lunes, 16 de diciembre de 2019

Geriatric Noir

Calamidad es una hembra celosa y tóxica, que tanto más te daña cuanto más pretende abrazarte. Ha estado enamorada de mí desde que tengo memoria, y me ha salido al paso a cada instante, especialmente cuando he estado cerca de mujeres hermosas, de esas que nublan los sentidos.
Hubiera debido imaginarlo nada más verla a ella, con su cabello cardado, exhalando vapores de laca; sus cejas pintadas y su colorete descarado, que evocaban un tiempo mucho menos interesante que el presente; su reluciente dentadura, que parecía extraída del anuncio de corega; y un tipazo, propio de la juventud de sus insultantes 67 años, que no requería de ningún refajo. Ella, sin embargo, lo llevaba bien ceñido por pura coquetería.
El sentido común se quedó afónico gritándome, como en la canción de Sinatra, que saliera de allí, que buscara otro geriátrico, pero mi voluntad había caído cautiva ya del aroma de Joya, de Myurgia, más que si me hubieran inyectado un doble de escopolamina on the rocks. Mi destino estival había quedado ligado definitivamente a la residencia Segundo amanecer.
Firmé los papeles en recepción, una estancia para el trimestre del verano, sin apartar los ojos de sus caderas, que oscilaban de un lado a otro, fruto de las mejores prótesis del mercado. Y justo cuando se había vuelto hacia mí para abanicar sus largas pestañas postizas, un par de tipos me empujaron por detrás, fingiendo un choque involuntario.
Se trataba de un individuo raquítico, calvo y con cara de sindicalista amargado, que caminaba apoyado en una muleta, y de un gigantón encorvado de mandíbula prominente, que recordaba a un villano de James Bond. Era fácil suponer que el abultamiento junto a su pantorrilla derecha correspondía a la bolsa de orina de una sonda. Sudaba copiosamente aunque aquel día no estaba siendo especialmente pesado. Se dirigían hacia un fulano que vestía como el capitán Stubing de Vacaciones en el mar, y montaba una silla motorizada de última generación.
Tantos años como detective privado me habían enseñado a evitar enfrentamientos innecesarios tan bien como a distinguir bolsas de orina, de manera que memoricé sus caras y me volví hacia la recepcionista.
— Oh, sí. Son huéspedes desde hace mucho tiempo. Estoy segura de que se van a llevar estupendamente. Mire, su habitación es la 309.
Arrastré, pues, el par de maletas que llevaba conmigo hasta el ascensor, mientras inspeccionaba, a través de la cristalera, el jardín y la piscina interiores, y comenzaba a maldecir mi suerte al comprobar que en la cafetería no servían alcohol.
La habitación 309 albergaba también a un pequeño y vivaracho pelirrojo que salió a recibirme como si hubiera estado toda su vida esperándome.
— Hola, amigo, bienvenido a tu nuevo hogar. Soy Barnaby. Compartiremos la habitación. Pero no te preocupes: soy un buen compañero. Al menos es lo que han dicho todos los anteriores. Ah, ¿te sorprendes? Claro que no eres el primero. Hace un par de semanas que tu cama quedó libre, pero el viejo Peter se lo pasaba muy bien conmigo. Se reía de mis chistes y eso. En fin, los que no nos podemos permitir una de esas habitaciones individuales con vistas a la piscina tenemos que llevarlo lo mejor que podemos. ¿No te parece? Por cierto ¿Tienes pastis?
— ¿Perdón?
— Sí, hombre. ¿Llevas pastillas en esas maletas? ¿Tienes Zaverex 500?
Puse la maleta pequeña sobre la cama y la abrí. Por supuesto que tenía Zaverex 500, y Sindón, y Promerán y, en general, cualquier otra porquería que puedan recetarle a uno a partir de los 70. Al ver mi pequeño gran alijo Barnaby dio un respingo. Se acercó deprisa y cerró la maleta mirando receloso hacia la puerta.
— Cierra la maleta, por amor de Dios. ¿Acaso quieres buscarte un problema? Hazme caso: esconde bien todo eso y no le digas a nadie lo que has traído. ¿De acuerdo? Yo te guardaré el secreto a cambio de un poco de Zaverex, ya sabes, para lo del dolor de rodillas, pero no debes contárselo a nadie más. Hazme caso. Ahora debo irme, pero tú esconde bien todo eso. Hazme caso. Hazme caso.
