Iba y venía todos los días. ¿A dónde iba? Lo ignoro. Por el día se ocultaría en forma de sombra de un árbol, de una farola o incluso de un perro. Por la noche… Por la noche tomaba su verdadera forma. Nunca lo oí hablar. Solo salían de su boca, o lo que pretendía ser la boca, sonidos guturales. Lo que sí lo caracterizaba eran sus manos. Largas y afiladas. Y su aliento fétido, capaz de fundir cualquier cosa sin calentarla. Carecía de ojos, lo que hacía que todo lo que lo rodeaba fuera horrendo.
Apareció
por primera vez una noche de tormenta hace un año. El señor Willy, un anciano
encorvado, con los ojos entrecerrados, rostro arrugado y boca desdentada, solía
cuidar de sus ovejas y su campo de girasoles. Tenía un pozo privado del que
sacaba el agua con el que abastecer su pequeña casa.
Yo
solía llevarle leche todos los días para sus desayunos. También le llevaba
bolsas de patatas de mi campo. Eran las mejores del pueblo. No lo decía yo. Lo
decía el señor Willy. Y a él todos lo tomaban en serio. Puede que fuera un
anciano. Pero era el hombre más avispado del pueblo.
Después
de la guerra, lo pasó muy mal, su pozo se secó y no pudo regar sus plantas ni
alimentar a sus ovejas. Los pobres animales peludos y blanditos, igual de
cariñosos y agradables que su dueño, fueron muriendo desnutridos uno a uno. El
anciano utilizó un porcentaje de las ovejas para rascar la poca carne que les
quedaba y alimentarse él para sobrevivir. Pero había demasiadas y comenzaron a
pudrirse. Ante el peligro de una infección por la descomposición de los
cadáveres, el señor Willy comenzó a lanzar los cadáveres al pozo seco que una
vez había dado vida a su pequeño huerto.
Cubrió
el hueco del pozo con hormigón y madera para que el olor a putrefacción no
impregnase el pueblo entero. Mientras su vida se consumía entre la tristeza de
haber perdido sus girasoles y sus queridos animales, yo compartía lo poco que
tenía con el pobre hombre. Parecía que fuera a morir en cualquier momento, pero
su alma se resistía a abandonarlo.
Entonces
llegó la tormenta. Es un acontecimiento que suele pasar varios días al año,
especialmente en las épocas de frío. Pero aquella vez la tormenta dejó un
recuerdo en casa del señor Willy. El pueblo entero se encerró en sus casas,
temeroso de que el viento o la lluvia pudieran arrancar las puertas o hacer
saltar los vidrios de las ventanas; o incluso que uno de los múltiples rayos
que cayeron en la oscuridad prendiese fuego alguno de los hogares.
El
señor Willy era el que tenía la casa más vieja del pueblo y todos,
especialmente yo por la estima que le tenía, estábamos preocupados por él. Pero
la casa aguantó. En medio de la noche, cuando todos los habitantes dormíamos,
se oyó un estruendo que nos despertó de un sobresalto. Nos asomamos todos a
nuestras ventanas y vimos que el rayo había caído muy cerca. Demasiado. El pozo
del señor Willy tenía un agujero allí donde él lo había tapiado con hormigón.
El rayo había entrado en el pozo lleno de cadáveres de ovejas. Cuando amaneció
al día siguiente, la lluvia había cesado, pero el sol no apareció. Las nubes,
casi negras, continuaron cubriendo el pueblo y un olor a muerte nos dejó sin
olfato durante mucho tiempo.
Me
dirigí a la casa del señor Willy temiendo lo peor. Pero lo que me esperaba en
el interior de esa casa no era, ni mucho menos, nada que me pudiera imaginar.
Atravesé el umbral de la puerta y el olor a muerte se hizo más intenso. Oí un
gemido. Una buena señal, pues significaba que aún había esperanza para el buen
anciano. Sobre la repisa de la chimenea había una sombra que la oscuridad no me
dejaba apreciar con detalle. Me acerqué y el gemido se hizo más intenso.
Con
la poca luz que entraba por la ventana pude vislumbrar un líquido oscuro que
goteaba hasta el suelo. Levanté la mirada y lo vi. Allí estaba el señor Willy
retorcido de formas imposibles. Los huesos se le habían reestructurado y se le
habían estirado y retorcido, dándole forma al cuerpo como si fuera un trozo de
plastilina. Pude distinguir una costilla atravesando el cuerpo, parte de la
columna vertebral que no había soportado tanta flexibilidad y se había partido.
