martes, 26 de septiembre de 2017

Luna sangrienta

Por Yolanda Boada Queralt.

     Consigna: CreepyPasta extensa sobre un personaje inventado por vos.
Texto:
  

Me llamo Raquel y quiero contaros lo que me ocurrió este verano. Creo que para mí ya es demasiado tarde, pero he decidido publicar esto en Internet con la intención de que, con ello, tal vez consiga ayudar a alguien. Leed con atención, no es ninguna broma. También sería bueno que compartierais el texto para que llegara a más gente.
Mi padre murió a principios de este año tras una larga batalla contra el cáncer. Aunque mi madre se enfada cuando comento esto, yo me alegré cuando él cerró los ojos por última vez. Aquel cuerpo consumido era un despojo de lo que había sido y apenas quedaba algo de mi padre en él. En sus ojos solo había dolor y cansancio, ganas de que todo terminara. Cuando aquellas máquinas a las que estaba conectado indicaron que había muerto, sonreí para mis adentros. Al fin era libre.
Fue duro para las dos, aunque creo que más para mamá, pues ella se resistía a aceptarlo. Durante el funeral y los días siguientes estuvo descompuesta, aunque varios familiares nos arroparon. En especial, mamá encontró un gran apoyo en una tía que hacía años que no veía y que yo ni siquiera recordaba. ¿No es absurdo que las familias se reúnan cuando alguien muere? Aunque, pensándolo bien, más bien es hipocresía.
En fin, el caso es que la tía reencontrada nos invitó a pasar el verano en su casa, en un pueblito perdido de la mano de Dios. Al parecer, según nos contó, nunca habían conseguido tener hijos propios, por eso adoptaron a una huérfana que, actualmente, ya tenía mi edad. «Es una chica muy especial, seguro que os entenderéis bien», aseguró.
Subirse a aquel tren fue como viajar en el tiempo. Cuanto más avanzábamos, más parecía que retrocedíamos hacia el pasado. Más allá de la ventanilla solo lograba divisar alguna casita, ovejas, vacas o cabras y ya empecé a añorar la ciudad. Tras un viaje de varias horas en tren, por fin llegamos al pueblo. Ni siquiera había una estación, tan solo un apeadero con un banco polvoriento. Una mujer con delantal y una cofia de sirvienta estaba sentada en él, como recién salida de una historia de Jane Austen.
—Estamos en el siglo XIX —murmuré, sin poder contenerme.
—Soy Rosita —se presentó—. Las acompañaré hasta la casa de los señores.
—¿Está muy lejos? —preguntó mamá.
—No, señora —dijo, tomando dos maletas. Traté de impedir que cogiera la mía, pero prácticamente me la arrancó de las manos—. Solo hay que cruzar el pueblo.
El pueblo, básicamente, consistía en un puñado de casas dispuestas a lo largo de dos calles empinadas. Rosita mantenía un buen ritmo delante de nosotras, que hacíamos lo que podíamos para no quedarnos muy rezagadas. Reparé en varias siluetas que, tras las cortinas de las ventanas, nos observaban a nuestro paso. Después de una cuesta que nos dejó sin aliento llegamos a la que, sin duda, era la casa más lujosa del lugar. Parecía que a nuestro tío le iban bien las cosas como concejal.
Tía Gertrudis nos recibió con alegría, con gran derroche de amabilidad y sonrisas. Sin embargo, como siempre que la veía, tenía la impresión de que su efusividad no era genuina, sino autoimpuesta, como si se esforzara para ocultar algo tras tanta sonrisa... Entramos en un salón con decoración rústica. Una puerta corredera de cristal dejaba ver parte de una gran terraza, donde había una mesa con sillas blancas. Una chica vestida de azul estaba muy concentrada, con la cabeza inclinada sobre unos papeles.
—¡Luna! —exclamó tía Gertrudis, llamándola—. ¡Nuestras invitadas ya están aquí!
Luna se incorporó con desgana y avanzó con parsimonia hacia la puerta. Era alta y delgada, tanto que sus movimientos parecían desgarbados. Sus cabellos negros estaban enmarañados y le ocultaban parte de la cara, pero pude ver que tenía unos ojos grandes y una piel muy pálida. Entonces, cuando entró en el salón, todos reparamos en las manchas del vestido y en un reguero carmesí que descendía por sus piernas. Era sangre.
—¡Por Dios, mujer! ¡Haz el favor de asear a tu hija! —tronó la voz de un hombre corpulento, vestido con traje y corbata, que acababa de entrar. Nuestro tío. Habíamos quedado tan sorprendidas que ni siquiera advertimos su llegada.
—Ven, mi niña. Vamos a limpiarte —dijo tía Gertrudis, rodeando con un brazo la cintura de la chica—. No se ha dado cuenta de su menstruación —comentó.
Un rato después, tras las presentaciones de rigor y nuestro agradecimiento por la invitación, Rosita nos sirvió la comida. Mientras mamá conversaba con los tíos, me entretuve observando a Luna, que comía silenciosa y abstraída. La chica no había pronunciado ni una palabra. Había algo extraño en ella y, sin embargo, me llamaba poderosamente la atención. Le sonreí y, con timidez, me devolvió la sonrisa. En aquel pueblo perdido y aburrido, desde un principio intuí que Luna podía ser interesante.
Cuando subimos a nuestra habitación, mamá me habló sobre la chica. Al parecer, tenía alguna deficiencia mental y casi nunca hablaba.
—¿Es muda? —le pregunté.
—Pues parece ser que no habla porque no quiere. O eso dicen los médicos, según Gertrudis... No sé, cariño, pero procura tener un poco de paciencia con ella.
—La verdad es que Luna me ha caído bien —confesé—. De hecho, mejor que todos los demás.
Entonces mamá me sonrió por un momento y fui feliz de volver a ver su sonrisa.
Aquella noche, un poco cansada por el viaje, me acosté temprano. Mamá ya roncaba, pues desde lo de papá tomaba somníferos y caía redonda. Yo me dormí con el móvil entre las manos, mientras enviaba unos mensajes a mis amigas del instituto.
El día siguiente me levanté temprano y me instalé con mi portátil en la terraza, en la mesa blanca. Tenía la intención de aprovechar el tiempo adelantando tareas que debía presentar al volver a clase. Al poco apareció Luna y, tímidamente, se acercó a la mesa.
—Hola, Luna —dije—. Si te molesto, me voy a otra parte.
—Ho... la. No mo... les... tas.
Sonreí, un poco sorprendida al oírla hablar. Se instaló con sus papeles y lápices y empezó a dibujar con gran soltura. Un pájaro con las alas extendidas cobró vida con un increíble realismo. Comprobé que Luna era capaz de dibujar con ambas manos y con idéntica habilidad. Trabajaba en la ilustración concienzudamente, sin prisa pero sin pausa, y el resultado terminó siendo tan perfecto que me llenó de admiración.
—¡Es increíble! —exclamé—. Tienes un don.
—Gra... cias. Me gustan los pá... ja... ros.
Entonces llegó tía Gertrudis con un vaso de leche. Lo dejó sin reparo sobre el dibujo.
—Cariño, tienes que tomar tu pastilla —le dijo, dejando el comprimido junto al vaso—. Sé buena chica.
Obediente, hizo lo que le pedían. Sin embargo, cuando la mujer se alejó, me pareció ver de reojo que la chica se llevaba una mano a los labios y que extraía algo. Aunque, de hecho, todo fue tan rápido que no estuve muy segura. En ese instante apareció el tío. Nos saludó con un movimiento de la cabeza y me percaté de que Luna se encorvó sobre la mesa. El hombre se dirigió hacia el fondo del jardín, donde había una gran jaula de hierro forjado con pájaros de todos los colores. Se quedó un buen rato contemplándolos.
—A tu padre también le gustan los pájaros —se me ocurrió decir. Ella levantó enseguida la cabeza, como si hubiera accionado un resorte sin querer, y me miró directamente a los ojos. Toda la timidez había desaparecido de repente.
—No. No le gustan. Solo le gusta coleccionarlos —soltó sin tartamudeo alguno. No supe qué contestar y decidí centrarme en mi portátil.
Por la tarde, cansada ya de estar entre aquellas paredes, decidí ir a dar una vuelta por el pueblo. Mamá estaba con Gertrudis en el salón, hablando como dos cotorras mientras la tía hacía calceta. Fui a la cocina en busca de una botella de agua y me encontré con Rosita, que estaba despellejando un conejo. Se me escapó un gritito.
