—Nunca creí que hubiese
un dolor tan grande —confesó Altea—. Va y viene; pero cuando regresa es más
grande aún, como si supiera que no puedo con él, como si me acechara.
—Si tuvieras que ponerle un color a ese dolor, ¿cuál sería? —preguntó Carlos Ramírez, psiquiatra de la unidad 16.
—Si tuvieras que ponerle un color a ese dolor, ¿cuál sería? —preguntó Carlos Ramírez, psiquiatra de la unidad 16.
—Negro, por supuesto. No entiendo para que me hace estas preguntas tan
obvias, doctor. Si hay un color maldito es ese, ¿o no ve que el luto es negro?
Carlos trataba de hacer un buen trabajo, un trabajo fino, como se diría;
pero, a veces, con este tipo de pacientes resultaba muy difícil. Una tarea muy
ardua, por llamarla de algún modo. No debía olvidar que estaba ante una
homicida sentenciada a perpetua y, que a la vez, era una suicida en potencia.
Vaya si era un trabajo duro, de esos que te hacían cuestionar por qué habías
elegido esa especialidad y no ginecología o cardiología, por ejemplo. Y la
respuesta siempre aparecía sola, ante sus ojos, destacando en contraste y en
mayúsculas, PORQUE AMABA LOS MISTERIOS DE LA MENTE.
—¿Con qué imagen compararías ese dolor?
—¡Qué pregunta de mierda, doc! —respondió Altea.
Carlos no contestó, dejaría que ella buscara la respuesta sola. Después de
pensarlo durante más de un minuto, Altea respondió:
—Creo que con el mar. Sí, con la marea; una camina por la orilla
despreocupada, entonces, de la nada, tu pie queda atrapado en una roca, sientes
que cada minuto que pasa se hincha más y lo ves tornarse cada vez más negro. Es
ahí en donde notas que la marea empieza a subir y descubres que si nadie viene
pronto a ayudarte, al cabo de unas cuantas horas, estarás muerto. Bueno, así es
mi dolor doc, sube de a poco como la marea y un día de estos va a ahogarme, a
matarme al fin.
Carlos quedó sorprendido con la respuesta, si bien sabía a
ciencia cierta que Altea era una mujer culta, la comparación que ella había
utilizado le pareció perfecta. Como si ella, al fin y al cabo, pudiera leer sus
pensamientos y determinar que respuesta utilizar para dejarlo conforme. También
sabía que ese tipo de psicopatía, en la mayoría de los casos, provenía de
sujetos con una inteligencia por encima de la media. ¿Estaba, acaso, jugando
con él? Sinceramente no lo creía, pero por dentro, su voz interior no dejaba de
repetir: —Homicidio agravado por el
vínculo, Ramírez. Nada más y nada menos, mató a su esposo y a sus dos hijos
—concluyó el director general del penal—. No se deje engañar con esa cara de
"yo no rompo un plato", porque sí los rompió, a todos, no lo dude…
—Tierra llamando a la Luna ,
¿en qué galaxia anda, doctor?
—En ninguna en particular, solo pensaba en el caso, tu motivación, o lo que
sea que te llevó a ese trágico desenlace.
El rostro de Altea se transformó, su mirada tomó un cariz
oscuro, para nada aconsejable en estos casos y sus manos se tensaron sobre su
falda, mientras con las uñas lesionaba sus cutículas sin descanso. Carlos
lamentó inmediatamente su comentario, lo había agarrado desprevenido. —¿Es qué acaso eres un novato? —se
reprochó.
—Quizás sea suficiente por hoy, Altea. Hemos avanzado mucho esta tarde.
—Una mierda hemos avanzado —su voz sonaba más grave, había bajado varios
tonos—. El día que yo decida contarle la verdad será el día en que no le vea
esa cara de sabelotodo. Usted ya me sentenció, al igual que el tribunal; pero
déjeme decirle una cosa, doctorcito. Usted no sabe nada, cree que sabe y lo
comprendo. Tantos años yendo a esa universidad de mierda le hacen creer que
sabe. Pero se equivoca, usted no conoce de la misa ni la mitad, y espero que el
día en que por fin sepa MI verdad, su pobre cabezota no se quiebre como la
escarcha en invierno —concluyó.
