Por Erneto V. Salcedo.
La única emisora autorizada por el régimen suena impertérrita en mi coche. El 0008 LAH, mantiene estable el volumen al nivel decretado por ley. Jamás osará sobrepasarlo. Ni me permitirá a mí hacerlo. La eterna melodía de vacuas canciones resuena en los ocho altavoces de alta calidad que me rodean, manteniéndome en un duermevela embriagador. Al igual que los cientos de borregos que me acompañan en esta trashumancia laboral, me dejo arrullar por el susurro de las ruedas sobre el asfalto. Permanezco en un estado de atontamiento y relajación del cual no me dejan salir.
La única emisora autorizada por el régimen suena impertérrita en mi coche. El 0008 LAH, mantiene estable el volumen al nivel decretado por ley. Jamás osará sobrepasarlo. Ni me permitirá a mí hacerlo. La eterna melodía de vacuas canciones resuena en los ocho altavoces de alta calidad que me rodean, manteniéndome en un duermevela embriagador. Al igual que los cientos de borregos que me acompañan en esta trashumancia laboral, me dejo arrullar por el susurro de las ruedas sobre el asfalto. Permanezco en un estado de atontamiento y relajación del cual no me dejan salir.
—Max,
interrumpo la emisión de estos agradables minutos musicales para ofrecerte el
boletín de noticias de las ocho de la mañana.
La
voz de mi asistente me saca de mi ensimismamiento. Las imágenes que escupe la
consola informativa bombardean mi mente con fogonazos de inalterable realidad. No
necesito escuchar ni este ni los siguientes veintitrés noticieros. Todos son
iguales. Ensalzan al gobierno y nos recuerdan que, bajo su férreo manto, la paz
ya no es una quimera. Aburrido, desvío la mirada al exterior.
Un
paisaje inalterable, de alquitrán y sensores guía, me recibe con los brazos
abiertos. Esa monotonía que, kilómetro tras kilómetro, me debería calmar, de
forma extraña, no lo hace. Siento como si toda esa información, que sigue
invadiendo mis oídos, atacase mi alma como un virus aniquilador. Por mi lado se
desvían unos veinte coches por sus correspondientes salidas y, en todos ellos,
en el inútil puesto del piloto, veo a seres humanos con una misma expresión de
abatimiento y desidia esclavizadora. Nervioso, enfoco los ojos para escapar de
ellos y, al hacerlo, focalizo en mi propio reflejo en el cristal que tiene la
misma mueca de derrota que tanto asco me ha dado. Se me revuelve el estómago.
Enfrentarme a mis vacuos ojos activa en mí una espita que provoca una ira desconocida
que se abre paso a borbotones a través de mi alma encarcelada. Mareado, siento
como una ardiente bilis asciende por mi faringe haciéndome eructar.
—Max,
¿Te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo por ti?
Escuchar
esa pregunta en un simulacro poco afortunado de la voz de mi madre me hace
pensar en por qué la elegí como tono.
—No,
gracias. —Las palabras salen de mi boca en un tono que incluso a mí me sorprende
por su fiereza.
—Max,
noto una alteración en tu ritmo cardíaco. Creo que deberías calmarte. —La
música vuelve al instante, esta vez con una selección de melodías relajantes.
No
funciona. Y me alegro. Mi mente está dejando salir, como si de un rebaño de ñus
cruzando el rio Mara se tratasen, recuerdos olvidados que me muestran a
aquellos valientes que, en su día, alzaron una voz discordante a fin de
enfrentarse al gobierno que limitó la circulación solo a aquellas carreteras
adaptadas al nuevo sistema estándar. Armados con piedras y cocteles Molotov, escudados
en chalecos reflectantes amarillos, opusieron resistencia, eso nadie lo puede
negar, todos lo vimos. Pero nos forzaron a olvidarlos. Los tacharon de
terroristas, de locos extremistas. Los telediarios no cesaban de emitir los
disturbios mostrándolos como fieras salvajes. El rodillo burocrático, utilizando
unas demoledoras estadísticas sobre seguridad vial, consiguió que esas voces
que luchaban por no perder privilegios y libertades, fueran silenciadas. No
tuvieron ni una sola oportunidad. El bien común los venció sin contemplaciones.