Pero esa cosa que había sido el señor Willy gemía. Abría y cerraba con
dificultad un orificio que parecía ser la boca. Ignoro dónde podía estar el
otro ojo o su nariz. Solo distinguí uno de los ojos, ya decolorado por la edad,
metido tan profundamente en la cuenca y aplastado que parecía mentira que una
vez pudiese haber podido ver con él. Parte del líquido ocular caía por fuera su
cuenca y comenzaba a secarse formando un coágulo mezclado con la sangre. Dudo que
siguiese vivo. Seguramente gemía por espasmos al haber retorcido su sistema
nervioso.
Una
brisa maloliente se acercó a mi nariz. Casi me desmayo por el olor a
putrefacción. Me giré y lo vi. La criatura de masa sanguinolenta y humeante me
agarró con sus largas manos y me echó el aliento encima. Al principio no noté
nada, hasta que comenzó a trabajar sobre mí. Creo que fue su pestilente aliento
lo que, de alguna manera, impidió que perdiese el conocimiento por el dolor.
Perdí la capacidad de hablar o de moverme, pero todavía podía pensar y sentir.
Me estiró y oí mis huesos al quebrar. Aplastó mi cráneo por debajo de la nariz,
dejando mi cerebro intacto y la cabeza en forma de bombilla. Estiró mi
mandíbula haciendo que diese la vuelta a mi cuello y apareciese de nuevo por
delante. Separó mis dos piernas con tanta fuerza que me desgarró y creó un
agujero por el que metió mis manos y mis pies. Dio forma a mis rodillas que
quedaban mirando al suelo y me apoyó como un trofeo junto al señor Willy. Creo
que él había corrido una mejor suerte. No sé lo que llevó a la criatura a dejar
mi cerebro intacto mientras moldeaba el resto de mi cuerpo o simplemente fue
casualidad. Pero el señor Willy y yo no fuimos sus únicas víctimas.
Cada
noche salía a cazar. Cada noche traía a un vecino a la casa. Cada noche hacía
nuevas “obras de arte” con aquellos que eran mis amigos del pueblo. Los
arrastraba por el suelo, ya ablandados por su aliento fundente y moldeaba esa
masa humana y gelatinosa para convertirlos en monstruosidades. Algunos podían
hablar e intentaban pedir ayuda. Yo intentaba responder, pero no podía hablar.
Otro, en cambio, hablaban por causa de respuestas nerviosas, pero su cerebro no
respondía: el monstruo lo había estirado o retorcido demasiado.
Lo
peor fueron los niños. Incluso recién nacidos. A ellos no los moldeaba. Al
intentar darles forma parecía que le costaba y pensé, por un momento, que tenía
piedad. Pero me equivoqué. Al parecer los niños eran todavía inmaduros y su
aliento no ablandaba su cuerpo de la misma forma. Así que con ellos no hizo
figuras moldeables. A ellos les partió los huesos e hizo esculturas rectas y
sanguinolentas con los huesos y órganos partidos. Con el tiempo, el pueblo
quedó vacío y, con él, los pueblos vecinos que quedaban a cien kilómetros a la
redonda.
Vinieron
ejércitos especializados y armados contra el moldeador. La criatura no dio
forma a sus cuerpos, sino que los mató sin piedad y echó sus cadáveres al pozo
donde él había nacido. Lo cerró tal como había hecho el señor Willy y esperó.
Pensé que se había cansado de crear formas horrendas, pero lo que hizo fue
armar paciencia hasta que llegó la tormenta. Tal como había ocurrido la primera
vez, el rayo alcanzó el pozo y de ahí salió otra criatura similar a la primera.
Sin embargo, el hermano del moldeador no se quedó en el pueblo. Se mudó y vagó
por las tierras vecinas hasta que encontró más humanos con los que expresar su
arte innato. Los gritos se oían desde aquí. Al estar el pueblo vacío, los
sonidos llegaban con más claridad. Y, al parecer, esta nueva criatura era mucho
más macabra y cruel que la primera. Esos gritos no los había oído con el que me
moldeó a mí.
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