El frío glacial que despedían sus ojos lo dejaron paralizado. Jamás
en toda su trayectoria como médico un paciente lo había hecho sentir así y eso
que siempre había trabajado con la marginalidad. Pero esto era distinto, el
frío que se desprendía de esa mujer rayaba lo físico. Miró sus brazos y notó
que tenía la piel de gallina a pesar de los primaverales 24° que mostraba el
termómetro de pared. Titubeó y al fin dijo:
—Comprendo tu situación, entiendo todo, créeme. Estoy aquí para ayudarte,
pero para lograr eso necesito que te abras, que confíes en mí, ¿qué mal podría
hacer eso?
—Mucho, créame. Si yo hablo usted correría el riesgo, doc y no quiero
llevar otra cruz sobre mi espalda..., demasiado pesada es la que ya llevo por
mi esposo —dijo Altea comenzando a llorar.
Altea había asesinado a su marido de un disparo certero, solo uno; pero a
sus hijos le había asestado más de cuarenta puñaladas a cada uno mientras
dormían. Al llegar esa madrugada la policía, alertada por los vecinos que
oyeron la detonación, se encontraron con un escenario dantesco salido de una
típica cinta de horror clase B. Dos de los agentes terminaron dejando la cena en
el árbol de la entrada. Se llegó a la conclusión que el padre de los niños, al
percatarse de la situación, quiso impedirla y que eso le costó la vida. Ella
jamás declaró, jamás se defendió. Su abogado, un joven con la tinta aún fresca
en el diploma, trabajó arduamente para declararla insana, pero no resultó. Las
pericias psicológicas indicaron que se encontraba lúcida, vigil, orientada en
tiempo y espacio y con conciencia de la situación.
—Si yo hablo ¿cuánto tiempo cree que pasará hasta que usted comience a ver
lo que yo veía? —dijo Altea casi hablando con ella misma.
—¿Y qué sería eso que vería, Altea? —preguntó ansioso Carlos.
—La culpa fue de la vieja de la esquina..., ella me hizo dar cuenta. Yo no
había notado nada y como bien dice el refrán: Ojos que no ven, corazón que no
siente —respondió ida—. Pero vi, y cuando ya no quise ver era tarde.
—¿Quién era esa mujer, una vecina, una amiga suya...?
—Ella era mi vecina, una buena mujer. Íbamos juntas al mercado y por la
tarde llevábamos a mís niños al parque; Luna siempre elegía ir de su mano, la
adoraba. Hasta que un día todo cambió, un día empezó a rehuirnos —relató Altea
mecánicamente.
—¿Le preguntaste en algún momento que pasaba, o solo lo dejaste correr?
—preguntó Carlos.
—Por supuesto que se lo pregunté, si bien hubiera podido ser mi madre yo la
consideraba mi amiga, la quería mucho. Fui hasta su casa como todos los días,
pero cuando abrió la puerta y vio que éramos nosotros me la cerró en la cara...
Por la mirilla me dijo que se encontraba indispuesta y nada más, aunque yo vi
el terror en su cara al vernos —señaló Altea.
Carlos estaba encantado, al fin Altea comenzaba a hablar pese al acto
fallido que él había cometido, creía que ese había sido el puntapié inicial de
algo grande y no pensaba desaprovecharlo. La dicotomía que había empleado al
nombrar a su amiga llamándola "la vieja de la esquina", era de
manual. Él creía que había encontrado un diamante en bruto al que sacarle
brillo, pero también esperaba que el inconciente de Altea fuera un filón del que
servirse para poner a prueba sus conocimientos médicos. Craso error.
—¿Terror? —preguntó intrigado Carlos.
