Por Yolanda Boada Queralt.
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Texto:
Me
llamo Raquel y quiero contaros lo que me ocurrió este verano. Creo que para mí
ya es demasiado tarde, pero he decidido publicar esto en Internet con la
intención de que, con ello, tal vez consiga ayudar a alguien. Leed con
atención, no es ninguna broma. También sería bueno que compartierais el texto
para que llegara a más gente.
Mi
padre murió a principios de este año tras una larga batalla contra el cáncer.
Aunque mi madre se enfada cuando comento esto, yo me alegré cuando él cerró los
ojos por última vez. Aquel cuerpo consumido era un despojo de lo que había sido
y apenas quedaba algo de mi padre en él. En sus ojos solo había dolor y
cansancio, ganas de que todo terminara. Cuando aquellas máquinas a las que
estaba conectado indicaron que había muerto, sonreí para mis adentros. Al fin
era libre.
Fue
duro para las dos, aunque creo que más para mamá, pues ella se resistía a
aceptarlo. Durante el funeral y los días siguientes estuvo descompuesta, aunque
varios familiares nos arroparon. En especial, mamá encontró un gran apoyo en
una tía que hacía años que no veía y que yo ni siquiera recordaba. ¿No es
absurdo que las familias se reúnan cuando alguien muere? Aunque, pensándolo
bien, más bien es hipocresía.
En
fin, el caso es que la tía reencontrada nos invitó a pasar el verano en su
casa, en un pueblito perdido de la mano de Dios. Al parecer, según nos contó,
nunca habían conseguido tener hijos propios, por eso adoptaron a una huérfana
que, actualmente, ya tenía mi edad. «Es una chica muy especial, seguro que os
entenderéis bien», aseguró.
Subirse
a aquel tren fue como viajar en el tiempo. Cuanto más avanzábamos, más parecía
que retrocedíamos hacia el pasado. Más allá de la ventanilla solo lograba
divisar alguna casita, ovejas, vacas o cabras y ya empecé a añorar la ciudad.
Tras un viaje de varias horas en tren, por fin llegamos al pueblo. Ni siquiera
había una estación, tan solo un apeadero con un banco polvoriento. Una mujer
con delantal y una cofia de sirvienta estaba sentada en él, como recién salida
de una historia de Jane Austen.
—Estamos
en el siglo XIX —murmuré, sin poder contenerme.
—Soy
Rosita —se presentó—. Las acompañaré hasta la casa de los señores.
—¿Está
muy lejos? —preguntó mamá.
—No,
señora —dijo, tomando dos maletas. Traté de impedir que cogiera la mía, pero
prácticamente me la arrancó de las manos—. Solo hay que cruzar el pueblo.
El
pueblo, básicamente, consistía en un puñado de casas dispuestas a lo largo de
dos calles empinadas. Rosita mantenía un buen ritmo delante de nosotras, que
hacíamos lo que podíamos para no quedarnos muy rezagadas. Reparé en varias
siluetas que, tras las cortinas de las ventanas, nos observaban a nuestro paso.
Después de una cuesta que nos dejó sin aliento llegamos a la que, sin duda, era
la casa más lujosa del lugar. Parecía que a nuestro tío le iban bien las cosas
como concejal.
Tía
Gertrudis nos recibió con alegría, con gran derroche de amabilidad y sonrisas.
Sin embargo, como siempre que la veía, tenía la impresión de que su efusividad
no era genuina, sino autoimpuesta, como si se esforzara para ocultar algo tras
tanta sonrisa... Entramos en un salón con decoración rústica. Una puerta
corredera de cristal dejaba ver parte de una gran terraza, donde había una mesa
con sillas blancas. Una chica vestida de azul estaba muy concentrada, con la
cabeza inclinada sobre unos papeles.
—¡Luna!
—exclamó tía Gertrudis, llamándola—. ¡Nuestras invitadas ya están aquí!
Luna
se incorporó con desgana y avanzó con parsimonia hacia la puerta. Era alta y
delgada, tanto que sus movimientos parecían desgarbados. Sus cabellos negros
estaban enmarañados y le ocultaban parte de la cara, pero pude ver que tenía
unos ojos grandes y una piel muy pálida. Entonces, cuando entró en el salón,
todos reparamos en las manchas del vestido y en un reguero carmesí que
descendía por sus piernas. Era sangre.
