podría describir más
que como el propio bigfoot. Steffano, el italiano que se había incorporado a la
cuadrilla unos meses antes, fue atacado por una de las liebres. El monstruo se
ensañaba con su garganta, cuando Harry fue el primero en reaccionar; se lanzó
sobre ella con su cuchillo de monte y comenzó a asestarle puñaladas. Algunos
más cogieron sus hachas y se defendieron de los ataques, acabando con varias de
las bestias. William, incluso, se apoderó de la sierra mecánica y se enfrentó
al ciervo líder abriéndole una tremenda herida mortal desde el pecho hacia arriba.
El monstruoso ser cayó con medio cuerpo abierto en canal.
Eso
levantó al ánimo de la cuadrilla y comenzó a defenderse con todas las
herramientas que tenían a mano. Las liebres caían bajo el peso del filo de las
hachas, mostrándose el rival más débil. Los ciervos daban cornadas a ambos
lados y coces a su retaguardia, siendo los más difíciles de herir.
—¡Aquí!
¡Necesito ayuda! —clamó Harry, que se había visto acorralado por el bigfoot.
Balanceaba su hacha para mantener la distancia con la bestia, pero estaba
perdiendo la ventaja.
William,
motosierra en mano, acudió a su rescate.
—¡Eh,
tú, saco de pulgas! —le gritó al bigfoot para llamar su atención. Cuando este se
giró, le abrió un corte en el estómago que acabó con su existencia. Un clamor
de vítores se elevó a sus espaldas. El resto de los compañeros continuaban
defendiéndose de los monstruos con sus hachas. Con la motosierra por encima de
su cabeza, y gritando como un poseso, corrió para ayudarles en su lucha.
Harry
se quedó donde estaba, con el hacha bajada y agradeciendo la intervención de su
compañero. Le había salvado la vida. Unos minutos más y no lo hubiera contado.
—¡Harry,
cuidado! —Escuché gritar a alguien. Detrás de nuestro compañero se erguía en su
totalidad el gigante que habíamos desenterrado. Pese a ser un hombre fornido,
Harry apenas le llegaba por el pecho y parecía un niño a su lado.
Entonces
todo pasó muy rápido, pero a la vez como si estuviera siendo emitido a cámara
lenta, con destellos de flash, como cuando ponían las luces estroboscópicas de
las discotecas. El gigante agarró la cabeza de Harry con una de sus
desmesuradas manos y la otra la colocó sobre el hombro. Entonces comenzó a
tirar de la cabeza de nuestro compañero mientras este gritaba.
El
cuello se le elongó, hasta que comenzó a rasgarse la piel y, posteriormente, la
musculatura. Con los gritos de mis compañeros no oí el ruido de las vértebras
al separarse unas de otras. Las venas y arterias eran los únicos tejidos que
continuaban conectados con el cuerpo segundos después. Finalmente, el gigante
se quedó con la cabeza de Harry cogida en su mano, como si fuera una pelota, y
dejó caer el cuerpo a sus pies. Sonreía. Y, a sus espaldas, el resto de
monstruos parecía imitarle.
Consigna: escribir un relato de
terror basado en las imágenes adjuntas.
Solitaria
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