—Las chicas de ciudad no acostumbran a ver estas cosas, ¿verdad? —dijo, levantando el cuchillo ensangrentado y soltando una risita. «Vaya bruja», pensé.
En ese momento entró Luna y me tomó de la mano. Me extrañó que, de repente, se mostrara tan cariñosa. Me miró con los ojos brillantes y luego hizo un ademán hacia la puerta de la cocina que comunicaba con el exterior.
—Vaya, parece que ya tienes compañía —comentó Rosita—. Pero id con cuidado, no sea que os encontréis con la Llorona. —Volvió a reír.
—¿Quién es la Llorona? —me interesé.
—Bah, es solo una vieja leyenda... Un cuento para asustar a los niños.
Tras media hora ya habíamos recorrido todo el pueblo. Allí no había nada interesante, ¡menudas vacaciones de verano! Pero entonces Luna volvió a tomarme de la mano y tiró de mí, indicándome un sendero que serpenteaba hacia un bosquecillo. Como de todos modos no había nada mejor que hacer y parecía que ella conocía el camino, me dejé llevar. El sol ya comenzaba a declinar tras los árboles y una ligera brisa jugueteaba con nuestros cabellos y mecía el follaje. De improviso, unos muros de piedra se asomaron tras la arboleda y el silencio lo impregnó todo. Se interrumpieron los cantos de los pájaros y el viento se detuvo.
—La Llo... ro... na —dijo Luna, señalando la construcción.
Eran las ruinas de una iglesia. Había un gran boquete en un muro lateral y las ramas de un árbol entraban por él, como si el bosque reclamara su territorio. La vegetación cubría una buena parte de las paredes de piedra, alcanzando las ventanas en las que un día lucieron vidrieras de colores, pero que ahora parecían cuencas vacías. Aquel lugar era desolador, pero, al mismo tiempo, era imposible apartar los ojos de él. Nos acercamos. Luna entró primero, saltando por encima de algunos cascotes, y yo la seguí.
En el interior hacía más frío, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Levanté la vista hacia la bóveda, que aún seguía manteniendo parte de su esplendor, y me sentí pequeña. Luego avancé hacia el ábside, donde se distinguía lo que quedaba del altar, y el sonido de mis pasos rebotó contra los muros de piedra. Vi que Luna se arrodillaba y recogía algo del suelo. Sostuvo aquello con gran delicadeza y empezó a canturrear.
—Vue... la, vue... la —decía. Y me di cuenta de que era un gorrión muerto.
En ese momento vi el dibujo junto a una de las columnas. Se trataba de una mujer arrodillada que lloraba con desconsuelo. Su rostro reflejaba desesperación y un punto de locura, y sus lágrimas eran rojas. Detrás de ella había una iglesia medio derruida.
—El dibujo es tuyo, ¿verdad? —pregunté, dándome la vuelta. Pero Luna ya no estaba. Sentí que un sudor frío me perlaba la frente y la llamé, cada vez más nerviosa. Solo me respondió el eco. No obstante, cuando dejé de llamarla, oí un lamento. Alguien lloraba. Seguí la dirección del llanto y llegué hasta el altar.
Descubrí que tras los restos del altar se escondía una escalera que descendía hasta las tinieblas. ¡Menos mal que llevaba el móvil! Utilicé la luz de la pantalla para alumbrar aquellos peldaños de piedra y bajar sin romperme la cabeza. Ahí abajo olía a putrefacción y el aire era irrespirable. Se me revolvió el estómago, pero intenté ignorar todos los pensamientos oscuros que me venían a la cabeza. «¡Luna! ¿Estás aquí? Espero que esto no sea una maldita broma...», dije en voz alta. Pisé suelo firme y suspiré. Alcé el móvil ante mí con la mano temblorosa y, justo a mi derecha, vislumbré toda una pared llena de nichos que contenían huesos. Tuve que reprimir una arcada, pero justo entonces la vi en el rincón, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y de cara a la pared. Gimoteaba y balanceaba el cuerpo adelante y atrás. Adelante y atrás.
Como no me respondía, le toqué un hombro. Reaccionó dando un respingo y me miró confusa, como si de repente hubiera vuelto a la realidad. Fue entonces cuando reparé en que tenía un trozo de cristal en la mano derecha y una fea herida en el antebrazo izquierdo. Las gotas de sangre habían dibujado una luna roja sobre el suelo.
Cuando regresamos a casa hubo un buen alboroto. A Luna tuvieron que darle algunos puntos de sutura y yo me sentí mal, un poco responsable por lo ocurrido, pues la chica había salido a pasear conmigo. Comenté a sus padres lo del episodio de la pastilla, porque pensé que tal vez ya hacía un tiempo que no tomaba la medicación. «Habrá que internarla en la capital», dijo el señor concejal, y tía Gertrudis se echó a llorar. Un poco alteradas también, mamá y yo decidimos subir para acostarnos.
—Creo que será mejor que mañana nos marchemos —dijo mi madre. Y me alegré.
Se tomó su somnífero y enseguida se durmió. Sin embargo, yo no paraba de dar vueltas a todo lo ocurrido y no podía conciliar el sueño. Me instalé delante del portátil y empecé a buscar información sobre el pueblo y la leyenda de la Llorona. Según fui descubriendo, la historia de la Llorona local estaba muy ligada a la iglesia que habíamos visitado. El edificio fue bombardeado durante la guerra, mientras los feligreses cantaban y dedicaban «aleluyas» al Señor. En aquella casa de Dios habían muerto la mitad de los habitantes del pueblo, incluidos los cinco hijos de una campesina, que maldijo aquel lugar y enloqueció. Ella se convirtió en la Llorona, un espectro que muchos aseguraban haber visto a lo largo de los años. También decía la leyenda que a todos aquellos que la veían o escuchaban su llanto les perseguía la desgracia y la muerte...
Unos ruidos me despertaron más tarde. Por lo visto, al final me había quedado dormida sobre el teclado y había estado soñando con la mujer del dibujo de la iglesia y los huesos de la cripta. Un viento huracanado soplaba en el exterior y la rama de un árbol golpeaba nuestra ventana. Detrás de la arboleda vislumbré la luna llena, rodeada por un halo rojo. ¿Sería un mal presagio? Sentí la boca seca y decidí bajar a la cocina.
Al llegar al salón, solo con la poca luz que entraba desde el jardín, reparé en la silueta de tía Gertrudis en su lugar habitual del sofá, y pensé que se habría quedado dormida mientras hacía calceta. Entré en la cocina y, de repente, resbalé con algo viscoso. Me apoyé para incorporarme y toqué algo blando... ¡Había un cuerpo en el suelo! Conseguí levantarme y encendí la luz. Grité al contemplar el cadáver de Rosita, con un cuchillo enhiesto entre sus pechos. Pero lo más terrible era su rostro, pues la mitad de su cara estaba despellejada y le colgaba sobre el cuello.
Corrí hacia Gertrudis y, al llegar junto a ella, vi con renovado horror que una sus agujas de hacer punto sobresalía de su ojo derecho. Unas gotas de sangre descendían por su mejilla. En ese instante entró Luna, que venía del jardín. La seguían pájaros de todos los colores. Sonreía desquiciadamente y sus ojos estaban inyectados en sangre.
Me alejé de ella, gritando. Entonces vi que salía luz por debajo de la puerta del despacho del tío y hacia allí me dirigí. Lo encontré en el suelo, con la garganta abierta, y sus ojos estaban sobre la mesa. Tuve que apoyarme en la puerta para no caer.
—Nunca sonreía. Ahora lo hará para siempre —dijo Luna. Y entonces acercó su rostro al mío y sentí todo el odio y la locura que reflejaban aquellos ojos rojos—. Volveremos a vernos, Raquel. Vuela. Vuela mientras puedas...
Cogió el mechero de oro de su padre y se alejó. Yo corrí hasta nuestra habitación. Lloré de alegría al ver que mamá estaba bien, aunque me costó mucho despertarla y prácticamente tuve que arrastrarla por las escaleras. Cuando llegamos abajo, las cortinas y el sofá estaban en llamas y el fuego se extendía rápidamente.

