De nuevo las 3:33 de la madrugada. Esta vez el grito es más desgarrador, si es que eso es posible. Todavía con el pulso acelerado me incorporo en la cama. La luz anaranjada de las farolas proyecta las mismas sombras de todas las noches sobre las paredes. Al menos hoy hay brisa. Los veranos en la ciudad son desquiciantes. La humedad se pega en la piel con sus patas viscosas como una oruga o una lombriz, o casi como una sanguijuela. El peso ardiente del sudor se queda incrustado como un tumor negro y nauseabundo que no se va ni con una ducha fría. Pero hoy el visillo ondea suavemente y a través de la ventana se ve la Luna. Hoy puedo ver con claridad el comienzo del pasillo.
Sé
que no va a servir de nada buscar la postura en la cama para conciliar de nuevo
el sueño. Tampoco encontrar en la radio una emisora de jazz para aplacar las
pulsaciones. No voy a poder dejar de mover insistentemente el pie intentando
averiguar si hoy la encontraré al final del pasillo. Así que me levanto.
Caminar
en la noche no es nada nuevo para mí. Soy una criatura nocturna que se agazapa
en las sombras de la casa disfrutando del silencio. Aborrezco con frecuencia la
luz del día y los ruidos cotidianos me mortifican. Sin embargo, desde hace un
tiempo, me despierto empapada en sudor tras oír un grito que parece venido de
otro mundo. Es un alarido aterrador que sale de las entrañas mismas del ser; es
un grito que tiembla de puro terror y se rompe en mil pedazos al salir de su
boca. Su boca. Yo sé que no hay nadie más en la casa. Tengo la certeza de que
estoy completamente sola, pero ella grita en la noche. Lo cierto es que me
despierto resoplando y con la garganta irritada. Temblando y con los ojos fuera
de sus órbitas. Me acerco a la ventana: la Luna se ha convertido en un leve
rumor plateado oculto entre las nubes. Cojo aire y avanzo hacia la salida.
El
pasillo se pierde delante de mí sumido en la más profunda oscuridad. Allá, al
otro lado, el leve resplandor de la calle entra por la ventana de la habitación
del fondo. Voy caminando como otras noches, sigilosamente, como si pudiera
molestar a alguien. Con el corazón en un puño recorro lentamente el corredor
cuando, de pronto, ahí está de nuevo. El aroma más cautivador que jamás he percibido.
Es dulce y a la vez áspero; huele a jazmín y también a naranjas amargas. Y la
brisa. Un leve suspiro que esparce la esencia y me estremece y embriaga hasta
perder los sentidos. Es entonces cuando me siento por fin liviana y un ansia
loca de libertad me lleva a quitarme la ropa y reír a carcajadas. Enciendo un
cigarrillo y lo saboreo lentamente sentada en el suelo con las piernas
cruzadas. No sé qué me espera hoy, pero la vista del cielo estrellado desde
aquí es grandiosa. El suelo está frío, pero eso no evita, como viene pasando
últimamente, que caiga rendida en un sueño profundo.
***
Te
miro desde un pequeño hormiguero. Me he metido aquí para escuchar los pasitos
de estos bichos que entran y salen con tesoros entre las mandíbulas. Te
asombrarías de la fuerza que tienen estos pequeños seres y de su instinto de
supervivencia. Es aterrador. Y tú estás ahí afuera, sentada en un escalón
comiendo pipas desenfadadamente, echándonos las cáscaras para que tengamos algo
con lo que pasar los días. Te miramos con ojitos curiosos y alcanzamos a sentir
una sacudida de felicidad cada vez que suspiras. Miras al mar como quien busca
mundos por descubrir y, en el verde de tus ojos, se reflejan las gigantescas
patas del kraken y las mandíbulas ardientes del leviatán. También piensas a
menudo en un barco de vela pequeño que se aleja en calma hacia el horizonte,
pero eso no lo sabe nadie.
Podría
salir de aquí y meterme en tu bolsillo. Me llevarías a visitar mundos lejanos
donde solo tus pequeños pies pueden llegar. Yo soy pequeña y parca en palabras,
pero tú me contarías historias llenas de personajes asombrosos que bailan
enloquecidos al son de tus tambores. Tum, tum, tum. Las madres cherokees ponen
a sus hijos recién nacidos el nombre de lo primero que ven al dar a luz. Eso me
lo contaste tú. Desde entonces comencé a llamarte Wesa.
