Por Ismael Manzanares.
Consigna: Drama en primera persona. Voz femenina.
Consigna: Drama en primera persona. Voz femenina.
Texto:
Me
sentaba a escuchar el viento soplando entre el cañaveral. Las aves nocturnas
graznaban a lo lejos. Las hojas de las cañas se agitaban y gemían. La noche en los
humedales era densa. Los niños dormían.
A
pesar del agotamiento, a pesar de la oscuridad sofocante, permanecer despierta.
Caminar por la casa descalza, sintiendo el suelo crujir a mis pasos y odiando
el tic-tac rítmico del reloj de cuco. El salón, lóbrego y atravesado por la
brisa marina; la habitación de los niños, con la puerta entornada y la débil
luz del quitamiedos; el dormitorio principal donde Manuel duerme pesadamente;
la cocina, mi refugio y mi esclavitud. Hacer la ronda una vez, tocando los
marcos de las puertas para no hacer ruido, libre por fin, hasta que el sueño me
alcanzaba y me vencía, arrojándome como otro bulto más a la cama de matrimonio.
La
mañana comienza sin sorpresas. Manuel sale a trabajar pronto, dejando un beso
en mi mejilla. La luz que se filtra por las persianas siempre termina por
despertar a los niños, que rápidamente vienen a exigir cariño, atención, amor. Momentos
de juego preciosos, con sus caritas apareciendo y desapareciendo bajo las
sábanas, con sus cuerpos menudos y tiernos abrazándose a mis piernas, a mis
brazos, a mi cuello. Las risas de los niños campanillean como solo deben hacerlo
las voces de los ángeles. Después, desayuno y juegos, pañales y limpieza. La
demanda del pecho para el más pequeño. Celos y riñas, vestir a uno y a otro, y
entonces se escucha la ocarina del afilador allá abajo, recordándome que ya es
mediodía y que es la hora de salir.
El
Calypso es un edificio alto y solitario junto a la carretera de la costa. Soy
la única vecina. El resto de pisos son ocupados solo en los meses de verano y,
ocasionalmente, los fines de semana. Por fortuna Ataúlfo, el viejo portero, me tiene
cariño y se acerca siempre a preguntar si necesito algo. Es un buen hombre. De no
ser por él no vería alma humana al salir de casa. La rutina exige que camine hasta
el supermercado por la carretera, con los niños, con los cañaverales a un lado
y las dunas al otro. Realizar la compra para el día, volver a casa y cocinar;
después el rito de la comida entre papillas, rebeldías y los ocasionales lloros.
Por
la tarde hay mayor flexibilidad. Lo más cercano es la playa. Kilómetros de
arena fina en la que mis hijos pueden pasarse horas y horas sin fin. Yo misma
me paso el tiempo asombrada de sus elaboraciones, asidua a las risas y las
fábulas, participando con ellos como un actor más. A veces tomo el autobús que
me lleva a la ciudad y buscamos algún parque en el que ellos puedan compartir
tiempo con otros de su edad, y yo intercambiar algunas palabras sueltas con las
madres.
De
vuelta en las alturas del Calypso, el piso estalla en una algarabía cuando Manuel
vuelve del trabajo. Los niños enloquecen exigiendo, demandando lo que han
obtenido sin tregua de mí desde la mañana. Yo también reclamo mi parte, las
palabras de un adulto que he ansiado durante todo el día; nuevas del mundo
exterior, de la ciudad, de la obra. Cualquier cosa que suponga una conversación
adulta. Pero la rutina se vuelve a imponer y el juego de las repeticiones
continúa. Hay que bañar a los niños, después preparar la cena, acostar y leer
cuentos. Momentos dulces todos ellos. Para cuando todo termina apenas si quedan
unos minutos breves que con frecuencia desaprovechamos en quejas y
frustraciones de antiguo. Los años de matrimonio nos han moldeado igual que han
desgastado mi cuerpo. A veces descargamos nuestra energía con un amor comedido
y silencioso en el que sin embargo yo busco empalarme en su sexo, arrancar de
él un deseo frenético y furioso, abandonarme a un placer que me libere. Rara
vez lo consigo. Y después del acto no puedo dormir. Me siento agotada,
henchida. He disfrutado de mis hijos. Tengo un marido que me quiere y me hace
el amor con cariño. Tengo una casa propia, limpia y ordenada, un lugar que
puedo llamar hogar.