Salimos de aquella casa y escapamos del infierno, pero sé que Luna volverá a buscarme. Siento que está al acecho tras cada esquina, tras cada sombra. Vigilad. Vigilad en especial durante las noches de luna llena y sangrienta.

EL AMABLE HOMBRE DEL PARAGUAS

Por Emilio J. Bernal.

     Consigna: CreepyPasta extensa sobre un personaje inventado por vos.
Texto:
Recuerdo que aquel día no salió el sol. Entendedme, no es que no saliera, es que le dejó el protagonismo a una densa cortina de oscuras nubes. Asumió, por un día, el papel de actor secundario en un verano en el que había trabajado de manera abrasadora.
Los conductores me miraban algunos curiosos, otros despectivamente, mientras caminaba por el arcén de la autovía en sentido contrario al de la circulación. Siempre había escuchado que era la mejor manera de caminar en una carretera. No quedaba demasiado para llegar a la estación de servicio y llenar de gasolina el bidón de veinte litros que llevaba en la mano. Por desgracia, no me fijé en el nivel de gasolina que quedaba antes de arrancar el motor y encaminarme hacia el trabajo. El resultado podéis imaginarlo. Dos kilómetros a mi espalda había dejado el coche con los conos de seguridad, el triángulo y las luces de emergencia puestos. El plan era simple: caminar hacia la gasolinera más cercana comprar carburante y volver hasta mi vehículo para ponerlo de nuevo en marcha. Pero a veces lo más simple se torna complicado.
La más que previsible lluvia comenzó a caer de forma repentina y violenta. No tenía donde cobijarme allí en medio de la autovía. Pero pensé que después de todo estaba teniendo la suerte de encontrarme ya justo en frente de la gasolinera. Sólo tenía que cruzar la carretera.
—Hola joven, si quiere puede usar me paraguas. Es grande, cabemos los dos.
No sé de donde había salido aquel hombre, no negaré que me asustó por un momento y que incluso me dejó una sensación de repelús recorriendo mi espalda hasta instalarse en la nuca. A pesar de todo le agradecí el gesto y reconocí su exquisita educación. Hablaba con un tono suave, cálido, embaucador... y sin embargo, bajo ese manto de bienestar podían intuirse unos puntiagudos témpanos de hielo.
—Gracias —le dije con desconfianza— se lo agradezco pero creo que si corro no me mojaré demasiado.
—No rechace mi ofrecimiento, como le digo: es grande. Déjeme ayudarle —insistió haciendo ver un paraguas negro de grandes dimensiones.
Era un tipo peculiar, chapado a la antigua. Vestía una gabardina negra, chistera del mismo color y guantes de piel. La expresividad de su rostro no cuadraba con con el tono que usaba al hablar. Había visto esa expresión con anterioridad, no recordaba cuándo. Ahora sé que fue siendo yo pequeño, el día que vi a mi abuelo tirado en el suelo del patio de casa. Muerto.
Era el rostro del que ya no vive, con la nariz afilada, ojos hundidos y pómulos marcados. Ahora lo recuerdo y casi que diría que en ningún momento llegó a mover los labios mientras hablaba. Pero en aquel momento caí presa de una especie de trance hipnótico. Un estado en el que mi voluntad se vio abducida por una fuerza centrípeta que me sugería acceder a las peticiones del amable hombre del paraguas.
—Creo que aceptaré su ayuda, crucemos —acepté.
—Muy bien, sígame —continuó el hombre amable.
La carretera estaba vacía cuando comenzamos a cruzarla. De pronto me hizo parar, justo en la linea discontinua que separaba los carriles.
—Espera, no te muevas de ahí, quiero que veas algo.
Lo dijo de manera tan persuasiva que ni dudé en hacerle caso a pesar de que divisé que un vehículo se acercaba a gran velocidad. Miré hacia las luces y cuando volví a mirar al frente el hombre ya no estaba allí. En cambio vi una pelota. Una de esas de plástico. Se adentraba en la carretera botando hacia mí. Tras ella un niño. No tenía más de cinco años. Como el hombre amable, también tenía aspecto antiguo. Sus ropas. Y la cara de la muerte. Yo  seguía estando en mitad de la calzada, tieso como un palo y agarrando en paraguas negro. Del hombre ni rastro. El niño que seguía corriendo y tras la pelota y el coche que se acercaba peligrosamente.
Fue cuestión de segundos. La pelota fantasmal atravesó mi pecho y el coche, un modelo americano clásico de los tiempos de la ley seca, se llevó por delante al niño. Un golpe seco en la cabeza. El coche frenó en seco pero ya era tarde. De su interior salió el hombre amable y vino hacia mi.
—Esta es mi historia. Le quité la vida a un niño. No lo vi venir, lo juro, pero nunca pude superarlo. ¿Ves aquel árbol que hay junto a la gasolinera? Allí, colgado de una de sus ramas acabaron mis días. Y ahora me dedico a salvar vidas como la tuya. Todas las que puedo. Cruza ya ¡AHORA!
Noté un gran empujón que me tiró sobre la cuneta y la sombra de un camión de gran tonelaje que pasó haciendo sonar el claxon a pocos centímetros de mi. Una pareja de ancianos se acercaron a socorrerme desde el área de servicio.
—Pero criatura, ¿Que hacías ahí parado, en mitad de la carretera? —preguntaron preocupados.
—Yo sólo quería gasolina —dije todavía en shock— ¿Y el hombre amable del paraguas? ¿Lo han visto?
Me tomaron por loco o quizás pensaron que estaba bajo los efectos de algún tipo de sustancia tóxica. No sé. Me ofrecieron un café, pude comprar algo de gasolina me acercaron en su coche hasta el mio. Me despedí agradecido, puse en marcha mi automóvil y hasta el día de hoy.
Es la primera vez que  cuento los hechos que me ocurrieron en la tarde noche del 15 de agosto de 2003. Aunque estoy seguro de que aquel hombre amable del paraguas sigue allí penando. Ayudando a todo aquel que, por un descuido, pueda ser atropellado.

Su universo

Por Juan Carlos Santillán.

   Consigna: Relato que sería la futura película animada de Steven Universe en versión para adultos, respetando la versión latina.
Texto:
1
—Nunca el universo me pareció tan obscuro como esta noche.
Sobre el ulular de la brisa marina, la voz llega amortiguada a los oídos de Steven. Desde su lecho en el altillo ve las tres siluetas recortadas contra la ventana, de espaldas a él. En todos esos años, no había reparado en lo extraño de su situación. Todo ese tiempo había sentido a aquellas alienígenas como sus madres. Aquellas coloridas criaturas de apariencia humana, con gemas en sus cuerpos que les otorgan poderes maravillosos. ¿Pero no es acaso él mismo un alienígena, aunque sólo lo sea en parte, siendo hijo de una como ellas? Se levanta la camiseta con la estrella estampada en el pecho y pasa una mano por su vientre. He ahí la respuesta.
Su madre murió cuando Steven nació. Su padre acaba de morir.
—¿Qué haremos con el muchacho? —Oye que dice otra voz.