—¡Por
Dios, mujer! ¡Haz el favor de asear a tu hija! —tronó la voz de un hombre
corpulento, vestido con traje y corbata, que acababa de entrar. Nuestro tío.
Habíamos quedado tan sorprendidas que ni siquiera advertimos su llegada.
—Ven,
mi niña. Vamos a limpiarte —dijo tía Gertrudis, rodeando con un brazo la
cintura de la chica—. No se ha dado cuenta de su menstruación —comentó.
Un
rato después, tras las presentaciones de rigor y nuestro agradecimiento por la
invitación, Rosita nos sirvió la comida. Mientras mamá conversaba con los tíos,
me entretuve observando a Luna, que comía silenciosa y abstraída. La chica no
había pronunciado ni una palabra. Había algo extraño en ella y, sin embargo, me
llamaba poderosamente la atención. Le sonreí y, con timidez, me devolvió la
sonrisa. En aquel pueblo perdido y aburrido, desde un principio intuí que Luna
podía ser interesante.
Cuando
subimos a nuestra habitación, mamá me habló sobre la chica. Al parecer, tenía
alguna deficiencia mental y casi nunca hablaba.
—¿Es
muda? —le pregunté.
—Pues
parece ser que no habla porque no quiere. O eso dicen los médicos, según
Gertrudis... No sé, cariño, pero procura tener un poco de paciencia con ella.
—La
verdad es que Luna me ha caído bien —confesé—. De hecho, mejor que todos los
demás.
Entonces
mamá me sonrió por un momento y fui feliz de volver a ver su sonrisa.
Aquella
noche, un poco cansada por el viaje, me acosté temprano. Mamá ya roncaba, pues
desde lo de papá tomaba somníferos y caía redonda. Yo me dormí con el móvil
entre las manos, mientras enviaba unos mensajes a mis amigas del instituto.
El
día siguiente me levanté temprano y me instalé con mi portátil en la terraza,
en la mesa blanca. Tenía la intención de aprovechar el tiempo adelantando
tareas que debía presentar al volver a clase. Al poco apareció Luna y,
tímidamente, se acercó a la mesa.
—Hola,
Luna —dije—. Si te molesto, me voy a otra parte.
—Ho...
la. No mo... les... tas.
Sonreí,
un poco sorprendida al oírla hablar. Se instaló con sus papeles y lápices y
empezó a dibujar con gran soltura. Un pájaro con las alas extendidas cobró vida
con un increíble realismo. Comprobé que Luna era capaz de dibujar con ambas
manos y con idéntica habilidad. Trabajaba en la ilustración concienzudamente,
sin prisa pero sin pausa, y el resultado terminó siendo tan perfecto que me
llenó de admiración.
—¡Es
increíble! —exclamé—. Tienes un don.
—Gra...
cias. Me gustan los pá... ja... ros.
Entonces
llegó tía Gertrudis con un vaso de leche. Lo dejó sin reparo sobre el dibujo.
—Cariño,
tienes que tomar tu pastilla —le dijo, dejando el comprimido junto al vaso—. Sé
buena chica.
Obediente,
hizo lo que le pedían. Sin embargo, cuando la mujer se alejó, me pareció ver de
reojo que la chica se llevaba una mano a los labios y que extraía algo. Aunque,
de hecho, todo fue tan rápido que no estuve muy segura. En ese instante
apareció el tío. Nos saludó con un movimiento de la cabeza y me percaté de que
Luna se encorvó sobre la mesa. El hombre se dirigió hacia el fondo del jardín,
donde había una gran jaula de hierro forjado con pájaros de todos los colores.
Se quedó un buen rato contemplándolos.
—A
tu padre también le gustan los pájaros —se me ocurrió decir. Ella levantó
enseguida la cabeza, como si hubiera accionado un resorte sin querer, y me miró
directamente a los ojos. Toda la timidez había desaparecido de repente.
—No.
No le gustan. Solo le gusta coleccionarlos —soltó sin tartamudeo alguno. No
supe qué contestar y decidí centrarme en mi portátil.
Por
la tarde, cansada ya de estar entre aquellas paredes, decidí ir a dar una
vuelta por el pueblo. Mamá estaba con Gertrudis en el salón, hablando como dos
cotorras mientras la tía hacía calceta. Fui a la cocina en busca de una botella
de agua y me encontré con Rosita, que estaba despellejando un conejo. Se me
escapó un gritito.