—Sí, doc, terror —estiró sus brazos desperezándose exageradamente y dijo—.
Estoy cansada, ¿podríamos seguir mañana?
—Claro que sí, Tea, hoy nos hemos extendido más de la cuenta —titubeó y al
fin dijo—. Gracias por confiar en mí.
—Tal vez pueda ayudarme —dijo dirigiéndose hacia la puerta—, aunque lo dudo
mucho.
Como era la última consulta del día, Carlos se encaminó hasta su casa.
Mientras conducía le dio vueltas a todo lo hablado con Altea. Después de cinco
años de confinamiento recién empezaba a demostrar algo de confianza en él. Una
reclusa, que en un principio rayaba la mudez, hoy al fin daba señales
importantes. Pensó en "la vieja", recordaba el expediente y jamás
nadie la había mencionado. ¿Quién sería? ¿Existiría? Sintió la imperiosa
necesidad de investigar. Al llegar a su casa jugó con Maira, su hijita de tres
años, hasta que estuvo lista la cena. Aún seguía dándole vueltas al asunto
cuando se fue a acostar y casi no durmió esa noche.
Carlos se levantó más temprano de lo habitual, lo primero que hizo fue
dejar una nota a Paula, su esposa, para que no se preocupara y partió hacia el
penal. Revisaría nuevamente el expediente, esta vez, buscaría a conciencia.
Después de tres horas se dio por vencido. Nada. Almorzó ahí mismo, atendió a
varias reclusas y esperó. No llegaba, pensó en ir hasta la administración a
preguntar si le había ocurrido algo cuando la puerta sonó con el clásico
"tres golpes rápidos" de Altea.
—Llegas tarde.
—Buenas tardes para usted también, doc. Estaba en dudas si venir o no
—espetó.
—¿A qué se debe eso? Cuéntame.
—Estuve pensándolo mucho, lo medité toda la noche y creo que después de
todo el esfuerzo que usted hizo conmigo se merece saberlo —dijo como
disculpándose—, también sería como una comprobación para mí, o confirmaría mi
locura o me daría la razón, ¿qué dice?
—Trato aceptado, Tea. Adelante.
Y así es como Altea comenzó a hablar. Aunque hoy Carlos daría lo que fuera
por no haberla escuchado, se acomodó en su silla y fue todo oídos, en fin, un
caso más de la curiosidad mató al gato.
Contó que cuando fue más tarde a preguntarle a Mónica qué le sucedía, así
se llamaba "la vieja de la esquina", esta le suplicó que no fuera nunca
más con sus hijos. Sorprendida Altea quiso saber el porqué de esto y Mónica,
después de esquivarla varias veces, le dijo la historia más inverosímil jamás
contada: Una legión de demonios estaba tomando la Tierra , esperando el
advenimiento de Satán en el año 2030.
—A mí también me sonó estúpido, no hace falta que ponga esa cara —dijo
airada—, es más creí que tenía problemas mentales y de los graves. Entonces
cometí el error de preguntarle de dónde había sacado esa barbaridad y qué
tenían que ver mis hijos.
—¿Qué le respondió?
—Me dio pruebas —contestó Altea abatida.
Altea se tomó unos segundos y continuó.
—Me dijo que algunos niños nacidos desde el año 2000 hasta ahora eran esas
entidades demoníacas que, una vez dada la concepción, ya tomaban posesión del cuerpo
en el seno materno... También me dijo que mis dos hijos eran demonios que
debían ser eliminados. Como bien imagina me levanté de la silla para irme
volando de ahí, pero ella me tomó del brazo impidiéndolo. Todavía le faltaban
las pruebas.
—Entonces ¿Se quedó a escucharla? —preguntó Carlos. Sabía que la locura en
determinado punto era contagiosa, digamos que si encierras a un psiquiatra con
un tipo que se cree Napoleón, lo más probable es que al tiempo salgan los dos
con la mano metida en el chaleco.
