Por Sergio Bonavida Ponce.
Consigna: Fábula detectivesca o policial, con animales en calidad antropomorfa.
Consigna: Fábula detectivesca o policial, con animales en calidad antropomorfa.
Texto:
Las letras, de un estridente color azul,
del Duck August Hospital resaltan en el membrete de la carta que sostengo entre
mis manos. La releo por segunda vez y, distraído, observo las letras invertidas
en el cristal de la puerta de entrada a la oficina. Jack Chámal & Lia
Sheepby. Lia. Los tirabuzones lanudos le bajaban por la sien, con ese color
blanco que tanto favorecía su sonrisa, también me volvían loco sus preciosas
pezuñas pintadas de rojo bordeaux. Antes de guardar la carta en el bolsillo de
la chaqueta me recreo en las letras del membrete, el azulado color reaviva en mí
una oscura frialdad, esa debe ser la tonalidad de las cosas muertas; pues con trajes
azules se presentaron esta mañana dos matones de Don Vito Gorillone. «¿Han
venido a cobrarse mis deudas?». No, no era eso, por supuesto no venían a cobrar
mis desmanes de este último año, mis deudas de juego, ni del sexo con conejas.
Sí, desde que murió Lia... Soy camaleón, hay necesidades, y... Aparto esos
pensamientos de mi mente. «La hija de Don Gorillone ha sido raptada». Un
detective, sobre todo uno caído en desgracia como yo, no puede rehusar un caso
así. Tampoco es que tenga otra alternativa. Don Vito es un asqueroso mafioso,
un corpulento gorila que comenzó con extorsiones en la zona de Old Water, en
pocos años controlaba los sindicatos de animales y después estableció un
condominio de drogas, juegos y conejas en toda la zona oeste de la ciudad. Debe
estar muy desesperado si ha acudido hasta mí, hecho que por un lado me halaga,
y por el otro me preocupa. Espero que la hija siga con vida.
Mona Gorillone Beauvoir. Hija única de
Don Vito Gorillone. Huérfana de madre a los catorce, algunos dicen que la mató
el propio patriarca, aunque la verdad no se sabrá nunca. Veintiocho años. Pelo
marrón claro. Esbelta. Atractiva. Todos mis informadores coinciden en su
bondad, pero ese es un dato innecesario, todos los animales en esta ciudad
saben que Mona es buena. Galas benéficas en favor de las crías desnutridas del África,
filántropa y diletante del Opera Nest, defensora de los derechos de los humanos
en extinción... Observo la foto extraída de un artículo de periódico; posa en
unas escalinatas con un elegante vestido, la falda le ondula elegante, y su
fino rabo se entrelaza coqueto alrededor de su bolso de Armany. Sonríe a cámara y esos labios peludos, salvando la
distancia de especies, me recuerdan a los de Lia. De nuevo divago y necesito
toda mi concentración para leer la hoja de mi principal informador: Frank
Tejón. Conocí a Frank hace años, en una taberna de Fort Bearborn regentada por
una familia de osos de Carolina del Norte mientras le sacaban a empujones del
local. Un tejón alcohólico sin dinero. Le di trabajo, uno simple, recadero. Lia
le influenció para que dejara de beber, eso le espabiló y comenzó a realizar
muchos otros trabajos, algunos delicados. No sé si estaba enamorado de ella o
su agradecimiento era tan grande que eso creó un amor platónico de por vida. No
importa, entre nosotros nunca hablamos de ella. Recuerdo el día del entierro,
apenas éramos siete animales dándole el último adiós a mi esposa. Frank se me
acercó, hocico hundido y decenas de arrugas de no dormir bajo los parpados. Él parecía
el abandonado esposo y no yo. Me entrelazó con sus dos patas y comenzó a llorar,
su hocico se apoyó en mi hombro, observé las rayas verticales de pelo pardo y oscuro
en su rostro, del hocico caía un frío moquillo. Le palmeé la espalda y estuvimos
así un buen rato; mientras, los buitres sepultureros echaban tierra en el hueco
que recogía el ataúd. No me extraña que Frank me haya pasado una lista tan
pormenorizada de los últimos lugares que visitó Mona, da la sensación que todo
lo que hace por mí en este último año en verdad lo haga por Lia, cómo si
hubiera pactado con ella que me cuidaría.
