Por Yol Anda.
En verdad os digo, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere,
En verdad os digo, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere,
queda solo, pero si muere
produce mucho fruto.
Evangelio de San Juan, 12:24
San Petersburgo, 9 de febrero de 1881
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski ha muerto. En
la revista Epoja se le habría
dedicado la página número tres. Habrían titulado el artículo A medias, pero estuvo, y se le rendiría
homenaje en los treinta y seis renglones que lo compondrían. Se le despediría
con un Hasta siempre, finalizando con
la firma de alguno de los íntimos de su hermano Mijaíl.
Pero no
sabrían de lo que estarían hablando: cánticos
de grandeza para un hombre de otro tiempo, elogiaría al comenzar; desorden contra el que luchó toda su vida,
se leería hacia la mitad del artículo; una
Rusia más suya, más nuestra, habría terminado proclamando. Oh, no, no lo
sabrían. Palabras carentes de significado propio. Le engrandecerían. Crearían
un hombre por encima del hombre. Un monstruo, un Dostoyevski como un Golem
devorando al hombre pequeño que en realidad es Dostoyevski, que se vería
silenciado por la grandiosidad de su recuerdo. Un Saturno devorándose a sí
mismo.
Los renglones paralelos, cómo si no, bien
ordenados y la letra demasiado pequeña, constatarían el desconocimiento de mi
amigo por parte del autor del artículo. Todo el festín se reduciría a un gran
esfuerzo de imaginación, visto en la obligación de rendirle tributo a través de
unas líneas. Oh, amigo Fiódor, no te conoce. No te conocen.
Quiero ver el texto en colores; lo imagino en
mayúsculas, manuscrito, con letras irregulares y renglones desequilibrados. Así
anunciaría la pérdida de mi gran compañero y confesor. Con brincos,
sobresaltos, desmayos; toques de trompeta, pirozhkí
para todos. Por eso doy la noticia a gritos en un intento de reparación, de
curación. Quiero que toda Rusia sepa que él estuvo ahí. Pero no el Dostoyevski
que ellos creen conocer, sino la persona que fue. Con sus idas y venidas, sus
ataques, la conciencia, sus complejidades y conmigo. Sí, conmigo; porque uno,
por mucho que no quiera, es en parte los demás.
San Petersburgo, abril de 1860
He amanecido nuevamente preocupado.
¿Nuevamente? No, no es nada nuevo. Aparto la manta raída que me cubre y la
lanzo lejos del camastro que, con tanta amabilidad, el señor Sergey Kozlov ha
dispuesto para mí. Es un hombre bueno al que pago poco y me ofrece poco. Lo
suficiente. Un buen trato. Me dispongo a caminar hacia el retrete. Salgo al
pasillo y me doy cuenta de que voy descalzo. Mis pasos hacen crujir la madera
de todo el viejo edificio. Vivir en el barrio Admiralteisky es todo un lujo a
este precio. El edificio podría caerse a trozos mañana mismo, pero ¿qué es la
vida sin un edificio a punto de desmoronarse y aplastarte contra el suelo?
Algo ha cambiado. Al encender la luz hay algo
nuevo que no consigo entrever en ese sucio cuarto de aseo. La sección izquierda
continúa enmarcando la bañera de cuerpo y medio con restos de pelos y jabón; el
ventanuco que mira al Neva mantiene el romántico cristal agrietado. Nada nuevo
desde la semana pasada. A la derecha, el retrete continúa con su ojo abierto a
falta de una tapadera que aletargue su martirio. En el centro, el espejo. ¿Qué
hay de raro en todo esto? ¿Qué ha cambiado? Acerco la parte superior del cuerpo
hasta que mi aliento caliente se posa sobre él. Observo mi imagen como si fuera
un desconocido. El perfil de la barba oscura sobre mi rubashka me impresiona.
He quedado con mi amigo Iván Kuznetsov en
nuestra taberna de la plaza Sennaya. Tras secarme el sudor con la ropa interior
y ponerme lo mismo que ayer, salgo a la calle con ímpetu, con un ansia que
pocas veces reconozco en mi persona. Camino deprisa, un pie inmediatamente
delante del otro, esquivando a la multitud que mecánicamente viene del centro
de hacer sus compras a estas horas. Es tarde, y las mujeres tratan de acompasar
su paso al mío, que es muy rápido. Oigo cómo el traqueteo de sus pequeños
zapatos compite por alcanzar el espacio que recorro con mis grandes zancadas.
Ahora no puedo dejar de mirar al suelo y veo los valenkis que algunos hombres lucen. En esta época del año no es
nada apropiado calzar esas botas forradas de lana. Quizá así van más deprisa.
¿Será por eso que las usan fuera de temporada? Estoy frente al café. Es tarde y
el sol me abruma. La plaza está llena de gente y, por un momento, solo un
momento, desaparezco.
