Por Carmen Gutiérrez.
Consigna: Relato basado en pintura de Jacek Yerka, género libre.
Consigna: Relato basado en pintura de Jacek Yerka, género libre.
Texto:
Dante
entró en la biblioteca escolar por la puerta del patio y la atrancó con llave.
La alarma de había disparado segundos antes pero en ahí todo parecía muy
tranquilo. Sabía que sus compañeros estaban saliendo del edificio pero no le
importó mucho. Ya había hecho más de lo que había planeado hacer. Por el
rabillo del ojo alcanzó a ver movimiento debajo de una de las mesas. Caminó
despacio, analizando su alrededor. Las cámaras grabaron cómo se detenía delante
del Attack at dawn, de Jacek Yerka,
donado años atrás por su padre. Cruzó los brazos al frente sin poner atención a
los alumnos que se arrastraban a sus espaldas, se fijó en los detalles de los
árboles al fondo, el color del cielo, las escamas del auto lagarto… todo se
combinaba para crear un cuadro odioso y agradable a la vista, las dos cosas a
la vez. En su reproductor de música sonaba el Il Concerto No.2 de Las
cuatro estaciones de Vivaldi a todo volumen. Muy adecuado para la ocasión y
para lo que el cuadro le representaba. Estrés, ansiedad, movimiento, dinámica…
algo que pocos podrían relacionar con el monstruo en forma de lagarto motorizado
que se preparaba para el ataque de bestias que parecían aviones en el
horizonte.
Algo
captó su atención. Se volvió y vio a cinco compañeros tratando de salir,
mientras otros tantos se escondían de su vista entre los estantes, como
cucarachas. Se acercó a la puerta con tranquilidad, casi con resignación les
apuntó con el arma. Mientras lo hacía los que trataban de salir se alejaron de
él. Dante reconoció a Melina y a Francesca, le caían bien. El que guiaba al
pequeño grupo a la salida era Melquiades, el bibliotecario. Dijo algo que él
interpretó como ¡Por favor! Sin poder
escucharlo ya la música sonaba muy fuerte en sus oídos, Dante le hizo una señal
de No con el dedo índice, como regañando
a un niño de parvulario y atrancó la puerta principal.
El
grupo se fue alejando, replegándose contra las mesas.
—¡Salgan todos! —gritó Dante.
De
entre los pasillos salieron más compañeros. Unos lloraban, otros sostenían a
las chicas, una de ellas estaba herida.
—¡Siéntense! —ordenó.
Poco
a poco y temblando, los chicos empezaron a ocupar los asientos en el área de
estudio. Dante los contó con la mente. Doce. Diez más dos. Seis por dos. Una
docena de personas que lo miraban expectantes. Se quitó los audífonos, los dejó
colgando en su cuello con la música puesta y trató de recordar sus caras. Tenía
poco tiempo, pero sería suficiente.
—Lo que me encanta del horario de invierno —dijo a su forzada
audiencia—,
es que al entrar a clases aún es de noche. Mientras estamos entrando a la
primera hora apenas comienza a salir el sol. Como en este momento. Está
amaneciendo. Y los adultos nos obligan a
despertar de madrugada, tomar el estúpido autobús y venir a su estúpida escuela,
aprender sus estúpidas reglas y, bueno, ya saben lo demás. Es lo que llamo un ataque al amanecer, nos atacan antes de
que podamos despertar con sus estúpidas reglas.
—Puedes dejar la escuela cuando
quieras… —dijo
Melquiades inquieto.
—Claro, señor —respondió
Dante— pero ¿Qué me espera luego? ¿Levantarme
al amanecer para asistir a un estúpido centro de trabajo? ¿Despertar para
soportar a mi padre diciendo que soy una carga y un idiota bueno para nada? ¡A
la mierda con eso! ¡Todo eso es una mentira y usted
lo sabe! —Y le disparó en la frente.
El
cuerpo del bibliotecario cayó hacia atrás junto con la silla. Los chicos
gritaron de terror y Melina se llevó las manos a la boca ahogando un sollozo.
—Silencio —dijo Dante que ya sentía el escozor
en los ojos, señal de que una de sus jaquecas estaba por atacarle— ¡Silencio, hijos de
puta!
Los
muchachos bajaron la cabeza e hicieron lo posible para callarse.
