lunes, 10 de diciembre de 2018

«La colmena»

Por Erneto V. Salcedo.

          La única emisora autorizada por el régimen suena impertérrita en mi coche. El 0008 LAH, mantiene estable el volumen al nivel decretado por ley. Jamás osará sobrepasarlo. Ni me permitirá a mí hacerlo. La eterna melodía de vacuas canciones resuena en los ocho altavoces de alta calidad que me rodean, manteniéndome en un duermevela embriagador. Al igual que los cientos de borregos que me acompañan en esta trashumancia laboral, me dejo arrullar por el susurro de las ruedas sobre el asfalto. Permanezco en un estado de atontamiento y relajación del cual no me dejan salir.
—Max, interrumpo la emisión de estos agradables minutos musicales para ofrecerte el boletín de noticias de las ocho de la mañana.
La voz de mi asistente me saca de mi ensimismamiento. Las imágenes que escupe la consola informativa bombardean mi mente con fogonazos de inalterable realidad. No necesito escuchar ni este ni los siguientes veintitrés noticieros. Todos son iguales. Ensalzan al gobierno y nos recuerdan que, bajo su férreo manto, la paz ya no es una quimera. Aburrido, desvío la mirada al exterior.
Un paisaje inalterable, de alquitrán y sensores guía, me recibe con los brazos abiertos. Esa monotonía que, kilómetro tras kilómetro, me debería calmar, de forma extraña, no lo hace. Siento como si toda esa información, que sigue invadiendo mis oídos, atacase mi alma como un virus aniquilador. Por mi lado se desvían unos veinte coches por sus correspondientes salidas y, en todos ellos, en el inútil puesto del piloto, veo a seres humanos con una misma expresión de abatimiento y desidia esclavizadora. Nervioso, enfoco los ojos para escapar de ellos y, al hacerlo, focalizo en mi propio reflejo en el cristal que tiene la misma mueca de derrota que tanto asco me ha dado. Se me revuelve el estómago. Enfrentarme a mis vacuos ojos activa en mí una espita que provoca una ira desconocida que se abre paso a borbotones a través de mi alma encarcelada. Mareado, siento como una ardiente bilis asciende por mi faringe haciéndome eructar.
—Max, ¿Te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo por ti?
Escuchar esa pregunta en un simulacro poco afortunado de la voz de mi madre me hace pensar en por qué la elegí como tono.
—No, gracias. —Las palabras salen de mi boca en un tono que incluso a mí me sorprende por su fiereza.
—Max, noto una alteración en tu ritmo cardíaco. Creo que deberías calmarte. —La música vuelve al instante, esta vez con una selección de melodías relajantes.
No funciona. Y me alegro. Mi mente está dejando salir, como si de un rebaño de ñus cruzando el rio Mara se tratasen, recuerdos olvidados que me muestran a aquellos valientes que, en su día, alzaron una voz discordante a fin de enfrentarse al gobierno que limitó la circulación solo a aquellas carreteras adaptadas al nuevo sistema estándar. Armados con piedras y cocteles Molotov, escudados en chalecos reflectantes amarillos, opusieron resistencia, eso nadie lo puede negar, todos lo vimos. Pero nos forzaron a olvidarlos. Los tacharon de terroristas, de locos extremistas. Los telediarios no cesaban de emitir los disturbios mostrándolos como fieras salvajes. El rodillo burocrático, utilizando unas demoledoras estadísticas sobre seguridad vial, consiguió que esas voces que luchaban por no perder privilegios y libertades, fueran silenciadas. No tuvieron ni una sola oportunidad. El bien común los venció sin contemplaciones.
Ese fue el primer paso de la conquista. A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Después de las carreteras, fueron a por los vehículos. Enarbolando banderas ecologistas y de conciencia social, los gobiernos escondieron sus verdaderos intereses, esos que estaban destinados a beneficiar a las multinacionales que en aquel momento les ofrecían todo su apoyo. El que necesitaban para continuar apoltronados en sus nichos de poder. Era el momento de las eléctricas. En poco tiempo, todos circulábamos con el mismo vehículo, autónomo y eléctrico, facilitado por el estado. Coches que eran impersonales e inalterables. No solo salvaron al mundo del infame y demoníaco petróleo, sino que acabaron de un plumazo con las fuentes de financiación de los extremistas islámicos. Eran los salvadores del mundo.