2
—Mi padre era Greg DeMayo. Era humano, muy humano. Yo adoraba a ese tipo loco de barba y pelo largo, que cambió su apellido para mí.
—Llevábamos mucho tiempo buscándolos. Ignorábamos que su padre hubiese muerto.
Steven sonríe con amargura. Oye y ve todo como en sueños. Sospecha que ha sido drogado.
—Mi universo ya no existe —dice.
—Usted ya es un adulto. No esperaría que esa fantasía durara para siempre, señor DeMayo
—Mi apellido es Universe.
El hombre de traje juega con un largo cuchillo de hoja aserrada. Enciende un cigarrillo.
—Este cuchillo fue hallado en su vivienda, señor DeMayo, y tiene sus huellas en él.
—Era de mi padre; él me lo regaló.
—Fueron halladas también varias mujeres con piedras incrustadas en el pecho...
—Gemas.
—¿Cómo dice?
—Son gemas.
—Ya. Gemas. Pues hallaron a estas mujeres —prosigue el hombre de traje, colocando una a una las fotografías sobre la mesa— con gemas incrustadas en el pecho o en el cráneo. Y sabemos que hubo más, a lo largo de muchos años. Al comienzo fue todo responsabilidad de su padre, claro, usted era apenas una criatura. Pero cuando él murió, usted continuó con esto y fue en adelante todo responsabilidad suya —culmina, entrelazando los dedos de las manos—. ¿Qué tiene que decirnos al respecto?
—No tengo nada que decirles. Yo no soy uno de ustedes.
—¿Porque lleva usted mismo una gema incrustada en el vientre?
—Sí.
—Entiendo. — El hombre de traje arroja una larga bocanada de humo, dando vueltas al cuchillo. A Steven no le agrada su expresión irónica. Instintivamente, se lleva una mano al vientre. Sólo siente una inquietante rugosidad bajo la tela. Se levanta la bata de hospital y ve la profunda cicatriz. Se aferra con fuerza a los brazos de la silla de ruedas.
—¿Qué me han hecho?
—La ciencia ha avanzado mucho, señor DeMayo. Nos ha permitido corregir su malformación.
—¡Me han mutilado! ¡No podían extirpar esa gema, era parte de mi organismo, pude morir!
El hombre de traje clava el cuchillo en la mesa con tanta fuerza que el vaso de vidrio que reposa sobre ella se tambalea. El agua que contiene se estremece de un modo que a Steven, aturdido como está, le resulta curioso. Y finalmente el vaso cae al piso como en cámara lenta, haciéndose añicos.
—¡No era parte de su organismo, señor DeMayo! —estalla el hombre de traje— ¡Lo que usted tenía era una malformación congénita en el vientre! ¡Y, en su insania, había alucinado que esa protuberancia en su ombligo se trataba de una gema alienígena! ¡Llegó al punto, hace unas semanas, de amputarla usted mismo, reemplazándola por un fragmento de cuarzo! ¡Los médicos debieron detener el avanzado cuadro de septicemia que presentaba, antes de poder intervenirlo quirúrgicamente! ¡La operación duró varias horas! ¡Y ha permanecido en coma inducido desde entonces!
—¡Era lo único que tenía de mi madre!
El hombre de traje inspira profundamente, pasándose ambas manos por el cabello.
—Entiendo que la perniciosa influencia de su padre lo ha trastornado gravemente, señor DeMayo. Pero debe reaccionar. ¡Y darme la información que necesito! ¡Sabemos que hay más! ¿Dónde están las demás, señor DeMayo? ¡Responda!
Un chirrido electrónico y un poco de estática dan paso a una voz femenina.
—Eeh... ¿Señor?
—¿Qué quiere? —brama el hombre de traje, volteando la cabeza hacia la amplia superficie reflejante ubicada a un costado. Steven tiene entonces la certeza de que del otro lado los han estado observando durante todo ese tiempo. El hombre de traje vuelve a rugir—: ¡Dije que no debía ser interrumpido!
—Ha llegado información importante, señor —contesta la voz—. Es urgente.
—Por su bien, espero que de verdad valga la pena.
El hombre de traje arranca el cuchillo de la mesa y se lo guarda en la chaqueta. Sale de la habitación dando un portazo. Se oye su ronca voz gritando: «¿qué es eso tan...?». Lo siguiente que Steven oye son ruidos de golpes. Ve la puerta que estalla en mil astillas, dando paso al cuerpo del hombre de traje, que es proyectado violentamente al interior, cayendo boca arriba en las baldosas, donde queda inmóvil. Detrás, Steven ve una pierna bien torneada que se introduce por el boquete, tras la cual ingresa una atractiva mujer de buena figura, con el rostro agraciado cubierto por una espesa capa de maquillaje, que le sonríe amistosamente.
—¡Hola, chico! —Oye Steven la voz de la atractiva mujer, la misma que oyó por el altavoz hace un momento. La observa anonadado. Luego reacciona.
—¿Está... muerto? —pregunta.
—No lo creo. Apenas inconsciente, me figuro. —Oye, como a lo lejos, que le responde la mujer—. Pero sería bueno irnos antes de que despierte.
La ve colocarse detrás de la silla rodante y empujarla.
—Espera —dice Steven, cuando la silla pasa junto al cuerpo del hombre de traje. La silla se detiene. Steven se agacha y abre la chaqueta.
—¿Qué haces? —Oye que le pregunta la voz.
—Me llevo un recuerdo —responde Steven, extrayendo el cuchillo.
La silla vuelve a ponerse en movimiento y sale al corredor.


3
—¡Lapislázuli! —exclama Steven, observando la espigada figura encadenada—. ¡Sabía que eras tú!
Ve a su antigua amiga pender del techo en una habitación de concreto, tras una gruesa lámina de vidrio con perforaciones circulares muy pequeñas. Sus tonalidades azules lucen apagadas.
—¿Lo sabías, dices? —Oye a su espalda la voz desconcertada de la mujer que empuja la silla.
—Tuve el presentimiento de que ella estaba cerca —explica Steven— cuando vi el agua agitarse de un modo extraño en el vaso. Pero... ¿Qué haces?
Mientras Steven habla, ve cómo la mujer ha dejado a un lado la silla y la ha emprendido a puñetazos contra el vidrio. A primera vista, sus nudillos lucen ya oscuros moretones, producto del impacto. Pero una mirada más atenta descubre que es el espeso maquillaje el que ha desaparecido, dando paso a la piel de ese color tan peculiar.
—¡Amatista!
—¿Qué, no me habías reconocido? —Steven la ve sonreír sin dejar de aporrear el vidrio con los puños— He tenido que adoptar este aspecto para pasar desapercibida.
—Claro que te he reconocido, tu voz es inconfundible —Steven sonríe a su vez, nervioso, intentando poner orden a sus ideas—. Pero te pregunto qué haces, no tenemos tiempo para eso.
—¿De qué hablas, Steven? ¡No podemos dejarla ahí!
—¡Sí que podemos, si queremos salvarnos! ¡Ya es muy tarde para ella!
—¡Steven!
—¡Vamos, Amatista, no queda mucho tiempo, debemos huir! —Steven apoya las manos en los brazos de la silla, se incorpora y da dos pasos tambaleantes, hasta colocar su rostro a un palmo del que ya empieza a ver algo borroso ante sí— ¡Tú conservarás ese aspecto, que es estupendo, pero tendremos que huir lejos, porque ya nos han visto a ambos así y nos han grabado las cámaras, o tal vez puedas cambiar tu aspecto y el mío..., y pasaremos desapercibidos! ¡Podemos ser felices!
—¿Podemos... qué? ¡Steven, estás loco!
—¡Yo no...! —La vista de Steven se desenfoca un poco más antes de que deje caer los brazos a los lados y un resoplido salga de su boca—. No estás siendo razonable.
—¿Yo no estoy siendo razonable? ¡Tú no pareces tú! ¡Y yo no soy esto! —Steven ve transformarse el armonioso cuerpo en una figura rechoncha de metro y medio de altura—. ¡Ésta soy yo! ¿Te acuerdas? ¡Mírame!
Steven la mira: la rechoncha Amatista se pasa furiosa la mano por el rostro pintarrajeado, desgarrando la gruesa capa de maquillaje. Cuatro surcos profundos de fondo morado atraviesan ahora la masa blancuzca y roja.
—¡Ésta soy yo! —La oye repetir—. ¡Y esto...!
Pero no la oye terminar la frase. La ve dirigir la mirada a la aserrada hoja del cuchillo que brilla en la mano de Steven.
—¿Me matarás, Steven?
—No tenemos tiempo. Ellos sólo quieren las gemas. Y nos dejarán tranquilos..
—¡Pero las gemas son parte de nosotras! ¡Esas gemas somos nosotras mismas! ¡Y sólo quedamos nosotras dos! ¿Entiendes? Yo... —La voz de Amatista para de gritar. Lo siguiente que Steven oye salir de sus labios es casi un tímido susurro—. ¿Quieres que te dejen en paz, verdad? Eso lo entiendo. Pero yo no...
—Sólo quiero una vida normal —dice Steven, viendo sobre la cabeza de Amatista a los hombres de traje que se aproximan—. Ya es tarde. Perdóname.
Da un paso adelante. Y puede ver que también lo hace ella. Entonces empieza el forcejeo.

