Por Juan Carlos Santillán.
Consigna: Drama en primera persona. Voz femenina.
Consigna: Drama en primera persona. Voz femenina.
Texto:
—¿Habíais
visto osadía semejante en un vulgar labriego? —preguntó lord Blackwood. Y en
ese momento supe que yo ya no tendría familia.
Lord
Blackwood era el señor de la comarca. Cada verano realizaba su acostumbrado
recorrido anual por Calais para inspeccionar personalmente el resultado de las
cosechas de la temporada. Llegaba con los calores del estío, sin capa, con el
jubón entreabierto. Llevaba la oscura barba bien recortada y el cabello largo
enmarañado. Ese año llegó acompañado del cardenal Lacroix, largo, enjuto y
seco, sentado muy erguido sobre las gualdrapas de color púrpura de su alazán
negro. La yegua de lord Blackwood era blanca, recuerdo que la miré embelesada,
tan hermosa era. Cuando levanté la vista, el noble inglés me miraba a mí como
si yo fuese también una yegua. Ese verano yo cumplía dieciséis años. Por
cierto, mi nombre es Camille.
—No,
milord, jamás vi nada semejante —respondió el cardenal, observándome al decirlo.
Yo
estaba prometida a Jean-Baptiste LaCarotte, el hijo del molinero. Era un
muchacho feo como el hambre, con el rostro cubierto de pecas y el cabello
naranja como una zanahoria, distintivo de su familia (de ahí el apellido,
supongo), pero más bueno que un niño, e igual de tierno. Para sellar nuestro
compromiso, me había regalado la oveja más linda que yo hubiese visto. Yo
dormía con ella todas noches. La miraba y me decía que seguramente un hombre no
necesitaba ser apuesto para ser un buen marido. Lord Blackwood supo de mi
compromiso con la carotte, como lo llamábamos todos, y exigió su derecho de
pernada («lus primae noctis», sentenció Su Eminencia). Eso no agradó a mi
padre.
—¿Entiendes,
gusano —espetó lord Blackwood a mi padre—, que puedo mandar que te maten en
este instante?
—Lo
entiendo, mi señor —respondió mi padre, haciendo una reverencia tan breve que
hasta yo la sentí falsa—, soy su súbdito. Pero soy menos súbdito suyo que padre
de mi hija. Y ella debe llegar pura al altar para ser entregada a su marido
ante los ojos de Dios. Sé que Su Eminencia me comprende.
—No
oses recurrir a la retórica ante tu señor, villano miserable. —El cardenal
torció el gesto con asco—. Los derechos de la nobleza no se contradicen con las
leyes de Dios.
—¡Ese
derecho jamás se ha practicado aquí! —Mi padre gesticuló, abriendo los brazos
para poner énfasis en sus palabras, abarcando con sus manos cuarteadas el
fértil valle cuyas tierras trabajábamos, de manera que el azadón que llevaba
empuñado apuntó directamente al pecho del noble. Ése fue el penúltimo gesto que
efectuó en su vida.
—¡Amenaza
a su señor! —vociferó el cardenal.
Varios
guardias se arrojaron entonces sobre mi padre, que en vano intentó defenderse,
alcanzando a golpear con la herramienta al capitán, vaciándole un ojo. La
carotte, que recién llegaba del molino, vino corriendo en su ayuda, y entre
ambos dieron cuenta de varios de los esbirros de lord Blackwood, antes de ser
reducidos y apresados.
Dos
gruesas cuerdas se colgaron del roble más alto, a pesar de los ruegos del
molinero. Cuando yo intenté a mi vez postrarme para implorar por sus vidas, mi
madre me lo impidió. Ella se mantuvo digna, con la frente en alto. El cardenal
dijo una rápida plegaria por sus almas. Y el tuerto capitán preguntó cuáles
eran sus últimas palabras. La carotte no dijo nada. Sólo mi padre abrió la
boca. Tomó aliento, carraspeó sonoramente, y arrojó un espeso escupitajo al
rostro desprevenido de lord Blackwood. Éste espoleó a su caballo y, colocándose
junto a mi padre, le abrió el vientre de un tajo. Luego se limpió la mejilla y
se dedicó a contemplarlo, dispuesto a dejar que muriese desangrado.
—Sed
compasivo, milord —intercedió el cardenal con expresión beatífica—: matadle.
Lord
Blackwood dio la orden.