—Así me gusta… así me dejan pensar. —Los miró y sonrió de lado.
Se
escuchaban sirenas a lo lejos. Dante sabía que la policía entraría revisando
los pasillos y los salones. Tardarían unos diez minutos en llegar a la
biblioteca. Tic tac… tic tac…
—Melina, levanta la
cabeza, idiota —dijo
con voz suave.
La
chica obedeció y fijó en él sus ojos llenos de lágrimas.
—¿Ves ese cuadro? ¿Alguna vez le
pusiste atención?
Ella
negó con la cabeza pero observó la pintura que el chico señalaba.
—Se llama Attack at dawn, de Jacek Yerka —dijo él sin dejar de mirarla—. Mi padre lo consiguió
en una subasta y lo colgó en mi habitación. Hace un tiempo discutimos y decidió
donarlo a la biblioteca. Pero ¿Acaso alguien lo notó? ¿Alguno de ustedes se
fijó en que las partes mecánicas tiradas en el suelo parecen huesos y
esqueletos? ¿Lo apreciaste en una de tus tardes de estudio, Melina?
Ella
no respondió. Su mirada se perdió en el cuadro pero era difícil saber si lo
estaba observando en realidad o solo estaba paralizada de miedo.
—Claro que no, ninguno lo hizo. —caminó alrededor de ellos
mientras recargaba la .22. Melina se encogió al escuchar el click del cartucho al encajar— Era mi cuadro. Mío. Solo
yo he podido analizar su composición de colores, las dimensiones, la altura
perfecta. Ponerlo aquí es como lanzar perlas a los cerdos.
El
estruendo del disparo coincidió con el inicio en el reproductor de Requiem II Dies irae de Giuseppe Verdi. El
cuerpo los ojos de Melina se quedaron abiertos, en muda y rígida sorpresa
cuando la bala le destrozó la nuca. Comenzaron los sollozos de nuevo, algunos
gritaron y justo cuando Dante iba a ordenarles que se callaran, se fijó en un chico de gafas que no
hacía nada. No lloraba, no gritaba ni trataba de esconderse. Solo lo miraba a
los ojos, como un espectador aburrido. No se conocían, y Dante estaba seguro de
que no lo había visto antes.
—¡Tú! —gritó señalándolo— ¿Cómo te llamas?
—Alberto Purcel —respondió el chico.
—¿Habías notado ese cuadro, Alberto? —preguntó Dante.
—Sí —respondió el muchacho, indiferente.
—¿Qué te parece?
—Nefasto —respondió Alberto encogiéndose de
hombros.
—¿Qué? ¿Cómo te atreves? —Dante cortó cartucho y se
enfrentó al muchacho.
—Me vas a matar de todos modos ¿no es
así? Así que no importa lo que diga. El cuadro es horrible. No tiene sentido. No inspira nada. No tiene utilidad.
—El arte no es útil, idiota —replicó Dante en todo
burlón.
—Te equivocas. El arte debería de
movernos las entrañas. Debería de mostrar nuestra humanidad y reflejarla a
pincelazos. Esa pintura no representa nada existente más que la guerra… y
llevamos siglos sin guerras en el planeta. ¿Qué podríamos sacar de ella sino
dolor y horror? A ti te gusta y la
adoras porque es lo que estás causando ahora mismo. No tienes otra utilidad. No
quieres estudiar, no quieres trabajar ni estar en casa. No eres útil más que
para causar daño. Saldrás en las noticias y algunos hablarán de ti por unos
días. Pero luego pasarás a la historia como ese
pobre enfermo y loco. El que no servía para nada…
Dante
le apuntó con el arma directo a la frente, pero el chico continuó:
—Dispárame. Supe que no tenía
oportunidad de salir vivo en cuanto te vi entrar y me preparé para ello. Pero
antes déjame decirte una cosa: No lograrás nada con esto. No hay un mensaje que envíes más que el de tu
propio egoísmo y mediocridad. Mátanos a todos y mátate después. Termina la puta
farsa y tu puta vida de mierda. Si yo viviera como tú, llorando porque mi papi me quitó mi cuadro cagado ese,
también estaría a punto de matarme. Es lo más patético, y no quisiera vivir
para convertirme en un patético como tú. Así que ahórrate tiempo, qué ya
vienen, y termina tu “Ataque al amanecer” —hizo la señal de comillas
en el aire— que
seguro que llevas meses planeando, campeón.