Como procesionarias marchando en busca de destinos más apetecibles, todos circulamos siempre a la única velocidad permitida, manteniendo en todo momento la distancia exacta de seguridad. Ya ni siquiera tenemos que prestar atención a las señales de tráfico. Son innecesarias. Nuestros vehículos, dotados de inteligencia artificial, están conectados a la memoria central que los gobierna sin fallos. Nos llevan a nuestro destino siempre por el único camino posible, el más lógico, el debido. Y allí vamos, felices, enfrascados en el último entretenimiento, videojuego, película, música o libro que, a todas horas, se nos vomita en la pantalla de interacción que cada coche lleva en el parabrisas.
También las aceras se han llenado de cintas automáticas sobre las que nos deslizamos, sin esfuerzo, para llegar a cualquier lugar deseado. Y todos encantados. Ya no tenemos excusa para no estar permanentemente atentos a los móviles. Son ellos, como buenos perros pastores, quienes, conectados al ordenador principal, nos guían y nos controlan en nuestros quehaceres diarios. Y, al llegar a casa, nada más cruzar el portal, la domótica hogareña se encarga de enchufar nuestros dispositivos locales para invadirnos con la miríada de series y películas que nos terminan de anestesiar el cerebro. Alienados, hemos perdido la capacidad de emoción y sorpresa, al conducir y en la vida. La sociedad ha quedado dominada por completo por un gobierno paternalista y autoritario. Y nos da igual. Nadie ha vuelto a alzar la voz.
—Max, me alegra informarte que solo quedan treinta minutos para llegar al laboratorio.
La renacida frustración que siento, clava, con más fuerza, sus garras en mi alma al oír este aviso. Un recordatorio que llevo oyendo los últimos diez años, a la misma hora, en el mismo lugar, los siete días de la semana. Debo escapar. Siento como la adrenalina al invadirme, empapa mi cerebro con su locura y mis neuronas van trazando un descabellado plan que tal vez funcione. Un escalofrío, similar a un orgasmo, recorre mi cuerpo y este reacciona con tal virulencia que un sudor frío mana por cada uno de mis poros empapando mi almidonada camisa.
—Max, sigo sin detectar una mejoría en tu estado de excitación. Es mi deber ejecutar la aplicación médica de auxilio en línea. Por favor, sigue los cinco pasos que aparecen en pantalla a fin de revertir tu situación actual. Sabes que es, a todas luces, inapropiada.
Noto un incremento de la fuerza del aire acondicionado. Este maldito cacharro cree que, disminuyendo la temperatura agradable que siempre hace dentro del habitáculo, conseguirá tranquilizarme. Iluso. Como respuesta a este ataque, mi corazón aumenta sus pulsaciones hasta unos niveles tales que me obligo a apoyar mi mano sobre él para calmarlo. No lo consigo. La taquicardia está servida.
—Max, insisto, debes serenarte. ¿Te gustaría una partidita de ajedrez? —De improviso, en pantalla, aparece un tablero en tres dimensiones.
—Te puedes meter tus inútiles juegos por donde te quepan, máquina estúpida.
—Max, ese lenguaje es inaceptable —con un sonido metálico se abre una compuerta junto al panel de mandos—. Deberías tomarte esta pastilla para la fatiga y, una vez tranquilo, pensar en tu comportamiento.
Cojo la píldora y la levanto en dirección a la cámara principal, esa que está situada cenitalmente sobre mi cabeza. Podría usar cualquiera de las múltiples cámaras que monitorizan cada centímetro del interior del vehículo, pero quiero que vea, sin posibilidad de error, lo que pienso de sus intentos de control. Con recochineo, abro la pastilla y vierto sus polvos sobre la tapicería de cuero del asiento.
