Calamidad
es una hembra celosa y tóxica, que tanto más te daña cuanto más pretende
abrazarte. Ha estado enamorada de mí desde que tengo memoria, y me ha salido al
paso a cada instante, especialmente cuando he estado cerca de mujeres hermosas,
de esas que nublan los sentidos.
Hubiera
debido imaginarlo nada más verla a ella, con su cabello cardado, exhalando
vapores de laca; sus cejas pintadas y su colorete descarado, que evocaban un
tiempo mucho menos interesante que el presente; su reluciente dentadura, que
parecía extraída del anuncio de corega; y un tipazo, propio de la juventud de sus
insultantes 67 años, que no requería de ningún refajo. Ella, sin embargo, lo
llevaba bien ceñido por pura coquetería.
El
sentido común se quedó afónico gritándome, como en la canción de Sinatra, que
saliera de allí, que buscara otro geriátrico, pero mi voluntad había caído
cautiva ya del aroma de Joya, de Myurgia, más que si me hubieran inyectado un
doble de escopolamina on the rocks. Mi destino estival había quedado ligado definitivamente
a la residencia Segundo amanecer.
Firmé
los papeles en recepción, una estancia para el trimestre del verano, sin
apartar los ojos de sus caderas, que oscilaban de un lado a otro, fruto de las
mejores prótesis del mercado. Y justo cuando se había vuelto hacia mí para
abanicar sus largas pestañas postizas, un par de tipos me empujaron por detrás,
fingiendo un choque involuntario.
Se
trataba de un individuo raquítico, calvo y con cara de sindicalista amargado,
que caminaba apoyado en una muleta, y de un gigantón encorvado de mandíbula
prominente, que recordaba a un villano de James Bond. Era fácil suponer que el
abultamiento junto a su pantorrilla derecha correspondía a la bolsa de orina de
una sonda. Sudaba copiosamente aunque aquel día no estaba siendo especialmente
pesado. Se dirigían hacia un fulano que vestía como el capitán Stubing de Vacaciones en el mar, y montaba una
silla motorizada de última generación.
Tantos
años como detective privado me habían enseñado a evitar enfrentamientos
innecesarios tan bien como a distinguir bolsas de orina, de manera que memoricé
sus caras y me volví hacia la recepcionista.
—
Oh, sí. Son huéspedes desde hace mucho tiempo. Estoy segura de que se van a
llevar estupendamente. Mire, su habitación es la 309.
Arrastré,
pues, el par de maletas que llevaba conmigo hasta el ascensor, mientras
inspeccionaba, a través de la cristalera, el jardín y la piscina interiores, y
comenzaba a maldecir mi suerte al comprobar que en la cafetería no servían
alcohol.
La
habitación 309 albergaba también a un pequeño y vivaracho pelirrojo que salió a
recibirme como si hubiera estado toda su vida esperándome.
—
Hola, amigo, bienvenido a tu nuevo hogar. Soy Barnaby. Compartiremos la
habitación. Pero no te preocupes: soy un buen compañero. Al menos es lo que han
dicho todos los anteriores. Ah, ¿te sorprendes? Claro que no eres el primero.
Hace un par de semanas que tu cama quedó libre, pero el viejo Peter se lo
pasaba muy bien conmigo. Se reía de mis chistes y eso. En fin, los que no nos
podemos permitir una de esas habitaciones individuales con vistas a la piscina
tenemos que llevarlo lo mejor que podemos. ¿No te parece? Por cierto ¿Tienes
pastis?
—
¿Perdón?
—
Sí, hombre. ¿Llevas pastillas en esas maletas? ¿Tienes Zaverex 500?
Puse
la maleta pequeña sobre la cama y la abrí. Por supuesto que tenía Zaverex 500, y Sindón, y Promerán y, en
general, cualquier otra porquería que puedan recetarle a uno a partir de los
70. Al ver mi pequeño gran alijo Barnaby dio un respingo. Se acercó deprisa y
cerró la maleta mirando receloso hacia la puerta.
—
Cierra la maleta, por amor de Dios. ¿Acaso quieres buscarte un problema? Hazme
caso: esconde bien todo eso y no le digas a nadie lo que has traído. ¿De
acuerdo? Yo te guardaré el secreto a cambio de un poco de Zaverex, ya sabes, para lo del dolor de rodillas, pero no debes
contárselo a nadie más. Hazme caso. Ahora debo irme, pero tú esconde bien todo
eso. Hazme caso. Hazme caso.
Abrió
la puerta con cautela y miró a ambos lados del pasillo antes de dejar la
habitación. En aquel momento no comprendí absolutamente nada, pero intuí que
debía hacerle caso, aunque solo fuera para que no lo repitiera otra vez, de
manera que trasladé mis medicamentos tras una rejilla de ventilación y me
dispuse a explorar la residencia con mi mejor camisa hawaiana.