Abrió la puerta con cautela y miró a ambos lados del pasillo antes de dejar la habitación. En aquel momento no comprendí absolutamente nada, pero intuí que debía hacerle caso, aunque solo fuera para que no lo repitiera otra vez, de manera que trasladé mis medicamentos tras una rejilla de ventilación y me dispuse a explorar la residencia con mi mejor camisa hawaiana.
Se estableció entre nosotros una amistad casi inmediata. A pesar de su edad, un año mayor que yo, él conservaba el entusiasmo de un joven y yo, a pesar de encontrarme ya de vuelta de todo, aún era capaz de apreciarlo.
Unos días más tarde me encontraba sentado al sol, frente a la piscina, con mi segunda camisa hawaiana favorita, mi sombrero y un gran vaso con burbujas con algo más, observando la sesión de aqua-gym.
— Veo que es usted amante de los deportes de riesgo —dijo ella sentándose junto a mí.
— No lo crea. En realidad sólo soy un apasionado de los gorros de baño. Pero ya que ha tomado asiento… ¿Puedo invitarla a algo más? —Le mostré mi pequeña y fiel petaca—. Pero antes, permítame que me presente: Harvey Lobo, detective retirado.
— ¡Oh, Sr. Lobo, qué interesante! Yo soy Calamity Sprout.
— Ahora que conozco su nombre, el interés es mío —justo en ese momento, en el reflejo de uno de los ventanales observé los gestos que el carcamal sindicalista le hacía a mis espaldas, sólo para comprobar cómo, a continuación, ella se levantaba, sin disminuir un ápice su coquetería.
— No quiero hacerle perder más tiempo, —y sin embargo esa era, precisamente, la que me pareció su intención—. Nos iremos viendo por aquí.
Aquella fue la primera de muchas ocasiones en las que Calamity jugó conmigo. Generalmente tuve claro que únicamente quería tenerme controlado durante unos minutos, lo que sucedía hasta que el capitán Stubing o sus secuaces le hacía una señal. Aquel primer día, sin embargo, yo aún no podía sospechar nada, pero justo cuando regresaba a la habitación 309 tuve la sensación de que el esmirriado y el gigantón doblaban la esquina opuesta del pasillo. Me costó mucho tiempo atar los cabos de la historia. Demasiado. En aquel momento, por ejemplo, ni tan siquiera encontré extraño que el pobre Barnaby hubiera perdido su dentadura. Ni tampoco cuando, algunos días más tarde, perdió sus gafas.
— En ninguna de las otras residencias donde he trabajado se han extraviado nunca tantas dentaduras y gafas como en ésta —dijo la enfermera jefe cuando pedimos un menú líquido—. ¿Qué les pasa a ustedes?
Cuando, poco después, Barnaby enfermó me mantuve a su lado. Durante todo este tiempo, en medio de sus delirios, él insistía en que se había mantenido fiel a nuestra amistad, y me rogaba que le diera algo para el dolor, de manera que casi agoté mi provisión de calmantes. Una noche sufrió un colapso y se lo llevaron al hospital, donde falleció poco después. Al parecer no estaba tomando tanto Sintrón como debía. Curiosamente nadie de la residencia acudió a su entierro.
Ayudé a vaciar sus enseres de la habitación. Tres cajas enteras en las que no había ni un solo medicamento. Esa fue la primera señal de que algo no encajaba. Los días siguientes mis ojos ni tan siquiera buscaron el consuelo de la sensual presencia de Calamity. Me dediqué a indagar sobre el reparto de medicinas: algunas preguntas discretas aquí y allá, y pronto descubrí que existía una distribución farmacéutica clandestina: un grupo de residentes recogía las pastillas que repartía la enfermera jefe y luego las distribuía según su conveniencia o las subastaba al mejor postor.
