Te levantas una mañana,
igual que otras muchas en las que te sientes mal. Tu cuerpo no puede más. Sabes
que esta maldita mierda que te está consumiendo. Esta enfermedad infernal, no
te deja vivir, disfrutar, hacer nada.
No te encuentras bien.
Miras a tu alrededor y ves que estás solo, completamente solo. Sufres, y en soledad.
Tampoco quieres molestar, pero necesitarías tanto realmente salir a la ventana
y pedir ayuda gritando lo más fuerte que puedas. Pero no lo haces, no es tu
modo de ser. Siempre has salido de todo sin ayuda, no hay necesidad de
molestar. El problema es que, de esta posiblemente no salgas.
Ya estás acostumbrado a
esto, ha sido toda la vida así. Y ahora, más. Nadie quiere compartir sus momentos
con alguien enfermo.
Pero hoy sientes que
hay algo diferente, que tu soledad es mayor. Te sientes raro, aunque sabes que
ya de por sí, lo eres. Algo ha cambiado. Miras a tu alrededor, pero todo sigue
en su sitio. Cada mueble, cada cuadro, el mismo orden, el mismo silencio de una
mañana normal cuando vives en una zona tranquila. Y soledad.
Los dolores también
siguen siendo los mismos. En el mismo sitio, la misma intensidad. En todas
partes. Ya ni te preocupa si algo no se mueve un día en ti. Solamente estas
esperando a que, un día, todo deje de moverse. Y deje de doler.
Has puesto a calentar
agua, como siempre, para desayunar lo de siempre. La monotonía es también algo
común. Nada, absolutamente nada, cambia en ti, ni en tu día a día. Levantarte,
confirmar que sigues vivo, desayunar, descansar, comer, descansar, cenar,
dormir. Solamente unos pequeños paseos para hacer compras, rompen la monótona
normalidad. No quieres más, te gustaría, pero no lo quieres. Tampoco podrías.
No quieres hablar con nadie, no quieres contacto con nadie. La presencia de personas
te molesta. O quizás sea la tuya la que le molesta a ellos.
Mientras el agua se
calienta, te das una ducha rápida. No sabes bien para qué, te vas a volver lo
mismo de siempre.
Al salir de la ducha,
del baño, vuelves a sentir que es una soledad diferente a otros días. No
molesta, pero perturba. Vuelves a mirar a tu alrededor, y todo sigue igual.
Nada ha podido pasar, nadie puede entrar. Nadie se va a preocupar en hacerlo
hasta que tu alma deje este mundo y tu cuerpo emane el suficiente hedor, como
para llamar la atención de alguien.
La tetera avisa de que
el agua ya está hirviendo. Cuando vas a retirarla del fuego, escuchas un
murmullo. De casa es imposible, nunca hay nadie. No hay televisión puesta. Y se
nota lo suficientemente cercana y profunda que casi puedes sentir hasta un
aliento.
Continúas con tu
monotonía diaria. Por la tarde habitualmente lees. Es lo único que te hace
mantener la cordura. No ves televisión, no lees noticias. Al fin y al cabo, lo
que ocurra en el mundo exterior, no importa. No importa, ni lo que ocurre cerca
de ti. La lectura es tu refugio. Vuelas, sueñas, imaginas.
Te levantas y vas al
baño –eres solitario, pero tienes las mismas necesidades que el resto de los
seres humanos-. Te lavas las manos, te miras en el espejo. Tu mirada se
encuentra vacía, triste, pobre. No hay profundidad, no hay brillo. En algún
momento de la vida, lo has perdido todo, hasta la vida de tu mirada.
Aprovechas que no
tienes nada más que hacer, y decides que quizás sea buen momento para, aunque
nadie te vea, mimarte un poco físicamente.
El murmullo se vuelve a
oír. Te giras, escuchas, pero nada hay nuevo. Como esta mañana, todo sigue en
su lugar. Quizás estés perdiendo la cabeza, quizás esa tremenda soledad te esté
pasando factura.
Te denudas y observas
tu cuerpo. Es un desastre, te ves horrible. Los terribles dolores han hecho que
no te cuides nada. Quizás puedas hacer algo, e intentar salir a ver un poco más
la luz del sol, por lo menos, con mejor porte.
No tienes un cuerpo
fuera de lo normal, no entras dentro de los estándares de belleza, pero no te
sobra, ni te falta nada. Excepto esa mierda de dolores que recorren punto a
punto de tu cuerpo. Si fueses capaz de, por lo menos un momento, dejar de sentirlo.
Tienes el pelo largo,
sin cuidar. ¿Para qué? Decides que quizás es el momento. Coges unas tijeras,
las de cocina mismo, no tienes más. Y vas cortando mechón a mechón. El solo
hecho de coger el mecho para estirarlo y cortar mejor, te duele. Ese dolor en
el cuero cabelludo, como si te estuviesen clavando mil agujas. Te arrancarías
el pelo en ese mismo instante si supieses que va a desaparecer.
-
Hazlo
Ahora la voz fue más
clara. Se escuchó perfectamente.
-
¿Qué haga, qué?
-
Acaba con el dolor.