Todos
los miraban aterrados. Dante rodeó a Alberto hasta quedar detrás, disparó a la
espalda del chico, quien se arqueó por el impacto y cayó hacia el frente pero
seguía vivo.
—Si sales de ésta —dijo Dante con una
sonrisa—
no será caminando. Serás un inválido y ya sabes qué les pasa a los inválidos en
esta sociedad.
Alberto
levantó el pulgar y murmuró un gracias
tan sarcástico como pudo por el dolor.
Sin
embargo, Dante sabía que tenía razón. Cuando le disparó por la espalda escuchó
a los policías gritar: Es en la
biblioteca.
Tenía
solo unos segundos.
—Ustedes no entienden —dijo desesperado a su
audiencia—.
Los estoy salvando. Les estoy evitando vivir como zombis, los estoy sacando de
la esclavitud.
—Nadie te lo pidió, héroe —murmuró Alberto—. ¿Por qué no te salvaste solo y nos dejaste en paz?
—El cuadro. El cuadro fue la clave. En
este ciclo pensé en salirme solo, pero ustedes me lo pidieron en el ciclo
anterior…creo… no lo recuerdo bien —estaba
perdiendo el control, se confundía, escuchaba voces en el pasillo y aunque
había atrancado las dos puertas sabía que entrarían— El cuadro estaba en mi cuarto y de
pronto estaba aquí…
¡Está aquí dentro! gritó
alguien del otro lado de la puerta y luego se escuchó un golpe muy fuerte. Iban
a entrar.
Dante
tomó el reproductor y regresó la música hasta el Il Concerto No.2 de Las
cuatro estaciones de Vivaldi.
—Recuérdenme cuando despierten, y si
me vuelven a ver, mátenme. No quiero regresar a este lugar. Los estoy salvando —dijo antes de comenzar a
disparar.
La
puerta casi saltó de su marco por los golpes de los agentes que trataban
desesperadamente de entrar. ¡Pum!
Diez chicos. ¡Pum! Nueve chicos. ¡Pum! Ocho chicos. Los jovenes iban
cayendo como moscas, unos trataron de correr, otros solo se resignaron. ¡Pum! Tres chicos. ¡Pum! Dos chicos. ¡Pum! Un
chico. ¡Pum! La puerta.
Se
colocó frente al cuadro tratando de grabárselo a fuego en la mente y admirarlo
por última vez. Tenía dos recuerdos encimados luchando por salir a la
superficie. En uno su padre le llevaba el cuadro; el cuadro estaba en su
recamara. En el otro el cuadro estaba en la oficina de reclutamiento, miraba el
cuadro fijamente cuando se lo llevaban a la fuerza al campo de concentración.
Ataque al amanecer. Significaba
algo, estaba seguro. Colocó un cartucho nuevo y se llevó la .22 a la sien. Si
todo salía bien lo rechazarían y no volvería a ese lugar. La puerta estalló a
su espalda. Disparó.
El
director del campo observó de nuevo la grabación virtual del incidente. Se
llevó la mano a la frente y limpió el sudor. Dante. Tendría que rechazarlo.
Recordó cuando lo llevaron a su oficina
por haber atacado al profesor de matemáticas de su escuela real después de
intentar asesinar a su padre. Le había explicado el procedimiento y la
sentencia del jurado. El campo te ayudará,
le había dicho al muchacho en esa ocasión. También recordó que el chico, con el
cabello empapado de sudor, miraba fijamente su copia de Jacek Yerka sobre su
escritorio. No había dicho nada, ni había mostrado emoción alguna hasta que los
guardias lo sacaban en vilo del despacho. Entonces preguntó que canción era la
que sonaba en los altavoces. Las cuatro
estaciones de Vivaldi, había respondido el director, Concerto No. 2 en G menor.
Pensativo
se dirigió a las células de conexión. No era el primer episodio de Dante. Había
hecho, con esta, tres matanzas virtuales. Tendría que rechazarlo y trataba de
convencerse de que era lo mejor. Se encontró con el jefe de seguridad y juntos
llegaron hasta la célula de Dante. Desnudo, pálido y calvo, el chico miraba al techo,
sin emoción alguna en el rostro. Solo su respiración agitada mostraba que el
impacto del despertar le estaba conmocionando. ¿En qué había fallado el sistema
con este muchacho?