Durante un tiempo no me fijé en nada más hasta que, casi accidentalmente, reconocí las gafas de Barnaby sobre la cara de otro. El viejo detective que llevaba dentro volvió a tomar el control. Seguí al fulano y cuando entró en los aseos de la planta baja para aliviar su próstata aproveché el momento. Lo arrinconé contra el urinario y le sugerí, con palabras cariñosas y un rodillazo en la entrepierna, que me indicara de dónde había sacado las gafas. Así fue como mis pasos se encaminaron hacia el capitán Stubing y sus esbirros.
Fueron ellos, sin embargo, los que me encontraron primero. El cebo, cómo no, fue Calamity, quien me citó en la sala de billar a medianoche. Alguien en sus cabales no hubiera acudido, pero ya he dicho que hay ciertas mujeres que nublan mis sentidos, especialmente mi sentido común.
De modo que acudí, bien perfumado, y con una viagra en el bolsillo. Entré sonriente en la sala, cuya penumbra interpreté como la iluminación perfecta para una escena de seducción, pero ella no estaba y la película iba a ser bien diferente. Apenas la puerta se hubo cerrado detrás de mí algo me golpeó en las piernas, haciéndome caer al suelo. En ese momento los tubos fluorescentes se encendieron, cegándome por unos segundos. Cuando recuperé la vista tuve un contrapicado perfecto del sindicalista y el gigantón, cada uno a un lado. La banda sonora era la del motor eléctrico de la silla del capitán Stubing.
— Es usted un hombre terriblemente molesto, Sr. Lobo. En menos de tres meses ha conseguido usted sacarme de mis casillas. Normalmente no suelo fijarme en los residentes que vienen sólo por el veraneo, pero usted se ha empeñado en acabar con nuestro pequeño ecosistema, y me veo obligado a tomar medidas. Ha de saber que este lugar es lo que es gracias a mí. La residencia Segundo amanecer es un remanso de paz porque nosotros mantenemos el orden. Los viejos nos confían su seguridad, y usted ha puesto todo eso en peligro.
— Es usted un tipo cruel. Por un momento pensé que me iba a pegar un tiro, pero ahora veo que lo que quiere es matarme de aburrimiento con su cháchara. Por favor, dispare ya, pero cállese.
Hubiera jurado que hasta la silla de ruedas enrojecía de ira, pero en contra de lo que cabía esperar, el capitán Stubing mantuvo el control.
— Aquí no disparamos a nadie. Hace demasiado ruido, y daría lugar a investigaciones indeseadas. Nosotros tenemos un sistema mucho más equilibrado, como bien sabía su amigo Barnaby: las faltas leves se castigan con la retirada de la dentadura; si el sujeto reincide, pierde las gafas; a partir de ahí, las penas varían desde el racionamiento de la medicación hasta una rotura de cadera o, en el peor de los casos, las caídas accidentales en la ducha o por la escalera. En su caso, creo que podemos prescindir de los pasos iniciales. ¿No le parece?
No necesitaba más. Aquel imbécil motorizado acababa de apuntarse la muerte del bueno de Barnaby y sus planes para mí no acababan de convencerme. Me volví hacia las piernas del gigantón y metí la mano por el camal del pantalón hasta alcanzar la bolsa de orina. Tiré de ella con todas mis fuerzas antes de que tuviera tiempo de reaccionar. El dolor que le provocó la sonda tirando de su vejiga hizo que se desplomara, inconsciente, como un árbol recién talado. El sindicalista amargado anduvo lento de reflejos, pero cuando se dio cuenta, levantó su muleta con la intención de descargarla sobre mí. Yo tenía en mi mano la bolsa, repleta de orina, que había arrancado de la pierna de su compinche. La dirigí hacia él y la estrujé con todas mis fuerzas. El líquido amarillo y resbaladizo salió en todas direcciones y se coló bajo su zapato justo cuando avanzaba hacia mí. El ruido que hizo su cabeza al golpear el suelo hubiera resultado de lo más cómico de no ser porque le significó la muerte.