Se
estableció entre nosotros una amistad casi inmediata. A pesar de su edad, un
año mayor que yo, él conservaba el entusiasmo de un joven y yo, a pesar de
encontrarme ya de vuelta de todo, aún era capaz de apreciarlo.
Unos
días más tarde me encontraba sentado al sol, frente a la piscina, con mi
segunda camisa hawaiana favorita, mi sombrero y un gran vaso con burbujas con
algo más, observando la sesión de aqua-gym.
—
Veo que es usted amante de los deportes de riesgo —dijo ella sentándose junto a
mí.
—
No lo crea. En realidad sólo soy un apasionado de los gorros de baño. Pero ya
que ha tomado asiento… ¿Puedo invitarla a algo más? —Le mostré mi pequeña y
fiel petaca—. Pero antes, permítame que me presente: Harvey Lobo, detective
retirado.
—
¡Oh, Sr. Lobo, qué interesante! Yo soy Calamity Sprout.
—
Ahora que conozco su nombre, el interés es mío —justo en ese momento, en el
reflejo de uno de los ventanales observé los gestos que el carcamal
sindicalista le hacía a mis espaldas, sólo para comprobar cómo, a continuación,
ella se levantaba, sin disminuir un ápice su coquetería.
—
No quiero hacerle perder más tiempo, —y sin embargo esa era, precisamente, la
que me pareció su intención—. Nos iremos viendo por aquí.
Aquella
fue la primera de muchas ocasiones en las que Calamity jugó conmigo. Generalmente
tuve claro que únicamente quería tenerme controlado durante unos minutos, lo
que sucedía hasta que el capitán Stubing o sus secuaces le hacía una señal. Aquel
primer día, sin embargo, yo aún no podía sospechar nada, pero justo cuando
regresaba a la habitación 309 tuve la sensación de que el esmirriado y el
gigantón doblaban la esquina opuesta del pasillo. Me costó mucho tiempo atar
los cabos de la historia. Demasiado. En aquel momento, por ejemplo, ni tan
siquiera encontré extraño que el pobre Barnaby hubiera perdido su dentadura. Ni
tampoco cuando, algunos días más tarde, perdió sus gafas.
—
En ninguna de las otras residencias donde he trabajado se han extraviado nunca
tantas dentaduras y gafas como en ésta —dijo la enfermera jefe cuando pedimos
un menú líquido—. ¿Qué les pasa a ustedes?
Cuando,
poco después, Barnaby enfermó me mantuve a su lado. Durante todo este tiempo,
en medio de sus delirios, él insistía en que se había mantenido fiel a nuestra
amistad, y me rogaba que le diera algo para el dolor, de manera que casi agoté
mi provisión de calmantes. Una noche sufrió un colapso y se lo llevaron al
hospital, donde falleció poco después. Al parecer no estaba tomando tanto
Sintrón como debía. Curiosamente nadie de la residencia acudió a su entierro.
Ayudé
a vaciar sus enseres de la habitación. Tres cajas enteras en las que no había
ni un solo medicamento. Esa fue la primera señal de que algo no encajaba. Los
días siguientes mis ojos ni tan siquiera buscaron el consuelo de la sensual
presencia de Calamity. Me dediqué a indagar sobre el reparto de medicinas: algunas
preguntas discretas aquí y allá, y pronto descubrí que existía una distribución
farmacéutica clandestina: un grupo de residentes recogía las pastillas que
repartía la enfermera jefe y luego las distribuía según su conveniencia o las subastaba
al mejor postor.
Durante
un tiempo no me fijé en nada más hasta que, casi accidentalmente, reconocí las
gafas de Barnaby sobre la cara de otro. El viejo detective que llevaba dentro
volvió a tomar el control. Seguí al fulano y cuando entró en los aseos de la
planta baja para aliviar su próstata aproveché el momento. Lo arrinconé contra
el urinario y le sugerí, con palabras cariñosas y un rodillazo en la
entrepierna, que me indicara de dónde había sacado las gafas. Así fue como mis
pasos se encaminaron hacia el capitán Stubing y sus esbirros.
Fueron
ellos, sin embargo, los que me encontraron primero. El cebo, cómo no, fue
Calamity, quien me citó en la sala de billar a medianoche. Alguien en sus
cabales no hubiera acudido, pero ya he dicho que hay ciertas mujeres que nublan
mis sentidos, especialmente mi sentido común.
De
modo que acudí, bien perfumado, y con una viagra en el bolsillo. Entré
sonriente en la sala, cuya penumbra interpreté como la iluminación perfecta
para una escena de seducción, pero ella no estaba y la película iba a ser bien
diferente. Apenas la puerta se hubo cerrado detrás de mí algo me golpeó en las
piernas, haciéndome caer al suelo. En ese momento los tubos fluorescentes se
encendieron, cegándome por unos segundos. Cuando recuperé la vista tuve un
contrapicado perfecto del sindicalista y el gigantón, cada uno a un lado. La banda
sonora era la del motor eléctrico de la silla del capitán Stubing.