***
Despierto
de nuevo, Wesa. Ya ha amanecido, We-sa. Esta vez nuestro encuentro ha sido muy
breve. Querría haber llamado tu atención y que me miraras y me hablaras y me
contaras quién eres y qué haces en mis sueños. O qué hago yo en los tuyos.
Porque sé que percibes mi presencia. Sé que sabes que te observo.
El
día es anodino, carece de emoción alguna. Trabajo en un lugar gris donde me
pagan por prestarles algo de mi tiempo y mi esfuerzo. Suficiente para poder
vivir holgadamente. Almuerzo en la misma cantina de siempre y vuelvo a casa al
atardecer, cuando por fin el cielo se tiñe de rojo y el ritmo del día se
ralentiza. Adoro llegar a casa, soltarme la melena, quitarme la ropa y sentarme
en el sofá con mis libros. Ese era el mayor placer del día, hasta que un día
comenzó a ocurrir.
Ese
día me despertó en mitad de la noche un alarido. Aquello parecía todo menos
humano. Me quedé petrificada en la cama sin saber a dónde mirar. ¿Había sido
real? ¿Provenía del exterior? ¿Había alguien más allí? Conseguí a duras penas
levantarme de la cama y encender todas las luces de la casa. Inspeccioné cada
estancia con sumo cuidado y temor, pero no encontré nada fuera de lo habitual.
Volví a tumbarme pensando que todo había sido un sueño. Seguramente yo me había
despertado gritando presa de alguna pesadilla y no era consciente de ello. Pero
continuó ocurriendo.
El
segundo día miré la hora cuando me despertó ese aullido terrorífico: las 3.33
a.m. marcaba el reloj. Era un número curioso y como tal se habría quedado el
asunto si no hubiera sido porque, al día siguiente, y al siguiente, y al otro,
me desperté exactamente a la misma maldita hora tras escuchar ese aullido.
Aquello era algo, como mínimo, extraordinario. No sabía si benévolo, maléfico,
sobrenatural o qué mierda más, pero algo se había colado en mi vida de pronto y
no conseguía darle una explicación.
Así
que decidí dejarme llevar. Llegó el día en que ya no miré el reloj ni agucé el
oído por si se repetía aquel pavoroso grito o conseguía escuchar alguna voz o
algún susurro que me llamara desde el más allá. Ya no me quedé debajo de la
manta mordiéndome las manos imaginando espectros danzando a mi alrededor. Dejé
de revisar habitación por habitación y cerré los ojos. Respiré profundamente y
me dejé llevar. Algo me condujo al pasillo y lo recorrí con los ojos cerrados.
Entonces lo sentí por primera vez. Era embriagador. Era el aroma fresco que
llevaba el viento en las noches de verano cuando paseaba de niña de vuelta a
casa. Una fragancia casi inocente cargada de recuerdos. Entonces, creo que me
desmayé, y es cuando la vi por primera vez.
***
Reposaba
en una toalla de playa con sus grandes gafas de sol. El bikini blanco resaltaba
su piel morena y hacía alguna mueca mientras leía un tomo de Bukowski. De
pronto, se giró sobre sí misma y miró hacia donde yo estaba. Bajó ligeramente
sus gafas y fue entonces cuando lo supe. Aquella mirada felina era la que me
había estado invitando cada noche. Lo supe porque alguien así no te pide nada
ni suplica ni ordena. Alguien como ella se muestra como es y te invita sin
ataduras. Es obvio que nadie puede decirle que no. Nadie puede escapar de sus
redes porque en su mente transcurren las mejores historias jamás contadas. Y
también en su piel. Pero allí acabó todo.
***
De
pronto desperté en el suelo de mi casa con una sensación de tranquilidad que
hacía tiempo que no disfrutaba. Por supuesto, quise saber más.
Se
sucedieron varias noches en las que a la hora prevista el chillido me despertaba.
Esa siempre ha sido la peor parte. Por mucho que supiera que iba a suceder,
nunca he llegado a estar preparada. El dolor es inmenso, así como el terror. Ella
sufre, por supuesto. Sufre con fuerza y apretando los dientes. Lo hace en la
noche cuando la oscuridad la acecha, porque todos tenemos miedos irracionales
que nos quieren devorar. Sufre y grita, y su grito llama. Y quien la escucha,
acude.