Hubiera querido incorporarme como un felino, pero a lo más que alcanzó mi cuerpo fue a hacer la croqueta hacia un lado, ponerme a cuatro patas, y apoyarme en la mesa de billar para acabar de levantarme. El capitán Stubing hacía derrapar su sillita sobre el pis mientras intentaba lanzarse contra mí. Tomé uno de los tacos que había sobre la mesa y me dispuse a partírselo sobre la cabeza. De pronto la silla el capitán abrió mucho los ojos, y comenzó a farfullar de manera ininteligible. Ladeó la cabeza, sus brazos se retorcieron y las manos se crisparon en un gesto imposible. La silla siguió avanzando, pero trazó una curva pronunciada y sólo se detuvo al chocar contra una columna. Me acerqué. El capitán estaba terriblemente pálido, y cubierto de sudor. Era evidente que estaba sufriendo un ictus. Todo el mundo sabe que los primeros instantes tras un ictus son cruciales para evitar secuelas, de manera que escupí sobre él y me fui a dormir tranquilamente.
Calamity me esperaba junto a la puerta, a la mañana siguiente.
— Espero que no me juzgues muy severamente —y como yo guardara silencio, añadió:— también yo soy una víctima. Tengo una artritis de grado tres y necesito una cantidad terrible de calmantes. Él era el único que podía proporcionármelos y, además, me había pagado las prótesis de cadera. ¿Lo comprendes? Ahora todos en esta residencia me odian, pero no me importa. Lo que no podría soportar sería tu desprecio. Dímelo, anda. Dime que me comprendes, que cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo.
Me hubiera gustado soltar una frase como la de Rhett Buttler en Lo que el viento se llevó pero francamente, queridos, a mi edad ya poco importa marcharse con estilo. Le di la espalda en silencio y arrastré mi par de maletas al exterior de la residencia Segundo amanecer mientras el rimmel de Calamity se diluía y le daba el aspecto horrible que siempre debió tener.

Consigna: Temática libre.

El secreto de Altea

—Nunca creí que hubiese un dolor tan grande —confesó Altea—. Va y viene; pero cuando regresa es más grande aún, como si supiera que no puedo con él, como si me acechara.
     —Si tuvieras que ponerle un color a ese dolor, ¿cuál sería? —preguntó Carlos Ramírez, psiquiatra de la unidad 16.
—Negro, por supuesto. No entiendo para que me hace estas preguntas tan obvias, doctor. Si hay un color maldito es ese, ¿o no ve que el luto es negro?
Carlos trataba de hacer un buen trabajo, un trabajo fino, como se diría; pero, a veces, con este tipo de pacientes resultaba muy difícil. Una tarea muy ardua, por llamarla de algún modo. No debía olvidar que estaba ante una homicida sentenciada a perpetua y, que a la vez, era una suicida en potencia. Vaya si era un trabajo duro, de esos que te hacían cuestionar por qué habías elegido esa especialidad y no ginecología o cardiología, por ejemplo. Y la respuesta siempre aparecía sola, ante sus ojos, destacando en contraste y en mayúsculas, PORQUE AMABA LOS MISTERIOS DE LA MENTE.
—¿Con qué imagen compararías ese dolor?
—¡Qué pregunta de mierda, doc! —respondió Altea.
Carlos no contestó, dejaría que ella buscara la respuesta sola. Después de pensarlo durante más de un minuto, Altea respondió:
—Creo que con el mar. Sí, con la marea; una camina por la orilla despreocupada, entonces, de la nada, tu pie queda atrapado en una roca, sientes que cada minuto que pasa se hincha más y lo ves tornarse cada vez más negro. Es ahí en donde notas que la marea empieza a subir y descubres que si nadie viene pronto a ayudarte, al cabo de unas cuantas horas, estarás muerto. Bueno, así es mi dolor doc, sube de a poco como la marea y un día de estos va a ahogarme, a matarme al fin.
    Carlos quedó sorprendido con la respuesta, si bien sabía a ciencia cierta que Altea era una mujer culta, la comparación que ella había utilizado le pareció perfecta. Como si ella, al fin y al cabo, pudiera leer sus pensamientos y determinar que respuesta utilizar para dejarlo conforme. También sabía que ese tipo de psicopatía, en la mayoría de los casos, provenía de sujetos con una inteligencia por encima de la media. ¿Estaba, acaso, jugando con él? Sinceramente no lo creía, pero por dentro, su voz interior no dejaba de repetir: —Homicidio agravado por el vínculo, Ramírez. Nada más y nada menos, mató a su esposo y a sus dos hijos —concluyó el director general del penal—. No se deje engañar con esa cara de "yo no rompo un plato", porque sí los rompió, a todos, no lo dude…
—Tierra llamando a la Luna, ¿en qué galaxia anda, doctor?