Y
sin embargo me levanto a escuchar el viento soplando entre el cañaveral, a
caminar por la casa a oscuras. Me siento incompleta. Quiero llorar. Gritar.
Romper los cristales. Volar. Los pájaros se ríen de mí a lo lejos.
Lo
conocí en la playa. Llegó envuelto en la sal y el ozono de la brisa, salpicado
por la espuma de la brisa marina. Parecía estar perdido, por imposible que sea
perderse en una playa que corre sin fin en ambas direcciones. Los niños jugaban
un poco más lejos. Entonces fijó su vista en mí y sonrió.
—¿Me
puedo sentar contigo?
Yo
asentí, y así comenzó todo. Su nombre era Alejo y caminaba por la playa todas
las tardes. Nunca habíamos coincidido. Vivía en la ciudad, estaba casado y,
como yo, tenía dos hijos, algo mayores. Me dijo que le había llamado la
atención el libro que yo estaba leyendo. Era un lector impenitente. Mientras me
hablaba con entusiasmo del autor, yo miraba sus rasgos inquietos, como
atormentados por un dolor lejano; la piel morena de su rostro, en la que la sal
se incrustaba; el pelo negro rizado y revuelto por el implacable soplo del viento.
Respiraba vida, y al volver los ojos hacia mí volví a encontrar en ellos el eco
de alguna pena lejana.
—Aquí
hay unos personajes bien trazados —me dijo, sopesando el libro entre sus
manos—. Con sutileza, poco a poco, la trama va haciendo que comprendamos qué
les motiva. Y, a través de esa travesía de tristeza y de amor, el autor nos va
enseñando cosas sobre nosotros mismos.
Contuve
las lágrimas y le respondí que sí, que así era, que también yo había entrevisto
el corazón de esa historia; y mis labios se abrieron para dar paso a una voz
que había estado anhelante de encontrar su cauce, una voz terrible y hermosa
que había estado acallada durante tanto tiempo que apenas si recordaba que
fuera mía. Una persona con la que compartir, una conversación adulta de nuevo,
una ventana hacia otro ser sensible como uno mismo. Una epifanía. Dudo que en
aquel momento él sintiera lo mismo. Quizás era parte de su naturaleza el abrir
así su corazón al mundo. Pero noté que había encontrado en mí una compañera con
quien hablar de temas que le interesaban. Sin necesidad de decirlo supimos que
al día siguiente nos veríamos en este mismo lugar para continuar hablando.
Aquella
noche hice el amor con mi marido de un modo salvaje. Todavía ahora me
estremezco al recordarlo. Su verga húmeda de saliva enterrada en mi garganta,
gimiendo con la voz quebrada; después le cabalgué con furia, sujetando sus
manos sobre mis caderas para poder sentirle tan dentro como me fuera posible; y
cuando no aguantó más me volteó para follarme con desenfreno, golpeando contra
mis nalgas hasta que arrancó de los dos un grito de placer que resonó en las
paredes y despertó a uno de los niños, que empezó a llorar. Después reímos y
nos acariciamos todavía un poco más hasta que caí rendida, entregada a un sueño
pesado y profundo.
El
nuevo día me encontró agotada y con agujetas. Desayuné como una leona. ¿Qué
clase de persona era Alejo? ¿De dónde venía su dolor, esa pena que había
encontrado al fondo de sus ojos oscuros? ¿Qué pensaba de aquel otro libro, de
la vida junto al mar, de sus hijos? ¿Quién era, en definitiva? Los niños
notaron mi entusiasmo y se sorprendieron de mis abrazos y de mis renovados
juegos.
La tarde fue plácida y de nuevo nos volvimos a
encontrar a orillas del mar. Traía un libro en la mano e inmediatamente empezó
a hablarme de él. ¿Cómo expresar las caricias del corazón en unas pocas palabras?
¿Cómo describir lo que se siente cuando se iluminan los rincones oscuros de la
mente y salen a la luz las esperanzas, los temores, los sueños más profundos? A
través de la lectura nos tocamos, usando a los personajes como vehículo para
expresar emociones que con tanta frecuencia no tienen nombre. Comprendía mi
vida tocada por la maternidad y yo comprendía la suya, desde el punto de vista
complementario que significa ser padre. Hablamos de la infancia, de la alegría,
de la soledad. Mirábamos el mar revuelto y nos dejábamos acariciar por la
arena. Las palabras fluían con pasión, interminables como un río de plata, semana
tras semana, arrulladas por el sonido del mar.