—
Es usted un hombre terriblemente molesto, Sr. Lobo. En menos de tres meses ha
conseguido usted sacarme de mis casillas. Normalmente no suelo fijarme en los
residentes que vienen sólo por el veraneo, pero usted se ha empeñado en acabar
con nuestro pequeño ecosistema, y me veo obligado a tomar medidas. Ha de saber
que este lugar es lo que es gracias a mí. La residencia Segundo amanecer es un remanso de paz porque nosotros mantenemos el
orden. Los viejos nos confían su seguridad, y usted ha puesto todo eso en
peligro.
—
Es usted un tipo cruel. Por un momento pensé que me iba a pegar un tiro, pero
ahora veo que lo que quiere es matarme de aburrimiento con su cháchara. Por
favor, dispare ya, pero cállese.
Hubiera
jurado que hasta la silla de ruedas enrojecía de ira, pero en contra de lo que
cabía esperar, el capitán Stubing mantuvo el control.
—
Aquí no disparamos a nadie. Hace demasiado ruido, y daría lugar a
investigaciones indeseadas. Nosotros tenemos un sistema mucho más equilibrado,
como bien sabía su amigo Barnaby: las faltas leves se castigan con la retirada
de la dentadura; si el sujeto reincide, pierde las gafas; a partir de ahí, las
penas varían desde el racionamiento de la medicación hasta una rotura de cadera
o, en el peor de los casos, las caídas accidentales en la ducha o por la
escalera. En su caso, creo que podemos prescindir de los pasos iniciales. ¿No
le parece?
No
necesitaba más. Aquel imbécil motorizado acababa de apuntarse la muerte del
bueno de Barnaby y sus planes para mí no acababan de convencerme. Me volví
hacia las piernas del gigantón y metí la mano por el camal del pantalón hasta
alcanzar la bolsa de orina. Tiré de ella con todas mis fuerzas antes de que
tuviera tiempo de reaccionar. El dolor que le provocó la sonda tirando de su
vejiga hizo que se desplomara, inconsciente, como un árbol recién talado. El
sindicalista amargado anduvo lento de reflejos, pero cuando se dio cuenta,
levantó su muleta con la intención de descargarla sobre mí. Yo tenía en mi mano
la bolsa, repleta de orina, que había arrancado de la pierna de su compinche.
La dirigí hacia él y la estrujé con todas mis fuerzas. El líquido amarillo y resbaladizo
salió en todas direcciones y se coló bajo su zapato justo cuando avanzaba hacia
mí. El ruido que hizo su cabeza al golpear el suelo hubiera resultado de lo más
cómico de no ser porque le significó la muerte.
Hubiera
querido incorporarme como un felino, pero a lo más que alcanzó mi cuerpo fue a
hacer la croqueta hacia un lado, ponerme a cuatro patas, y apoyarme en la mesa
de billar para acabar de levantarme. El capitán Stubing hacía derrapar su
sillita sobre el pis mientras intentaba lanzarse contra mí. Tomé uno de los
tacos que había sobre la mesa y me dispuse a partírselo sobre la cabeza. De
pronto la silla el capitán abrió mucho los ojos, y comenzó a farfullar de
manera ininteligible. Ladeó la cabeza, sus brazos se retorcieron y las manos se
crisparon en un gesto imposible. La silla siguió avanzando, pero trazó una
curva pronunciada y sólo se detuvo al chocar contra una columna. Me acerqué. El
capitán estaba terriblemente pálido, y cubierto de sudor. Era evidente que
estaba sufriendo un ictus. Todo el mundo sabe que los primeros instantes tras
un ictus son cruciales para evitar secuelas, de manera que escupí sobre él y me
fui a dormir tranquilamente.
Calamity
me esperaba junto a la puerta, a la mañana siguiente.
—
Espero que no me juzgues muy severamente —y como yo guardara silencio, añadió:—
también yo soy una víctima. Tengo una artritis de grado tres y necesito una
cantidad terrible de calmantes. Él era el único que podía proporcionármelos y,
además, me había pagado las prótesis de cadera. ¿Lo comprendes? Ahora todos en
esta residencia me odian, pero no me importa. Lo que no podría soportar sería
tu desprecio. Dímelo, anda. Dime que me comprendes, que cualquiera en mi lugar
habría hecho lo mismo.
Me hubiera gustado soltar una frase como la de Rhett
Buttler en Lo que el viento se llevó pero
francamente, queridos, a mi edad ya poco importa marcharse con estilo. Le di la
espalda en silencio y arrastré mi par de maletas al exterior de la residencia Segundo amanecer mientras el rimmel de
Calamity se diluía y le daba el aspecto horrible que siempre debió tener.
Consigna: Temática
libre.
Me gusta, muy entretenida
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