—En ninguna en particular, solo pensaba en el caso, tu motivación, o lo que sea que te llevó a ese trágico desenlace.
    El rostro de Altea se transformó, su mirada tomó un cariz oscuro, para nada aconsejable en estos casos y sus manos se tensaron sobre su falda, mientras con las uñas lesionaba sus cutículas sin descanso. Carlos lamentó inmediatamente su comentario, lo había agarrado desprevenido. —¿Es qué acaso eres un novato? —se reprochó.
—Quizás sea suficiente por hoy, Altea. Hemos avanzado mucho esta tarde.
—Una mierda hemos avanzado —su voz sonaba más grave, había bajado varios tonos—. El día que yo decida contarle la verdad será el día en que no le vea esa cara de sabelotodo. Usted ya me sentenció, al igual que el tribunal; pero déjeme decirle una cosa, doctorcito. Usted no sabe nada, cree que sabe y lo comprendo. Tantos años yendo a esa universidad de mierda le hacen creer que sabe. Pero se equivoca, usted no conoce de la misa ni la mitad, y espero que el día en que por fin sepa MI verdad, su pobre cabezota no se quiebre como la escarcha en invierno —concluyó.
  El frío glacial que despedían sus ojos lo dejaron paralizado. Jamás en toda su trayectoria como médico un paciente lo había hecho sentir así y eso que siempre había trabajado con la marginalidad. Pero esto era distinto, el frío que se desprendía de esa mujer rayaba lo físico. Miró sus brazos y notó que tenía la piel de gallina a pesar de los primaverales 24° que mostraba el termómetro de pared. Titubeó y al fin dijo:
—Comprendo tu situación, entiendo todo, créeme. Estoy aquí para ayudarte, pero para lograr eso necesito que te abras, que confíes en mí, ¿qué mal podría hacer eso?
—Mucho, créame. Si yo hablo usted correría el riesgo, doc y no quiero llevar otra cruz sobre mi espalda..., demasiado pesada es la que ya llevo por mi esposo —dijo Altea comenzando a llorar.
Altea había asesinado a su marido de un disparo certero, solo uno; pero a sus hijos le había asestado más de cuarenta puñaladas a cada uno mientras dormían. Al llegar esa madrugada la policía, alertada por los vecinos que oyeron la detonación, se encontraron con un escenario dantesco salido de una típica cinta de horror clase B. Dos de los agentes terminaron dejando la cena en el árbol de la entrada. Se llegó a la conclusión que el padre de los niños, al percatarse de la situación, quiso impedirla y que eso le costó la vida. Ella jamás declaró, jamás se defendió. Su abogado, un joven con la tinta aún fresca en el diploma, trabajó arduamente para declararla insana, pero no resultó. Las pericias psicológicas indicaron que se encontraba lúcida, vigil, orientada en tiempo y espacio y con conciencia de la situación.
—Si yo hablo ¿cuánto tiempo cree que pasará hasta que usted comience a ver lo que yo veía? —dijo Altea casi hablando con ella misma.
—¿Y qué sería eso que vería, Altea? —preguntó ansioso Carlos.
—La culpa fue de la vieja de la esquina..., ella me hizo dar cuenta. Yo no había notado nada y como bien dice el refrán: Ojos que no ven, corazón que no siente —respondió ida—. Pero vi, y cuando ya no quise ver era tarde.
—¿Quién era esa mujer, una vecina, una amiga suya...?
—Ella era mi vecina, una buena mujer. Íbamos juntas al mercado y por la tarde llevábamos a mís niños al parque; Luna siempre elegía ir de su mano, la adoraba. Hasta que un día todo cambió, un día empezó a rehuirnos —relató Altea mecánicamente.
—¿Le preguntaste en algún momento que pasaba, o solo lo dejaste correr? —preguntó Carlos.
—Por supuesto que se lo pregunté, si bien hubiera podido ser mi madre yo la consideraba mi amiga, la quería mucho. Fui hasta su casa como todos los días, pero cuando abrió la puerta y vio que éramos nosotros me la cerró en la cara... Por la mirilla me dijo que se encontraba indispuesta y nada más, aunque yo vi el terror en su cara al vernos —señaló Altea.