Como suele ocurrirme en estos casos, lo veo
todo como en un sueño. Mi mirada consigue enfocar a una joven llorando en los
brazos de su padre, pero la escena está bañada de un halo borroso. No consigo
averiguar dónde estoy ni dónde está la joven, pero el ambiente de ese cuarto me
es muy familiar. Al retroceder, tropiezo con un camastro hecho trizas donde una
mujer de edad avanzada tose con sequedad. Su sarafan está salpicado de sangre.
—¡Oiga!
¿Se encuentra usted bien? ¡Oiga! —Una joven acude en su ayuda.
—Uh…
—¿Conoce
a alguien aquí? ¿Alguien que pueda ayudarle, señor? —pregunta nerviosa
ante los espasmos del individuo.
—Oh…
Anna Niezvanova, mi querida Nietochka… Usted… —contesta confuso
Dostoyevski.
—¿Cómo
dice usted? ¿Hay aquí alguna Anna Niezvanova? —grita la joven suplicando
que alguna mujer de entre las que forman el corrillo conteste.
—Su
padre es un buen hombre, no se preocupe… —murmura el hombre caído.
—¡Fiódor!
¡Fiódor! —Acude raudo un hombre de edad similar a la de él, con barba y
un traje hecho trizas.
—¿Conoce
a este hombre, señor? —pregunta preocupada la joven.
—Sí, sí,
señorita. Gracias por su atención. Yo le llevaré a casa —contesta
finalmente Iván disipando con estas palabras a los curiosos de la plaza.
—Fiódor,
amigo. ¿Otra vez?
—Vanya,
amigo…
Caminamos
agarrados del brazo por las calles lo que parecen días, semanas. Los días de
trabajos forzados en Omsk transcurrieron con la misma lentitud. Días
inacabables, noches eternas. Viviendo siempre la misma jornada; muriendo cada
noche. Allí conocí a Iván Kuznetsov, mi querido Vanya. Desde entonces no nos
hemos separado. Nadie excepto quien ha visto las noches blancas desde un campo
de trabajo puede ser más infeliz. Contemplar el cielo al alcance de uno, pero
tener las manos atadas. Vanya no es ningún santo. Asesinó a aquel hombre que
intentó timarle en una taberna de Tver y lo tiró al Volga. Bebía mucho en
aquellos tiempos. Pero nos hicimos amigos inseparables.
—Mi buen
Vanya, por mi dulce madre María Fiodorovna, yo te juro que he visto a una
criatura angelical en mi sueño y, al despertar, ahí estaba, arropándome con sus
brazos. No creí jamás ver una imagen como esa. —Palmotea en el aire mientras su mirada, todavía algo perdida, recuerda.
—Fiódor,
amigo, ya sabes que sufres ataques. Todo son alucinaciones, sueños, cuando
alcanzas ese estado. Niestochka es uno de tus personajes, no deberías…
—Te digo
que la vi, y por nuestro pacto de silencio en tierras siberianas, te juro que
era igual que la joven que me rescató en la plaza —finaliza Dostoyevski.
Me quedaré todo
el día postrado recuperándome del ataque y el bueno de Vanya puede que me
traiga un poco de pan. Oigo a un vendedor de sbiten anunciar su mercancía por la avenida y los gritos de
entusiasmo de unos cuantos críos. Una sonrisa acude a mis labios, lo cual me
sorprende gratamente, pues no es un gesto habitual en mí. Voy a echar una
cabezada; descansar es el remedio de todo mal. De toda fiebre.
—¿Llaman
a la puerta? ¿Quién es? —vocea algo agitado.
—¿Fiódor
Mijáilovich? —Parece más una burla que una pregunta.
—¡Digo
que quién es! —contesta con un gorgoteo de ansiedad disfrazado de
autoridad.
—Haga el
favor de abrir, se lo suplico. —La
voz aserrada y aguda le hace pensar que es una anciana.
—Aguarde.
Voy. —Las palabras cortan el aire como lo haría el hacha que guarda
debajo del jergón. Y se incorpora.
Maldita mujer. ¿Qué querrá a estas horas? No
puede uno echarse un rato a descansar a mitad de tarde sin que le moleste una
vieja. ¿Ha dicho lo que quería? ¿Y esa urgencia por entrar aquí? Deben de
quedarle cuatro dientes mal dispuestos y su aliento lo adivino fétido, como el
resto de su existencia. ¡Maldita sea! ¿Dónde...? ¡Ah! Aquí está. Uno nunca sabe
lo que le espera con gente como esta.
—¿Oiga? ¿Está usted ahí Fiódor? —repite
la voz desde el otro lado de la puerta.
Será mejor guardar silencio hasta saber qué
desea esta necia mujer. No me convence el tono sosegado de su voz. Maldita
farsante…
—¿Disculpe?
