Han pasado cinco meses desde que le dimos la noticia y hoy es el primer día en que ha dejado de escribir, de forma convulsiva, en esos diarios. Tal vez saber que en pocas horas le van a trasladar, para ser juzgado, a Núremberg ha sido la gota que ha colmado el vaso.
Al
igual que he hecho en los últimos ciento cincuenta y seis días observo, con
detalle por la pequeña compuerta que hay en la cancela que lo separa del mundo
libre en busca de algún indicio de amenaza. Hoy, como la mayoría de las veces,
nada parece indicar que vaya a intentar suicidarse otra vez.
Sentado
de frente hacia la puerta, sus manos descansan sobre la mesa de pino que está manchada
por los rastros resecos de la tinta que dejó su pluma en los pocos instantes en
que su febril mente no encontraba la forma de plasmar sus ideas. Permanece con
la cabeza erguida mirando, creo, que en mi dirección. No puedo asegurarlo ya
que sus ojos están enterrados en las sombras que su cabeza, marcadamente
cuadrada, genera al ser golpeada, desde atrás, por la luz de la luna que se cuela
por la ventana plagada de barrotes.
Delante
de él, sus cuadernos, más de veinte, están colocados sobre la mesa formando una
pirámide perfecta. Vestido con un simple traje de pana, lejos quedan los días
en los que llevaba puesto el uniforme nazi con orgullo y soberbia. Ahora solo
es un simple prisionero esperando que la justicia caiga sobre él.
—Buenas noches, soldado.
¿Tiene un minuto para mí?
Yo,
perplejo por su desfachatez, tardo unos segundos en reaccionar.
—¡Aléjese de la puerta!
¡Sabe que no puede hablar con nadie!
—Mi querido guardián, he
visto como me mira todas las noches y sé que le pica la curiosidad. No hay duda
de que quiere saber el contenido de esas hojas que descansan tras de mí. Si de
verdad lo desea, ahora es el momento. Luego será tarde.
—Está usted muy equivocado.
No tengo el menor interés en lo que un loco genocida ha escrito en sus largas
horas de soledad.
—Pues debería. Al menos
alguien debe oír y creer la verdad. Sabrá que me he reunido con el duque de
Hamilton y con el sr. Kirkpatrick, pero digamos que dichas conversaciones no
han sido todo lo fructíferas que deberían haber sido. Ha de saber que intenté,
al ver que esos dos personajillos no me hacían caso, que viniera el mismísimo Churchill,
pero se ve que tiene otras cosas más importantes que hacer. Así que solo me
quedas usted.
—Quite la mano. No
quiero rompérsela.
—Lo haré si me jura que
no le interesa saber qué es lo que le ha pasado a Hitler.
—Yo le diré lo que le
ha pasado. Está muerto. Se suicidó en su bunker antes de permitir que los rusos
lo cogieran vivo.
—Qué ingenuos sois.
¿Por qué cree que vine yo solo a Inglaterra? Lo hice para avisar de lo que se
avecina. Y ninguno de los que le mandan a usted quiere escucharme. Hitler no
está muerto. Se les ha escapado.
—Esa historia fantástica
ya me la sé. No sé como ha llegado hasta usted, aislado como está, la absurda
teoría de que Hitler se ha ido a Sudamérica, pero ya le digo yo que es mentira.
Está muerto y enterrado.
—¿A Sudamérica? No he oído
disparate más grande en mi vida. ¿Qué infiernos haría Hitler en Sudamérica? No,
él se ha ido a un sitio más lejano e inaccesible.
—¿A dónde? Si puede
saberse.
—Paciencia, paciencia,
todo llegará. Creo que desde el momento en que cruce estas puertas para que me
lleven al juicio propagandístico que tienen preparado, mis posibilidades de
tratar con gente se van a ver reducidas de forma drástica. Déjeme que disfrute
un poco. ¿Qué sabe de las “Wunderwaffen”?
—Lo que todo el mundo.
Que los nazis os creísteis capaces de crear unas armas milagrosas con las
cuales ganar la guerra sería un juego de niños. Por lo que sé, ninguna fue
determinante y si me apura, la mayoría fueron sonoros fracasos.
—Cierto. Lo que nadie
quiere escuchar es que el problema no fueron las armas. No, lo que impidió
nuestra victoria fue que no supimos entender aquello que se nos ofreció.
—No lo entiendo.
—Es lo que he intentado
explicar a sus superiores, pero no me creen o no quieren creerme. Y ahora ya es
tarde. El reloj ya está en marcha y la desaparición de Hitler fue la mano que
dio cuerda a la cuenta atrás que llevará a la humanidad a la extinción. Esa fue
la razón por la que volé desde Alemania hasta Inglaterra. Cuando comprendí la
verdad y entendí que pasaría si no deteníamos a mi Fuhrer, fue lo único que se
me ocurrió. Pero todos piensan que estoy loco y no lo estoy.
—No comprendo nada de
lo que me dice y es hora de terminar la charla. Recoja sus cosas, en breve
vendrán a por usted.
—¿Usted tampoco quiere
saber? Creí que alguien no corrompido por la política y la revancha podría
escuchar y recordar. Hacerlo, tal vez, le convierta en el salvador de este
mundo. Por favor, présteme tu atención solo unos minutos más. Será muy rápido y
esclarecedor.