Carlos estaba encantado, al fin Altea comenzaba a hablar pese al acto fallido que él había cometido, creía que ese había sido el puntapié inicial de algo grande y no pensaba desaprovecharlo. La dicotomía que había empleado al nombrar a su amiga llamándola "la vieja de la esquina", era de manual. Él creía que había encontrado un diamante en bruto al que sacarle brillo, pero también esperaba que el inconciente de Altea fuera un filón del que servirse para poner a prueba sus conocimientos médicos. Craso error.
—¿Terror? —preguntó intrigado Carlos.
—Sí, doc, terror —estiró sus brazos desperezándose exageradamente y dijo—. Estoy cansada, ¿podríamos seguir mañana?
—Claro que sí, Tea, hoy nos hemos extendido más de la cuenta —titubeó y al fin dijo—. Gracias por confiar en mí.  
—Tal vez pueda ayudarme —dijo dirigiéndose hacia la puerta—, aunque lo dudo mucho.  
Como era la última consulta del día, Carlos se encaminó hasta su casa. Mientras conducía le dio vueltas a todo lo hablado con Altea. Después de cinco años de confinamiento recién empezaba a demostrar algo de confianza en él. Una reclusa, que en un principio rayaba la mudez, hoy al fin daba señales importantes. Pensó en "la vieja", recordaba el expediente y jamás nadie la había mencionado. ¿Quién sería? ¿Existiría? Sintió la imperiosa necesidad de investigar. Al llegar a su casa jugó con Maira, su hijita de tres años, hasta que estuvo lista la cena. Aún seguía dándole vueltas al asunto cuando se fue a acostar y casi no durmió esa noche.
Carlos se levantó más temprano de lo habitual, lo primero que hizo fue dejar una nota a Paula, su esposa, para que no se preocupara y partió hacia el penal. Revisaría nuevamente el expediente, esta vez, buscaría a conciencia. Después de tres horas se dio por vencido. Nada. Almorzó ahí mismo, atendió a varias reclusas y esperó. No llegaba, pensó en ir hasta la administración a preguntar si le había ocurrido algo cuando la puerta sonó con el clásico "tres golpes rápidos" de Altea.
—Llegas tarde.
—Buenas tardes para usted también, doc. Estaba en dudas si venir o no —espetó.
—¿A qué se debe eso? Cuéntame.
—Estuve pensándolo mucho, lo medité toda la noche y creo que después de todo el esfuerzo que usted hizo conmigo se merece saberlo —dijo como disculpándose—, también sería como una comprobación para mí, o confirmaría mi locura o me daría la razón, ¿qué dice?
—Trato aceptado, Tea. Adelante.
Y así es como Altea comenzó a hablar. Aunque hoy Carlos daría lo que fuera por no haberla escuchado, se acomodó en su silla y fue todo oídos, en fin, un caso más de la curiosidad mató al gato.
Contó que cuando fue más tarde a preguntarle a Mónica qué le sucedía, así se llamaba "la vieja de la esquina", esta le suplicó que no fuera nunca más con sus hijos. Sorprendida Altea quiso saber el porqué de esto y Mónica, después de esquivarla varias veces, le dijo la historia más inverosímil jamás contada: Una legión de demonios estaba tomando la Tierra, esperando el advenimiento de Satán en el año 2030.
—A mí también me sonó estúpido, no hace falta que ponga esa cara —dijo airada—, es más creí que tenía problemas mentales y de los graves. Entonces cometí el error de preguntarle de dónde había sacado esa barbaridad y qué tenían que ver mis hijos.
—¿Qué le respondió?
—Me dio pruebas —contestó Altea abatida.
Altea se tomó unos segundos y continuó.
—Me dijo que algunos niños nacidos desde el año 2000 hasta ahora eran esas entidades demoníacas que, una vez dada la concepción, ya tomaban posesión del cuerpo en el seno materno... También me dijo que mis dos hijos eran demonios que debían ser eliminados. Como bien imagina me levanté de la silla para irme volando de ahí, pero ella me tomó del brazo impidiéndolo. Todavía le faltaban las pruebas.