4
—¡Esto es una masacre!
Los cuerpos de varios hombres de traje están regados por el piso del corredor. En el centro está la silla de ruedas, vacía. Y, a los pies, una rechoncha figura de metro y medio.
—¡Tiene toda la piel amoratada! ¿Y qué es eso? ¡Tiene un agujero enorme en el centro del pecho!
—¿Quién pudo hacer esto?
—Fue DeMayo. Es un demente. Pero no pudo haberlo hecho solo, ha debido de recibir ayuda.
—¡Señor, ésta está viva!
Todos los hombres de traje apuntan sus armas a la alargada figura que respira fatigosamente al otro lado del vidrio roto.
—¡Atrás, puede ser peligrosa!
—¡Se está moviendo!
—¡No disparen!

5
Bajo el negro cielo sin estrellas, arrastrada por la corriente, la endeble embarcación surca las aguas a una velocidad vertiginosa. Sobre los tablones precariamente unidos, Steven, cubierto únicamente por la bata de hospital empapada, se aferra al ensangrentado cuchillo de hoja aserrada. Ve una vez más la hoja clavarse en la carne morada, hacer palanca, extraer la piedra. Pero sabe que no era su mano la que lo aferraba. Está seguro de que no lo era. No pudo ser su mano. Y sin embargo... No ha parado de llorar desde que abandonó ese horrible lugar y se precipitó al mar.
Puede ver la otra orilla. Reconoce el perfil de Ciudad Playa, su hogar. Casi puede tocarla.
Entonces, la corriente amaina. De improviso, como si alguien hubiese dejado de empujar las aguas, éstas se van aquietando progresivamente, hasta detenerse por completo. Flotando en medio de un océano imperturbable como un espejo, Steven puede divisar la tierra, oscura, en el horizonte. Y en la lisa superficie que lo separa de ella, la primera curva empinada de una aleta dorsal. Y luego otra. Y otra más.
Steven quiere llorar. Pero no puede. Ya no le sale una gota. Ni una gota de agua se mueve ya. Entonces se convence de que ella también ha muerto. Él está ahora solo en el mundo. Ha quedo solo en el universo. Mira hacia el cielo. Y vuelve a oír la voz. Pero ahora sabe que está únicamente en su cabeza:
—Nunca el universo me pareció tan obscuro como esta noche.


25.09.17

El violeta es el color del amor

Por Ismael Manzanares.

  Consigna: Relato que sería la futura película animada de Steven Universe en versión para adultos, respetando la versión latina.
Texto:
Sentado en el sofá, con una Gato Cerveza en una mano y una bandeja de palomitas al alcance de la otra, Steven veía pasar la vida. De manera más específica, observaba con ojos ausentes la televisión por cable, que es lo mismo —o mejor. Neon Genesis Evangelion Extreme, con su orgía de robots gigantes; Bola de Dragón Plus Plus Plus y las aventuras del bisnieto de Goku; Sailor Moon Full Eclypse, con sus minifaldas siempre al límite pero nunca más allá; Doraemon, emitiéndose todavía con su rasposo analógico original en los tiempos de desenfreno digital. Zap, zap. Trago a la cerveza, palomita al buche. Ah, por fin un canal interesante, pensó Steven. Apartó la bandeja de maíz y se metió la mano libre dentro del pantalón.
Zap.
Un relámpago rojiblanco iluminó la estancia. Garnet y Perla aparecieron de la nada y comenzaron a moverse de inmediato por el cuarto.
—¿¡Pero qué cojones!? —se sobresaltó Steven. Perla refunfuñaba vagamente mientras recogía la ropa desperdigada; Garnet, a grandes zancadas, dejó caer su enorme cuerpo en un lateral del sofá, lo que provocó una explosión de palomitas y evitó durante unos segundos más que Steven encontrara el mando de la tele para silenciar, por fin, los gemidos y jadeos.
—Relájate, Steven. Lo sabemos.
—¿Que sabéis qué? —chilló Steven—. ¡Si hace siglos que no nos vemos!
—Lo sabemos todo —replicó Perla—. Sabemos de tu afición onanista. Sabemos que le robas el wifi al vecino. Sabemos que…
—¡Basta ya!
Steven se levantó del sofá, desaliñado y sudoroso. La camiseta no llegaba a tapar el cuarzo rosa de su ombligo. Había crecido algo desde los viejos tiempos. Era casi igual de alto que Garnet y le sacaba una cabeza a Perla. Su figura se había estilizado un poco, aunque seguía teniendo las manos y los pies demasiado grandes en comparación con el resto del cuerpo. El pelo rizado formaba dos pequeñas entradas a ambos lados de la frente.
—Me fui porque quería estar lejos de vosotras.
—Independizarte —apuntó Garnet.
—¡Exacto! Porque necesitaba ver el ancho mundo, más allá del Templo de Cristal; porque necesitaba ser yo mismo, ¡tomar mis propias decisiones!
—Ajá —apuntó Perla, sosteniendo unos oscuros calzoncillos con los dedos en pinza—. ¿Incluyen esas decisiones el lavado de la ropa interior?
—¡Trae aquí! Escuchad, no sé lo que habéis venido a hacer, pero no puedo ayudaros. Ya no. Ahora vivo mi propia vida: se acabó el salvar al planeta. No pienso ir a ningún sitio con vosotras. Tengo entradas para el concierto de U2 de mañana y no pienso perdérmelo por nada del mundo. No puedo ayudaros. Por cierto, ¿dónde está Amatista?
—De eso precisamente queríamos hablarte. Amatista ha secuestrado a Bono.

—Ponedme al día —pidió con desgana Steven. Los tres viajaban, camino del estadio donde se celebraría el concierto, en la que fue la furgoneta de Greg. Steven estaba malhumorado. El mellado vehículo de su padre le traía recuerdos. Perla tomó la palabra.
—Amatista siempre fue la más voluble de los cuatro. Tú lo sabes mejor que nadie.
—¿Qué?
—No te hagas el tonto. Ya no eres un niño —apuntó con seriedad Garnet.
Steven recordó el suave tacto de la piel de Amatista y su lánguido cabello. De pequeño había soñado en sumergirse entre aquellos pechos generosos y en rozar los labios gruesos y un poco desafiantes con los suyos propios. Años después llegó a cumplir esos sueños e incluso superarlos. Amatista era pasional y muy, muy juguetona. La gema que formaban al fusionarse, Smoky Cuarzo, no era la combinación más poderosa, pero sí la más tierna a sus ojos. Steven sabía que detrás de toda aquella voluptuosidad malva había un corazón amplio y generoso. Amaba su manera de masticar con la boca abierta y de hurgarse la nariz, y la amaba más todavía porque fue la que le animó a partir, a romper el pequeño grupo familiar que habían formado los cuatro.
—Está bien, ya no soy un niño. Pero no me habéis explicado qué pasa.
—Después de que la dejaras se sumió en la depresión. Dejó de importarle la comida.
—Incluso las hamburguesas, los burritos y las pizzas —apuntó Garnet.
—Se encerraba durante horas en el mutismo mientras mensajeaba con su móvil.
—Un Nokia 3310. Robusto, duro. El mejor. —Garnet parecía satisfecha.
—Se apuntó a un gimnasio. —Perla seguía enumerando, ajena a todo.
—Que tuvo que abandonar —apuntilló Garnet.
—Y, en las misiones, rara era la ocasión en que no precisaba regenerarse, lo que a veces le llevaba meses. A ella, que siempre fue tan impaciente.
—Tan impaciente —repitió Garnet, satisfecha de haber dicho la última palabra.
Steven no contestó. De repente tuvo memoria de haber recibido durante una temporada mensajes de texto de Amatista. Pero no recordaba haberlos respondido, y es más, tampoco era capaz de acordarse del contenido. En aquella época había viajado por el desierto flotando en una nube de opiáceos, o tal vez había surcado el mar en un barco de Greenpeace en un fugaz frenesí ecologista. Tenía la vaga sensación de que había fallado a Amatista de alguna manera, pero ¿cómo? ¿Acaso no había querido ella que él viviera su propia vida? Guardó silencio, taciturno, durante el resto del trayecto.

