Por Emilio Bernal.
Consigna: Weird Fiction (ficción extraña)
Consigna: Weird Fiction (ficción extraña)
Texto:
JORNADA 1
Yo, Richard Isaías Morton, he decidido
escribir este diario como recuerdo de mi nueva condición de hombre rico. Bueno,
aún no lo soy, pero doy por hecho que con el primer cargamento que salga por la
boca de esa mina, mi suerte habrá cambiado. “El sepulcro dorado”, situado en la
falda del viejo volcán al que llaman “La Sima”. Cuentan las malas
lenguas que la desgracia caerá sobre aquel insensato que extraiga el oro que
guarda en sus entrañas. Cuentos de viejas. Recientemente conseguí cerrar el
trato y ahora, la mina y su explotación, me pertenecen.
El campamento está montado y una
primera partida de hombres espera nuestra llegada al amanecer.
JORNADA 2
Los veinte hombres que me acompañan
conocen bien el territorio y guían el convoy formado por cinco carrozas a buen
paso y de forma segura.
Llegamos al campamento a la hora
acordada. La bienvenida no pudo ser más acertada; café bien caliente y tortitas
de maíz con cecina.
El campamento es incluso más
confortable de lo que yo mismo preveía. Mi caseta cumple con creces mis
exigencias. Las de los trabajadores, aunque de menor estatus, ofrecen unos
camastros bien mullidos para favorecer la calidad del descanso. El trabajo será
duro y necesito el mayor rendimiento por su parte.
El resto del día lo dedico a ultimar
los preparativos para el comienzo de la excavación.
JORNADA 3
Cuarenta corazones ávidos de riqueza,
cuarenta hombres cargados de sueños. Ochenta manos hábiles y certeras en cada
uno de sus movimientos. Cuarenta almas encomendadas a extraer la sangre dorada
del interior de la montaña. Cada explosión marca el compás de una pieza musical
destinada a ser un himno a la prosperidad. Cada golpe de pico una corchea. Cada
suspiro, un silencio.
La entrega vehemente de los hombres
pronto dará su fruto. El calor es sofocante, aunque eso no les merma. Desde el
resguardo de mi caseta espero impaciente el aviso de la veta hallada. Mientras
tanto, mis manos vuelan solas al compás de tan bella sinfonía.
El cielo, cada vez más nublado, se ha
teñido de un tono violáceo un tanto singular.
JORNADA 4
Hasta ahora no
hubo suerte. Los hombres mantienen un buen nivel de energía y compromiso. Sólo
es cuestión de tiempo, estoy seguro. A pesar de que han transcurrido dos
jornadas sin obtener el resultado
esperado aún se respira el optimismo inicial. Anoche, en el campamento, asamos
cordero. Las charlas y el buen ambiente duraron hasta bien entrada la noche.
Tan sólo un hecho de lo más inusitado logró coartar el buen ánimo y, ante la
situación que paso a narrar, la mayoría de los hombres decidieron concluir la
velada:
Si algo era
evidente, eso era la ausencia de viento. El bochorno unido al nulo movimiento
de aire provocaba una atmósfera sofocante. Varias hojas, no más de media
docena, se desprendieron de las ramas de los árboles que teníamos sobre
nuestras cabezas. Algo que pasó desapercibido para todos. Lo siguiente nadie
pudo pasarlo por alto. Todas a una y, de una manera violenta y pesada, cayeron
las hojas. Los árboles quedaron desnudos. Todos quedamos cubiertos por aquella
manta vegetal. Al ruido causado por el deshoje le siguió un unísono aullido de
desasosiego. Después vino un sonoro
alboroto de comentarios, en su mayoría supersticiosos, y el camino de cada uno
de los mineros hacia su camastro.
Me quedé en el
sitio, paralizado. No por el susto, no por la extraña caída de las hojas. Hubo
algo en lo que nadie, excepto yo, reparó. Aquellos árboles eran de hoja
perenne.
JORNADA 5
El clamor del
éxito llegó cuando aun me encontraba desayunando. Nunca me alegré tanto de
sentir la quemazón de un café bien caliente cayendo sobre mi pecho. Sin embargo
me avisaron de que algo extraño ocurría y me guiaron por las intrincadas
galerías de la mina hasta el lugar del hallazgo. El generoso filón prometía
proporcionar una ingente cantidad de mineral. Pude sentir cómo el reflejo del
oro a la luz del candil penetraba en mis ojos anegándolos de placer. Pregunté
cuál era el problema. Me dijeron que lo tocara.
Sentí el
cosquilleo de la incertidumbre mientras acercaba la mano. Al contrario de lo
que esperaba, el oro no era duro. Tenía una textura viscosa. Pensé que no podía
tratarse de oro pues. Y así lo expresé en voz alta. Me respondieron que aun no
lo había visto todo.