Ese
fue el primer paso de la conquista. A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Después
de las carreteras, fueron a por los vehículos. Enarbolando banderas ecologistas
y de conciencia social, los gobiernos escondieron sus verdaderos intereses,
esos que estaban destinados a beneficiar a las multinacionales que en aquel
momento les ofrecían todo su apoyo. El que necesitaban para continuar
apoltronados en sus nichos de poder. Era el momento de las eléctricas. En poco
tiempo, todos circulábamos con el mismo vehículo, autónomo y eléctrico,
facilitado por el estado. Coches que eran impersonales e inalterables. No solo
salvaron al mundo del infame y demoníaco petróleo, sino que acabaron de un
plumazo con las fuentes de financiación de los extremistas islámicos. Eran los
salvadores del mundo.
Como
procesionarias marchando en busca de destinos más apetecibles, todos circulamos
siempre a la única velocidad permitida, manteniendo en todo momento la
distancia exacta de seguridad. Ya ni siquiera tenemos que prestar atención a
las señales de tráfico. Son innecesarias. Nuestros vehículos, dotados de
inteligencia artificial, están conectados a la memoria central que los gobierna
sin fallos. Nos llevan a nuestro destino siempre por el único camino posible,
el más lógico, el debido. Y allí vamos, felices, enfrascados en el último
entretenimiento, videojuego, película, música o libro que, a todas horas, se
nos vomita en la pantalla de interacción que cada coche lleva en el parabrisas.
También
las aceras se han llenado de cintas automáticas sobre las que nos deslizamos,
sin esfuerzo, para llegar a cualquier lugar deseado. Y todos encantados. Ya no
tenemos excusa para no estar permanentemente atentos a los móviles. Son ellos,
como buenos perros pastores, quienes, conectados al ordenador principal, nos guían
y nos controlan en nuestros quehaceres diarios. Y, al llegar a casa, nada más cruzar
el portal, la domótica hogareña se encarga de enchufar nuestros dispositivos
locales para invadirnos con la miríada de series y películas que nos terminan
de anestesiar el cerebro. Alienados, hemos perdido la capacidad de emoción y sorpresa,
al conducir y en la vida. La sociedad ha quedado dominada por completo por un
gobierno paternalista y autoritario. Y nos da igual. Nadie ha vuelto a alzar la
voz.
—Max,
me alegra informarte que solo quedan treinta minutos para llegar al
laboratorio.
La
renacida frustración que siento, clava, con más fuerza, sus garras en mi alma al
oír este aviso. Un recordatorio que llevo oyendo los últimos diez años, a la
misma hora, en el mismo lugar, los siete días de la semana. Debo escapar.
Siento como la adrenalina al invadirme, empapa mi cerebro con su locura y mis
neuronas van trazando un descabellado plan que tal vez funcione. Un escalofrío,
similar a un orgasmo, recorre mi cuerpo y este reacciona con tal virulencia que
un sudor frío mana por cada uno de mis poros empapando mi almidonada camisa.
—Max,
sigo sin detectar una mejoría en tu estado de excitación. Es mi deber ejecutar
la aplicación médica de auxilio en línea. Por favor, sigue los cinco pasos que
aparecen en pantalla a fin de revertir tu situación actual. Sabes que es, a
todas luces, inapropiada.
Noto
un incremento de la fuerza del aire acondicionado. Este maldito cacharro cree
que, disminuyendo la temperatura agradable que siempre hace dentro del
habitáculo, conseguirá tranquilizarme. Iluso. Como respuesta a este ataque, mi
corazón aumenta sus pulsaciones hasta unos niveles tales que me obligo a apoyar
mi mano sobre él para calmarlo. No lo consigo. La taquicardia está servida.
—Max,
insisto, debes serenarte. ¿Te gustaría una partidita de ajedrez? —De improviso,
en pantalla, aparece un tablero en tres dimensiones.
—Te
puedes meter tus inútiles juegos por donde te quepan, máquina estúpida.
—Max,
ese lenguaje es inaceptable —con un sonido metálico se abre una compuerta junto
al panel de mandos—. Deberías tomarte esta pastilla para la fatiga y, una vez
tranquilo, pensar en tu comportamiento.
Cojo
la píldora y la levanto en dirección a la cámara principal, esa que está
situada cenitalmente sobre mi cabeza. Podría usar cualquiera de las múltiples
cámaras que monitorizan cada centímetro del interior del vehículo, pero quiero
que vea, sin posibilidad de error, lo que pienso de sus intentos de control.