—Dante —lo llamó el director con suavidad,
pero el chico no se movió—,
sé que me escuchas. Cuando te conectamos al sistema Virtuality te dije que te ayudaría, lo siento si no ha sido así.
Hace tres años llegaste aquí con una sentencia de por vida. Al programar tu
realidad virtual te dimos una misión. Tenías que desarrollar la cura para el
virus de la ira. Todos los avances que lograras en tu vida virtual se
aplicarían en la realidad. Sin embargo, atacaste a tus compañeros el primer año
de conexión. Al matarlos en la Vituality
los desconectaste. Disparaste a quince chicos de los cuales cinco lograron
escapar. Atrapamos a tres y los últimos dos tuvieron que ser rechazados al
capturarlos. Te di otra oportunidad, pasaste las pruebas de borrado de memoria
y la capacitación inducida con éxito. Pero
volviste a hacerlo.
El
chico pareció sonreír con la mirada pero no se movió.
—En tu segundo ataque desconectaste a
treinta y siete compañeros tuyos y dos adultos. Escaparon veintidós.
Recuperamos a trece, rechazamos a cinco y los otros siguen prófugos. Los
matarán cuando los encuentren y lo sabes. Seguí creyendo en ti... ¿Jefe?
—Ahora disparó a cincuenta y cuatro —respondió el de seguridad
a su lado—.
Escaparon veintiocho, el resto está en cuarentena, serán reconectados a la Virtuality en un mes o dos. Estamos
buscando a los que huyeron.
—Tengo que rechazarte, Dante —continuó el director—. No puedo confiar de
nuevo en ti. Y no necesito la aprobación de nadie. Le perforaste el pulmón y
diafragma a tu padre y el estado lo rechazó. Tu madre se suicidó hace un año.
Es una pena pero… Jefe, hágalo… rechácelo.
El
jefe disparó a través de la célula, se aseguró de que Dante estuviera muerto y
alcanzó al director en el pasillo.
—¿Qué haremos con Alberto Purcel? —preguntó el jefe.
—Veamos. ¿Avanzó algo con su proyecto
de ley? —se
acercaron a la célula de Purcel. El chico se veía agitado y su cara se contraía
de dolor.
—No mucho. Se supone que debería
alcanzarlo al entrar a la universidad virtual. Dentro de siete meses —respondió el Jefe y
desplegó la pantalla que mostraba la proyección de la Virtuality de Alberto. Lo habían rescatado, lo llevaban al
hospital. El director presionó el botón de diagnóstico y al leer el resultado
frunció el ceño.
—Es una lástima. Cuadriplejia crónica.
No volverá a moverse. Habrá que rechazarlo.
El
jefe sacó su arma de nuevo.
—No sea bruto —dijo el director deteniendo a su
subordinado—,
él si tiene padres. Tengo que hacer todo
el trámite.
Se
encerró en su despacho. Nada más entrar vio el cuadro…Attack at dawn. Como impulsor del programa Virtuality, el padre de Dante había hecho ese cuadro en donación. A
la junta de gobierno le pareció muy provocativo pero no podían rechazarlo. Así
que el director lo colgó en su despacho. Le dio un escalofrío al ver la ironía
en el asunto. El padre de Dante había promulgado la ley de rechazo para los
inválidos y parásitos de la sociedad. También había diseñado las células de
conexión en las que miles de chicos, que en la vida real habían infringido la
ley, se rehabilitaban sin causar estragos ni gastar mucho presupuesto
gubernamental. Encendió el altavoz y comenzó a sonar O Fortuna de Orff. Pensó el Alberto Purcel. Había violado a cinco
niños y fue sentenciado a Virtuality
al cumplir los quince años. Había sido su mejor experimento, había asimilado
todas las reglas y se comportaba a la altura. Si alguna vez el simulador
detectaba a un niño cerca de Alberto, la célula le daba una pequeña descarga en
los genitales, así relacionaba a los niños con el dolor y no con el placer.
Estaba a punto de lograr que Alberto desarrollara el proyecto de ley pro
eutanasia y ese idiota de Dante lo había echado a perder.
Se
pegó un chute de morfina y se dejó caer en su silla ejecutiva. Tendría que
deshacerse de ese cuadro. Alteraba a los internos.
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