—Las
chicas de ciudad no acostumbran a ver estas cosas, ¿verdad? —dijo, levantando
el cuchillo ensangrentado y soltando una risita. «Vaya bruja», pensé.
En
ese momento entró Luna y me tomó de la mano. Me extrañó que, de repente, se
mostrara tan cariñosa. Me miró con los ojos brillantes y luego hizo un ademán
hacia la puerta de la cocina que comunicaba con el exterior.
—Vaya,
parece que ya tienes compañía —comentó Rosita—. Pero id con cuidado, no sea que
os encontréis con la Llorona. —Volvió a reír.
—¿Quién
es la Llorona? —me interesé.
—Bah,
es solo una vieja leyenda... Un cuento para asustar a los niños.
Tras
media hora ya habíamos recorrido todo el pueblo. Allí no había nada
interesante, ¡menudas vacaciones de verano! Pero entonces Luna volvió a tomarme
de la mano y tiró de mí, indicándome un sendero que serpenteaba hacia un
bosquecillo. Como de todos modos no había nada mejor que hacer y parecía que
ella conocía el camino, me dejé llevar. El
sol ya comenzaba a declinar tras los árboles y una ligera brisa jugueteaba con
nuestros cabellos y mecía el follaje. De
improviso, unos muros de piedra se asomaron tras la arboleda y el silencio lo
impregnó todo. Se interrumpieron los cantos de los pájaros y el viento se
detuvo.
—La
Llo... ro... na —dijo Luna, señalando la construcción.
Eran
las ruinas de una iglesia. Había un gran boquete en un muro lateral y las ramas
de un árbol entraban por él, como si el bosque reclamara su territorio. La
vegetación cubría una buena parte de las paredes de piedra, alcanzando las
ventanas en las que un día lucieron vidrieras de colores, pero que ahora
parecían cuencas vacías. Aquel lugar era desolador, pero, al mismo tiempo, era
imposible apartar los ojos de él. Nos acercamos. Luna entró primero, saltando
por encima de algunos cascotes, y yo la seguí.
En
el interior hacía más frío, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Levanté la
vista hacia la bóveda, que aún seguía manteniendo parte de su esplendor, y me
sentí pequeña. Luego avancé hacia el ábside, donde se distinguía lo que quedaba
del altar, y el sonido de mis pasos rebotó contra los muros de piedra. Vi que
Luna se arrodillaba y recogía algo del suelo. Sostuvo aquello con gran
delicadeza y empezó a canturrear.
—Vue...
la, vue... la —decía. Y me di cuenta de que era un gorrión muerto.
En
ese momento vi el dibujo junto a una de las columnas. Se trataba de una mujer
arrodillada que lloraba con desconsuelo. Su rostro reflejaba desesperación y un
punto de locura, y sus lágrimas eran rojas. Detrás de ella había una iglesia
medio derruida.
—El
dibujo es tuyo, ¿verdad? —pregunté, dándome la vuelta. Pero Luna ya no estaba.
Sentí que un sudor frío me perlaba la frente y la llamé, cada vez más nerviosa.
Solo me respondió el eco. No obstante, cuando dejé de llamarla, oí un lamento.
Alguien lloraba. Seguí la dirección del llanto y llegué hasta el altar.
Descubrí
que tras los restos del altar se escondía una escalera que descendía hasta las
tinieblas. ¡Menos mal que llevaba el móvil! Utilicé la luz de la pantalla para
alumbrar aquellos peldaños de piedra y bajar sin romperme la cabeza. Ahí abajo
olía a putrefacción y el aire era irrespirable. Se me revolvió el estómago,
pero intenté ignorar todos los pensamientos oscuros que me venían a la cabeza.
«¡Luna! ¿Estás aquí? Espero que esto no sea una maldita broma...», dije en voz
alta. Pisé suelo firme y suspiré. Alcé el móvil ante mí con la mano temblorosa
y, justo a mi derecha, vislumbré toda una pared llena de nichos que contenían
huesos. Tuve que reprimir una arcada, pero justo entonces la vi en el rincón,
sentada en el suelo con las piernas cruzadas y de cara a la pared. Gimoteaba y
balanceaba el cuerpo adelante y atrás. Adelante y atrás.
Como
no me respondía, le toqué un hombro. Reaccionó dando un respingo y me miró
confusa, como si de repente hubiera vuelto a la realidad. Fue entonces cuando
reparé en que tenía un trozo de cristal en la mano derecha y una fea herida en
el antebrazo izquierdo. Las gotas de sangre habían dibujado una luna roja sobre
el suelo.