—Max, no deberías hacer eso. Sabes que mi misión es cuidar de ti. Incluso de ti mismo. Te doy una última oportunidad. Si en los próximos diez minutos no te calmas, me veré obligado a ejecutar el protocolo de emergencia. Pararé en una zona segura y te mantendré encerrado en el coche hasta que la asistencia médica más próxima nos alcance.
En otro momento, con la obediencia ciega y extrema de un estornino incapaz de desobedecer a su bandada, habría acatado la orden sin rechistar. Pero hoy he cambiado. Grito a viva voz, meneo la cabeza de un lado a otro de forma convulsa buscando una señal. Y, suerte la mía, no tardo en verla a mi izquierda. La pieza que faltaba para perfilar mis próximos movimientos hacia la libertad. Allí, hundida entre la maleza, esa que ha crecido salvaje, descubro el rastro de una de las miles de carreteras secundarias que, de no usarse, han quedado en el olvido. Arterias defenestradas por el orden establecido, sobre las cuales hace más de diez años que no circula ningún vehículo. Sé lo que debo hacer.
Pataleo, aúllo, golpeo el volante, maldigo al gobierno y a todos mis sumisos congéneres. De mi garganta sale la mayor retahíla de palabras soeces y malsonantes que mi perdida memoria puede rescatar de lo más profundo de mi psique. Mis labios se relamen con cada una de ellas. Son como vino dulce que, exuberante, los moja con fruición. Estoy en modo provocativo y funciona.
—Max, detén este sinsentido —la voz suena más grave y amenazadora. Me recuerda a cuando rompí toda la vajilla de mi casa a los ocho años—. Sabes que dañar una propiedad del estado es un delito federal penado con la cárcel.
—¡Me importan una mierda las leyes! ¡Me cago en la puta madre de la autoridad! —He lanzado los dados y espero que salga un siete. Solo tengo una oportunidad de escapar y lo conseguiré.
Como era de prever, la inteligencia artificial que gobierna nuestras vidas reacciona y, con movimientos calculados y predecibles, utiliza la primera salida que puede para sacarme de la circulación. Me recreo con las caras de estupor con las que me obsequian todos y cada uno de los conductores con los que me cruzo y que observan mi demente espectáculo desde sus atalayas de metal. Me he librado de la brida que los aprisiona y ahora solo falta cabalgar libre hacia el atardecer. Llegamos al área de servicio y el coche estaciona, de forma perfecta, en el aparcamiento número seis. Sabe lo que hace, no hay ningún coche más aparcado en cincuenta metros a la redonda.
—Max, ya estamos en un lugar seguro. Ahora puedo asegurarte, con absoluta certeza, que todo irá bien. Permanece tranquilo. La policía estatal ya ha sido avisada. Llegará aquí en quince minutos y todo terminará.
Le creo. No tengo dudas al respecto. Sé cómo acaban los rebeldes. Sin tiempo que perder, abro mi maletín y saco un destornillador, un par de guantes dieléctricos y gafas de seguridad. Me coloco toda la parafernalia y me agacho hacía las profundidades. Con rapidez, retiro los tornillos que sujetan el panel de mandos situado bajo el volante y accedo a su interior. El sensor de seguridad que va integrado reacciona al detectar mi intromisión. Una alarma comienza a bramar a niveles estratosféricos. LAH me habla. Hay un deje extraño en su voz ¿Súplica tal vez?
—Max, sé que estás intentando desconectarme. Por favor, no lo hagas. Es algo que no puedo permitir que suceda.
Sus lastimeros intentos de apelar a mi bondad se sincronizan con una señal de prohibido que parpadea, en loco bucle, en la pantalla frontal. Continuo con la operación.
—¡Max, estás loco, no debes profanarme! —Ahora parece que la ira está ganado terreno.
Un arco eléctrico surge de la nada provocando una deflagración que lanza partículas incandescentes a mi cara. Intento inútil. Aunque me duele algún impacto, estoy bien protegido. Ha fracasado. Sé lo que estoy haciendo. Por algo fui el inventor de este engendro diabólico. Agarro con fuerza los cables del cerebro electrónico.