—En ese momento pensé que podría ayudarla... Me dijo un montón de cosas
absurdas, como que entre el 2020 y el 2030 habría cuatro tránsitos energéticos
muy poderosos preparando la verdadera Era de Acuario para la llegada de Satanás
y que esos niños serían su ejército. Ellos son lo que el común de la gente
llama niños índigo, a causa del desconocimiento. Algunos creen que tienen dones
paranormales como telequinesis, clarividencia o piroquinesis.
—Sí, conozco algo del tema y carece por completo de rigor científico ya que
nunca se produjo ninguna evidencia empírica —concluyó Carlos.
—Eso mismo creía yo, doc. Fue entonces cuando ella me explicó con precisión
lo que debía ver y vi —dijo Altea y comenzó a llorar desconsoladamente.
—¿Qué viste, Tea?
—Todos tienen una marca dentro del ojo izquierdo en forma de pentagrama
invertido, no se ve a simple vista ya que está bajo el párpado superior.
Naturalmente mis hijos tenían esa marca los dos, nunca antes la había visto,
pero ese día esperé a que se durmieran y ahí estaba. No crea que hallar esa
marca fue la razón por la que los maté, de hecho pasaron algunos meses. Meses
en los que empecé a observarlos cuando estaban solos en su cuarto o jugando en
el patio. Dejaba mi móvil escondido grabando y ahí fue que confirmé la realidad.
Si usted quiere ver la evidencia, el móvil está a salvo.
Lo había enterrado bajo un olmo añejo, en el parque al que concurrían a
diario, en una bolsa hermética. Carlos fue por la noche y cavó. Notó que el
tiempo no había hecho mella en él. Fue hasta su casa y lo puso a cargar.
Después de acostar a Maira se encerró en su biblioteca y observó. Entonces vio
lo que ningún psiquiatra quiere ver. Descargó los archivos a su ordenador para
verlos mejor, no cabían dudas.
Fue en puntas de pie hasta la habitación de Maira. Encendió la pequeña
lámpara de colores que estaba junto a la cama y suavemente levantó el párpado
superior de su hija. Ahí estaba la marca, inconfundible.
—¿Qué pasa, papi? —preguntó la niña adormecida.
—Nada, mi amor, vuelve a dormir —respondió con un nudo en la garganta.
Colocó cámaras de seguridad por toda la casa y al llegar revisaba los
archivos. La sucesión inevitable de acontecimientos lo arrojó al borde de ese
precipicio mental en el que ya sentía al pedregullo deslizarse sigilosamente
bajo sus pies, un solo movimiento en falso y perdería la razón para siempre. De
eso no cabían dudas, era lo que seguía, lo que estaba predestinado, quizás,
desde antes que él naciera. El inconciente de una persona perturbada podía
tener dientes muy afilados y si uno no estaba acostumbrado podían morderlo. Su
mente, implacable, estaba tirando abajo uno a uno todos sus mecanismos de
defensa. Un gemido escapó de sus labios temblorosos y cerró los ojos. El doctor
Ramírez acababa de quemar el último puente entre la cordura y la insanía…
Empezó a concurrir a la parroquia de la Misericordia.
Notaba a Paula cada día más preocupada, hasta que un día le
preguntó qué hacía un cerdo ateo como él en un lugar así. A lo que él respondió: Nada,
querida. Solo investigo para una tesis doctoral. Pero la realidad era que
él sabía que los católicos tenían algo que se llamaba “acto de contrición” y
que pronto necesitaría con urgencia de ese sacramento. Ahora sería un soldado
al servicio de Dios, haría lo que debía hacer y si Paula se interponía en su
camino, peor para ella.
Al final cumplió con su deber,
pero no pudo suicidarse. No quería ser un alma en pena por el purgatorio.
Cuando lo encontró la policía hicieron falta tres oficiales para reducirlo e inmovilizarlo.
Lo internaron en un neuropsiquiátrico aullando que veía monstruos y lanzando
profecías por doquier. Aún está gritando… ¿Pueden oírlo?
Consigna: Tema
libre.
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