Cuando
esto sucede voy en su busca. Me adentro en el pasillo y espero con ansia
transportarme hasta donde ella esté. A veces soy un insignificante gusano y
otras una cometa en lo alto del cielo que anhela bajar para encontrarse con
ella. He sido agua de lluvia cayendo sobre su rostro y también tierra marchita
entre los dedos de sus pies. Wesa me muestra sus ideas y aventuras, me cuenta
historias sobre lugares remotos en los que no existe el tiempo y aves
tenebrosas se estrellan contra las puertas que no quieren abrirse. A veces me
lo cuenta entre susurros enroscada en mi cuello; otras, escribe en pequeños
papelitos y los lanza al aire para que yo misma componga su historia. De vez en
cuando, me deja leer los grabados sobre su piel que cuentan intimidades
valiosas y, cómo no, es deliciosa cuando coge un palito y garabatea figuras
obscenas en la arena de la playa. Su mente vuela, y la mía con ella.
Lo
que Wesa no sabe es que yo la llamo así y que vivo tan fervientemente sus
historias que se han convertido en mías. Vivo en ella y sonrío en ella. Ya el
resto es poca cosa.
La
última vez fue una noche de tormenta.
***
El
cielo se rompía y una cortina de agua no dejaba ver nada alrededor. Yo andaba
perdida buscándote por cada rincón cuando, de pronto, me agarraste por el
pescuezo como hacen los animales con sus crías y me sacaste de allí. Me
llevaste a un lugar que parecía un desierto completamente vacío y carente de
vida. Encendiste una hoguera en silencio y nos sentamos la una frente a la
otra. Tu caballo reposaba en un montículo de arena cercano y yo solo tenía
palabras de agradecimiento, pero no me escuchabas. Canturreabas una melodía y
te levantaste para taparme con una manta enorme hecha con retales. La miré
asombrada, pues parecía pintada a mano y cada imagen representaba a los indios
aborígenes en distintas estampas de su vida. Volviste a tu sitio y te apartaste
el flequillo de los ojos.
***
Y
eso es lo último que vi. Tus ojos mirándome fijamente, como aquella primera
vez.
No
he vuelto a oír su grito retumbar desde ese día, y eso que he estado en vela
noche tras noche buscándola por todas partes. He atravesado la casa de punta a
punta esperando encontrar su aroma embriagador, me he tumbado en el suelo frío
y seco en busca de su manta cálida de mil colores. He suplicado, llorado,
maldecido, gritado con furia al cielo y a la tierra que quiero volver a verla.
Que la necesito. Pero lo único que consigo es caer rendida entre lágrimas
cuando despunta el alba.
Por
fin una noche conseguí conciliar el sueño. Dejé mis ilusiones hechas pedazos y
decidí descansar y seguir con mi anodina vida de siempre. Terminé de leer la
novela que llevaba entre manos, apagué la lamparilla y sucumbí al sueño como un
bebé agotado después de un berrinche. Entonces sucedió. Una sombra gigante y
nauseabunda rondaba por mi cuarto. La sentía. Iba moviéndose de lado a lado
hasta que acabó tumbada sobre mí. Entonces, a escasos centímetros de mi rostro me
miró fijamente. Abrí los ojos sabiendo que estaba allí y, al ver el oscuro
abismo de sus cuencas, desperté entre gritos de puro terror completamente
sudada. ¿Qué era eso? ¿Qué demonios era eso? Temblando de miedo, por fin atiné
y encendí las luces. No había nada. Se había ido. Miré el reloj. Eran las 3.33
de la madrugada.
***
Estoy
mirando por el diminuto ventanuco de un faro. Las olas arrecian y la tempestad
se divisa a lo lejos. El viento produce un sonido casi hipnótico y soy feliz.
Me siento en el suelo con las piernas cruzadas mientras la tormenta se desata
afuera y escucho las gotas golpear con fuerza. Entonces comienzo a contar una
historia, una de las que Wesa me enseñó, porque sé que hay alguien observándome.
Sé que, oculto en una rendija de este sucio suelo de madera, un diminuto ser me
está escuchando. Al principio sentirá miedo porque no comprenderá lo que está
sucediendo. Más adelante, querrá volver para seguir escuchando nuestras
historias, que le fascinarán, hasta llegar a un punto en que lo único que le
importe en la vida sea dormirse y que mis gritos la despierten en mitad de la
noche. Lo sé porque yo ya he estado antes en su lugar. Entonces, mi historia
comienza a desarrollarse por sí sola porque está viva y sé que estoy haciendo
feliz a alguien a quien espero encontrar noche tras noche hasta que esté
preparada para contar nuestras historias.
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