El escenario del concierto era impresionante. Los ojos de Steven formaron estrellitas al recorrer los espectaculares arcos que se combaban sobre el espacio abierto donde se situaría la banda. Conocedor de las costumbres del grupo, Steven se deleitó con los detalles: la enorme pantalla cilíndrica que permitía una visión desde todos los ángulos; los gigantescos amplificadores que desplegarían su potencia a los cuatro vientos; los titánicos generadores voltaicos, con forma de limón, que alimentarían los fastos; y por último, el brillo metálico de la batería, las guitarras desplegadas en derredor como flores eléctricas, y en el centro el micrófono, solitario y erguido.
Junto al micrófono, en mitad del escenario, estaba Amatista, tal y como siempre la había recordado, expresiva y descarada. Su látigo, desplegado, estaba enrollado alrededor del cuello de Bono. Los técnicos de montaje habían huido; el estadio estaba vacío para ellos.
—Steven. Te esperaba —dijo Amatista. Bono profirió un quejido apenas audible en su característico falsete. Las gemas se agacharon, listas para saltar al combate. Pero Steven las detuvo con un gesto de la mano.
—¡Esperad! Amatista, ¿qué está ocurriendo? ¿Por qué no dejas el látigo y hablamos como personas civilizadas? —Aprovechó para guiñar un ojo a Bono. No todos los días se encuentra uno frente a frente con su ídolo. Este volvió a gemir.
—Es tarde, Steven. El tiempo para hablar ha pasado. Ahora voy a destruir todo lo que amas: uno a uno perseguiré a todos tus fetiches y los iré aniquilando hasta que no te quede nada por lo que vivir.
—Pero, ¿por qué? —insistió Steven, sintiendo un escalofrío—. Yo aún te quiero. ¡No es tarde para solucionarlo!
—Tú solo te amas a ti mismo.
Amatista no varió su posición. Miraba con ojos entrecerrados al grupo, con sus expresivos labios cerrados en una mueca de odio. Bono hizo ademán de levantarse, pero ella lo sometió con un giro del látigo.
—¿Sabes de dónde viene toda la arena del mundo?
—Amatista… —murmuró Garnet.
—La arena de las playas, donde los seres humanos se tienden a tomar el sol, a jugar a vóley-playa, a amarse. La arena de los desiertos, que susurran recuerdos de sol y de exóticos viajes. La arena del fondo de los ríos, de los lagos, de los fiordos, donde a veces los barcos hacen su última escala. Toda esa arena, ¿sabes lo que es?
—¿Sílice? —aventuró Steven, que creyó recordar algo de su periplo marino.
—Somos nosotras, Steven. Gemas muertas, gemas rotas. Devastadas de un modo u otro, inservibles. Desechadas. Ese es mi destino. Lo siento dentro de mí. Ya no hay nada que me ate a este mundo. Pero antes, vas a sufrir.
—¡Un momento! —Bono había logrado aflojar un poco la presión de la fusta y hablaba en un español defectuoso, fruto quizás de sus charlas con el papa Francisco—. Tu pasión me ha conmovido, Amatista. Déjame que te ayude a liberarte de tu dolor. Confía en el poder del amor. Let us be… One.
Paralizados, Steven, Perla y Garnet contemplaron cómo Bono se liberaba del yugo y se acercaba a Amatista, a quien cogió de la mano con suavidad. El cantante no había perdido su carisma. A sus espaldas, tímidamente, los miembros de U2 salieron de sus escondrijos; The Edge, Adam Clayton y Larry Mullen Jr., con cara de no saber muy bien lo que estaba pasando, pero sintiendo en sus corazones de músico que su tiempo estaba llegando. Bono comenzó a bailar con la gema, que estaba un tanto azorada, y un resplandor iluminó de repente el escenario cuando la fusión se produjo. Donde habían estado los dos ahora había un nuevo ser, una monstruosa versión de ambos. Sin necesidad de palabras, las gemas supieron que contemplaban a Bonotista. Una chaqueta de cuero cubría los hombros violáceos del engendro, que portaba unas gafas de sol con una cierta reminiscencia de insecto sobre su segundo par de ojos; la amatista brillaba, deslumbrante, en el pecho; el pelo caía de nuevo en cascada sobre los hombros, como en los mejores tiempos del cantante, y las regordetas manos sostenían el mango del látigo, convertido ahora en micrófono.
Entonces las palabras nacieron de la boca de Bonotista, y los primeros acordes de una canción brotaron de los instrumentos que los miembros del grupo habían empezado a tocar. La melodía era desmesurada, abarcando tonos del espectro sonoro que ninguna garganta humana podría haber creado. La letra de la canción, que nadie pudo volver a recordar más adelante, era una amalgama perfecta de todos los éxitos de la mítica banda aderezada con los grandes éxitos de las gemas: One, Somos las Gemas de Cristal, Where the streets have no name, Gato Galleta, A sort of homecoming, Soy más fuerte que tú, Mother of the disappeared, Mis errores siempre arrastraré, If you wear that velvet dress. The Edge y sus compañeros sudaban copiosamente para poder seguir el ritmo de Bonotista. Perla y Garnet bailaban, la primera con la elegancia de una bailarina de ballet clásico, la segunda en su estilo break dance discotequero, subyugadas ambas por el poder de la música. Steven permanecía absorto, con las estrellas anidando de manera permanente en los ojos abiertos y las lágrimas rodando por sus mejillas.
La canción debió durar horas, o tal vez fueran minutos. Es imposible saberlo. Pero llegó un momento en que las gemas cayeron al suelo exhaustas, y los miembros del grupo dejaron de tocar, de rodillas y agotados. Frente a frente quedaron Bonotista y Steven, mirándose. Una fugaz esperanza de amor chispeó entre ellos durante unos instantes; pero el dolor con que Amatista contribuía a la fusión era demasiado grande. Bonotista hizo chasquear el látigo-micrófono, y con un giro de muñeca atrapó a los extenuados miembros de grupo, dejándolos caer a continuación en su inmensa bocaza.
—¡No! —gritó Steven. Perla y Garnet, aunque cansadas, hicieron aparecer a sus armas demasiado tarde. Para cuando la lanza opalescente y los guanteletes hicieron mella en Bonotista todo había acabado. La banda de rock más famosa de la Historia era, valga la redundancia, historia. La gema de Amatista cayó rodando a los pies de Steven, que la tomó en sus manos. Una gruesa grieta la recorría de lado a lado y, al asirla, un fino polvo granulado se escurrió entre sus dedos. Arena púrpura.
—Lo siento, Steven —dijo Garnet, en una rara muestra de empatía. Perla apoyó una mano en su hombro, maternal.
El interpelado alzó los ojos, en los que las estrellas aún brillaban. Observó por última vez el escenario vacío y se sorbió los mocos.

—¿Alguien tiene un donut? —dijo.

Ataque al amanecer

Por Carmen Gutiérrez.

     Consigna: Relato basado en pintura de Jacek Yerka, género libre.