—Qué
guapa es una mujer enamorada —me dijo Ataúlfo en la portería del Calypso. La
sonrisa del viejo portero me demostraba su afecto. Yo le sonreí, halagada, y en
ese momento me di cuenta de que era verdad. De que estaba enamorada. De que
Alejo había encontrado un hueco en mi corazón.
La
inquietud me asaltó al reconocer la verdad. ¿Es así? ¿Cuándo había decidido
enamorarme? No lo sabía. ¿Y qué hacer ahora? ¿Sería tan visible como para
levantar sospechas en la casa? Mi reciente energía, el buen humor, el sexo a
cualquier hora y por cualquier motivo después del parón forzoso de la
maternidad. A veces ni siquiera podía esperar a que mi esposo regresara del
trabajo y me entregaba al placer a escondidas, en el cuarto de baño, con la
vulva húmeda e hinchada y los dedos entrando, tanteando, explorando y
presionando hasta que llegaba el orgasmo y lo barría todo. ¿Era esto una
traición? ¿Cómo podía serlo, si sigo amando a mi esposo, a mis hijos que son la
luz de mi vida?
En
nuestros encuentros en la playa empecé a ser consciente de mi nuevo estado.
Alejo era respetuoso y cortés, pero de ningún modo exento de picardía. Mis
emociones me arrastraban. ¿Era deseo? ¿Acaso quería, de verdad, que ese hombre
hundiera su cabeza entre mis piernas y bebiera de mí? ¿Que me tomara entre las
cañas de las dunas? No lo sabía. Solo quería seguir hablando y compartiendo
palabras y miradas. Nuestro juego recorría esos límites y era excitante y
peligroso. Olía a libertad.
Nunca
fue más allá.
Al
principio fue casualidad. Días en que alguna actividad le impedía realizar su
paseo diario por la costa. Visitas a médicos y dentistas, una compra atrasada,
el fútbol de los niños. Pero la casualidad dio paso al hábito. Cada vez sus
paseos eran menos frecuentes, más corta su duración. Y entonces advertí que nunca
había penetrado en la tristeza que anidaba en sus ojos. Que había algo más que
yo no había logrado ver. Que en nuestras charlas cada vez más el peso de la
conversación era el mío, y que él me contestaba con educación, quizás sin poder
evitar el aspecto más travieso de su carácter, esa malicia inocente que
despertaba en mí el deseo. Comenzaba a intuir el adiós, aunque entonces no lo
sabía.
Y
de repente no volví a verle.
Después
de varias semanas de ansiedad me levanté de la cama y comprendí que su ausencia
era permanente. Me volví loca. Los días amanecían grises con un nudo en mi
estómago. ¿En qué lo había ofendido? Le había abierto mi corazón; ¿lo había
encontrado tan aborrecible como para dejarme de lado? Y lo más terrible de
todo, la garra que apretaba mi corazón, era que esas conversaciones en las que
nos habíamos tocado tan profundamente nunca se producirían de nuevo. Lo busqué
por la ciudad; recorrí sus calles arrastrando a mis hijos en largos paseos que
los agotaban, sufriendo por ellos además de por mí. Imaginé que había sufrido
un accidente, que había tenido que acudir al socorro de cualquier familiar
remoto, que había muerto. Pero en el fondo sabía la verdad. Yo había estado
enamorada. Él no. Me sentí culpable de mil maneras distintas. Lloré,
angustiada. Indagué en mi interior, buscando claves, la razón última por la que
yo había llegado a atormentarle tanto como para escapar. La pena en sus ojos
que no había descifrado. Mi necesidad imperiosa de compartir, mi cuerpo ajado
por el peso de los años y por la maternidad, mi indecisión, mi dependencia. No
encontré respuesta.
Entonces
llegó el dolor, en mil y una variantes. La angustia. La soledad. La rutina,
reptando alrededor de mí. El silencio de la voz interior. Las lágrimas. Las noches
en vela. Aparentar con mi marido, con los niños, con el mundo. Repetirse que no
duele. Repetirse que no importa. Una mañana tras otra. Una noche tras otra.
En
la oscuridad sofocante, me siento a escuchar el viento soplando entre el
cañaveral. El Calypso está vacío. A lo lejos graznan con estridencia las aves de
los humedales. Las hojas de las cañas se agitan y gimen. La noche es densa.
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