Me guiaron
hasta el exterior agarrando entre mis dedos aquella especie de barro dorado. A
pocos metros del exterior me indicaron que debía de abrir la mano y una vez
fuera de la mina expusiera la sustancia a la luz del sol. Así lo hice y quedé
boquiabierto al observar como aquel material adquiría, como por arte de magia,
la textura habitual del oro. Es como un milagro, no sólo tenemos una gran veta
sino que además se puede extraer con el simple uso de las manos. Lo que
conlleva un mínimo esfuerzo.
De nuevo llegó la noche y con ella otro hecho misterioso. En las ramas
desnudas de los árboles comenzaron a posarse cientos de cuervos, observándonos.
Cientos de oscuros, emplumados y acechantes centinelas. Tantos que parecía que
los árboles estuvieran cubiertos de hojas negras.
JORNADA 5
La inquietud
se ha propagado por el campamento como lo haría la gripe o la viruela. Mentiría
si dijera que no me he contagiado, y es que los sucesos insólitos que se
repiten cada noche dan que pensar. Todo ello está empezando a afectarme al
sueño y no soy el único que duerme poco. Me consta que le pasa a todos.
El cansancio
empieza a hacer mella, aun así me informan de que la extracción de oro está
siendo todo un éxito. No me apetece sumergirme en la montaña y doy por bueno
los informes.
Una vez
acabada la jornada, los hombres salen de la mina caminando de forma pesada y
casi arrastrando los pies. Para variar, a nadie le apetece cenar. Tienen pinta
de enfermos, con un aspecto deplorable. Su piel, bajo la capa dorada que la recubre,
aparece pálida. Tan pálida que podría decirse que es translúcida. A través de
ella se pueden ver las venas formando una compleja y oscura telaraña.
Hace unas
horas ordené a Shellman (el único que parece encontrarse medianamente bien)
partir hacia Green Wolf en busca de un buen número de rameras con la intención
de ofrecer a mis chicos un día de descanso y desfogue. No hay ninguna
enfermedad que no puedan curar las putas de “El coyote desdentado”. Me preocupo por el estado de mis hombres pero
choco sin remisión con su carácter, ahora, reservado e irascible. Algo ha
cambiado en sus ojos, no algo físico, es algo podrido en sus almas.
Los cuervos
siguen posados en las ramas pero, ahora, al único que parece incomodarle este
hecho es a mí.
JORNADA 6
Shellman y las
mujeres llegaron cuando el sol estaba en todo lo alto. Observo que él también
comienza a tener mal aspecto. Las sospechas que trataba de ocultarme hasta a mí
comienzan a cuadrarme. Sólo yo conservo mi salud intacta. Tan sólo adolezco de
la falta de sueño y las consiguientes ojeras fruto de la incertidumbre causada
por tan extraños acontecimientos.
Ordeno a Shellman que avise a sus compañeros y dejen sus labores por hoy.
Quiero que comer, beber y joder con las rameras hasta caer rendidos, sean hoy
sus únicas faenas.
Los deteriorados mineros salen del yacimiento con su lastimero caminar.
Las mujeres reculan un poco al reconocer bajo ese nuevo aspecto a muchos de los
hombres que anteriormente tantas veces habían pasado por sus acogedoras alcobas
del conocido lupanar.
Sin que puedan poner demasiada resistencia, el campamento se convierte
casi al momento en una auténtica bacanal. A pesar de la débil apariencia de los
mineros, utilizan sus barrenas de carne con una fuerza inusitada. Le pido a una
de las putas que se acerque mientras bajo mi bragueta. Me siento en las raíces
de uno de los árboles cargado de cuervos y no preciso de explicaciones para que
ella comience su trabajo de manera ejemplar mientras observo el amasijo de
cuerpos en pleno acto de lujuria.
Una vez satisfecho y vacío, aparto a la felatriz y saco mi petaca. Ella
escupe el contenido de su boca y se adentra en el grupo de cuerpos lujuriosos.
Las mujeres, recelosas al comienzo, parecen entregadas y enajenadas
ahora. Como poseídas por la desaforada masculinidad de los hombres que seguían
una y otra vez perforando sus húmedas cavernas. Sin descanso.
La situación debería parecerme extraña por no decir violenta, pero ni yo
mismo apostaría un centavo por mi salud mental. Trago a trago voy perdiendo el
rumbo hasta quedar dormido bajo la mirada atenta de los cuervos situados sobre
mi cabeza.
JORNADA 7
No sé cuánto
tiempo habrá pasado. Por el vómito seco que tenía pegado en la cara debería
haber transcurrido bastante. Era de noche. Todo estaba tranquilo y oscuro.
Traté de incorporarme pero mis huesos se quejaron. Extendido en el suelo miré
hacia el cielo y entre las ramas del árbol pude ver las estrellas. Caí entonces
en la cuenta, los cuervos habían desaparecido.
Segundo intento, esta vez logré al menos sentarme. Mis pupilas se fueron
adaptando a la oscuridad y bajo la tenue luz de la luna vi el campamento vacío.