Texto:
Dante entró en la biblioteca escolar por la puerta del patio y la atrancó con llave. La alarma de había disparado segundos antes pero en ahí todo parecía muy tranquilo. Sabía que sus compañeros estaban saliendo del edificio pero no le importó mucho. Ya había hecho más de lo que había planeado hacer. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver movimiento debajo de una de las mesas. Caminó despacio, analizando su alrededor. Las cámaras grabaron cómo se detenía delante del Attack at dawn, de Jacek Yerka, donado años atrás por su padre. Cruzó los brazos al frente sin poner atención a los alumnos que se arrastraban a sus espaldas, se fijó en los detalles de los árboles al fondo, el color del cielo, las escamas del auto lagarto… todo se combinaba para crear un cuadro odioso y agradable a la vista, las dos cosas a la vez. En su reproductor de música sonaba el Il Concerto No.2 de Las cuatro estaciones de Vivaldi a todo volumen. Muy adecuado para la ocasión y para lo que el cuadro le representaba. Estrés, ansiedad, movimiento, dinámica… algo que pocos podrían relacionar con el monstruo en forma de lagarto motorizado que se preparaba para el ataque de bestias que parecían aviones en el horizonte.
Algo captó su atención. Se volvió y vio a cinco compañeros tratando de salir, mientras otros tantos se escondían de su vista entre los estantes, como cucarachas. Se acercó a la puerta con tranquilidad, casi con resignación les apuntó con el arma. Mientras lo hacía los que trataban de salir se alejaron de él. Dante reconoció a Melina y a Francesca, le caían bien. El que guiaba al pequeño grupo a la salida era Melquiades, el bibliotecario. Dijo algo que él interpretó como ¡Por favor! Sin poder escucharlo ya la música sonaba muy fuerte en sus oídos, Dante le hizo una señal de No con el dedo índice, como regañando a un niño de parvulario y atrancó la puerta principal.  
El grupo se fue alejando, replegándose contra las mesas.
¡Salgan todos! gritó Dante.
De entre los pasillos salieron más compañeros. Unos lloraban, otros sostenían a las chicas, una de ellas estaba herida.
¡Siéntense! ordenó.
Poco a poco y temblando, los chicos empezaron a ocupar los asientos en el área de estudio. Dante los contó con la mente. Doce. Diez más dos. Seis por dos. Una docena de personas que lo miraban expectantes. Se quitó los audífonos, los dejó colgando en su cuello con la música puesta y trató de recordar sus caras. Tenía poco tiempo, pero sería suficiente.
Lo que  me encanta del horario de invierno dijo a su forzada audiencia, es que al entrar a clases aún es de noche. Mientras estamos entrando a la primera hora apenas comienza a salir el sol. Como en este momento. Está amaneciendo. Y  los adultos nos obligan a despertar de madrugada, tomar el estúpido autobús y venir a su estúpida escuela, aprender sus estúpidas reglas y, bueno, ya saben lo demás. Es lo que llamo un ataque al amanecer, nos atacan antes de que podamos despertar con sus estúpidas reglas.
Puedes dejar la escuela cuando quieras… dijo Melquiades inquieto.
Claro, señor —respondió Dante— pero ¿Qué me espera luego? ¿Levantarme al amanecer para asistir a un estúpido centro de trabajo? ¿Despertar para soportar a mi padre diciendo que soy una carga y un idiota bueno para nada? ¡A la mierda con eso! ¡Todo eso es una mentira y usted lo sabe! —Y le disparó en la frente.
El cuerpo del bibliotecario cayó hacia atrás junto con la silla. Los chicos gritaron de terror y Melina se llevó las manos a la boca ahogando un sollozo.
Silencio dijo Dante que ya sentía el escozor en los ojos, señal de que una de sus jaquecas estaba por atacarle ¡Silencio, hijos de puta!
Los muchachos bajaron la cabeza e hicieron lo posible para callarse.
Así me gusta… así me dejan pensar. —Los miró y sonrió de lado.
Se escuchaban sirenas a lo lejos. Dante sabía que la policía entraría revisando los pasillos y los salones. Tardarían unos diez minutos en llegar a la biblioteca. Tic tac… tic tac…   
   Melina, levanta la cabeza, idiota dijo con voz suave.
La chica obedeció y fijó en él sus ojos llenos de lágrimas.
¿Ves ese cuadro? ¿Alguna vez le pusiste atención?
Ella negó con la cabeza pero observó la pintura que el chico señalaba.
Se llama Attack at dawn, de Jacek Yerka dijo él sin dejar de mirarla. Mi padre lo consiguió en una subasta y lo colgó en mi habitación. Hace un tiempo discutimos y decidió donarlo a la biblioteca. Pero ¿Acaso alguien lo notó? ¿Alguno de ustedes se fijó en que las partes mecánicas tiradas en el suelo parecen huesos y esqueletos? ¿Lo apreciaste en una de tus tardes de estudio, Melina?
Ella no respondió. Su mirada se perdió en el cuadro pero era difícil saber si lo estaba observando en realidad o solo estaba paralizada de miedo.
Claro que no, ninguno lo hizo. caminó alrededor de ellos mientras recargaba la .22. Melina se encogió al escuchar el click del cartucho al encajar Era mi cuadro. Mío. Solo yo he podido analizar su composición de colores, las dimensiones, la altura perfecta. Ponerlo aquí es como lanzar perlas a los cerdos.
El estruendo del disparo coincidió con el inicio en el reproductor de Requiem II Dies irae de Giuseppe Verdi. El cuerpo los ojos de Melina se quedaron abiertos, en muda y rígida sorpresa cuando la bala le destrozó la nuca. Comenzaron los sollozos de nuevo, algunos gritaron y justo cuando Dante iba a ordenarles que se  callaran, se fijó en un chico de gafas que no hacía nada. No lloraba, no gritaba ni trataba de esconderse. Solo lo miraba a los ojos, como un espectador aburrido. No se conocían, y Dante estaba seguro de que no lo había visto antes.
¡Tú! gritó señalándolo ¿Cómo te llamas?
Alberto Purcel respondió el chico.
¿Habías notado ese cuadro, Alberto? preguntó Dante.
—respondió el muchacho, indiferente.
¿Qué te parece?
Nefasto respondió Alberto encogiéndose de hombros.
¿Qué? ¿Cómo te atreves? Dante cortó cartucho y se enfrentó al muchacho.
Me vas a matar de todos modos ¿no es así? Así que no importa lo que diga. El cuadro es horrible. No  tiene sentido. No  inspira nada. No tiene utilidad.
El arte no es útil, idiota replicó Dante en todo burlón.
Te equivocas. El arte debería de movernos las entrañas. Debería de mostrar nuestra humanidad y reflejarla a pincelazos. Esa pintura no representa nada existente más que la guerra… y llevamos siglos sin guerras en el planeta. ¿Qué podríamos sacar de ella sino dolor y horror?  A ti te gusta y la adoras porque es lo que estás causando ahora mismo. No tienes otra utilidad. No quieres estudiar, no quieres trabajar ni estar en casa. No eres útil más que para causar daño. Saldrás en las noticias y algunos hablarán de ti por unos días. Pero luego pasarás a la historia como ese pobre enfermo y loco. El que no servía para nada…
Dante le apuntó con el arma directo a la frente, pero el chico continuó:
Dispárame. Supe que no tenía oportunidad de salir vivo en cuanto te vi entrar y me preparé para ello. Pero antes déjame decirte una cosa: No lograrás nada con esto. No  hay un mensaje que envíes más que el de tu propio egoísmo y mediocridad. Mátanos a todos y mátate después. Termina la puta farsa y tu puta vida de mierda. Si yo viviera como tú, llorando porque mi papi me quitó mi cuadro cagado ese, también estaría a punto de matarme. Es lo más patético, y no quisiera vivir para convertirme en un patético como tú. Así que ahórrate tiempo, qué ya vienen, y termina tu “Ataque al amanecer”hizo la señal de comillas en el aireque seguro que llevas meses planeando, campeón.