Haga el favor de atenderme ahora, señor. Tengo otros a los que visitar antes de
que anochezca —insiste la mujer.
No, no caeré en
sus redes. No diré nada más. Sirenas demoníacas que hicieron sucumbir la
embarcación de Ulises. Me aproximo a la puerta a pasos cortos y de puntillas
con el hacha asomando por debajo de mi abrigo. Si alguien pudiera verme… Ja,
ja, ja… Pegado a la madera astillada de la puerta, como otra sucia alcahueta,
oigo la respiración acelerada de la vieja. La mía también comienza a aumentar
de velocidad hasta acompasarse con la suya. Maldita sea, ¿qué es esto? ¿Un
juego?
Voy a abrir la
puerta. Mantengo tras de mí el arma para usarla si hace falta. Abriré despacio,
con cautela y, si fuera necesario, me defenderé. No. Mejor abriré de un golpe
rápido y seco para pillarla desprevenida. De esta manera jugaré con ventaja.
—¡Oh,
gracias a Dios, señor! Creía que no iba a abrirme —farfulla la anciana
al observar al hombre al otro lado de la puerta.
Tal cual la
había visualizado. El físico de esta mujer es idéntico al que había imaginado.
Piel cetrina, arrugas a borbotones, un chal de lana gris medio descosido y el sarafan deshilachado. No hay más que
hablar. Es completamente inofensiva. Ja, ja, ja…
Al cabo de lo
que parecen varias horas, Vanya irrumpe precipitadamente en mi cuarto. El sudor
invade su frente y parte de los pómulos. Le insto a que me cuente qué ocurre,
pero él no vocaliza y farfulla ideas extrañas. Le hago pasar y acomodarse para
que se calme y me cuente qué sucede.
—¿Has
vuelto a beber demasiado, Vanya? —pregunta Fiódor mientras palmea
delicadamente su hombro.
—No, no
es eso. Vengo, vengo… porque la anciana Svetlana, la madre de Sergey Kozlov, tu
casero, me ha alertado de tu episodio —argumenta Iván con nerviosismo.
—¿Qué
episodio? ¿De qué hablas?
—De tu
ataque. Tu segundo ataque hoy. Últimamente son más frecuentes y creo que
deberías visitar a algún doctor que…
—Vanya,
Vanya, quieto… Silencio… ¿Qué dices? ¿Qué ataque? —Comienza a caminar por el habitáculo de pared
a pared.
—¿No lo
recuerdas? Dios mío, es peor de lo que imaginaba. Cuando te quedas como muerto,
desfallecido, convulsionándote y luchando contra tus demonios siempre te
acuerdas. ¿Qué ha sucedido esta vez?
—Ciertamente
no recuerdo nada de lo que me estás comentando, amigo. Yo estaba tumbado en mi
cuarto cuando la vieja llamó a la puerta. Yo abrí y le di dos kopeks como parte
de la renta. ¿Qué tiene de particular? Ja, ja, ja…
—¿Qué
tiene de particular? Ella me contó que, al abrir la puerta, tu rostro parecía
el del mismo Satanás y que portabas un hacha escondida debajo del abrigo. Que
comenzaste a reír y, de pronto, lanzaste el arma a un extremo de la habitación
y corriste a escribir en tu cuaderno como alma que lleva el diablo.
—¿Escribir?
¿Hoy? Si bien es cierto que cogí el arma para defenderme de un posible ataque…
—¿Ataque?
Esa mujer cuenta ochenta y dos años, Fiódor. ¿Cómo iba a atacarte?
—No sé,
no lo sé, amigo, pero algo me hizo dudar y la cuestión es que mantuve el hacha
en mis manos. Pero no hice uso de ella, ja, ja, ja…
Vanya suspira y
deja sobre el suelo un paño de tela con algo de pan duro y se recuesta en mi
camastro mientras me dirijo hacia el pequeño escritorio. Aparto la desvencijada
silla y alcanzo mi cuaderno. En él hay garabatos, alguna gota de sangre seca y
diez páginas completas que no recuerdo haber escrito. Las leo detenidamente y
palidezco al descubrir un encuentro del protagonista de mi próxima novela con
una anciana. Leo el texto al completo ante la ya calmada respiración de mi
compañero y vuelvo a sonreír ocultando el rostro para que no me vea.
Cuento dos veces hoy. Ahora sé que durante mis ratos muertos, mis días
muertos, cuando los ataques me invaden y me alejan de mi propio ser, otro viene
a hacerse cargo de mi mente y, en ocasiones, como hoy, de mi cuerpo para darme
liberación. Ahora sé que mi novela se titulará Crimen y castigo, y que Rodia Raskólnikov me visitará próximamente
para mostrarme el siguiente capítulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario