martes, 1 de junio de 2021

Pulp Challenge

 

—¡Hostia puta! ¡Joder! —Vincent se levanta de la silla y la lanza contra las cuerdas del ring con furia.

—Joder, tío, no te pongas así. A un hombre puede que no le guste el Blackjack, que lo considere un juego para chusma poco inteligente que solo busca ganar dinero sin pensar demasiado. Puede pensar que consiste en un par de sumas, no pasarse y…, ¡listo! Pero ese hombre está equivocado, amigo mío. Hay todo un mundo a su alrededor. Qué digo un mundo. Hay todo un puto universo de estudios sobre las probabilidades...

—Cierra tu jodida boca —interrumpe Mia—. Me va a estallar la cabeza, Jules —añade mientras esnifa otra raya de coca de rodillas.

—Coño, tío, ¿qué quieres que te diga? —contesta obviándola y dirigiéndose a Vincent—. Dios es así, amigo. A veces te da y a veces te quita. ¿Has dejado de leer la Biblia? No, no me contestes, no abras tu sucia y apestosa boca de bailarín de tres al cuarto y apoya tu culo gordo en la puta silla. Y escucha, joder, escucha, que aunque vengas de Amsterdam veo que solo sigues siendo un blanco que no tiene ni zorra idea.

Vincent, resoplando, recoge la silla tirada en la lona y se sienta en ella de mala gana. Enciende un cigarrillo y lanza el Zippo hacia la cabeza de Butch, que permanecía inconsciente hasta ese momento. Se despierta dolorido tras el golpe, pero tan solo es capaz de girarse hacia Mia y llamarla mi caramelito mientras vomita en sus pies.

De pronto, la gente de las gradas del recinto donde se encuentran esos cuatro infelices se levanta y aplaude como loca al ver entrar la enorme figura de Marsellus Wallace en el recinto. La chusma está entusiasmada con el espectáculo que a continuación va a presenciar. El ruido de sus gritos es ensordecedor y Marsellus pide silencio alzando los brazos hacia ellos, pero consiguiendo el efecto contrario. Los más de mil espectadores gritan como una masa embravecida en busca de sangre y muerte.

 —¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —comienzan a vocear babeando como seres infectos.

—¡Tranquilos, amigos! ¡Tranquilos! —intenta calmar Marsellus—. Aquí estoy. Hemos venido para poner en orden nuestra conciencia y nuestra propia vida. Como os prometí, hoy tendréis espectáculo garantizado en este ring de boxeo donde comencé. Ah..., ya sabéis que llegué a la ciudad sin un miserable dólar en el bolsillo y ahora soy el puto amo. ¡El puto amo! —La masa, enardecida, clama su nombre con furia y comienzan a caer cigarrillos y latas de cerveza al ring. —Y, ¿de qué me sirve eso? ¿Eh? Calmaos, amigos. Habrá tiempo para que manifestéis si os está gustando o no el espectáculo. No os preocupéis por eso y guardad la munición. Y, recordad, ¡solo puede quedar uno! —finaliza dirigiéndose hacia sus compañeros de juego.

Tras un último chillido pidiendo muerte, los espectadores se sientan en sus respectivos asientos y se van calmando poco a poco. Las voces callan y las ansias de muerte crecen.

—Bien, comencemos —dice Jules a Marsellus mientras este toma asiento en la sucia plancha de acero que han colocado como mesa de juego.

—Marsellus... —saluda Butch frotándose los ojos—. Comencemos... —añade mirando la hora en el reloj que le regaló su padre.

Mia se limita a mirarlo con profundo odio. Su propio marido se ha visto abocado a esto. El mafioso más temido de la ciudad celebra su ocaso. Y ella con él. ¿Para qué seguir viviendo así? ¿Para qué continuar con una vida tan aburrida en la que nada ya te seduce ni te sorprende? Cuando lo tienes todo, lo único que te hace sentir vivo es el miedo a perderlo. Y a eso han ido.

—Vincent, ¿ni siquiera saludas? —inquiere Marsellus—. Venga, tío, es un juego tan elegante como cualquier otro. No me vengas con esas, te lo estoy viendo en la cara. Mira, una vez estuve en Kansas City, fui por negocios. Me metí en un casino mientras esperaba que me entregaran cierta mercancía y, ¿sabes dónde estaban sentados todos los culos blancos y ricachones que había allí metidos? Exacto. ¿Sabes a qué apostaban sus jodidos billetes perfumados con Paco Rabanne? Apoyaban sus manos llenas de pulseras y anillos de oro macizo en esa puta mesa. En la del Blackjack. Así que no me vengas con que es un juego para ineptos mongolos. ¿De acuerdo? ¿Me oyes?

—Lo que tú digas, hermano… —murmura Vincent apagando el cigarrillo en la plancha de acero—. ¿Empezamos ya, negro? ¿O qué?

—Un momento, un momento —interrumpe de pronto Butch—. ¿Has dicho Rabanne? ¿Te refieres al perfume? ¿Al de Paco Rabanne? ¿Tú crees, Marsellus que ese es un perfume elegante? Mira, te diré una cosa, ese perfume lo usaba mi cuñado.

—¿Tu cuñado, Butch? ¿El gilipollas de Jimmy? —pregunta cabreado Jules.

—Ese mismo, tío. ¿Tú dirías que Jimmy es un tipo elegante? —interroga Butch incriminando con la mirada a Marsellus.

—Diría que Jimmy es todo menos elegante, joder. Es la puta cosa opuesta a la elegancia, mierda. Eso que quede claro.

—Pues os digo, par de mamones, que allí había pasta. Pasta de los que están forrados desde que nacen, ¿entendido? Y allí estaban jugando al Veintiuno. El Veintiuno al que tú llamas basura, Vincent.

—¡Queréis callaros de una jodida vez! —grita Mia de pronto—. Me trae sin cuidado quién jugaba en un casino de paletos de Kansas City, ¿comprendéis? Los casinos de nivel están en Las Vegas, como todo americano sabe. Igual que sabe que las mejores hamburguesas son las de Juliani’s. ¿Estamos? Así que callad, estáis aburriendo al público. ¿Queréis seguir con esta cháchara mientras vienen todos a jodernos vivos con sus botellas de cristal y sus machetes? Hemos venido a morir dignamente. Así que me cago en todo lo que se menea. Punto final. ¡Mierda!

Los jugadores callan y asienten. Dan la razón a Mia. La plebe está comenzando a aburrirse y eso no lo pueden permitir.

—¡Amigos! —interviene Vincent esta vez—. ¿Queréis saber cómo morirá el ganador de la primera ronda? —Extrae del bolsillo de su camisa una pequeña botella de cianuro y la pone en la mesa. ¡Así!

Los espectadores comienzan a hacer sus apuestas entre ellos, el ambiente empieza a caldearse y al grito unísono de ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! ondean camisetas sudadas y otros harapos al viento.

Juegan la primera mano. El agraciado es el propio Marsellus.

—¡Hostia puta! —grita al conseguir el veintiuno con el as de diamantes.

Sin pensarlo, sin dirigir la mirada ni a su propia esposa, se echa un chupito de veneno y hace el ademán de brindar con sus compañeros. Los cuatro restantes llenan sus vasos con güisqui y brindan ceremoniosamente con él. La gente aguarda en silencio. Se puede palpar la tensión.

—¡Si el último se raja, volveremos del infierno a por él! ¿Me habéis oído bien? Si el último huye y se esconde en Indochina, saldrá un puto negro de su bol de arroz para pegarle un tiro—  grita con furia mientras suelta una carcajada enfermiza.

Se bebe el chupito de un trago. Los demás hacen lo mismo y apartan la mirada disimuladamente cuando Marsellus comienza a toser y a atragantarse. Se retuerce en la silla y cae al suelo como un plomo. Allí, continúa sufriendo mientras el cianuro paraliza poco a poco todos los órganos de su cuerpo. Por fin deja de latir el corazón.

—¡Uohhhhhhhh! —El alarido es bestial. Las gradas echan humo y celebran a golpes contra el suelo del recinto. Lanzan desesperados botellas de cerveza, güisqui y vodka al ring donde los jugadores se escabullen como pueden.

—Bien, bien, bien —canturrea Mia—, veo que os gusta lo que veis, jodidos psicópatas. ¿No es así? —pregunta mientras su marido todavía agoniza echando espuma por la boca—. Claro que sí. Así me gusta. Ahora tomo el mando yo y os voy a proponer el siguiente juego. ¿Estáis preparados?

—¡Síiii! —El grito es atronador.

—Bien, malditos bastardos. Aquí lo vais a flipar —grita enseñándoles cuatro bolsas de plástico con nudos corredizos—. Sí, es lo que estáis pensando. Nos pondremos cada uno una bolsa en la cabeza y cuanto más os guste el espectáculo, más apretaremos los nudos. ¿Estamos, escoria? —Vuelven a berrear como animales enjaulados—. Lanzad todo lo que se os ocurra, así sabremos que os estáis corriendo de gusto.

Comienza el espectáculo. La lluvia de botellas vacías empieza casi tímidamente mientras los jugadores van cerrando poco a poco sus bolsas a medida que juegan. De pronto, alguien lanza un artefacto que casi destroza la mesa de juego y peligra la operación.

—¡Cabronazo! ¿Quién ha sido el pedazo de mamón que ha lanzado esto? —aúlla Butch señalando parte del manillar y el faro de una moto—. ¿Quién huevos ha lanzado esta motocicleta? —pregunta cabreado empañando su bolsa de plástico.

—No es una motocicleta, idiota, es una jodida Chopper, ¡mola lo que estáis haciendo! ¡Estáis pirados, colegas! —vocea alguien desde la grada.

Algo alterados, ajustan las bolsas a sus cuellos ante tal muestra de gratitud mientras decenas de objetos se estrellan contra el suelo. Por fin, Butch consigue ganar la partida al extraer el as de picas. Se hace el silencio. Butch, impertérrito, ajusta de un brusco tirón su bolsa y comienza a respirar violentamente. Mia, maldiciendo la suerte que ha tenido su compañero por ser el siguiente en poner fin a su insulsa existencia, le sujeta los brazos como a ella le hubiera gustado para impedir que se la quite en un momento de debilidad. Desde que se conocieron en aquella ciudad habían vivido a lo grande. Lujos, sexo, drogas. Estaban hartos de todo eso y habían decidido acabar con ello.

—Sigamos, amigos, antes de que la pasma llegue —anima Vincent mientras se quita la bolsa de plástico de la cabeza—. Ahora empieza lo bueno, cabrones —añade mostrando dos garrafas de gasolina al público—. Sí, lo sé, lo sé. Yo también me muero por un buen filete a la brasa—. Ríe estrepitosamente mientras la grada aplaude la gracia.

Los tres jugadores restantes se recolocan en la mesa de juego y van rociándose por turnos con la gasolina a medida que beben güisqui. La partida se alarga y el público se desespera imaginando cuál de los tres, Vincent, Jules o Mia, arderá próximamente en vivo. Excitados, continúan lanzando todo tipo de objetos al ring. Un machete acaba clavado en el trasero del ya fallecido Marsellus.

—¡Yo! ¡Gané! —vocifera Vincent fuera de sí—. Por fin. Aquí está mi as de corazones.

Agarra su propio encendedor y, arropado por los insultos del público, se prende fuego inmediatamente. Lo último que sus propios alaridos le permiten escuchar son las sirenas de la policía que se acercan al local. Los demás observan la macabra danza que está llevando a cabo mientras arde y se excitan pensando que ellos mismos podrían haber sido los afortunados.

Ahora solo queda una prueba. Jules y Mia, codo con codo, echan a correr por la escalera hacia la azotea del edificio al oír las sirenas. Les siguen como una masa deforme de zombis todos los espectadores. No se lo pueden perder. La turba llega al terrado y les observa dejando una distancia prudencial. Ante todo, les respetan. Son sus ídolos. Las apuestan bullen, ¿quién será el próximo en morir?

—¿Leéis la Biblia? —pregunta de pronto Jules dirigiéndose a sus seguidores mientras se sienta en el borde de la terraza.

Tras unos segundos de silencio, se oye una voz.

—Últimamente no mucho —contesta alguien con sinceridad.

—Pues prestad atención a Ezequiel 25:17, porque el camino del hombre recto... —Una voz metálica procedente de un megáfono le interrumpe.

—Será mejor que permanezcan con las manos en alto. Repito, colaboren y nadie saldrá herido.

—No empecemos a chuparnos las pollas todavía, cabrón. Hagámoslo ya, Mia. —Y comienzan a jugar.

El público espera en silencio. Jules y Mia permanecen sentados con las piernas colgando por la fachada y ven desde arriba cómo la policía intenta tirar la puerta del edificio. Juegan la partida y...

—Joder, lo sabía. Jules, siempre has tenido una suerte del carajo —sonríe Mia.

—Dios mío, ¡gracias! —exclama él llorando de la emoción. Mira al vacío y se lanza sin pensárselo dos veces mientras sentencia—: ¡Y sabrás que mi nombre es Yahvé cuando caiga mi cólera caerá sobre ti!

Mia se encoge de hombros y mira tras ella. Allí, agazapados los unos entre los otros, boquiabiertos, aguardan sus seguidores. Al oír los golpes de la policía corren como ratas escurridizas por todos los rincones. Unos saltan a la terraza contigua, otros bajan despeñándose por la escalera de incendios y algunos desandan el camino que hicieron con las manos en alto sabiendo lo que se van a encontrar.

Solo Mia permanece completamente quieta y en silencio. Saca un cigarrillo y lo enciende. Podría huir, pero sabe cuál es el castigo sagrado para quien logra sobrevivir al juego: seguir haciéndolo.

 

La noche ha llegado

 Despertada por el sonido de centenares de pasos permanezco unos segundos sin abrir los ojos esperando a que se detengan. En el momento en el que el silencio de la noche vuelve a ser eterno miro hacia arriba. Gracias a lo que veo sobre mí sé, por primera vez desde que me quitaron el móvil y el reloj, qué hora es con exactitud. En la pulcra espuma blanca que hay encima de mi cabeza decenas de diminutas arañas han usado sus peludos cuerpos para dibujar en el techo, con milimétrica exactitud, que son las 3:28 de la madrugada.

Al verse descubiertas, se abalanzan sobre mí como una lluvia de gotas negras y, al entrar en contacto con mi cuerpo, se meten por mi ropa, correteando como locas por él, acariciándome. Suben y bajan por mis pezones, deambulan por detrás de mis orejas y, por último, se deslizan por mi sexo haciéndome sentir de nuevo lo que ella me regaló. Tras dejar fluir el placer, sonrío. No hay duda de que lo sucedido es una señal suya. El portal se abrirá en breve y ella, sin duda, lo cruzará. Después de transmitirme el mensaje, sus bellas criaturas se escabullen por todos los rincones y vuelvo a quedarme sola en mi inmaculada habitación.

Con mis sentidos ya alerta, pienso en que, si estoy equivocada, solo quedan poco más de cuatro horas para que el hijo de puta del celador venga a traerme la dosis mañanera de tranquilizantes que me han recetado para que no monte follón durante el día. Jaleo que podría armar si denunciara lo que el seboso cabrón me obliga a hacerle entre la hora feliz de las pastillas y la del desayuno continental que aquí nos sirven. Todavía tengo marcados sus dientes en uno de mis pechos desde que ayer por la mañana no controlase su excitación. Pero no hay problema, a todo cerdo le llega su San Martín. Eso es lo que ella siempre me contó. Y sé que no me fallará.

Al pensar en sus enseñanzas entiendo que jamás supe lo vacía que estaba mi vida hasta que apareció para llenarla. Mi marido y yo éramos la típica pareja que, por una egoísta elección, había sustituido tener hijos por triunfar en las redes sociales. En ellas volcábamos todos nuestros complejos disfrazados de oropel y glamur. Éramos felices siendo la envidia de nuestros amigos cuando la verdad era que, de puertas para adentro, nos comportábamos como dos imanes encarados por un mismo polo. Pero todo valía para mantener viva la farsa. Creíamos que nos bastaba con ser ricos y guapos. ¿Qué más podíamos pedir? Yo pensaba que nada.

Y así era hasta que una noche un grito desgarrador me despertó del sueño de los justos. De inmediato busqué, bajo la luz fluorescente del despertador que marcaba las 3:33 de la madrugada, el origen de ese sonido que me había sacudido por completo. Al ver a mi marido roncando a mi lado supuse que él no lo había oído. Pensé en zarandearle, pero algo en mi interior me lo impidió. Fue como si sintiera que él no tenía que enterarse de lo que iba a pasar esa noche.

Me escabullí de la cama y caminé por el pasillo de mi apartamento mientras un canto ancestral flotaba a mi alrededor liberándome del yugo que hasta entonces aprisionaba mi cuello y del cual yo no era consciente. Mis sentidos se agudizaron hasta límites insospechados ya que podía ver en la oscuridad cual gata callejera mientras mi piel reaccionaba a la más ligera brisa haciendo vibrar el vello rubio que cubría mis brazos. Pero lo más sorprendente fue que mi olfato comenzó a sentir un aroma embriagador a más no poder. Era dulce a la vez que áspero, olía a jazmín y a naranjas amargas. Anunciaba cambios. Y así fue. Ese olor vino acompañado de una neblina que me rodeó, aislándome de todo. Al introducirse en mí a través de mi boca y de mi nariz, mi alma abandonó mi cuerpo volviéndose también etérea. Desde las alturas me vi tirada en el suelo mientras mi yo fantasmal abandonaba la casa y se dirigía hacía lo desconocido guiada por un instinto nuevo y salvaje. En un instante me encontré en los confines del mundo y del tiempo. Bienvenida a Babilonia me susurró una voz.

Flotando, entré por los pasillos y recovecos de unas catacumbas hasta llegar a un espacio rectangular en el cual vi lo que parecía un aquelarre. Formando un círculo había cinco mujeres vestidas solo con una capa que estaba sujeta, bajo su mentón, con un broche rojo rubí que parecía un ojo enfurecido. En una armonía perfecta, todas ellas alzaban rezos en lenguas ya muertas al techo ennegrecido que las cobijaba. A la luz de las velas pude ver, en el centro del conclave, una estatua que representaba a la mujer más hermosa que jamás había visto. Un ídolo al que las sacerdotisas estaban adorando con todo su ser.

Conforme avanzaban las canciones, el aura de poder que emergió de la figura hizo levitar sus mantos mostrando cómo se erizaba la piel desnuda de todas ellas. Cántico a cántico iban cayendo en trance hasta que, en el último instante, todas alcanzaron, al unísono, lo que supuse era un orgasmo. Tras dejarse llevar por el deseo quedaron exhaustas y jadeantes en el sucio suelo de tierra.

Yo, que solo conocía la petite mort por haber leído sobre ella, al verlas tan hermosas y radiantes quise sentir, al menos una vez, una ínfima parte de lo que allí había sucedido. Ante mi plegaria, la imagen de piedra alzó su cabeza y me aseguró que así sería si hacía lo que ella me pidiese. Pero, cuando estaba a punto de responder, me desperté aterida en mi salón con una sensación de urgencia que quemaba todo mi ser. Lo primero que pensé es que había sido una pesadilla o que había tenido un episodio de sonambulismo. Pero cuando el mismo sueño hiperrealista vino a mí varias noches seguidas a la misma hora, puntual como un reloj suizo, supe que había algo más detrás. Por eso, al sexto día me propuse averiguar más sobre lo que me estaba ocurriendo. Así que fui a la biblioteca en busca de respuestas.

Empecé, siguiendo un pálpito, por la hora en la que ella venía a mí, ya que supuse que era una clave del misterio. No tardé en encontrar que a esa hora la llaman la hora de los muertos ya que es en esa franja horaria cuando nuestros cuerpos son más vulnerables y se producen más muertes que en ninguna otra. Pero eso no me ayudaba a desentrañar el misterio de la maravillosa diosa que me había convocado. Seguí indagando y encontré que, en los círculos esotéricos, el 333, al igual que el 666, también está asociado al Diablo, ya que él, en su afán por irritar a Dios, utiliza este número fruto de combinar la hora en la que murió Jesús (3 p.m.) con la edad a la que lo hizo (33 años) y lo traduce en ese momento de la madrugada en el cual las puertas del más allá se abren y los demonios pueden campar a sus anchas por nuestra realidad.

Pero esa explicación no me aclaraba por completo si la aparición que me visitaba todas las noches era uno de esos demonios. Estaba en un callejón sin salida. Ya casi me había dado por vencida, tras horas de lecturas infructuosas, cuando una mujer se me acercó y, sin mediar palabra, dejó un incunable sobre la mesa en la que yo estaba. Tras hacerlo, se marchó sin mirar atrás, desapareciendo al instante.

Al mirar el ejemplar, que de manera tan extraña había venido a mí, me di cuenta de que una de sus páginas tenía doblada la punta. Abrí el libro por esa hoja y allí encontré un dibujo de la estatua de mis sueños. El pie de la imagen anunciaba que se trataba de la diosa Lilith venerada desde tiempos antiguos como la verdadera primera mujer. Aquello sí que no me lo esperaba. Cristiana no practicante siempre creí que Eva fue la compañera de Adán en el paraíso, pero allí estaba ella, pionera en emanciparse del patriarcado masculino.

Leí que, aunque fue creada para dar a luz a la humanidad, se rebeló ante el sometimiento decretado por Dios y Adán. Ante la exigencia de tener que hacer el amor siempre bajo el primer hombre le espetó: ¿Por qué he de acostarme debajo de ti si ambos estamos hechos del mismo polvo y por tanto somos iguales? Él se escudó en que era la voluntad de Yahveh, a lo que ella pronunció el nombre de Dios en vano, se elevó en el aire y se marchó del Edén convertida en un espíritu libre. Después de aquello, se transformó en un ser vengativo, madre de demonios (fruto de quedar preñada con todo el semen que los hombres desperdician fuera del único lugar consentido: la matriz de sus esposas legítimas) y que aprovecha la hora de los muertos para acceder a nuestro mundo tanto para raptar niños menores de ocho días antes de que les hagan la circuncisión, como para reclutar mujeres que mantengan vivo su culto y le den el poder para seguir existiendo. Y por lo que se ve, me había elegido a mí para formar parte de su séquito.

Ante esta revelación tuve miedo. Pensé que ella pertenecía al ejército de las tinieblas y por lo tanto no quería lo que ella me ofrecía. Quise aferrarme a mi vida aun sabiendo que era un pobre simulacro, una mísera mentira.

Así que, durante las siguientes sesenta y cinco noches, a la hora maldita, cuando ella venía en mi búsqueda, yo me escondía bajo la manta acurrucada cual cachorro abandonado, oyéndola danzar junto a otros espíritus alrededor de mi cama, llamándome, tentándome, excitándome. Ilusa de mí creí poder vencerla, soñé con derrotarla y salir indemne de su acoso. Pero era imposible. Debido a la falta de sueño mi carácter se agrió, fruto de lo cual fui perdiendo followers ya que mis vídeos empeoraron a pasos agigantados hasta convertirse en auténtica basura. Cuando mis canales desaparecieron del mapa de los grandes influencers me volví antipática y huraña. No me lavaba, no me arreglaba, apenas salía de casa. Y claro, mi marido fue dejándome de lado. A eso contribuyó que ya no le dejaba tocarme ya que sabía que ni había estado ni estaría jamás a la altura de lo que ella me prometía. Y al final pasó lo inevitable, caí en sus brazos, cedí a su llamada.

Aquel seis de junio del sexto año de mi fracasado matrimonio, cuando ella pronunció mi nombre, me levanté y fui a su encuentro dispuesta a todo. Acepté su invitación, cogí su mano y en el momento en el que nuestras pieles se tocaron, un relámpago de adrenalina recorrió cada célula de mi cuerpo y fuimos una, y esa una fue poder. Bailamos durante horas hasta que el primer rayo de sol del amanecer entró por mi ventana y al rozarme sentí el primer orgasmo de mi vida, y fue tan sublime que me hizo aullar como una loba en celo. Ya nada importaba, no había ni pasado, ni presente ni futuro, solo nosotras. Y así fue durante varias noches mágicas.

A lo largo de las mismas fui empapándome de la historia de Lilith y sus súcubos conociendo como habían llegado hasta mí. Supe que fue adorada bajo el nombre de Wesa por los Cherokee. Este pueblo guerrero la veneró como la diosa gato dueña de la noche y la oscuridad. Aprendí incluso que, en tiempos lejanos, todas las sacerdotisas del culto demoniaco que la adoraban como Talto fueron empaladas mientras su nombre escapaba de sus bocas con su último aliento. También me contó las conquistas conseguidas por algunas de sus discípulas más importantes: vi a Cleopatra manipulando a su antojo a Julio César y a Marco Antonio, obteniendo de ellos todo lo que deseaba. Observé a Catalina la Grande ordenar a los hermanos Orlov acabar con su marido para evitar cualquier posibilidad de revolución que menoscabara su reinado. En un día soleado contemplé como Jacqueline Kennedy dedicaba una mirada extraña y misteriosa hacia Grassy Knoll cuando la cabeza de su marido explotaba en mil pedazos en su regazo. Y no solo me mostró a mujeres poderosas de la historia, también pude ver a mujeres anónimas que se emancipaban de sus vidas anodinas y escapaban hacia una vida plena y maravillosa o que abandonaban a sus maridos maltratadores y conseguían no solo sobrevivir sino sobreponerse a las adversidades de la vida.

Pero yo seguía temiéndola. No podía evitar imaginármela encorvándose sobre miles de cunas para llevarse entre sus brazos a los hermosos bebes que allí descansaban. La última noche en la que me pudo visitar, ella leyó mis pensamientos y se rio con tantas ganas que no pude evitar mirarla estupefacta. Hablándome con una voz risueña me preguntó si me quedaría más tranquila si sabía lo que ella hacía con los niños que, según decían las malas lenguas, ella se llevaba. Tras decirle que sí, me contó que solo se llevaba a aquellos recién nacidos que, o bien iban a morir pronto, o que su futuro iba a estar lleno de sufrimiento y pena. Ella los liberaba de un destino cruel y les daba la vida eterna. Yo le pregunté cual era el precio que tenían que pagar por su regalo a lo que ella respondió cerrándome los ojos con un ligero movimiento de su mano.

Cuando los volví a abrir nos rodeaba una playa paradisíaca. Ambas estábamos sentadas bajo las palmeras sobre una manta de mil colores. A nuestro alrededor pude ver como varios bebes dormían en hamacas colgadas de los troncos bajo la amorosa mirada de varias mujeres. También vi a muchos niños corretear por la arena riendo y jugando sin preocupación alguna. De pronto, a mi espalda, oí varios gemidos de placer que me intrigaron. La duda duró unos instantes ya que a los pocos minutos vi aparecer, de detrás de unos arbustos, a varias parejas que se miraban con amor y deseo, formadas por mujeres que tomaban de la mano a bellos jóvenes.

Fue entonces cuando comprendí que Lilith y su clan no odiaban a todos los hombres. Ellas solo querían ser amadas y para ello hacían lo que tenían que hacer. Una vez supe la verdad fue fácil aceptar y desear formar parte de su familia.

El problema fue que a la mañana siguiente todo estalló sin verlo venir. Al llegar a casa, después de dar un paseo, me sorprendí al ver a mi marido junto a dos hombres fornidos, vestidos de blanco, que me miraban con cara de circunstancias. El desgraciado empezó a hablarme con falsas palabras intentando justificar lo que a todas luces era una putada. Me dijo que todo era por mi bien, que me amaba, que no había terceras personas pero que él notaba que yo no estaba bien y que necesitaba ayuda profesional.

Intenté resistirme, llamé a Lilith, pero al ser de día no pudo acudir en mi ayuda, y al final, los dos enfermeros me sacaron a volandas de mi apartamento y me metieron en una furgoneta discreta que me llevó, a toda velocidad, a lo que sería mi nuevo hogar. Al ver mi destino comprendí que era un centro psiquiátrico. No me podía creer lo que me estaba pasando. Dentro me esperaba un comité de evaluación que, sin darme muchas opciones de réplica, me explicó que estaba claro que mostraba signos de esquizofrenia que debían ser tratados a la mayor brevedad posible si es que quería tener opciones de volver a mi vida anterior en un corto espacio de tiempo.

Obviamente yo protesté (tal vez con demasiada vehemencia), acusé a mi despreciable marido de querer deshacerse de mí para quedarse con todo nuestro dinero y gastárselo con la puta que seguramente se la estaba chupando. Pero, como si lo tuvieran preparado, el médico que me estaba juzgando me enseñó unos vídeos, que el muy cabrón había grabado, en los que se me veía bailar como una loca, hablar con seres imaginarios y por último, masturbarme hasta llegar a perder el control mientras recitaba las oraciones paganas que ella me había enseñado. Frente a aquello poco pude alegar. Me tenían en sus manos. De aquel despacho salí custodiada por los dos maromos mientras pataleaba desesperada. No sirvió de nada. En pocos minutos me tenían encerrada y drogada en una habitación de aquel manicomio vestida con un simple pantalón de chándal color gris claro y un top de tirantes blanco.

Y desde entonces creen que me han mantenido sedada a los niveles que ellos consideran óptimos. Al principio fue así, lo que no saben es que, poco a poco, ella ha enviado a sus huestes para liberarme de las esposas químicas que mis captores cernían sobre mí. Durante días, miles de hormigas han venido para llevarse las pastillas, que me han suministrado, a las entrañas de las paredes acolchadas que me rodean y así es como al fin he conseguido que mi mente esté despejada y abierta para recibirla de nuevo. Y hoy, tras lo ocurrido con las arañas, sé que ella viene en mi ayuda.

Me levanto del camastro y aguzo el oído. Mi reloj interno me dice que ya deben haber pasado cinco minutos desde que recibí la buena nueva de su cruzada para liberarme pero necesito confirmar que no es una alucinación. Me acerco a los barrotes ya que creo haber oído un susurro al otro lado de los muros. ¡Allí están! ¡No me han abandonado! Temblando en el oscuro manto de la noche las veo venir en comitiva. Lilith al frente, como la hermosa diosa del viento y del placer que es, marca el ritmo al grupo. Detrás de ella mis compañeras y amigas elevan al cielo los salmos que cuentan sus historias que son como la mía, mientras danzan como llamas que escapan de un fuego perpetuo. Sus gargantas braman los nombres de todos aquellos que les hicieron daño y que después sufrieron por ello. Y de pronto todas ellas me miran a los ojos incitándome a que me una al coro.

Y a la espera de que me liberen para poder acompañarlas a difundir su palabra, comienzo a cantar los nombres de todos aquellos que, en cuanto salga, pagaran las deudas que tienen conmigo. Y Lilith, al oír mi voz, me sonríe.

 

lunes, 10 de mayo de 2021

Wesa

 De nuevo las 3:33 de la madrugada. Esta vez el grito es más desgarrador, si es que eso es posible. Todavía con el pulso acelerado me incorporo en la cama. La luz anaranjada de las farolas proyecta las mismas sombras de todas las noches sobre las paredes. Al menos hoy hay brisa. Los veranos en la ciudad son desquiciantes. La humedad se pega en la piel con sus patas viscosas como una oruga o una lombriz, o casi como una sanguijuela. El peso ardiente del sudor se queda incrustado como un tumor negro y nauseabundo que no se va ni con una ducha fría. Pero hoy el visillo ondea suavemente y a través de la ventana se ve la Luna. Hoy puedo ver con claridad el comienzo del pasillo.

Sé que no va a servir de nada buscar la postura en la cama para conciliar de nuevo el sueño. Tampoco encontrar en la radio una emisora de jazz para aplacar las pulsaciones. No voy a poder dejar de mover insistentemente el pie intentando averiguar si hoy la encontraré al final del pasillo. Así que me levanto.

Caminar en la noche no es nada nuevo para mí. Soy una criatura nocturna que se agazapa en las sombras de la casa disfrutando del silencio. Aborrezco con frecuencia la luz del día y los ruidos cotidianos me mortifican. Sin embargo, desde hace un tiempo, me despierto empapada en sudor tras oír un grito que parece venido de otro mundo. Es un alarido aterrador que sale de las entrañas mismas del ser; es un grito que tiembla de puro terror y se rompe en mil pedazos al salir de su boca. Su boca. Yo sé que no hay nadie más en la casa. Tengo la certeza de que estoy completamente sola, pero ella grita en la noche. Lo cierto es que me despierto resoplando y con la garganta irritada. Temblando y con los ojos fuera de sus órbitas. Me acerco a la ventana: la Luna se ha convertido en un leve rumor plateado oculto entre las nubes. Cojo aire y avanzo hacia la salida.

El pasillo se pierde delante de mí sumido en la más profunda oscuridad. Allá, al otro lado, el leve resplandor de la calle entra por la ventana de la habitación del fondo. Voy caminando como otras noches, sigilosamente, como si pudiera molestar a alguien. Con el corazón en un puño recorro lentamente el corredor cuando, de pronto, ahí está de nuevo. El aroma más cautivador que jamás he percibido. Es dulce y a la vez áspero; huele a jazmín y también a naranjas amargas. Y la brisa. Un leve suspiro que esparce la esencia y me estremece y embriaga hasta perder los sentidos. Es entonces cuando me siento por fin liviana y un ansia loca de libertad me lleva a quitarme la ropa y reír a carcajadas. Enciendo un cigarrillo y lo saboreo lentamente sentada en el suelo con las piernas cruzadas. No sé qué me espera hoy, pero la vista del cielo estrellado desde aquí es grandiosa. El suelo está frío, pero eso no evita, como viene pasando últimamente, que caiga rendida en un sueño profundo.

***

Te miro desde un pequeño hormiguero. Me he metido aquí para escuchar los pasitos de estos bichos que entran y salen con tesoros entre las mandíbulas. Te asombrarías de la fuerza que tienen estos pequeños seres y de su instinto de supervivencia. Es aterrador. Y tú estás ahí afuera, sentada en un escalón comiendo pipas desenfadadamente, echándonos las cáscaras para que tengamos algo con lo que pasar los días. Te miramos con ojitos curiosos y alcanzamos a sentir una sacudida de felicidad cada vez que suspiras. Miras al mar como quien busca mundos por descubrir y, en el verde de tus ojos, se reflejan las gigantescas patas del kraken y las mandíbulas ardientes del leviatán. También piensas a menudo en un barco de vela pequeño que se aleja en calma hacia el horizonte, pero eso no lo sabe nadie.

Podría salir de aquí y meterme en tu bolsillo. Me llevarías a visitar mundos lejanos donde solo tus pequeños pies pueden llegar. Yo soy pequeña y parca en palabras, pero tú me contarías historias llenas de personajes asombrosos que bailan enloquecidos al son de tus tambores. Tum, tum, tum. Las madres cherokees ponen a sus hijos recién nacidos el nombre de lo primero que ven al dar a luz. Eso me lo contaste tú. Desde entonces comencé a llamarte Wesa.

***

Despierto de nuevo, Wesa. Ya ha amanecido, We-sa. Esta vez nuestro encuentro ha sido muy breve. Querría haber llamado tu atención y que me miraras y me hablaras y me contaras quién eres y qué haces en mis sueños. O qué hago yo en los tuyos. Porque sé que percibes mi presencia. Sé que sabes que te observo.

El día es anodino, carece de emoción alguna. Trabajo en un lugar gris donde me pagan por prestarles algo de mi tiempo y mi esfuerzo. Suficiente para poder vivir holgadamente. Almuerzo en la misma cantina de siempre y vuelvo a casa al atardecer, cuando por fin el cielo se tiñe de rojo y el ritmo del día se ralentiza. Adoro llegar a casa, soltarme la melena, quitarme la ropa y sentarme en el sofá con mis libros. Ese era el mayor placer del día, hasta que un día comenzó a ocurrir.

Ese día me despertó en mitad de la noche un alarido. Aquello parecía todo menos humano. Me quedé petrificada en la cama sin saber a dónde mirar. ¿Había sido real? ¿Provenía del exterior? ¿Había alguien más allí? Conseguí a duras penas levantarme de la cama y encender todas las luces de la casa. Inspeccioné cada estancia con sumo cuidado y temor, pero no encontré nada fuera de lo habitual. Volví a tumbarme pensando que todo había sido un sueño. Seguramente yo me había despertado gritando presa de alguna pesadilla y no era consciente de ello. Pero continuó ocurriendo.

El segundo día miré la hora cuando me despertó ese aullido terrorífico: las 3.33 a.m. marcaba el reloj. Era un número curioso y como tal se habría quedado el asunto si no hubiera sido porque, al día siguiente, y al siguiente, y al otro, me desperté exactamente a la misma maldita hora tras escuchar ese aullido. Aquello era algo, como mínimo, extraordinario. No sabía si benévolo, maléfico, sobrenatural o qué mierda más, pero algo se había colado en mi vida de pronto y no conseguía darle una explicación.

Así que decidí dejarme llevar. Llegó el día en que ya no miré el reloj ni agucé el oído por si se repetía aquel pavoroso grito o conseguía escuchar alguna voz o algún susurro que me llamara desde el más allá. Ya no me quedé debajo de la manta mordiéndome las manos imaginando espectros danzando a mi alrededor. Dejé de revisar habitación por habitación y cerré los ojos. Respiré profundamente y me dejé llevar. Algo me condujo al pasillo y lo recorrí con los ojos cerrados. Entonces lo sentí por primera vez. Era embriagador. Era el aroma fresco que llevaba el viento en las noches de verano cuando paseaba de niña de vuelta a casa. Una fragancia casi inocente cargada de recuerdos. Entonces, creo que me desmayé, y es cuando la vi por primera vez.

***

Reposaba en una toalla de playa con sus grandes gafas de sol. El bikini blanco resaltaba su piel morena y hacía alguna mueca mientras leía un tomo de Bukowski. De pronto, se giró sobre sí misma y miró hacia donde yo estaba. Bajó ligeramente sus gafas y fue entonces cuando lo supe. Aquella mirada felina era la que me había estado invitando cada noche. Lo supe porque alguien así no te pide nada ni suplica ni ordena. Alguien como ella se muestra como es y te invita sin ataduras. Es obvio que nadie puede decirle que no. Nadie puede escapar de sus redes porque en su mente transcurren las mejores historias jamás contadas. Y también en su piel. Pero allí acabó todo.

***

De pronto desperté en el suelo de mi casa con una sensación de tranquilidad que hacía tiempo que no disfrutaba. Por supuesto, quise saber más.

Se sucedieron varias noches en las que a la hora prevista el chillido me despertaba. Esa siempre ha sido la peor parte. Por mucho que supiera que iba a suceder, nunca he llegado a estar preparada. El dolor es inmenso, así como el terror. Ella sufre, por supuesto. Sufre con fuerza y apretando los dientes. Lo hace en la noche cuando la oscuridad la acecha, porque todos tenemos miedos irracionales que nos quieren devorar. Sufre y grita, y su grito llama. Y quien la escucha, acude.

Cuando esto sucede voy en su busca. Me adentro en el pasillo y espero con ansia transportarme hasta donde ella esté. A veces soy un insignificante gusano y otras una cometa en lo alto del cielo que anhela bajar para encontrarse con ella. He sido agua de lluvia cayendo sobre su rostro y también tierra marchita entre los dedos de sus pies. Wesa me muestra sus ideas y aventuras, me cuenta historias sobre lugares remotos en los que no existe el tiempo y aves tenebrosas se estrellan contra las puertas que no quieren abrirse. A veces me lo cuenta entre susurros enroscada en mi cuello; otras, escribe en pequeños papelitos y los lanza al aire para que yo misma componga su historia. De vez en cuando, me deja leer los grabados sobre su piel que cuentan intimidades valiosas y, cómo no, es deliciosa cuando coge un palito y garabatea figuras obscenas en la arena de la playa. Su mente vuela, y la mía con ella.

Lo que Wesa no sabe es que yo la llamo así y que vivo tan fervientemente sus historias que se han convertido en mías. Vivo en ella y sonrío en ella. Ya el resto es poca cosa.

La última vez fue una noche de tormenta.

***

El cielo se rompía y una cortina de agua no dejaba ver nada alrededor. Yo andaba perdida buscándote por cada rincón cuando, de pronto, me agarraste por el pescuezo como hacen los animales con sus crías y me sacaste de allí. Me llevaste a un lugar que parecía un desierto completamente vacío y carente de vida. Encendiste una hoguera en silencio y nos sentamos la una frente a la otra. Tu caballo reposaba en un montículo de arena cercano y yo solo tenía palabras de agradecimiento, pero no me escuchabas. Canturreabas una melodía y te levantaste para taparme con una manta enorme hecha con retales. La miré asombrada, pues parecía pintada a mano y cada imagen representaba a los indios aborígenes en distintas estampas de su vida. Volviste a tu sitio y te apartaste el flequillo de los ojos.

***

Y eso es lo último que vi. Tus ojos mirándome fijamente, como aquella primera vez.

No he vuelto a oír su grito retumbar desde ese día, y eso que he estado en vela noche tras noche buscándola por todas partes. He atravesado la casa de punta a punta esperando encontrar su aroma embriagador, me he tumbado en el suelo frío y seco en busca de su manta cálida de mil colores. He suplicado, llorado, maldecido, gritado con furia al cielo y a la tierra que quiero volver a verla. Que la necesito. Pero lo único que consigo es caer rendida entre lágrimas cuando despunta el alba.

Por fin una noche conseguí conciliar el sueño. Dejé mis ilusiones hechas pedazos y decidí descansar y seguir con mi anodina vida de siempre. Terminé de leer la novela que llevaba entre manos, apagué la lamparilla y sucumbí al sueño como un bebé agotado después de un berrinche. Entonces sucedió. Una sombra gigante y nauseabunda rondaba por mi cuarto. La sentía. Iba moviéndose de lado a lado hasta que acabó tumbada sobre mí. Entonces, a escasos centímetros de mi rostro me miró fijamente. Abrí los ojos sabiendo que estaba allí y, al ver el oscuro abismo de sus cuencas, desperté entre gritos de puro terror completamente sudada. ¿Qué era eso? ¿Qué demonios era eso? Temblando de miedo, por fin atiné y encendí las luces. No había nada. Se había ido. Miré el reloj. Eran las 3.33 de la madrugada.

***

Estoy mirando por el diminuto ventanuco de un faro. Las olas arrecian y la tempestad se divisa a lo lejos. El viento produce un sonido casi hipnótico y soy feliz. Me siento en el suelo con las piernas cruzadas mientras la tormenta se desata afuera y escucho las gotas golpear con fuerza. Entonces comienzo a contar una historia, una de las que Wesa me enseñó, porque sé que hay alguien observándome. Sé que, oculto en una rendija de este sucio suelo de madera, un diminuto ser me está escuchando. Al principio sentirá miedo porque no comprenderá lo que está sucediendo. Más adelante, querrá volver para seguir escuchando nuestras historias, que le fascinarán, hasta llegar a un punto en que lo único que le importe en la vida sea dormirse y que mis gritos la despierten en mitad de la noche. Lo sé porque yo ya he estado antes en su lugar. Entonces, mi historia comienza a desarrollarse por sí sola porque está viva y sé que estoy haciendo feliz a alguien a quien espero encontrar noche tras noche hasta que esté preparada para contar nuestras historias.

 

Hijos del verbo matar

 

Concentrado, grabo como Borja cae al vacío y recorre los doce pisos que nos separan del suelo. Se aleja de mí a una velocidad endiablada mientras lanza a cámara una mirada que muestra, sin tapujos, como se siente. Al mismo tiempo, pronuncia la maldición, esa que no debería pero que me afecta en lo más profundo ya que sé lo que significa. Tanto él, que era mi amigo, como yo sabíamos lo que nos jugábamos: el as de tréboles marcó su destino. En esta fiesta un Blackjack significaba muerte.

El golpe brutal de su cuerpo contra la piscina del hotel hace que decenas de gordos ingleses levanten sus culos grasientos de las hamacas y busquen refugio en todas direcciones. Al fijarme bien puedo distinguir, entre ellos, a los primeros frikis que han descifrado nuestro enigma. Esa es la señal de que debo prepararme. Aun así, dedico un breve vistazo al último de los caídos y desde esta altura, con la vista nublada por el alcohol, veo como la sangre huye de él y se diluye en el agua clorada. Recojo tanto la carta que ha caído al suelo como la pistola que traje por si alguno se descontrolaba y entro en el apartamento.

La luz del día que entra por el ventanal calienta mi espalda. Respiro por la boca ya que el olor a palmeral, que inunda la atmósfera viciada del interior, no consigue enmascarar el hedor a quemado que fluye de la habitación situada a mi izquierda. Acuciado por vagos remordimientos me dispongo a presentar mis respetos a otra de las víctimas. Al volver a enfrentarme al espectáculo dantesco que dejé atrás no hace mucho, mi mano se crispa alrededor de la culata del revólver. Con el valor que me infunde ir armado, cruzo el dintel dispuesto a coger el segundo naipe.

Obcecado, reviso la habitación buscándolo, aunque pienso que tal vez haya ardido en el fuego purificador. Concentrado en el amasijo de restos que aun humean en mitad del cuarto, intento recordar la secuencia de acontecimientos. Mi memoria se aclara lo suficiente como para recordar a Marco ofreciendo un gran espectáculo incluso en sus últimos momentos. Él, el que se llevaba a todas las chicas de calle, ahora solo es un guiñapo carbonizado. Al recordar como tiró, con un elegante movimiento teatral, el as de corazones sobre la cama consigo encontrarlo escondido entre las sábanas que aun huelen a su última conquista. Me pongo los calzoncillos y el pantalón y guardo las dos cartas en mi bolsillo trasero.

Bajo la alarma de incendios, que anulé con maestría, está lo que queda de mi colega. Y justo delante de él contemplo la mesa camilla que ejerció de barra improvisada. Retorcida en un ángulo inverosímil aún sigue en pie. Los vasos de chupito que estaban sobre ella han estallado debido al calor. Decenas de pequeños cristales han salpicado las dos sillas que conseguimos salvar antes de que Borja apagase el fuego con el extintor que habíamos robado del vestíbulo. Frente a ellas están Marco y su silla convertidos en un solo y ennegrecido ente. El olor a carne y plástico quemado me produce arcadas. Al sentir como todo el alcohol que llena mi estómago pugna por escapar de mi cuerpo, salgo a la carrera del cuarto.

Ya fuera de la habitación, apoyado en la pared, oigo como el ascensor sube. Desde siempre ha sido un sonido que me ha sacado de mis casillas así que me agarro la cabeza con ambas manos rezando para que se detenga. Cuando el silencio vuelve, me acerco a la entrada. Estoy seguro de que vienen a por mí, por lo que echo el pestillo aun creyendo que no servirá de mucho. Miro a mi alrededor y cojo un jarrón recio y horrible para aporrear con saña el lector de llaves que hay en el pomo de mi lado de la puerta. No puedo dejar que entren antes de terminar lo que empecé. Mientras echo un vistazo por la mirilla y compruebo que aún no hay nadie en el pasillo noto una mirada clavada en mi cuello y se me pone la piel de gallina. Aun sabiendo lo que me voy a encontrar giro acojonado la cabeza. Frente a mí, Luis me observa con sus hermosos ojos verdes que parecen querer escapar de sus órbitas. Él también lanzó el juramento, al igual que los otros compañeros, justo antes de morir. Veremos cómo acaba todo.

Para empezar, desearía que dejase de mirarme así. Quiero cerrarle los ojos, pero la bolsa de plástico transparente atada a su cuello me lo impide. Además, no creo oportuno quitársela, sé que no es bueno molestar a los muertos. Si algo me sobra es educación, para algo mis padres me pagaron los estudios en aquel prestigioso internado suizo donde todos nos conocimos. Hemos estado juntos durante cinco años y ahora todo ha terminado con Luis, muerto, sentado en la mesa del comedor con un as de picas entre los dedos. Tratando de no rozarle, se lo quito y lo pongo junto a los otros. Como a los demás, a él también le tocó la carta perfecta.

Él fue siempre el pejiguero del grupo, de su boca solo oíamos quejas y problemas, jamás paraba de pincharnos. Nunca nos brindó ni una palabra amable ni un elogio. Entró en la cuadrilla porque en su día nos pilló con la guardia baja y la regla era que una vez que formabas parte del círculo jamás salías de él. Pero todos teníamos claro que, con esa cara y esos ojos, él podría haberlo tenido todo, pero ser insufrible era un repelente demasiado poderoso. Nadie lo aguantaba, ni siquiera alguna pobre chica desesperada. Ahora que lo pienso, tal vez fuera virgen, aunque ahora me quedaré siempre con la duda. Lo miro esperando que de sus labios, detenidos en un rictus agónico, se oiga de nuevo el apodo que en su día me puso haciendo una gracia de las suyas: Nanín, me llamaba el cabrón. Ahora de él ya no saldrá nunca nada más. Así que lo dejo como vigía solitario de la puerta y me dirijo a mi habitación. Allí donde empezamos esta historia.

Al entrar, un olor a orina invade mis fosas nasales. Miro a Alberto y el suelo bajo su silla. Jamás pensé que le podría pasar algo así. Sin embargo, el inmenso charco amarillento a sus pies es la prueba irrefutable de que, en su hora final, no supo mantener el tipo. Al aproximarme, el aroma nauseabundo del enorme rastro de vómito que baja desde la comisura de sus labios hasta su pecho también se abre paso hasta mi nariz. Por un instante pienso en limpiarlo, pero la expresión de dolor y asco con la que me mira me lo impide, así que dejo mis manos quietas y doy un paso atrás.

Alberto, el más gracioso de todos nosotros, fue el primero en caer y menos mal ya que si no hubiera sido así, tengo claro que todo habría acabado de otra manera. Veo como el as que le tocó descansa en su regazo. Alberto, el más rico de todos, sentenciado por un diamante. Hay que joderse con las ironías de la vida. Para quitarme el mal sabor de boca que llevo, mientras hago un pequeño mazo con las cuatro cartas, lleno con vodka uno de los chupitos que hay sobre la mesa central y me lo bebo. 

Ya un poco mejor, me siento en la cama, alejado lo máximo posible del cadáver y me quito mi cámara GOPRO HERO 7 para mirar al objetivo ya que sé que me están observando. Que esta sea la última cámara que está emitiendo algo interesante es mi mejor baza. Hablo a nuestros followers mientras la venero como lo que es: nuestro legado al mundo en tiempo real. Pregunto de forma clara y directa a los que nos han estado siguiendo desde hace horas si quieren continuar disfrutando del espectáculo. La cascada de comentarios que me brindan me lo deja claro: The show must go on.

Mientras espero el acto final voy a hacer un reaccionando a nuestra propia emisión. Coloco la cámara en posición y me pongo cómodo. Me voy a saltar todo lo que hicimos desde anoche ya que no fue nuestra mejor parranda y solo la emitimos para engañar a los censores de YouTube a fin de poder llegar al máximo número de visualizaciones posibles antes de que, al volverse la cosa salvaje, nos cerrasen el canal. Pero cuando llegó ese momento ya no nos importaba, ya que seguimos subiendo vídeos a través de nuestras páginas web, las cuales habíamos estado anunciando mientras la plataforma todavía nos permitía emitir en directo.

Desde el primer momento los cinco sabíamos a qué nos habíamos comprometido. Éramos una versión maldita de El club de los cinco. Eso sí, a diferencia de ellos que tenían ideales, nosotros únicamente teníamos realidad. Solo buscábamos una escapatoria a nuestra jaula dorada. Un final para la insulsa vida llena de fiestas, alcohol, dinero y mujeres que nos había tocado en suerte.

Teníamos claro que muchos nos envidiaban creyendo que éramos unos ninis privilegiados pero lo que no sabían era que nos sentíamos como si no tuviéramos ni un presente maravilloso ni un futuro dorado. Solo sufríamos un ahora vacuo y repetitivo y un después programado hasta la extenuación en el cual nuestras familias nos obligarían a vivir unas existencias oscuras y superficiales. Estábamos predestinados a ser unos simples autómatas manejados por hilos de indiferencia y perversidad. Frente a eso fui yo el que tuvo la idea de rebelarnos y acabar con todo.

Navegando por Internet descubrí, con bastante facilidad, diferentes opciones orientadas al suicidio masivo. Por un lado están los rusos de la Ballena azul pero los rechacé ya que pensé que estaban más enfocados a personas con, digamos, una capacidad intelectual muy limitada. También estaban los japoneses que se matan en grupo inhalando gases de combustión. Esa hubiera sido una buena opción ya que podríamos haber usado los deportivos que Alberto tenía en su garaje para que el monóxido de carbono nos diera una muerte lenta y plácida. Pero llegué a la conclusión de que esas serían unas muertes demasiado tranquilas y que, si nos teníamos que ir, al menos lo haríamos a lo grande. Es por eso por lo que organicé este evento grabándolo para el mundo a través de las diferentes cámaras que llevábamos cada uno y ahora voy a reaccionar a lo subido para deleite de nuestros seguidores.

Como soy el último superviviente voy a ver todo lo grabado desde mi perspectiva. Sé que conforme mis amigos murieron, sus suscriptores fueron emigrando a mi página a fin de seguir nuestras andanzas y ahora todos son míos, así que ejecuto el archivo de vídeo grabado dispuesto a recordar. Los primeros fotogramas nos muestran jugando, esperando la única combinación, el 21 natural, que aceptábamos como ganadora, mientras que con cada cincuenta likes para nuestros videos bebíamos un chupito. Al principio no nos seguía mucha gente. Era entendible, la acción todavía no había comenzado. Pero todo cambió en el momento en el que Alberto fue el primer agraciado con la fortuna. Como un valiente, movió su brazo como una exhalación y agarró el chupito decorado con calaveras mejicanas bebiéndoselo de un solo trago.

El cianuro, mezclado a partes iguales con el vodka, resbaló inexorable por su gaznate mientras, desafiante, gritaba: ¡Si el último se raja, volveremos del infierno a por él! Enseguida el veneno surtió efecto y todos vimos cómo su estómago se contraía con unos estertores brutales que eran como si una mano gigante lo estuviera estrujando con saña y deleite. El olor a almendras amargas mezclado con alcohol fluyó de su boca y nos alcanzó de pleno. Y aunque habíamos jurado quedarnos junto a los agraciados hasta el final, no pudimos soportar verle sufrir y nos largamos pitando.

Ya en el comedor, mientras oíamos como Alberto agonizaba solo y abandonado, comenzamos a preparar el siguiente juego. Yo, como maestro de ceremonias, me dirigí a nuestro público, que aumentaba exponencialmente y les terminé de explicar, a grandes rasgos, lo que iba a suceder. Muchos comentarios aseguraban que todo lo visto era un fake, pero que nos importaba, por fin hacíamos algo real con nuestras vidas.

Me senté junto a mis colegas en la mesa del centro. Aunque ya no se escuchaba a Alberto, su muerte nos había afectado más de lo que esperábamos. Noté que la posibilidad de echarnos atrás era muy real y no podía permitirlo, a esas alturas ya no. Así que serví varios vasos de güisqui y fui el primero en beber. Todos me siguieron hasta apurarlos. Ya más tranquilos cada uno preparó, gracias a un tutorial croata que encontré en la red, una bolsa de plástico con cierre autorregulable y metió su cabeza en ella.

Jugueteando con el nudo corredizo comenzamos la partida. Esta vez no podíamos beber, pero establecimos la regla de que por cada cien me gusta con los que aumentasen nuestras cuentas, cerraríamos cada uno un poco más su lazo. Mientras sacábamos cartas, el aire iba faltando más y más en nuestra pequeña atmósfera particular. Yo no sé qué se les pasaría por la mente a los demás, lo que sí que tengo claro es que yo deseaba ganar la partida para acabar con la posibilidad de decepcionar a mi familia o peor aún, decepcionarme a mí mismo viviendo una farsa inútil y vacía. Las dos opciones eran un infierno peor que la muerte. Y en ese momento supe con certeza que jamás tendría el valor de apostar por la primera opción. Era un cobarde y mis entrañas me lo confirmaron. No pude evitar que una lágrima cayese por mi mejilla mientras el aire pugnaba por entrar en mis pulmones.

Al final fue Luis el que ganó aquella mano. De un tirón cerró el nudo y mientras se ahogaba, yo, tras quitarme mi bolsa, y aún con la mirada desenfocada por la falta de oxígeno, me precipité sobre él y le sujeté las manos. Él me miró agradecido, tal vez porque sabía que en el último momento perdería el valor e intentaría liberarse. Yo lo hice por la deuda que había adquirido con todos ellos. Como su gurú oscuro, debía asegurarme de que cumplieran sus deseos. Con su última bocanada nos recordó que pasaría si el último nos defraudaba. Y yo, tras sentir su muerte a través de mis dedos, lo solté con delicadeza y me giré hacía mis compañeros. Con un simple gesto, señalé hacía la habitación de Marco y hacia allí nos dirigimos.

Fue entonces cuando YouTube cortó la emisión, pero enseguida todos los espectadores acudieron en masa a nuestras webs y los contadores volvieron a echar chispas. No dejaban de entrar comentarios en los foros. En ellos, miles nos jaleaban, otros más nos maldecían, incluso había quienes subían grabaciones con sus propios juegos de la muerte, siguiendo nuestros pasos al pie de la letra o simplemente saltando al vacío desde sus casas. También teníamos fanáticos que habían iniciado un juego detectivesco en busca de ser el primero en encontrarnos deseando formar parte del challenge original. Ahora que lo pienso, así será como nos han encontrado. En algún momento habremos enseñado algo que haya dado la clave para deducir nuestra ubicación. Da igual. Todos teníamos claro que Internet nos quería. Éramos las estrellas del momento.

Y por eso fue a Borja a quien se le ocurrió parar un poco buscando crear más expectación. Por curiosidad pusimos la televisión y todos los canales emitían informativos especiales hablando de nosotros. Las mentes pensantes de los magazines matutinos se devanaban los sesos intentando justificar nuestra actitud, querían desentrañar nuestros secretos. No entendían que solo nosotros podríamos explicar lo que pasaba por nuestras cabezas. Aun así la máquina televisiva había comenzado a rodar y engullía todo a su paso. En el canal más visceral de todos habían conseguido, incluso, tener a nuestros padres en directo. Vimos a nuestras madres llorar y a nuestros padres suplicar. Todo era falso. En sus ojos se veía la cruda verdad. Aquella que mostraba a unos carceleros inmisericordes que solo estaban preocupados por el que dirán. Asqueados por lo que veíamos y escuchábamos, apagamos el televisor.

De pronto oigo como llaman a la puerta de forma insistente. Ya están aquí. El tono de voz que se oye fuera aún es amable y neutral pero seguro que, conforme pasen los minutos y yo no abra, se irá convirtiendo en urgente y crispado. No tardaran en ver que trastear con la llave maestra no sirve de nada. Sé que, ya sea de un modo u otro, conseguirán entrar, pero no es hora de ponerme nervioso ya que el final está cerca, así que sigo mirando la película.

En ella, ya dentro de la otra habitación, veo como nos sentamos alrededor de una mesa sobre la cual descansaban tres vasos de chupito y dos botes de líquido altamente inflamable. Para dar un poco más de morbo nos despojamos de nuestras ropas caras y nos quedamos en pelotas. Queríamos que nuestra piel fuera la única barrera entre el mundo y nuestro interior atormentado. En esta nueva partida, por cada quinientos likes bebíamos un chupito y nos rociábamos el cuerpo con un chorro generoso de combustible. Esta vez la partida se alargó y acabamos bien bañados en alcohol tanto por dentro como por fuera. Marco ganó y, tras recitar el mantra escogido por todos, cogió con vehemencia su Zippo edición limitada y se inmoló sin rechistar.

Un fuego instantáneo y fulgurante prendió su cuerpo, lamiendo cada centímetro de su piel, tal y como muchas chicas guapas habían hecho antes. He de reconocer que no pude evitar excitarme el pensar en ello. Luego, desde el quicio de la puerta le vimos mantenerse erguido mientras emitía gritos atronadores. Tras verlo caer desplomado sobre la silla, como un ninot en la noche de San José, procedimos a apagar las llamas. Una vez controlado el incendio, salimos al balcón para jugar la partida final.

Allí, Borja, plantado frente a mí, me estrechó la mano mientras nos deseábamos suerte. Él, con la agilidad de sus años de atleta, se encaramó a la balaustrada del balcón. Yo, con la torpeza propia del que no ha movido un solo músculo en su vida, hice lo mismo con bastante dificultad. En precario y ebrio equilibrio, comenzó el último juego. Duró poco. Borja siempre fue el más afortunado de todos y esta vez no iba a ser diferente. Nada más sacar el as, me miró y saltó sin dudarlo ni un segundo. Siempre quisimos volar alto y libres pero no nos dejaron. Al menos él se fue sintiéndose como un pájaro.

Es en esa última instantánea cuando detengo el video. En la imagen congelada lo veo caer mientras sonríe y mira a cámara. De pronto un golpe seco y un crujir de goznes me avisan de que la puerta ha perdido la batalla. Solo quedan unos segundos y tengo la pistola en mis manos. Apoyo el cañón en la sien, sintiendo su frío contacto. Sería tan fácil escapar. Pero no puedo. Hicimos un pacto y lo he de cumplir. Antes de que la policía entre en la habitación, con la mano izquierda abro en abanico los cuatro ases, en recuerdo de mis colegas y con la mano derecha apunto a la cámara que aún me sigue grabando y, de un disparo, la destrozo. Después, condenado a vivir, dejo todo junto a mí y levanto las manos para no oponer resistencia.

Y es que ya se sabe que en todo juego siempre debe haber un perdedor.

lunes, 12 de abril de 2021

El Sr. Wolf y las 7YG

 

—Hola, preciosa, ¿qué te parece la fiesta que he montado en vuestro honor?

—La verdad, pensé que vendría más gente.

—Me lo imagino, pero es que hoy quería hacer algo más íntimo para celebrar el primer éxito a nivel mundial de las 7YG —dice invadiendo el espacio personal de la chica.

—Está bien, pero creo que deberíamos ir con los demás, me apetece comer y beber algo.

—Tranquila, aquí tengo una delicia que te gustará más —le suelta mientras se agarra el paquete—. Acompáñame a una de las habitaciones y veras como no te engaño —dice cogiéndola de la cintura y acercándosela al cuerpo.

Ella se zafa del abrazo con un mal gesto mientras lo mira con asco.

—Creo que ha bebido más de la cuenta, Sr. Wolf —dice mientras intenta alejarse.

De pronto, él se abalanza con violencia hacia ella arrinconándola con su cuerpo gordo y seboso contra una puerta.

—Me parece que no lo has entendido —dice manoseándole las tetas—. No es una invitación. Ahora, como la buena chica que eres, vas a venir conmigo a pasar un buen rato —susurra para después besarla en el cuello.

Es entonces cuando ella le da un rodillazo en la entrepierna y aprovecha que él se retuerce de dolor para entrar en la habitación y echar el pestillo.

—Ábreme, chiquilla —dice el Sr. Wolf sin levantar la voz—. Me has malinterpretado. Sal y vayamos con tus amigas, te juro que no volverá a pasar. Solo ha sido un calentón.

—Váyase —dice sollozando la chica—. No voy a salir.

El Sr. Wolf levanta el brazo dispuesto a golpear con el puño la puerta y si es necesario tirarla abajo, pero se lo piensa mejor. Con cuidado acerca su cara a la madera.

—No te creas tan especial —dice en voz baja—. Me importa una mierda si no veo tu culo esquelético en toda la noche. En el comedor hay un bufé para mí con seis chochitos más suculentos que el tuyo. Es más, mira lo que te digo, como me has cabreado tanto, voy a saltarme la dieta y voy a probarlos todos. Y como se te ocurra aparecer y joderme, tú también caerás, serás la guinda del pastel.

Dejando encerrada a la chica en el cuarto, comienza a bajar las escaleras maldiciendo el día en el que puso cerrojos en las habitaciones. Hasta hoy le habían venido bien para tener un poco de privacidad y así poder jugar tranquilo con sus muñequitas. La verdad es que nunca pensó que pudieran volverse en su contra y dejarle sin su presa.

En fin, ya en el piso inferior, saca del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño estuche metálico. En él se ven dos compartimentos. Abre el primero y, con la uña del dedo meñique, se lleva un poco de coca a la nariz y la esnifa. Ya más entonado, abre el otro y coge dos pequeñas pastillas azules con el logo de Pfizer y se las mete en la boca. Mientras siente como resbalan por su garganta piensa que, con los cincuenta tacos que tiene, la única explicación posible a que necesite ayuda química para funcionar es que está sometido a mucho estrés. Seguro que después de esta noche volverá a empalmarse como cuando tenía treinta y tres años. Mientras tanto hoy tendrá que esperar una hora a que hagan efecto sus amiguitas.

Una vez entonado, corre la puerta deslizante del comedor y entra en él. Desde el umbral saluda a su ayudante con un movimiento de cabeza, luego se dirige al grupo de chicas que están charlando y riendo en el salón.

—¡Aquí están mis ángeles! —exclama con una voz estridente y falsa—. ¿Os estáis divirtiendo? —las seis adolescentes que están sentadas en los sofás sonríen a su mánager y asienten—. ¿Os pone buenos pelotazos? —comenta señalando al camarero que está haciendo un cóctel tras la barra.

—No lo sabemos, Sr. Wolf. Solo hemos tomado unos refrescos. Nuestras madres nos advirtieron que tuviésemos cuidado con el alcohol y las drogas. Nos insistieron en que no nos fiásemos de nadie. Además, todavía no tenemos edad para beber.

—Tranquilas, nadie se enterará de lo que vaya a pasar aquí esta noche, os lo prometo. Hacedme caso a mí, si en este dos mil veintiuno no podemos celebrar, con un poquito de desfase, que las Seven Young Gals sois el primer grupo de K-pop que consigue llegar a los cinco mil millones de visualizaciones en YouTube que baje Dios y lo vea. Venga, disfrutad sin complejos que yo me encargaré de que no os pase nada malo —dice mientras va pasando una copa a cada una.

Ellas, reticentes al principio, al final se dejan llevar y no tardan en apurarlas. El mánager hace una señal al barman dejándole claro que no debe parar de servir a las muchachas. De pronto, una de ellas se acerca a él.

—Sr. Wolf, una pregunta, ¿dónde está Jirai?

—No se encontraba bien y se ha acostado en el piso de arriba. Pero no os preocupéis, me ha dicho que no hace falta que vayáis a verla ya que seguro que mañana estará mejor y quiere que disfrutéis de la noche por ella —dice poniendo la música aún más alta—. Ahora perdonadme, pero he de tratar un tema con Jung —dicho esto se separa de ellas y se dirige al jardín seguido por su ayudante.

—Jung, sé que llevas poco tiempo trabajando para mí pero te necesito para subir el nivel de esta fiesta.

—¿Qué quiere que haga?

—Deseo que esta sea una gran noche para mí y, si te portas bien, también para ti. Quiero que dentro de media hora hayas vuelto con la suficiente burundanga como para dejar a estas bellas ninfas totalmente indefensas. Antes, me conformaba con aprovecharme de vez en cuando de alguna de mis pupilas, pero hoy me apetece probar algo nuevo. Creo que es hora de montar una buena orgia y creo que tú eres la persona que la va a hacer posible, así te estrenas por la puerta grande y me demuestras que eres el sustituto perfecto del pobre Ming, que en paz descanse. Trae la mercancía y te aseguro que lo pasaremos en grande.

—Ni de coña. Yo no trafico ni me meto en estos líos.

—No me jodas, Jung. Sé de buena tinta que tienes los contactos necesarios para traerme lo que te pido sin problemas.

—Aunque pudiera no lo haría. Está usted loco —y se gira para marcharse.

—Yo de ti me lo pensaría. Conforme salgas por esa puerta estarás acabado ya que me aseguraré de que tu vida sea un infierno. Sabes muy bien de lo que soy capaz. Así que te lo vuelvo a preguntar, ¿te apuntas?

Jung mira a su jefe a los ojos y agacha la mirada. Sin despedirse siquiera de las chicas sale por la puerta dispuesto a cumplir con la orden.

***

Han pasado treinta minutos durante los cuales las chicas han continuado bebiendo bajo la atenta mirada de su mánager. Cerca de la medianoche suena el timbre de la entrada. Al abrir la puerta, el Sr. Wolf se encuentra cara a cara con Jung.

—Aquí la tiene —dice mientras le deja un paquete anodino en las manos y se da la vuelta para irse.

—¿De verdad que no quieres pasar? Te aseguro que triunfaremos —Jung sigue alejándose—. Está bien, tú te lo pierdes, pero ya que te vas llévate al camarero. Con tu actitud me has demostrado que en este territorio solo puede haber un macho alfa y ese soy yo. ¡Daehyun! —dice en voz alta—. ¡Es hora de que te largues! Jung te llevará a casa y te pagará la tarifa completa —le dice al camarero—. En cuanto a ti —susurra a Jung—. Mantén la boca cerrada si sabes lo que te conviene. Nos vemos mañana.

Una vez se han ido los dos hombres, aprovechando que las chicas ya están bastante borrachas, el Sr. Wolf se coloca en la barra dándoles la espalda y pone varios vasos sobre la encimera dejando caer en ellos el polvo de seis pastillas. Luego, para enmascarar el sabor, prepara unos Little Pink Pearl.

—Princesas, venid. Tengo algo especial para vosotras —obedientes, las jóvenes se acercan tambaleándose y cogen una bebida cada una.

—¿Qué es?

—Para que veáis que os cuido, he preparado unos combinados sin alcohol marca de la casa. Espero que no me hagáis el feo y os los acabéis hasta la última gota. Apurad hasta el fondo de un solo trago —así lo hacen.

—¡Está increíble! —dice una de las chicas.

—Sabéis, al veros venir hacia mí correteando felices y desinhibidas casi me ha apetecido cambiar el nombre del grupo a Seven Young Goats —dice creyéndose gracioso—. Ha sido una imagen deliciosa e inspiradora —y se relame el labio sin poder evitarlo—. Venga, continuemos con la fiesta.