No
tengo intención de perder más tiempo, pero algo en sus ojos me impide largarme
de allí. Aunque hay súplica en ellos lo que clava mis pies al suelo es el miedo
que pugna por salir de sus entrañas a través de su mirada.
—Está bien, cuénteme. Soy
todo oídos.
—Verá, todo comenzó con
el viaje de Ernst Schäfer al Tíbet. Allí encontraron unas reliquias sagradas
que, en un principio, parecía que no iban a significar nada más que simples
baratijas esotéricas con las que entretenerse durante algún tiempo. Pero al
traerlas a Berlín, en un conclave de la Ahnenerbe, Maria Orsic presente allí
gracias a su especial relación con Heinrich Himmler, entró en trance y, según
los testigos, poseída por espíritus lejanos y arcanos, comenzó a recitar
extrañas canciones que relataban como llegaron a la tierra unos seres provenientes
de una estrella, Aldebarán, que está a más de sesenta y cinco millones de años luz
de nosotros, para librar una batalla a muerte con otros seres cósmicos
provenientes de la constelación Auriga. El enfrentamiento lo ganaron estos
últimos quedándose la Tierra como premio. Desde entonces sus descendientes, el
pueblo judío, dominan, desde las sombras, el destino de todos nosotros. El
error que cometieron los vencedores fue no aniquilar a todos sus enemigos. Algunos
consiguieron sobrevivir, escondiéndose en el Himalaya, dando lugar a la raza
aria. A partir de ese germen fueron creciendo a la espera de poder asestar el
golpe definitivo que acabase con sus ancestrales enemigos. Es por eso que
escondieron sus conocimientos y sabiduría en el Tíbet para usarlos en la batalla
final. Y ese momento llegó, según Hitler, cuando esa herencia cayó en sus
manos.
—Vaya sarta de
sandeces. No hay británico que no se haya mofado de las locas creencias de
vuestro Führer frente a un par de pintas. Solo un loco se creería algo tan
descabellado.
—Tienes razón, alguien
cuerdo e ignorante de la verdad cósmica que nos rodea, viviría feliz en su
anodina y falsa vida. Pero yo he estado allí, he visto en que se han convertido
las enseñanzas que nuestros antepasados nos legaron. Es cierto que las armas
que nos deberían haber dado la victoria no han funcionado pero lo que ni tu
gobierno ni nadie quiere entender es que eso no es lo más peligroso que
obtuvimos de esos seres celestiales. Lo que quise advertir al resto del mundo con
aquel aparente vuelo sin sentido es lo que descubrí un día en el despacho de
Hitler.
—¿Qué descubrió?
—El as de la manga de mi Führer. Su plan maquiavélico
para triunfar aun en la derrota. Allí, escrito de su puño y letra, estaba la
ubicación de un portal, traído desde el Tíbet, que enlazaba la Tierra con Aldebarán.
Lo tenía escondido en sus aposentos del bunker bajo la Cancillería. Un portal
que solo podía ser usado una vez y en una sola dirección.
—¿Me está diciendo que
Hitler no murió y que se fue a otro planeta? Mejor. De una manera u otra, ha
desaparecido de nuestras vidas.
—No le hacía por un
estúpido. Piensa igual que sus superiores. Nadie es capaz de ver más allá de lo
obvio.
—¿Y qué es lo obvio?
—Que el mundo debería
haber dejado a Hitler conquistar Europa y ayudarle a exterminar a los judíos, a
esos malditos descendientes de seres de otro planeta.
—¡Jamás se habría
aceptado eso! ¡Está usted tan loco como lo estaba Hitler!
—Veo que usted tampoco
lo entiende. Si Hitler hubiera conseguido sus objetivos, habría reinado,
tranquilo, en su imperio ario y no habría utilizado la puerta para escapar a
Aldebarán.
—Sigo sin ver el problema.
—Ni usted ni su
gobierno. Imagine a Hitler llegando a un planeta habitado por unos seres con un
poder tal que ni siquiera podemos imaginarlo. Seres que durante milenios no tuvieron
noticias de aquellos que vinieron hasta aquí y de pronto se enteran, de boca de
uno de los oradores más convincentes e incendiarios que ha existido, de que los
descendientes de sus enemigos no solo siguen vivos, sino que los vencieron y
que ahora son los dueños de un planeta maravilloso y fértil. ¿Qué cree que harán?
Vendrán, capitaneados por el Führer, como una nueva Wehrmacht endiablada y
enloquecida que acabará con todos. Nadie escapará de su furia. No habrá lugar
donde esconderse.
—Todo lo que dice son
patrañas. Cállese y prepárese para el traslado.
Al
oír mis palabras, una furia irracional se apodera de Hess y se lanza como un
poseso contra sus cuadernos y empieza a romperlos con las manos y con los
dientes. Ante tal ataque de locura, llamo a mis compañeros mientras abro la
puerta.
Entre
cuatro nos cuesta un mundo reducirle. Tras conseguirlo y mientras mis
compañeros lo atan con firmeza veo que no se ha salvado ninguna de sus notas. Mientras
recojo todo lo que está esparcido por el suelo comienzan a sacarlo de la celda.
Levanto la vista en el último segundo y Hess me mira antes de desviar su atención
hacía la noche cerrada que está a mis espaldas.
—Volverá —vocaliza sin
voz. Y el temor se adueña de nuevo de él mientras, sin poder evitarlo, un
escalofrío recorre todo mi cuerpo.
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