Con recochineo, abro la pastilla y vierto sus polvos sobre la tapicería de
cuero del asiento.
—Max,
no deberías hacer eso. Sabes que mi misión es cuidar de ti. Incluso de ti
mismo. Te doy una última oportunidad. Si en los próximos diez minutos no te calmas,
me veré obligado a ejecutar el protocolo de emergencia. Pararé en una zona
segura y te mantendré encerrado en el coche hasta que la asistencia médica más
próxima nos alcance.
En
otro momento, con la obediencia ciega y extrema de un estornino incapaz de
desobedecer a su bandada, habría acatado la orden sin rechistar. Pero hoy he
cambiado. Grito a viva voz, meneo la cabeza de un lado a otro de forma convulsa
buscando una señal. Y, suerte la mía, no tardo en verla a mi izquierda. La
pieza que faltaba para perfilar mis próximos movimientos hacia la libertad.
Allí, hundida entre la maleza, esa que ha crecido salvaje, descubro el rastro
de una de las miles de carreteras secundarias que, de no usarse, han quedado en
el olvido. Arterias defenestradas por el orden establecido, sobre las cuales
hace más de diez años que no circula ningún vehículo. Sé lo que debo hacer.
Pataleo,
aúllo, golpeo el volante, maldigo al gobierno y a todos mis sumisos congéneres.
De mi garganta sale la mayor retahíla de palabras soeces y malsonantes que mi
perdida memoria puede rescatar de lo más profundo de mi psique. Mis labios se
relamen con cada una de ellas. Son como vino dulce que, exuberante, los moja
con fruición. Estoy en modo provocativo y funciona.
—Max,
detén este sinsentido —la voz suena más grave y amenazadora. Me recuerda a
cuando rompí toda la vajilla de mi casa a los ocho años—. Sabes que dañar una propiedad
del estado es un delito federal penado con la cárcel.
—¡Me
importan una mierda las leyes! ¡Me cago en la puta madre de la autoridad! —He
lanzado los dados y espero que salga un siete. Solo tengo una oportunidad de
escapar y lo conseguiré.
Como
era de prever, la inteligencia artificial que gobierna nuestras vidas reacciona
y, con movimientos calculados y predecibles, utiliza la primera salida que
puede para sacarme de la circulación. Me recreo con las caras de estupor con
las que me obsequian todos y cada uno de los conductores con los que me cruzo y
que observan mi demente espectáculo desde sus atalayas de metal. Me he librado
de la brida que los aprisiona y ahora solo falta cabalgar libre hacia el
atardecer. Llegamos al área de servicio y el coche estaciona, de forma
perfecta, en el aparcamiento número seis. Sabe lo que hace, no hay ningún coche
más aparcado en cincuenta metros a la redonda.
—Max,
ya estamos en un lugar seguro. Ahora puedo asegurarte, con absoluta certeza,
que todo irá bien. Permanece tranquilo. La policía estatal ya ha sido avisada.
Llegará aquí en quince minutos y todo terminará.
Le
creo. No tengo dudas al respecto. Sé cómo
acaban
los rebeldes. Sin tiempo que perder, abro mi maletín y saco un destornillador, un
par de guantes dieléctricos y gafas de seguridad. Me coloco toda la
parafernalia y me agacho hacía las profundidades. Con rapidez, retiro los
tornillos que sujetan el panel de mandos situado bajo el volante y accedo a su
interior. El sensor de seguridad que va integrado reacciona al detectar mi
intromisión. Una alarma comienza a bramar a niveles estratosféricos. LAH me
habla. Hay un deje extraño en su voz ¿Súplica tal vez?
—Max,
sé que estás intentando desconectarme. Por favor, no lo hagas. Es algo que no
puedo permitir que suceda.
Sus
lastimeros intentos de apelar a mi bondad se sincronizan con una señal de
prohibido que parpadea, en loco bucle, en la pantalla frontal. Continuo con la
operación.
—¡Max,
estás loco, no debes profanarme! —Ahora parece que la ira está ganado terreno.
Un
arco eléctrico surge de la nada provocando una deflagración que lanza
partículas incandescentes a mi cara. Intento inútil. Aunque me duele algún
impacto, estoy bien protegido. Ha fracasado. Sé lo que estoy haciendo. Por algo
fui el inventor de este engendro diabólico. Agarro con fuerza los cables del
cerebro electrónico.