Los últimos lugares antes de la
desaparición de un animal son vitales para cualquier investigación. Me resumo
la lista donde fue vista Mona antes de desaparecer: Banco Aguilar, Buhíffanys y
Goose Island. En resumen, dinero, joyas y bajos fondos. «¿Qué hacía una buena
chica como tú en la isla de los gansos?». Leo una copia del pedido que recogió
en Buhíffanys: colgante circular partido
con forma de ying y yang, mitad diamante blanco, mitad zafiro negro. Peso
127gr. 1300$ trigones. Para Mona Gorillone Beauvoir. Recogió una joya, un
colgante partido, como esos que se regalan los enamorados en los que ambas
mitades, unidas, forman una única joya, pero que pueden llevarse por separado.
¿Y el dinero? La cantidad retirada en Aguilar es enorme, casi veinte mil
trigones. Dinero, joyas y bajos fondos. Sigo dando vueltas en mi despacho, pues
hay algo en este caso que desafina. No hay petición de rescate. Si raptas a la
hija de uno de los mafiosos más importante de la ciudad pides una cantidad
desorbitada de dinero; por lo contrario, si es un ajuste de cuentas, la matas,
y se la devuelves al dolorido padre en pequeños trocitos lo suficientemente
grandes para poder ser identificados, pero no, no ha pasado ni una cosa ni la
otra, y eso es algo que me desconcierta. Tampoco se ha recibido ningún
comunicado de las familias rivales, ni la Gansada del Norte, ni los Oseznos de
Goose Island, ni siquiera el máximo rival, Al Pandone de la familia de los
Panda del este. Ninguna familia se ha pronunciado. Un absoluto mutismo revuela
sobre todas ellas. No lo entiendo. Quizá sea hora de pasarme a hacer una visita
a Urrano, una vieja urraca que vive por la zona de la Taberna de Bearny en Goose
Island. No acabamos bien la última vez, pero aún me debe un favor. Voy a ir a
cobrármelo.
Una patada entre ala y ala ayuda a
recordar. Urrano cae de espaldas contra unas cajas de cartón, se retuerce en el
suelo, le castañea el pico y se contrae en posición fetal. No le he dado tan
fuerte, pero Urrano es de esos animales débiles que no soportan el dolor físico.
El callejón se encuentra alejado de la calle principal. Este pequeño gueto
isleño no parece formar parte de la ciudad: calles estrechas, sucias, con vuelabundos en las esquinas... «¿Qué
quieres ojos saltones?». No me gusta que nadie me insulte de forma racista. Mi
pata le vuelve a asestar un duro golpe, esta vez en el pico y de nuevo se
retuerce de dolor. Unas gotas de sangre caen sobre su camisa blanca. El rojo y
blanco contrasta de manera extraña con las plumas negras. Le levantó de las
solapas de la camisa y lo empujo contra la pared de ladrillo del callejón.
«¿Dónde está Mona?». Los pequeños ojos negros observan detrás de mí, asustados,
bate las alas con desesperación, intenta librarse de mi presa. «¿Hay alguien
detrás?». Lo aparto con rapidez, me tiro al suelo y extraigo de la cartuchera mi
Bulldog 41 milímetros. Una sombra al inicio del callejón efectúa dos disparos,
las balas silban encima de mí. Antes de disparar, fijo mi vista en la figura: un
macho robusto, rostro encapuchado, una amplia chaqueta le tapa todo el cuerpo.
Sin embargo, al disparar, por las mangas de la chaqueta le observo un frondoso pelo
blanco y negro. Es un panda. Replico con tres disparos que se estrellan contra
la esquina de ladrillo rojo y la figura desaparece. Espero estirado en el
suelo. «¿Todavía estará ahí?». Me levanto con cuidado y camino parapetándome en
los contenedores de basura. Asomo la cabeza con lentitud al llegar al inicio
del callejón. Detrás de la esquina no hay nadie, en las desérticas calles solo
pasan coches; aguzo el oído, no escucho sirenas. Típico en Goose Island. Mi
misterioso asaltante ha huido, al girarme de nuevo en dirección a Urrano me doy
cuenta que las balas no eran para mí. Urrano está estirado en el suelo con una
bala en la garganta y otra en el mentón, sus alas aletean espasmódicas una
última vez y grazna moribundo. Después, ya no se mueve...