Y mientras las chicas vuelven a bailar al son de su canción we are young and gals, el Sr. Wolf se sienta en un enorme sillón de mimbre situado en una esquina disfrutando del espectáculo. Ahora ya solo tiene que esperar a que caigan bajo los efectos de la droga mientras él va sintiendo como su polla termina de reaccionar a los potentes efectos de la viagra. Desde su atalaya las vigila como un halcón hasta que todas van sumiéndose en el letargo previsto. Es entonces cuando el Sr. Wolf se levanta con tranquilidad, se baja los pantalones y los calzoncillos y libera a la bestia que tanto tiempo aullaba por ser libre. Y él va a responder a esa llamada con mucho gusto, probando el dulce néctar de cada una de ellas.

A la primera la posee, con un ansia incontrolable, sobre la mesa central del comedor. Tras un par de empellones rápidos se corre en ella. Tras esta primera descarga de adrenalina, va en busca de su segunda víctima a la que encuentra en una de las habitaciones. Allí, sobre un edredón decorado con flores de cerezo, dibujadas con tenues trazos rosas, mordisquea con lujuria cada centímetro del juvenil cuerpo mientras la penetra sin remordimientos.

Al acabar, la deja sola e inconsciente y vuelve al comedor dispuesto a gozar de la que es su favorita después de Jirai. Verla tirada sobre la piel sintética de tigre blanco que descansa frente a la chimenea despierta su imaginación salvaje y se lanza hacia ella como un sátiro desquiciado y la viola recreándose en la faena. Reconoce que la ha disfrutado mucho más que a las dos anteriores, pero como necesita más acción se levanta y otea el horizonte en busca de su cuarto pastelito. A su próxima víctima la ve sentada en un taburete de la barra, con la cabeza descansando sobre sus brazos, mascullando palabras inconexas. Con una delicadeza impropia del hijo de puta en el que se ha convertido, la baja del taburete y mientras la aguanta con uno de sus brazos por debajo de sus pechos, para que sus piernas de gelatina no la hagan caer, la sodomiza de forma brutal.

Al terminar, la deja como un fardo sobre la tarima de parqué y se toma una copa de güisqui para recuperar fuerzas. Tan bueno está que decide llevárselo con él como compañero de cacería. Así, mientras va buscando a sus dos últimas víctimas, no deja de dar tragos sin fin a la botella.

A la quinta joven la encuentra dormitando dentro del enorme vestidor en donde guardan toda la ropa cara y exclusiva que les ha ido regalando mientras las introducía en el maravilloso mundo de las girl bands coreanas. A esta, primero, la penetra casi con desgana mientras se revuelcan entre camisetas de unicornios y ropa interior plagada de brillantes arcoíris. Pero como nunca le gustó, pasa de follarla e intenta que ella le haga una felación aun estando casi inconsciente. Mientras mete y saca su miembro de la boca de la chica piensa que ella jamás habría entrado en el grupo ya que no daba el perfil que él estaba buscando, pero la discográfica siempre apostó por el número siete como el óptimo para formar la banda así que tuvo que tragar. Y es gracioso, piensa el Sr. Wolf, ya que es ella ahora la que está tragando.

Por último, ya casi sin fuerzas, pero con la firme convicción de no dejar nada a medias, termina el macabro tour en el jacuzzi forzando a la sexta niña. Después, al terminar, en un acto que para él es de máxima bondad, la saca del agua para evitar que se ahogue. Eso sí, le deja desnuda y tirada sobre la hierba del jardín, bajo la luz mortecina de las estrellas.

Exhausto, se echa sobre una de las hamacas que rodean la piscina iluminada solo por los focos submarinos. Esta iluminación tan irreal da al entorno un ambiente pacífico y relajante. Acunado por la ligera brisa de la noche comienza a adormecerse. Lo hace pensando que seguro que tendría hermosos sueños húmedos si todo hubiera salido a pedir de boca, pero la idea de que Jirai se ha escapado de sus garras es una espina clavada en el corazón que deberá quitarse cuanto antes. Pero como sabe que al final caerá, se deja llevar por el sueño contando y poniendo cara a todas las jovencitas que pasaron por sus garras desde que empezó en esto de la música. Y no han sido pocas en todos estos años.

***

Desde la ventana del piso de arriba Jirai ha visto como el Sr. Wolf se ha quedado dormido. Antes de hacer algo, espera unos minutos mientras intenta quitarse de la cabeza la imagen de él violando a su compañera en el jardín. Cuando piensa que ya está profundamente dormido abre la puerta de la habitación y baja despacio sin hacer ruido. Al ver a sus compañeras y amigas desperdigadas por todo el comedor como si fueran trapos viejos y usados se le revuelve el estómago y maldice haberse dejado el móvil allí.

Coge su bolso y saca el teléfono y unas esposas. Sin perder ni un segundo sale y se acerca con sigilo al Sr. Wolf. Agradece la ayuda de Sang-je, el Dios supremo, ya que el violador está tumbado junto a la valla que rodea la propiedad. Con mucho cuidado, engancha una de las anillas a la misma y después, como si estuviera enhebrando una aguja grasienta y asquerosa coloca la otra en la muñeca del Sr. Wolf. Al cerrarla, este se mueve un poco, pero está tan dormido que no se despierta.

Tras encadenarlo, se levanta y, mientras una gota de sudor le resbala por la sien izquierda, retrocede para entrar de nuevo en la casa. Desde allí, vigilando con el rabillo del ojo a su exmánager, hace una llamada.

—Tenías razón —dice a la persona que responde—. Algo grave ha ocurrido. Ven cuanto antes, por favor.

Mientras espera, Jirai coge seis mantas y seis almohadas del vestidor y, una a una, va tapando a sus amigas que están tan colocadas e inconscientes que no se enteran de nada. Una vez hecho esto, comienza a andar por toda la casa recogiendo todas las minicámaras espía que colocó en su día por todos lados y las va guardando en el bolso. Una vez las tiene todas a buen recaudo, coge su móvil y ejecuta una aplicación para visualizar las grabaciones. La barbarie que ve es demasiado para ella. Con una brutal arcada vomita todo lo comido en las últimas horas dentro del jarrón Ming que tiene a su derecha. Después se enjuaga la boca y en ese momento recibe un mensaje en el WhatsApp: “ya estoy en la puerta”. Sin perder ni un segundo corre a abrir. Allí le espera una mujer de unos treinta y cinco años. Al verla, Jirai se lanza a sus brazos sollozando.

—¿Qué te ha hecho ese bestia?

—A mí nada, yo conseguí encerrarme en la habitación, pero, pero... —se ve incapaz de terminar la frase.

—¿Qué ha ocurrido?

—¡Las ha violado a todas!

—Tranquila, hoy no podrá salirse con la suya, ¿dónde está?

La chica señala al jardín. Ambas salen y se dirigen hacia el Sr. Wolf.

—Veo que has utilizado las esposas que te di —susurra la mujer—. Bien hecho.

—No me felicites. Me confié y me quedé a solas con él sin nada de lo que me diste para protegerme. Ni siquiera apliqué alguna de las técnicas de defensa que me enseñaste. Al final escapé con una simple patada en los huevos pero, por mi estupidez, después se cebó con todas mis compañeras —dice volviendo a sollozar.

—No llores —dice abrazándola de nuevo—. Tú no tienes la culpa. Es hora de despertar al cabrón que sí la tiene —y la mujer se acerca y le suelta una bofetada al Sr. Wolf sin pensárselo dos veces.

—¡Qué coño! —el Sr. Wolf tarda en reaccionar y ver lo que tiene alrededor—. ¡Jirai! ¿Quién es esta tía?

—¿No me reconoces, Michael?

Tras un par de pestañeos aparece un halo de comprensión en su mirada.

—¿Ilgobai? ¿Qué haces tú aquí?

—Justicia. He tardado pero al fin me voy a poder vengar de ti.

—¿Otra vez con la misma milonga de siempre? Jamás pudiste probar nada de lo que tu mente calenturienta inventó. Por algo ni siquiera llegaste a denunciarme. Tuviste suerte de que te dejara marchar acabando solo con tu carrera.

—Tienes razón, fui una cobarde y otras tras de mí sufrieron por ello, pero es hora de que pagues por tus pecados. Jirai, ¿dónde las has puesto? —La chica abre el bolso y le da una cámara a la mujer.

—Aquí tienes el primer clavo de tu ataúd —dice mostrándosela al Sr. Wolf—. Y como esta tenemos unas cuantas.

—¿Qué es eso?

—¿Esto? Recuerda que sé tus gustos. Jirai puso decenas de estos aparatitos por toda la casa ya que le dije que intentarías abusar de ella, pero no sabíamos dónde. Durante años la entrené para convertirla en la perfecta candidata para entrar en una de tus bandas. Pero jamás imaginé que llegarías al nivel de depravación y perversión que has mostrado hoy aquí. Debería cortártelo —dice mientras saca un enorme cuchillo de su bolso y lo acerca al pene del Sr. Wolf que sigue al aire ya que él ni siquiera se molestó en guardarlo. La mujer, con movimientos precisos, roza el glande que sangra al ser cortado por el filo.

—Mamá, ¡no! —grita Jirai—. Lo tenemos todo grabado y en cuanto llamemos a la policía será detenido.

—¿Mamá?

—¿De verdad Michael que no ves el parecido? —dice levantando la mano y acercando el cuchillo manchado de sangre a la cara del Sr. Wolf—. Te presento a tu hija, la que me ha ayudado a acabar contigo y también la que ha conseguido que nadie pueda dudar de que me violaste hace diecisiete años —y con un movimiento rápido saca una bolsa de plástico del bolsillo y mete el arma en ella—. Ya sabes, para la prueba de paternidad —dice mientras la balancea frente a su prisionero.

—¡Cabronas! ¡Soltadme! ¡Estáis muertas! —dice el Sr. Wolf gritando como un loco.

—No lo entiendes —dice mientras marca el 112 en el móvil—. El que lo tiene jodido eres tú. Con lo cobarde que eres, sé que serás incapaz de matarte para evitar entrar en prisión por lo que estoy segura de que allí dentro, mientras te estén metiendo una polla tras otra por todos los agujeros de tu cuerpo, serán nuestras caras las que se te aparezcan cuando cierres los ojos deseando estar muerto. Adiós, Michael —y las dos se alejan sin mirar atrás.