Cuando
regresamos a casa hubo un buen alboroto. A Luna tuvieron que darle algunos
puntos de sutura y yo me sentí mal, un poco responsable por lo ocurrido, pues
la chica había salido a pasear conmigo. Comenté a sus padres lo del episodio de
la pastilla, porque pensé que tal vez ya hacía un tiempo que no tomaba la
medicación. «Habrá que internarla en la capital», dijo el señor concejal, y tía
Gertrudis se echó a llorar. Un poco alteradas también, mamá y yo decidimos
subir para acostarnos.
—Creo
que será mejor que mañana nos marchemos —dijo mi madre. Y me alegré.
Se
tomó su somnífero y enseguida se durmió. Sin embargo, yo no paraba de dar
vueltas a todo lo ocurrido y no podía conciliar el sueño. Me instalé delante
del portátil y empecé a buscar información sobre el pueblo y la leyenda de la
Llorona. Según fui descubriendo, la historia de la Llorona local estaba muy
ligada a la iglesia que habíamos visitado. El edificio fue bombardeado durante
la guerra, mientras los feligreses cantaban y dedicaban «aleluyas» al Señor. En
aquella casa de Dios habían muerto la mitad de los habitantes del pueblo,
incluidos los cinco hijos de una campesina, que maldijo aquel lugar y
enloqueció. Ella se convirtió en la Llorona, un espectro que muchos aseguraban
haber visto a lo largo de los años. También decía la leyenda que a todos
aquellos que la veían o escuchaban su llanto les perseguía la desgracia y la
muerte...
Unos
ruidos me despertaron más tarde. Por lo visto, al final me había quedado
dormida sobre el teclado y había estado soñando con la mujer del dibujo de la
iglesia y los huesos de la cripta. Un viento huracanado soplaba en el exterior
y la rama de un árbol golpeaba nuestra ventana. Detrás de la arboleda vislumbré
la luna llena, rodeada por un halo rojo. ¿Sería un mal presagio? Sentí la boca
seca y decidí bajar a la cocina.
Al
llegar al salón, solo con la poca luz que entraba desde el jardín, reparé en la
silueta de tía Gertrudis en su lugar habitual del sofá, y pensé que se habría
quedado dormida mientras hacía calceta. Entré en la cocina y, de repente, resbalé
con algo viscoso. Me apoyé para incorporarme y toqué algo blando... ¡Había un
cuerpo en el suelo! Conseguí levantarme y encendí la luz. Grité al contemplar
el cadáver de Rosita, con un cuchillo enhiesto entre sus pechos. Pero lo más
terrible era su rostro, pues la mitad de su cara estaba despellejada y le
colgaba sobre el cuello.
Corrí
hacia Gertrudis y, al llegar junto a ella, vi con renovado horror que una sus
agujas de hacer punto sobresalía de su ojo derecho. Unas gotas de sangre
descendían por su mejilla. En ese instante entró Luna, que venía del jardín. La
seguían pájaros de todos los colores. Sonreía desquiciadamente y sus ojos
estaban inyectados en sangre.
Me
alejé de ella, gritando. Entonces vi que salía luz por debajo de la puerta del
despacho del tío y hacia allí me dirigí. Lo encontré en el suelo, con la
garganta abierta, y sus ojos estaban sobre la mesa. Tuve que apoyarme en la
puerta para no caer.
—Nunca
sonreía. Ahora lo hará para siempre —dijo Luna. Y entonces acercó su rostro al
mío y sentí todo el odio y la locura que reflejaban aquellos ojos rojos—.
Volveremos a vernos, Raquel. Vuela. Vuela mientras puedas...
Cogió
el mechero de oro de su padre y se alejó. Yo corrí hasta nuestra habitación.
Lloré de alegría al ver que mamá estaba bien, aunque me costó mucho despertarla
y prácticamente tuve que arrastrarla por las escaleras. Cuando llegamos abajo,
las cortinas y el sofá estaban en llamas y el fuego se extendía rápidamente.
Salimos
de aquella casa y escapamos del infierno, pero sé que Luna volverá a buscarme.
Siento que está al acecho tras cada esquina, tras cada sombra. Vigilad. Vigilad
en especial durante las noches de luna llena y sangrienta.
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