El
cuello de mi padre se quebró rápidamente, vencido por el peso de su cuerpo
robusto. La carotte, por el contrario, esmirriado como era, continuó pataleando
durante un largo rato, con el rostro congestionado y la lengua afuera. Yo no
sabía entonces lo que ocurría con las partes pudendas de los ahorcados. Viendo
el notorio abultamiento de sus calzas, una vieja de rostro acicalado con polvos
de arroz y carmín me tocó el brazo con su mano sarmentosa y comentó:
—¡Lástima
por el desperdicio, muchacha! Decididamente, habrías sido muy feliz en su lecho.
Por
tratarse de alta traición, todas las propiedades de mi padre fueron
confiscadas. El viejo LaCarotte conservó las suyas, aunque ya no tuviera a
quién dejarlas al morir. Pasarían a manos de su señor. El viejo se arrodilló a
la sombra del cadáver de su hijo, con la mirada vacía. Después, simplemente se
dejaría morir. Mi situación no resultaba menos atribulada. Sin novio y sin
dote, yo me veía condenada a no casarme nunca. Irónicamente, eso me libraba del
«derecho de pernada». Pero ya no había futuro para mí. Ni siquiera podría
entrar en un convento sin la indispensable donación de la familia al clero.
Abrazada a mi madre viuda y brutalmente empobrecida, lloré amargamente nuestra
desgracia. Ella, por el contrario, permaneció impasible, sin derramar una
lágrima frente a los señores. No estaba dispuesta a darles ese gusto tampoco.
—Si
os parece bien, milord, creo que podemos retirarnos: ya no hay nada que hacer
aquí —observó el cardenal a lord Blackwood, quien, obviamente contrariado por
no haber podido conseguir su objetivo original, se mordía el labio con desazón.
En
ese momento apareció mi hermano. Phillippe saltó de la espesura, daga en mano,
dispuesto a vengar la muerte de mi padre con la sangre del señor feudal.
Era
un pequeño niño rubio, inquieto y valiente, el orgullo de un padre orgulloso y
el amor de una madre amorosa. Los guardias lo atravesaron de parte a parte. Las
puntas de cinco espadas surgieron ensangrentadas a ambos lados de su torso: del
pecho, la espalda, el vientre, el ano y los genitales. La sexta traspasó su
garganta, en la que aún no había brotado la manzana de Adán. Murió sin emitir
un gemido. Entonces mi madre cayó de rodillas. Y yo a su lado.
—Maten
a la muchacha—ordenó lord Blackwood, tirando de las riendas de su bella yegua
blanca, dispuesto a marcharse con la satisfacción finalmente dibujada en su
odioso rostro—. La mujer puede vivir.
—¡Piedad
para mi hija! —suplicó mi madre, arrojándose a la tierra teñida por la sangre
de su esposo—, ¡Es lo único que me queda!
Lord
Blackwood no detuvo su montura.
—Si
la dejo vivir —contestó, sin dar la vuelta—, sin duda intentará matarme.
—¡Es
sólo una hembra, mi señor! ¡Una niña, en realidad!
Lord
Blackwood, finalmente, dio la vuelta. Sus ojos relampagueaban.
—No,
ya no lo es, en realidad —corrigió, mirándome una vez más—. Ya es una mujer. Y
una muy hermosa.
Mi
madre siguió su mirada hasta que sus ojos aterrorizados se encontraron con lo
míos. Sus dedos crispados se hundieron en el barro enrojecido, como aferrándose
a algo.
—Lo
hago por tu bien, querida —me dijo.
La
primera pedrada desfiguró mi rostro. Pero aún así, mi madre continuó
aporreándolo, hasta que perdí el sentido. Lo último que vi fue a los guardias
arrojándose sobre ella.
Cuando
volví a abrir los ojos, esperaba verla a mi lado, muerta. Pero ella no estaba
ahí. Estaba muerta, claro, arrojada a alguna oscura fosa, junto a su esposo, su
hijo y mi prometido. Quien estaba frente a mí era la vieja empolvada, que, tras
terminar de ajustarme el corsé, me acomodaba la máscara. Contempló su obra. Y
abrió las puertas del cuarto. Los clientes del prostíbulo me observaron con
deseo.
—Ésta
es tu noche de estreno, niña. Tu esperada «primae noctis». No me defraudes:
pagué un buen dinero a lord Blackwood por ti —advirtió, señalando la marca de
propiedad tatuada a fuego en mi brazo.
El
único pensamiento que trajo paz a mi alma fue la certeza de que mi madre murió
creyendo que había logrado salvarme.
—Después
de todo —sentenció la vieja, sonriendo complacida ante el interés de los
hombres—, no será un desperdicio.
03.09.17
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