La ropa de los mineros permanecía esparcida por todas partes. Pero ni rastro de
ellos.
Candil en mano
me dirigí a la mina y recorrí los primeros metros de la gruta. Los túneles de
piedra rugosos y negruzcos parecían la garganta de un fumador. Con la mano
libre agarré la culata de mi revólver. El lugar daba escalofríos. No sabía a
quién podría encontrar rondando mi oro.
Tras varios
recovecos llegué al último y largo pasillo. La “cámara dorada”, donde se
situaba el filón, estaba iluminada. Un punto amarillo al final de la galería.
Salteadas en cada pared se abrían un total de ocho cámaras. Las que
utilizábamos como almacén. Una tras otra las fui examinando mientras me
acercaba a la luz. Ni rastro de los chicos. La madera de la culata del revólver
se estaba empapado con el sudor de mi mano, y los dedos me dolían a causa de la
fuerza con que los apretaba. La sensación de peligro aumentaba a pesar de la
aparente tranquilidad reinante. Las pruebas de que algo extraño estaba
ocurriendo no tardaron en aparecer. Manchas de sangre en el suelo, salpicaduras
en las paredes. Sentí como el corazón palpitaba en el interior de mi garganta y
en las sienes. Las piernas me fallaron haciéndome caer de culo. El túnel hacía
bajada. Perdí la antorcha que comenzó a descender rodando adentrándose en la
cámara principal unos metros más abajo. La gran veta de oro se hizo visible a
la luz del fuego. Fue entonces cuando tuve la certeza de que había llegado el
final de mis días.
Tenuemente
iluminados por la dorada luz, se apreciaban los combados cuerpos de los
mineros. Todos presentaban la misma horrible calvicie llena de pústulas que los
hacía irreconocibles. Algunos balanceaban los picos entre sus manos. Otros
permanecían en cuclillas en una pose digna de un coyote en posición de ataque.
Muchos de ellos estaban comiendo. En sus manos, intestinos y cascarria de todo
tipo que iban arrancando de los vientres, ahora vacíos, de las rameras. Todos
hacían algo en común. Todos me miraban.
Hubo unos diez
segundos de tregua. Tiempo más que suficiente para que recuperara la
verticalidad y desenfundara mi arma.
— Eh, chicos, no sé de que diablos va toda esta historia, pero os
advierto de que al primero que mueva tan siquiera una ceja, le vuelo la tapa de
los sesos…
El miedo me
había alcanzado hasta el tuétano, aunque no estaba dispuesto a mostrarlo. Pero
había un sentimiento más fuerte en mi interior. La avaricia. Los que hasta
ahora habían sido mis trabajadores ya no eran mas que unos monstruosos
intrusos. Y estaban tocando mi oro.
La antorcha
seguía en el centro de la caverna, entre los repulsivos cuerpos. El fuego tomó
contacto con el pantalón de uno de ellos y empezó a arder. Pronto se convirtió
en una antorcha humana haciendo que la sala tomara algo más de claridad. Ante
la amenaza, las gibosas criaturas, comenzaron a correr. Algunos trepaban las
paredes de la cueva con una agilidad pasmosa digna de una tarántula. Otros
fueron directos hacia mi. Mi revólver escupió cinco balas de manera casi
automática. Alojándose, cada una de ellas, en el cráneo de cinco de los
infelices mineros.
Distribuidas
por la cámara había varias cajas de dinamita. El fuego se había propagado a
varios cuerpos y éstos se acercaban peligrosamente a ellas.
Otra oleada de
mineros comenzaron a correr hacia mi, emitiendo estridentes gruñidos con sus
bocas abiertas hasta extremos imposibles. No me quedaba tiempo. Era consciente
de que sólo me quedaba una bala y no disponía del tiempo suficiente para
recargar el tambor. Tenía que acertar o los trozos de mi cuerpo adornarían las
paredes, suelo y techo del túnel. Dirigí mi última bala a una de las cajas de
explosivos.
— ¡Comed plomo… hijos de la gran puta!
Y al mismo tiempo comencé a correr hacia el exterior.
Primero se oyó
un ruido sordo, como un trueno lejano que aumenta en volumen a medida que el
sonido se acerca. Coincidiendo con el estruendo más ensordecedor, una nube de
polvo salió con violencia del interior. Segundos después, la calma.
Salí de entre
la nube de polvo. Noqueado y malherido. Tambaleándome hasta llegar a mi
caballo. A duras penas subí y tras un golpe en la grupa de mi montura salí de
allí a galope, en dirección a Green Wolf.
Mientras me
alejaba pude ver como, varias figuras (juraría que fueron tres), salían de
entre los escombros. Ninguna trató de darme caza. Corrieron hacia las montañas.
No sé qué fue de ellas ni quiero saberlo. Sólo espero que encontraran la muerte
aquella misma noche, bajo la luz de la luna.
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