La zona de Pork Station es elegante.
Mansiones lujosas, enormes secuoyas, avenidas alumbradas con centenares de
farolas; el motor de mi viejo Plymouth ronronea tranquilo al girar por la
avenida Ratmarket. Paro el motor y estaciono detrás de una gran secuoya a unos
quinientos metros de distancia de la mansión de Al Pandone. Muchos animales
tendrían dificultades para ver a esta distancia de noche, pero no un camaleón;
y aunque la edad y la perdida hacen estragos sigo teniéndola excelente. Según
mis informadores, Al Pandone tenía una cena benéfica en el City Hall, los
pandas son muy dados a pavonearse en sociedad, pero no es el patriarca de la
familia al que espero. Sostengo la descripción de la joya de Buhíffanys en mi
mano. Una corazonada camaleónica, así la llamaba Lia, acude a mí unida al suceso
en el callejón.
Miro las manecillas de mi reloj, la
01:23, bostezo. Quizá mi intuición se esté oxidando, dispongo de un plan
alternativo, pero... Un vehículo, un robusto Packard Clipper surge de la
mansión. Mis ojos observan a Francis Pandone, el hijo menor de Al Pandone de
copiloto, a su lado un pandón más grande que el propio Francis conduce el
Packard a poca velocidad. Es extraño que el vehículo no luzca los colores
habituales de la familia, el blanco y el negro; por el contrario, un anodino
verde perla dibuja toda la carrocería del automóvil. Inserto la llave en el
contacto y arranco mi Plymouth, les sigo a una distancia prudente, por suerte
el tráfico es denso y los pandas no ven bien de noche. Se alejan de Pork
Station por la avenida Grand Central, después giran en Union Station, cruzan el
puente Big Chicago y... Sí, se dirigen a Goose Island. Mi intuición todavía
funciona.
Estacionan en un callejón al lado de un
Motel con luces de neón. En el tejado un cartel luminoso bastante grande muestra
las letras Blue Swallow, en la cúspide, unas luces azules conforman la silueta
de una golondrina. Francis sube por las escaleras exteriores del motel y se
detiene en la habitación 123. El pandón queda en el coche de costado al
edificio. Paso de largo con el Plymouth y aparco en la calle trasera. Reviso
las balas en la recámara, ocho, y me aseguro que el cuchillo deslizante reposa
agarrado en mi pata superior derecha. Recojo una botella de cristal, la alzo
con la pata izquierda y me dirijo dando tumbos en dirección al Packard. Eructo
y me bamboleo histriónicamente. El pandón me observa aproximarme, su mano
peluda se introduce en el interior de su chaqueta, continúo dando tumbos y
acercándome más a la ventanilla del piloto, el pandón sostiene la mano derecha
en la chaqueta. «Amigo...», le saludo a un par de metros, «hics, me da... un
trigón para una botella». Su enorme cabeza me observa de patas a cabeza. Me
apoyo en la ventanilla abierta del automóvil. «Lárgate borracho o vas a acabar
muy m...», deslizo la daga por mi escamosa extremidad, le asesto una puñalada
en la garganta sin dejarle acabar la frase, con la botella le golpeo en el ojo
y la suelto, cae al suelo del vehículo. La cabeza del pandón golpea contra el
asiento, con mi pata libre le sujeto la pata que tiene en el interior de su
chaqueta. Hace fuerza, forcejeamos, intenta extraer lo que parece un revolver,
le vuelvo a asestar una nueva puñalada. La sangre le inunda el pelaje blanco
alrededor del cuello, pierde fuerza, ya no hace falta sujetarle la mano, y se
desploma con la cabeza ladeada. Le retiro la pistola y me la guardo en un
bolsillo de mi chaqueta. Le cacheo, no encuentro más armas, agarro la llave del
contacto y apago el motor. Después me introduzco en los asientos traseros, le
agarro por las axilas y dejo el cadáver estirado en el espacio entre asientos.
Observo la luz en la habitación 123 y dirijo mis pisadas hacia allí...