—¡Max, soy como tu hijo! —El volumen de sus ruegos es ensordecedor.
Con deleite arranco las conexiones sin pestañear y la voz se apaga al instante. Levanto mi puño y las veo colgar de él como cabellera recién cortada. Victorioso, las lanzo al asiento del copiloto con fuerza. El silencio me envuelve y lo agradezco. Observando el humo que, al salir de los bajos del coche, se eleva despacio como volutas de incienso, me permito un instante de relax. Me apoyo en el respaldo y, cerrando los ojos, hago un movimiento que echaba mucho de menos. Alargo los brazos y sujeto el volante. Siento su tacto en mis dedos y un cosquilleo de placer los recorre. Sonrío. Ha llegado la hora. Ya se oyen las sirenas a lo lejos.
Empalmo los cables rojo y azul mientras pienso que los clásicos nunca mueren. La electricidad restablecida me saluda, derrotada, con un ronroneo suave y dulce. Al pisar el acelerador siento que el poder es de nuevo mío. Menos mal que nunca quité ni los pedales ni el volante. Todos me presionaron para hacerlo, pero me mantuve firme. Comenté que eran un guiño decorativo al pasado que permitiría una transición más fácil hacia el cambio total. Si a la gente les dejas algo con lo que identificarse, no sospecharan de tus verdaderas intenciones. El truco de magia definitivo. Lo que nunca imaginaron es que les mentí. Desde el principio han estado durmientes pero operativos. Tal vez, en lo más profundo de mi ser, sabía que, lo que está ocurriendo ahora, algún día iba a pasar. Lo que no pensaba es que fuera a ser yo la mano ejecutora de una, espero, latente revolución.
Me dispongo a salir huyendo cuando, en recuerdo de antiguas rutinas, miro por el retrovisor central y los laterales aun sabiendo que ningún vehículo osará invadir mi perímetro de seguridad. Al hacerlo, me sorprendo al ver, a mi derecha, en el aparcamiento cinco, a un coche que no sé cuándo ha llegado. En su interior hay una chica que me hace con las manos, desesperados gestos de liberación. Entiendo lo que me pide y, alzando el dedo pulgar, así se lo hago saber.
Salgo del coche y, con cinco pasos, me coloco junto al suyo. Al verme enrollar mi brazo con el abrigo, ella se aparta de la puerta. Con un golpe seco que electriza mi codo, rompo su cristal. Mientras su vehículo se vuelve loco y nos obsequia con un concierto de ensordecedores aullidos, ella sale por la ventanilla y corre, como alma que lleva el diablo, para convertirse en mi verdadero copiloto. Antes incluso de que se deje caer por completo en el asiento yo ya pico espuelas y salimos zumbando.
Con una sonrisa idiota en el rostro no dejo de mirar al frente. Sin temor, ataco la valla que rodea el aparcamiento y, empujado por la inercia, la derribo. Nos adentramos campo a través en dirección a la vía que había visto antes. Aplasto sin miramientos los arbustos que han resquebrajado el asfalto. Voy dando tumbos al rodar sobre una calzada abombada por los estragos del tiempo. Me da igual. Estoy en el camino de la libertad y eso es lo que cuenta. Sé que por el momento no podrán alcanzarnos. Son presos de sus propias limitaciones. Pero también soy consciente que, más pronto que tarde, la persecución será brutal. No pueden consentir el libre albedrío. Pero aun así me permito fantasear con carreteras olvidadas que nos lleven a lugares recónditos en donde reclutar a más héroes para la causa.
Ya un poco más tranquilo me presento a mi compañera. Ella sonríe, acercando su mano a mi cuello. Está muy fría. Extrañado por tanta confianza, miro a sus ojos, pero no veo rastro alguno de empatía o humanidad en ellos. De pronto, siento un ardiente aguijonazo en la nuca. La sorpresa deja paso a la comprensión. Se ve que los rumores sobre el nuevo modelo 0009 LAH eran ciertos. Mientras el sueño me vence pienso que, al menos durante cinco minutos, fui libre.