Si realmente fuese posible
acabar con ello tan fácilmente, si hubiese un modo. Seguramente mejorarías
mucho en calidad de vida
Sigues cortando el
pelo, mientras no dejas de pensar en lo que esa voz ha dicho. Pero no sabes ni
de donde salía. Sería tu mente de nuevo jugándote una mala pasa. Le das mil
vueltas, mientras los mechones de tu pelo caen al suelo. No sabes el motivo,
pero vas cortando poco a poco. Total, da igual lo que tardes, tienes tiempo.
Has terminado de cortar
el pelo, cuando ya apenas queda un centímetro del mismo, con la tijera poco más
puedes hacer. Y te duelen las manos. Tienes los dedos arqueados, esqueléticos.
No tienen fuerza para mucho más. Pero quieres seguir cortando cabello.
Buscas, y encuentras
una cuchilla. Quizás no sea mala idea rasurar el poco cabello que te queda. Al
fin y al cabo, el pelo crece. Y si no crece, ¿qué más da?
Comienzas a pasarte la
cuchilla por la cabeza, y después de un rato y de ver como sigue cayendo esos
hilos castaños al suelo, notas que te cae una gota de sudor por la nuca.
No es posible, no hace
tanto calor.
Coges una toalla y te limpias
el sudor, para poder seguir rasurando. Te secas. Coges de nuevo la cuchilla.
Echas tu mano hacia la zona de la nuca para comprobar por donde tienes que
seguir.
Algo raro sucede, algo
va mal. Coges con dificultad algo que tienes en la nuca. ¿Es tu piel? ¿Es
posible que te hayas hecho un corte sin tan siquiera notarlo? Sin sentir dolor.
Observas tu mano y la
toalla con la que te has secado. Tanto ellas como la cuchilla tienen sangre.
Vuelves a recordar esa
voz. Ese murmullo en tu cabeza, o de donde quisiese salir, que te decía que
acabases con el dolor. Y el caso, es que no te ha dolido el corte, y el trozo
que noto suelto es de un tamaño suficiente para causar dolor a la persona más
dura.
Pero a ti, no te dolió.
Y sientes alivio porque un pequeño sector de tu cuerpo, ya no duele.
Vuelves a echar tus
manos hacia la nuca. En una de ellas llevas esta vez la tijera. Y cortas ese
trozo, pensando en evitar desgracias mayores. Y te sigue sin doler.
Notas como una hilera,
seguramente de sangre, cae desde tu nuca. Recorre tu espalda, tus glúteos, tus
piernas
-
Sigue
Volvió a decir esa voz.
-
Acaba con el dolor
No sabes muy bien cómo,
pero entiendes el por qué te lo dice. Entiendes a qué se refiere y sabes cómo hacerlo.
Con una de tus débiles
manos, intentas en ese espacio a carne viva de tu nuca, hacer un hueco.
Intentas despegar tu piel del resto de tu ser. Sorprendentemente, sigues sin
sentir dolor.
Te ayudas con las tijeras.
Te abres camino con ellas, haciendo un corte limpio alrededor de tu cuello.
Cuando tienes todo el
cuello ya rodeado, mientras te miras en el espejo, agarras desde debajo de tu
barbilla. Quizás si lo haces de golpe, quizás si es rápido, no sentirás dolor.
Cierras los ojos y tiras hacia abajo deprisa. No hay dolor, y el que sentías en
cada poro de tu piel desaparece a medida que tu piel se separa de tus músculos.
Abres los ojos. La
sangre corre por tu cuerpo como un manantial, pero sientes alivio. Frenas el
ritmo en el que literalmente, te despellejas. Hacia tanto tiempo que no notabas
tanto alivio.
Además de ese alivio,
lo que ves te gusta. La belleza del cuerpo humano sin piel. Tus pechos, tu
abdomen, tus piernas. Es un trabajo delicado y lento, pero te gusta observar
como cada mínimo dolor en tu cuerpo desaparece.
Podría ser una imagen
horrenda. Tu piel se encuentra descolgada del resto de ti. Tus músculos se ven
a trozos desgarrados, y alguna parte de tus huesos ha quedado totalmente a la
vista.
Pero a ti, te gusta. Te
causa paz. No hay dolor. Y sonríes por primera vez hace muchísimo tiempo. Te
sorprende hasta el hecho de seguir aún vivo. De hecho, tus ojos ahora tienen
vida, tienen brillo. Pero no es suficiente.
Tus manos siguen
doliendo. Siguen teniendo piel. Piel con sus terminaciones nerviosas. Tanto
tiempo de médicos, tanta medicación y resulta que la solución era tan sencilla.
Te quitas la piel de
las manos, dejando al aire tus huesos, como si de unos guantes se tratasen. Y
las observas detenidamente. Estiras los dedos, puedes hacerlo. No duele.
-
Acaba. Deja de sufrir.
El baño es un charco de
sangre y piel, asquerosa piel. ¿Pero por qué no terminar lo que has empezado?
Al fin y al cabo, queda poco. Solamente queda de mí, mi cara. Mi nariz, mis
labios, mis orejas. Mis ojos cada vez tienen más y más brillo. Mi alma cada vez
está más tranquila, más libre, más liberada.
Sujetas con tus
huesudos dedos desde donde empezaste, desde la nuca. Y tiras despacio hacia
delante. Observas por un último instante tus parpados, tus mejillas. Cierras los
ojos y bajas rápido. Solamente estas deseando que el mas mínimo atisbo de dolor
se esfume.
Abres los ojos. Solo
ves paz. Ahora todo es, rojo.
Ya no hay dolor. Si no
hay vida, nada duele.
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