Derribo de una patada la endeble puerta
de la habitación. Francis está sentado en la cama, Mona se encuentra estirada a
su lado. Extraigo mi revolver, con la otra pata me llevo un dedo a la mandíbula
ordenándoles silencio, aunque la sola visión de mi Bulldog apuntándoles es aviso
suficiente para invocar su silencio. Cierro la puerta detrás de mí, miro por la
ventana, todo está tranquilo. Mona se reincorpora con lentitud en la cama,
lleva un vestido largo, sus ojos, además de asustados, están cansados. Francis
interpone su cuerpo entre ella y yo. «¿Así qué era eso?». Francis observa en
dirección a una silla, en ella reposa su chaqueta, quizá tenga un arma en el
interior, niego con la cabeza. El comprende con rabia. Mona tiembla asustada
detrás de él. Sus labios son muy parecidos a los de Lia. Me separo de la puerta
y me dirijo a la esquina más alejada de la habitación. «Ahora recogeréis
vuestras cosas. Conduciréis hasta la avenida Belmont, saldréis de la ciudad por
Ashland Street y lo que hagáis después es cosa vuestra. Si os sabéis economizar
tendréis suficiente trigón para vivir durante años. Siento lo de tu
guardaespaldas, no me podía arriesgar. Ahora, largo». Tiro la llave del Packard
en la cama, rebota al lado de Francis, que me observa incrédulo. No se mueve,
sigue protegiendo con su cuerpo a Mona; esta, desde detrás del peludo hombro de
su protector, me pregunta: «¿Por qué nos deja libres, caballero?». Observo esos
labios. «Mis asuntos son solo míos, señorita. Aprovechen esta oportunidad que
la vida les brinda». Francis no lo piensa dos veces, ayuda a su amada a
levantarse de la cama y le enfunda un abrigo; en previsión de mis inquietudes,
Francis se introduce con lentitud extrema su chaqueta. «Buen panda». Agarran
una maleta y se dirigen a la puerta de la habitación. Les sigo apuntando con mi
Bulldog, Francis abre la puerta, deja pasar a Mona, que alza la mano y se
despide mirándome a los ojos, el panda no se gira y cierra la puerta con
suavidad. Después, se agarran las patas y bajan las escaleras corriendo, Francis
le abre la puerta del Packard, deja la maleta en el asiento trasero, enciende
el motor y se dirigen hacia Belmont. «Panda listo».
Me siento en el pequeño escritorio de la
habitación, ilumino la superficie con una lamparilla de mesa, extraigo mi
estilográfica y comienzo a escribir en una hoja grande de papel: “Mona raptada
por encargo de Al Pandone, posiblemente muerta, probable implicación de los
Oseznos”. Extraigo mi cuchillo, aguanto la nota en la pared de madera, clavo
con un golpe rápido la nota con el arma, ambas quedan ancladas en la pared.
Realizo una llamada desde el teléfono de la habitación a la mansión Gorillone,
indico esta dirección y cuelgo sin esperar respuesta. «Esta confusión les dará
más tiempo». Me dirijo a mi automóvil estacionado en la parte trasera del
motel, sentado en el mullido asiento de mi Plymouth extraigo la carta del Duck
August Hospital del bolsillo, las letras azules del membrete vuelven a evocarme
mis primeras sensaciones, y vuelvo a releer el informe médico: “Duck August Hospital. Informe del paciente
Jack Chámal nº expediente 1210-CHI-B. Segunda observación de la masa negra carcinoma.
Presenta expansión acelerada alrededor del hígado. Daño hepático irreparable.
Imposible extracción. Se solicita ingreso urgente. Informe PKID Dpto.
Oncológico Duck August Hospital”.
Conduzco hasta los acantilados de
Duckville, a pocos kilómetros de la ciudad, un agreste litoral de belleza
peligrosa. En este lugar, Lia y yo, extendíamos un gran mantel de cuadros, nos
deleitábamos en picnics interminables contemplando los atardeceres, escuchábamos
la melódica voz de Gato Jazz en la
radio o las notas del saxofonista Trurat
Capote; mientras, enredábamos nuestros cuerpos y nos besábamos. Me asomo al
bravo océano que envía sus olas más salvajes a romper contra las rocas. «Es
hora de unas vacaciones».
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