Todos los miraban aterrados. Dante rodeó a Alberto hasta quedar detrás, disparó a la espalda del chico, quien se arqueó por el impacto y cayó hacia el frente pero seguía vivo.
Si sales de ésta dijo Dante con una sonrisa no será caminando. Serás un inválido y ya sabes qué les pasa a los inválidos en esta sociedad.
Alberto levantó el pulgar y murmuró un gracias tan sarcástico como pudo por el dolor.  
Sin embargo, Dante sabía que tenía razón. Cuando le disparó por la espalda escuchó a los policías gritar: Es en la biblioteca.
Tenía solo unos segundos.
Ustedes no entienden dijo desesperado a su audiencia. Los estoy salvando. Les estoy evitando vivir como zombis, los estoy sacando de la esclavitud.
Nadie te lo pidió, héroe murmuró Alberto. ¿Por qué no te salvaste solo y nos dejaste en paz?
El cuadro. El cuadro fue la clave. En este ciclo pensé en salirme solo, pero ustedes me lo pidieron en el ciclo anterior…creo… no lo recuerdo bien estaba perdiendo el control, se confundía, escuchaba voces en el pasillo y aunque había atrancado las dos puertas sabía que entrarían El cuadro estaba en mi cuarto y de pronto estaba aquí…
¡Está aquí dentro! gritó alguien del otro lado de la puerta y luego se escuchó un golpe muy fuerte. Iban a entrar.
Dante tomó el reproductor y regresó la música hasta el Il Concerto No.2 de Las cuatro estaciones de Vivaldi.
Recuérdenme cuando despierten, y si me vuelven a ver, mátenme. No quiero regresar a este lugar. Los estoy salvando dijo antes de comenzar a disparar.
La puerta casi saltó de su marco por los golpes de los agentes que trataban desesperadamente de entrar. ¡Pum! Diez chicos. ¡Pum! Nueve chicos. ¡Pum! Ocho chicos. Los jovenes iban cayendo como moscas, unos trataron de correr, otros solo se resignaron. ¡Pum! Tres chicos. ¡Pum! Dos chicos. ¡Pum! Un chico. ¡Pum! La puerta.
Se colocó frente al cuadro tratando de grabárselo a fuego en la mente y admirarlo por última vez. Tenía dos recuerdos encimados luchando por salir a la superficie. En uno su padre le llevaba el cuadro; el cuadro estaba en su recamara. En el otro el cuadro estaba en la oficina de reclutamiento, miraba el cuadro fijamente cuando se lo llevaban a la fuerza al campo de concentración.
Ataque al amanecer. Significaba algo, estaba seguro. Colocó un cartucho nuevo y se llevó la .22 a la sien. Si todo salía bien lo rechazarían y no volvería a ese lugar. La puerta estalló a su espalda. Disparó.
El director del campo observó de nuevo la grabación virtual del incidente. Se llevó la mano a la frente y limpió el sudor. Dante. Tendría que rechazarlo. Recordó cuando lo llevaron a su  oficina por haber atacado al profesor de matemáticas de su escuela real después de intentar asesinar a su padre. Le había explicado el procedimiento y la sentencia del jurado. El campo te ayudará, le había dicho al muchacho en esa ocasión. También recordó que el chico, con el cabello empapado de sudor, miraba fijamente su copia de Jacek Yerka sobre su escritorio. No había dicho nada, ni había mostrado emoción alguna hasta que los guardias lo sacaban en vilo del despacho. Entonces preguntó que canción era la que sonaba en los altavoces. Las cuatro estaciones de Vivaldi, había respondido el director, Concerto No. 2 en G menor.  
Pensativo se dirigió a las células de conexión. No era el primer episodio de Dante. Había hecho, con esta, tres matanzas virtuales. Tendría que rechazarlo y trataba de convencerse de que era lo mejor. Se encontró con el jefe de seguridad y juntos llegaron hasta la célula de Dante. Desnudo, pálido y calvo, el chico miraba al techo, sin emoción alguna en el rostro. Solo su respiración agitada mostraba que el impacto del despertar le estaba conmocionando. ¿En qué había fallado el sistema con este muchacho?
Dante lo llamó el director con suavidad, pero el chico no se movió, sé que me escuchas. Cuando te conectamos al sistema Virtuality te dije que te ayudaría, lo siento si no ha sido así. Hace tres años llegaste aquí con una sentencia de por vida. Al programar tu realidad virtual te dimos una misión. Tenías que desarrollar la cura para el virus de la ira. Todos los avances que lograras en tu vida virtual se aplicarían en la realidad. Sin embargo, atacaste a tus compañeros el primer año de conexión. Al matarlos en la Vituality los desconectaste. Disparaste a quince chicos de los cuales cinco lograron escapar. Atrapamos a tres y los últimos dos tuvieron que ser rechazados al capturarlos. Te di otra oportunidad, pasaste las pruebas de borrado de memoria y  la capacitación inducida con éxito. Pero volviste a hacerlo.
El chico pareció sonreír con la mirada pero no se movió.
En tu segundo ataque desconectaste a treinta y siete compañeros tuyos y dos adultos. Escaparon veintidós. Recuperamos a trece, rechazamos a cinco y los otros siguen prófugos. Los matarán cuando los encuentren y lo sabes. Seguí creyendo en ti... ¿Jefe?
Ahora disparó a cincuenta y cuatro respondió el de seguridad a su lado. Escaparon veintiocho, el resto está en cuarentena, serán reconectados a la Virtuality en un mes o dos. Estamos buscando a los que huyeron.
Tengo que rechazarte, Dante continuó el director. No puedo confiar de nuevo en ti. Y no necesito la aprobación de nadie. Le perforaste el pulmón y diafragma a tu padre y el estado lo rechazó. Tu madre se suicidó hace un año. Es una pena pero… Jefe, hágalo… rechácelo.
El jefe disparó a través de la célula, se aseguró de que Dante estuviera muerto y alcanzó al director en el pasillo.
¿Qué haremos con Alberto Purcel? preguntó el jefe.
Veamos. ¿Avanzó algo con su proyecto de ley? se acercaron a la célula de Purcel. El chico se veía agitado y su cara se contraía de dolor.
No mucho. Se supone que debería alcanzarlo al entrar a la universidad virtual. Dentro de siete meses respondió el Jefe y desplegó la pantalla que mostraba la proyección de la Virtuality de Alberto. Lo habían rescatado, lo llevaban al hospital. El director presionó el botón de diagnóstico y al leer el resultado frunció el ceño.
Es una lástima. Cuadriplejia crónica. No volverá a moverse. Habrá que rechazarlo.
El jefe sacó su arma de nuevo.
No sea bruto dijo el director deteniendo a su subordinado, él si tiene padres. Tengo que  hacer todo el trámite.
Se encerró en su despacho. Nada más entrar vio el cuadro…Attack at dawn. Como impulsor del programa Virtuality, el padre de Dante había hecho ese cuadro en donación. A la junta de gobierno le pareció muy provocativo pero no podían rechazarlo. Así que el director lo colgó en su despacho. Le dio un escalofrío al ver la ironía en el asunto. El padre de Dante había promulgado la ley de rechazo para los inválidos y parásitos de la sociedad. También había diseñado las células de conexión en las que miles de chicos, que en la vida real habían infringido la ley, se rehabilitaban sin causar estragos ni gastar mucho presupuesto gubernamental. Encendió el altavoz y comenzó a sonar O Fortuna de Orff. Pensó el Alberto Purcel. Había violado a cinco niños y fue sentenciado a Virtuality al cumplir los quince años. Había sido su mejor experimento, había asimilado todas las reglas y se comportaba a la altura. Si alguna vez el simulador detectaba a un niño cerca de Alberto, la célula le daba una pequeña descarga en los genitales, así relacionaba a los niños con el dolor y no con el placer. Estaba a punto de lograr que Alberto desarrollara el proyecto de ley pro eutanasia y ese idiota de Dante lo había echado a perder.
Se pegó un chute de morfina y se dejó caer en su silla ejecutiva. Tendría que deshacerse de ese cuadro. Alteraba a los internos.