—Entonces ¿Se quedó a escucharla? —preguntó Carlos. Sabía que la locura en determinado punto era contagiosa, digamos que si encierras a un psiquiatra con un tipo que se cree Napoleón, lo más probable es que al tiempo salgan los dos con la mano metida en el chaleco.
—En ese momento pensé que podría ayudarla... Me dijo un montón de cosas absurdas, como que entre el 2020 y el 2030 habría cuatro tránsitos energéticos muy poderosos preparando la verdadera Era de Acuario para la llegada de Satanás y que esos niños serían su ejército. Ellos son lo que el común de la gente llama niños índigo, a causa del desconocimiento. Algunos creen que tienen dones paranormales como telequinesis, clarividencia o piroquinesis.
—Sí, conozco algo del tema y carece por completo de rigor científico ya que nunca se produjo ninguna evidencia empírica —concluyó Carlos.
—Eso mismo creía yo, doc. Fue entonces cuando ella me explicó con precisión lo que debía ver y vi —dijo Altea y comenzó a llorar desconsoladamente.
—¿Qué viste, Tea?
—Todos tienen una marca dentro del ojo izquierdo en forma de pentagrama invertido, no se ve a simple vista ya que está bajo el párpado superior. Naturalmente mis hijos tenían esa marca los dos, nunca antes la había visto, pero ese día esperé a que se durmieran y ahí estaba. No crea que hallar esa marca fue la razón por la que los maté, de hecho pasaron algunos meses. Meses en los que empecé a observarlos cuando estaban solos en su cuarto o jugando en el patio. Dejaba mi móvil escondido grabando y ahí fue que confirmé la realidad. Si usted quiere ver la evidencia, el móvil está a salvo.
Lo había enterrado bajo un olmo añejo, en el parque al que concurrían a diario, en una bolsa hermética. Carlos fue por la noche y cavó. Notó que el tiempo no había hecho mella en él. Fue hasta su casa y lo puso a cargar. Después de acostar a Maira se encerró en su biblioteca y observó. Entonces vio lo que ningún psiquiatra quiere ver. Descargó los archivos a su ordenador para verlos mejor, no cabían dudas.
Fue en puntas de pie hasta la habitación de Maira. Encendió la pequeña lámpara de colores que estaba junto a la cama y suavemente levantó el párpado superior de su hija. Ahí estaba la marca, inconfundible.
—¿Qué pasa, papi? —preguntó la niña adormecida.
—Nada, mi amor, vuelve a dormir —respondió con un nudo en la garganta.
Colocó cámaras de seguridad por toda la casa y al llegar revisaba los archivos. La sucesión inevitable de acontecimientos lo arrojó al borde de ese precipicio mental en el que ya sentía al pedregullo deslizarse sigilosamente bajo sus pies, un solo movimiento en falso y perdería la razón para siempre. De eso no cabían dudas, era lo que seguía, lo que estaba predestinado, quizás, desde antes que él naciera. El inconciente de una persona perturbada podía tener dientes muy afilados y si uno no estaba acostumbrado podían morderlo. Su mente, implacable, estaba tirando abajo uno a uno todos sus mecanismos de defensa. Un gemido escapó de sus labios temblorosos y cerró los ojos. El doctor Ramírez acababa de quemar el último puente entre la cordura y la insanía…
Empezó a concurrir a la parroquia de la Misericordia. Notaba a Paula cada día más preocupada, hasta que un día le preguntó qué hacía un cerdo ateo como él en un lugar así. A lo que él respondió: Nada, querida. Solo investigo para una tesis doctoral. Pero la realidad era que él sabía que los católicos tenían algo que se llamaba “acto de contrición” y que pronto necesitaría con urgencia de ese sacramento. Ahora sería un soldado al servicio de Dios, haría lo que debía hacer y si Paula se interponía en su camino, peor para ella.
Al final cumplió con su deber, pero no pudo suicidarse. No quería ser un alma en pena por el purgatorio. Cuando lo encontró la policía hicieron falta tres oficiales para reducirlo e inmovilizarlo. Lo internaron en un neuropsiquiátrico aullando que veía monstruos y lanzando profecías por doquier. Aún está gritando… ¿Pueden oírlo?

Consigna: Tema libre.