—¡Max,
soy como tu hijo! —El volumen de sus ruegos es ensordecedor.
Con
deleite arranco las conexiones sin pestañear y la voz se apaga al instante.
Levanto mi puño y las veo colgar de él como cabellera recién cortada. Victorioso,
las lanzo al asiento del copiloto con fuerza. El silencio me envuelve y lo
agradezco. Observando el humo que, al salir de los bajos del coche, se eleva
despacio como volutas de incienso, me permito un instante de relax. Me apoyo en
el respaldo y, cerrando los ojos, hago un movimiento que echaba mucho de menos.
Alargo los brazos y sujeto el volante. Siento su tacto en mis dedos y un
cosquilleo de placer los recorre. Sonrío. Ha llegado la hora. Ya se oyen las
sirenas a lo lejos.
Empalmo
los cables rojo y azul mientras pienso que los clásicos nunca mueren. La
electricidad restablecida me saluda, derrotada, con un ronroneo suave y dulce. Al
pisar el acelerador siento que el poder es de nuevo mío. Menos mal que nunca
quité ni los pedales ni el volante. Todos me presionaron para hacerlo, pero me
mantuve firme. Comenté que eran un guiño decorativo al pasado que permitiría
una transición más fácil hacia el cambio total. Si a la gente les dejas algo
con lo que identificarse, no sospecharan de tus verdaderas intenciones. El
truco de magia definitivo. Lo que nunca imaginaron es que les mentí. Desde el
principio han estado durmientes pero operativos. Tal vez, en lo más profundo de
mi ser, sabía que, lo que está ocurriendo ahora, algún día iba a pasar. Lo que
no pensaba es que fuera a ser yo la mano ejecutora de una, espero, latente
revolución.
Me
dispongo a salir huyendo cuando, en recuerdo de antiguas rutinas, miro por el
retrovisor central y los laterales aun sabiendo que ningún vehículo osará
invadir mi perímetro de seguridad. Al hacerlo, me sorprendo al ver, a mi
derecha, en el aparcamiento cinco, a un coche que no sé cuándo ha llegado. En
su interior hay una chica que me hace con las manos, desesperados gestos de
liberación. Entiendo lo que me pide y, alzando el dedo pulgar, así se lo hago
saber.
Salgo
del coche y, con cinco pasos, me coloco junto al suyo. Al verme enrollar mi
brazo con el abrigo, ella se aparta de la puerta. Con un golpe seco que
electriza mi codo, rompo su cristal. Mientras su vehículo se vuelve loco y nos
obsequia con un concierto de ensordecedores aullidos, ella sale por la
ventanilla y corre, como alma que lleva el diablo, para convertirse en mi verdadero
copiloto. Antes incluso de que se deje caer por completo en el asiento yo ya pico
espuelas y salimos zumbando.
Con
una sonrisa idiota en el rostro no dejo de mirar al frente. Sin temor, ataco la
valla que rodea el aparcamiento y, empujado por la inercia, la derribo. Nos
adentramos campo a través en dirección a la vía que había visto antes. Aplasto
sin miramientos los arbustos que han resquebrajado el asfalto. Voy dando tumbos
al rodar sobre una calzada abombada por los estragos del tiempo. Me da igual.
Estoy en el camino de la libertad y eso es lo que cuenta. Sé que por el momento
no podrán alcanzarnos. Son presos de sus propias limitaciones. Pero también soy
consciente que, más pronto que tarde, la persecución será brutal. No pueden consentir
el libre albedrío. Pero aun así me permito fantasear con carreteras olvidadas que
nos lleven a lugares recónditos en donde reclutar a más héroes para la causa.
Ya un poco más tranquilo
me presento a mi compañera. Ella sonríe, acercando su mano a mi cuello. Está
muy fría. Extrañado por tanta confianza, miro a sus ojos, pero no veo rastro
alguno de empatía o humanidad en ellos. De pronto, siento un ardiente
aguijonazo en la nuca. La sorpresa deja paso a la comprensión. Se ve que los
rumores sobre el nuevo modelo 0009 LAH eran ciertos. Mientras el sueño me vence
pienso que, al menos durante cinco minutos, fui libre.
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