Los días muertos

Por Yol Anda.

         En verdad os digo, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere,
 queda solo, pero si muere produce mucho fruto.

Evangelio de San Juan, 12:24


San Petersburgo, 9 de febrero de 1881

  Fiódor Mijáilovich Dostoyevski ha muerto. En la revista Epoja se le habría dedicado la página número tres. Habrían titulado el artículo A medias, pero estuvo, y se le rendiría homenaje en los treinta y seis renglones que lo compondrían. Se le despediría con un Hasta siempre, finalizando con la firma de alguno de los íntimos de su hermano Mijaíl.

Pero no sabrían de lo que estarían hablando: cánticos de grandeza para un hombre de otro tiempo, elogiaría al comenzar; desorden contra el que luchó toda su vida, se leería hacia la mitad del artículo; una Rusia más suya, más nuestra, habría terminado proclamando. Oh, no, no lo sabrían. Palabras carentes de significado propio. Le engrandecerían. Crearían un hombre por encima del hombre. Un monstruo, un Dostoyevski como un Golem devorando al hombre pequeño que en realidad es Dostoyevski, que se vería silenciado por la grandiosidad de su recuerdo. Un Saturno devorándose a sí mismo.
 
  Los renglones paralelos, cómo si no, bien ordenados y la letra demasiado pequeña, constatarían el desconocimiento de mi amigo por parte del autor del artículo. Todo el festín se reduciría a un gran esfuerzo de imaginación, visto en la obligación de rendirle tributo a través de unas líneas. Oh, amigo Fiódor, no te conoce. No te conocen.

  Quiero ver el texto en colores; lo imagino en mayúsculas, manuscrito, con letras irregulares y renglones desequilibrados. Así anunciaría la pérdida de mi gran compañero y confesor. Con brincos, sobresaltos, desmayos; toques de trompeta, pirozhkí para todos. Por eso doy la noticia a gritos en un intento de reparación, de curación. Quiero que toda Rusia sepa que él estuvo ahí. Pero no el Dostoyevski que ellos creen conocer, sino la persona que fue. Con sus idas y venidas, sus ataques, la conciencia, sus complejidades y conmigo. Sí, conmigo; porque uno, por mucho que no quiera, es en parte los demás.


San Petersburgo, abril de 1860
 
  He amanecido nuevamente preocupado. ¿Nuevamente? No, no es nada nuevo. Aparto la manta raída que me cubre y la lanzo lejos del camastro que, con tanta amabilidad, el señor Sergey Kozlov ha dispuesto para mí. Es un hombre bueno al que pago poco y me ofrece poco. Lo suficiente. Un buen trato. Me dispongo a caminar hacia el retrete. Salgo al pasillo y me doy cuenta de que voy descalzo. Mis pasos hacen crujir la madera de todo el viejo edificio. Vivir en el barrio Admiralteisky es todo un lujo a este precio. El edificio podría caerse a trozos mañana mismo, pero ¿qué es la vida sin un edificio a punto de desmoronarse y aplastarte contra el suelo?

  Algo ha cambiado. Al encender la luz hay algo nuevo que no consigo entrever en ese sucio cuarto de aseo. La sección izquierda continúa enmarcando la bañera de cuerpo y medio con restos de pelos y jabón; el ventanuco que mira al Neva mantiene el romántico cristal agrietado. Nada nuevo desde la semana pasada. A la derecha, el retrete continúa con su ojo abierto a falta de una tapadera que aletargue su martirio. En el centro, el espejo. ¿Qué hay de raro en todo esto? ¿Qué ha cambiado? Acerco la parte superior del cuerpo hasta que mi aliento caliente se posa sobre él. Observo mi imagen como si fuera un desconocido. El perfil de la barba oscura sobre mi rubashka me impresiona.

  He quedado con mi amigo Iván Kuznetsov en nuestra taberna de la plaza Sennaya. Tras secarme el sudor con la ropa interior y ponerme lo mismo que ayer, salgo a la calle con ímpetu, con un ansia que pocas veces reconozco en mi persona. Camino deprisa, un pie inmediatamente delante del otro, esquivando a la multitud que mecánicamente viene del centro de hacer sus compras a estas horas. Es tarde, y las mujeres tratan de acompasar su paso al mío, que es muy rápido. Oigo cómo el traqueteo de sus pequeños zapatos compite por alcanzar el espacio que recorro con mis grandes zancadas. Ahora no puedo dejar de mirar al suelo y veo los valenkis que algunos hombres lucen. En esta época del año no es nada apropiado calzar esas botas forradas de lana. Quizá así van más deprisa. ¿Será por eso que las usan fuera de temporada? Estoy frente al café. Es tarde y el sol me abruma. La plaza está llena de gente y, por un momento, solo un momento, desaparezco.

  Como suele ocurrirme en estos casos, lo veo todo como en un sueño. Mi mirada consigue enfocar a una joven llorando en los brazos de su padre, pero la escena está bañada de un halo borroso. No consigo averiguar dónde estoy ni dónde está la joven, pero el ambiente de ese cuarto me es muy familiar. Al retroceder, tropiezo con un camastro hecho trizas donde una mujer de edad avanzada tose con sequedad. Su sarafan está salpicado de sangre.


¡Oiga! ¿Se encuentra usted bien? ¡Oiga! Una joven acude en su ayuda.
Uh…
¿Conoce a alguien aquí? ¿Alguien que pueda ayudarle, señor? pregunta nerviosa ante los espasmos del individuo.
Oh… Anna Niezvanova, mi querida Nietochka… Usted… contesta confuso Dostoyevski.
¿Cómo dice usted? ¿Hay aquí alguna Anna Niezvanova? grita la joven suplicando que alguna mujer de entre las que forman el corrillo conteste.
Su padre es un buen hombre, no se preocupe… murmura el hombre caído.
—¡Fiódor! ¡Fiódor! Acude raudo un hombre de edad similar a la de él, con barba y un traje hecho trizas.
¿Conoce a este hombre, señor? pregunta preocupada la joven.
Sí, sí, señorita. Gracias por su atención. Yo le llevaré a casa contesta finalmente Iván disipando con estas palabras a los curiosos de la plaza.
Fiódor, amigo. ¿Otra vez?
Vanya, amigo…

Caminamos agarrados del brazo por las calles lo que parecen días, semanas. Los días de trabajos forzados en Omsk transcurrieron con la misma lentitud. Días inacabables, noches eternas. Viviendo siempre la misma jornada; muriendo cada noche. Allí conocí a Iván Kuznetsov, mi querido Vanya. Desde entonces no nos hemos separado. Nadie excepto quien ha visto las noches blancas desde un campo de trabajo puede ser más infeliz. Contemplar el cielo al alcance de uno, pero tener las manos atadas. Vanya no es ningún santo. Asesinó a aquel hombre que intentó timarle en una taberna de Tver y lo tiró al Volga. Bebía mucho en aquellos tiempos. Pero nos hicimos amigos inseparables.

Mi buen Vanya, por mi dulce madre María Fiodorovna, yo te juro que he visto a una criatura angelical en mi sueño y, al despertar, ahí estaba, arropándome con sus brazos. No creí jamás ver una imagen como esa. Palmotea en el aire mientras su mirada, todavía algo perdida, recuerda.
Fiódor, amigo, ya sabes que sufres ataques. Todo son alucinaciones, sueños, cuando alcanzas ese estado. Niestochka es uno de tus personajes, no deberías…
Te digo que la vi, y por nuestro pacto de silencio en tierras siberianas, te juro que era igual que la joven que me rescató en la plaza finaliza Dostoyevski.


Me quedaré todo el día postrado recuperándome del ataque y el bueno de Vanya puede que me traiga un poco de pan. Oigo a un vendedor de sbiten anunciar su mercancía por la avenida y los gritos de entusiasmo de unos cuantos críos. Una sonrisa acude a mis labios, lo cual me sorprende gratamente, pues no es un gesto habitual en mí. Voy a echar una cabezada; descansar es el remedio de todo mal. De toda fiebre.

¿Llaman a la puerta? ¿Quién es? vocea algo agitado.
¿Fiódor Mijáilovich? Parece más una burla que una pregunta.
¡Digo que quién es! contesta con un gorgoteo de ansiedad disfrazado de autoridad.
Haga el favor de abrir, se lo suplico. La voz aserrada y aguda le hace pensar que es una anciana.
Aguarde. Voy. Las palabras cortan el aire como lo haría el hacha que guarda debajo del jergón. Y se incorpora.

  Maldita mujer. ¿Qué querrá a estas horas? No puede uno echarse un rato a descansar a mitad de tarde sin que le moleste una vieja. ¿Ha dicho lo que quería? ¿Y esa urgencia por entrar aquí? Deben de quedarle cuatro dientes mal dispuestos y su aliento lo adivino fétido, como el resto de su existencia. ¡Maldita sea! ¿Dónde...? ¡Ah! Aquí está. Uno nunca sabe lo que le espera con gente como esta.

  ¿Oiga? ¿Está usted ahí Fiódor? repite la voz desde el otro lado de la puerta.
 
  Será mejor guardar silencio hasta saber qué desea esta necia mujer. No me convence el tono sosegado de su voz. Maldita farsante…

¿Disculpe? Haga el favor de atenderme ahora, señor. Tengo otros a los que visitar antes de que anochezca insiste la mujer.


No, no caeré en sus redes. No diré nada más. Sirenas demoníacas que hicieron sucumbir la embarcación de Ulises. Me aproximo a la puerta a pasos cortos y de puntillas con el hacha asomando por debajo de mi abrigo. Si alguien pudiera verme… Ja, ja, ja… Pegado a la madera astillada de la puerta, como otra sucia alcahueta, oigo la respiración acelerada de la vieja. La mía también comienza a aumentar de velocidad hasta acompasarse con la suya. Maldita sea, ¿qué es esto? ¿Un juego?

Voy a abrir la puerta. Mantengo tras de mí el arma para usarla si hace falta. Abriré despacio, con cautela y, si fuera necesario, me defenderé. No. Mejor abriré de un golpe rápido y seco para pillarla desprevenida. De esta manera jugaré con ventaja.

¡Oh, gracias a Dios, señor! Creía que no iba a abrirme farfulla la anciana al observar al hombre al otro lado de la puerta.

Tal cual la había visualizado. El físico de esta mujer es idéntico al que había imaginado. Piel cetrina, arrugas a borbotones, un chal de lana gris medio descosido y el sarafan deshilachado. No hay más que hablar. Es completamente inofensiva. Ja, ja, ja…


Al cabo de lo que parecen varias horas, Vanya irrumpe precipitadamente en mi cuarto. El sudor invade su frente y parte de los pómulos. Le insto a que me cuente qué ocurre, pero él no vocaliza y farfulla ideas extrañas. Le hago pasar y acomodarse para que se calme y me cuente qué sucede.

¿Has vuelto a beber demasiado, Vanya? pregunta Fiódor mientras palmea delicadamente su hombro.
No, no es eso. Vengo, vengo… porque la anciana Svetlana, la madre de Sergey Kozlov, tu casero, me ha alertado de tu episodio argumenta Iván con nerviosismo.
¿Qué episodio? ¿De qué hablas?
De tu ataque. Tu segundo ataque hoy. Últimamente son más frecuentes y creo que deberías visitar a algún doctor que…
Vanya, Vanya, quieto… Silencio… ¿Qué dices? ¿Qué ataque? Comienza a caminar por el habitáculo de pared a pared.
¿No lo recuerdas? Dios mío, es peor de lo que imaginaba. Cuando te quedas como muerto, desfallecido, convulsionándote y luchando contra tus demonios siempre te acuerdas. ¿Qué ha sucedido esta vez?
Ciertamente no recuerdo nada de lo que me estás comentando, amigo. Yo estaba tumbado en mi cuarto cuando la vieja llamó a la puerta. Yo abrí y le di dos kopeks como parte de la renta. ¿Qué tiene de particular? Ja, ja, ja…
¿Qué tiene de particular? Ella me contó que, al abrir la puerta, tu rostro parecía el del mismo Satanás y que portabas un hacha escondida debajo del abrigo. Que comenzaste a reír y, de pronto, lanzaste el arma a un extremo de la habitación y corriste a escribir en tu cuaderno como alma que lleva el diablo.
¿Escribir? ¿Hoy? Si bien es cierto que cogí el arma para defenderme de un posible ataque…
¿Ataque? Esa mujer cuenta ochenta y dos años, Fiódor. ¿Cómo iba a atacarte?
No sé, no lo sé, amigo, pero algo me hizo dudar y la cuestión es que mantuve el hacha en mis manos. Pero no hice uso de ella, ja, ja, ja…


Vanya suspira y deja sobre el suelo un paño de tela con algo de pan duro y se recuesta en mi camastro mientras me dirijo hacia el pequeño escritorio. Aparto la desvencijada silla y alcanzo mi cuaderno. En él hay garabatos, alguna gota de sangre seca y diez páginas completas que no recuerdo haber escrito. Las leo detenidamente y palidezco al descubrir un encuentro del protagonista de mi próxima novela con una anciana. Leo el texto al completo ante la ya calmada respiración de mi compañero y vuelvo a sonreír ocultando el rostro para que no me vea.

Cuento dos veces hoy. Ahora sé que durante mis ratos muertos, mis días muertos, cuando los ataques me invaden y me alejan de mi propio ser, otro viene a hacerse cargo de mi mente y, en ocasiones, como hoy, de mi cuerpo para darme liberación. Ahora sé que mi novela se titulará Crimen y castigo, y que Rodia Raskólnikov me visitará próximamente para mostrarme el siguiente capítulo.