martes, 22 de septiembre de 2020

El bunker (Byronde Poe)

    Aquella tarde del 29 de Abril del 1945 la primavera no había traído el aroma de las flores. En su defecto, flotando en el aire cargado y asfixiante, navegaba el hedor a muerte y a pólvora, que se extendía por Berlín como un manto de desesperación… Adolf acariciaba ensimismado el lomo de su perra Blondi. El pastor alemán le miraba con una profunda tristeza en sus grandes ojos marrones y de vez en vez lamía la mano de su dueño, como queriendo paliar la inquietud que le transmitían aquellas temblorosas manos… Sobre un escritorio francés de estilo Art Decó yacía parcialmente arrugada la esquela que le anunciaba que su aliado y amigo Benito Mussolini y su amante Clara Petacci habían sido colgados por los talones y tras un gran escarnio público los mutilaron con una ferocidad brutal para luego, cuales despojos, ser abandonados en las alcantarillas. Aquella noticia le preparaba para lo peor… No pudo evitar que unas lágrimas se resbalaran por sus mejillas y se pararan en su bigote canoso. Después de todo aquel animal era el único que le había mostrado un amor incondicional. Le había dado oculta en una salchicha una capsula de cianuro, tenía que probar su eficacia por sí…. La perra se tendió a sus pies y de vez en cuando alzaba su cabeza para mirarlo. “¡Qué no sufra por favor!” Pensó… Aunque el bunker se hallaba a varios metros bajo tierra y su estancia era la más protegida, el sonido de los cañonazos y las detonaciones de las bombas llegaba como un rumor lejano. Se levantó de su sillón de terciopelo rojo y se acercó con lentitud al tocadiscos, subió el volumen. La ópera Lohengrin de Richard Wagner eclipsó el ruido de los bombardeos. Levantó la vista del vinilo de pizarra que giraba dando pequeños saltitos y sus ojos se encontraron con un rostro demacrado que le miraba desde lo más profundo de un espejo ovalado. ¿Tanto había envejecido? Sentía que aquella fuerza que naciera de sus fueros más internos y que había utilizado para manejar a las masas, para convencer a todo a un país, ahora le abandonaban. No lograba concretar el sentimiento que le corroía por dentro, ¿rabia tal vez?, ¿decepción? Un cúmulo de ideas que se golpeaban contra el muro de su cerebro buscando una salida, ¿ser comprendidas? Muchos en los que había confiado le demostraron que una cosa era la palabra, la promesa y otra darlo todo por el Reich. Al final le abandonaron a su suerte. Perros traicioneros que le habían utilizado para enriquecerse. Estaba tan cansado…

   Eva Braun mascaba su enojo en el cuarto adyacente a la cámara del Führer. Toda una vida a su lado, desviviéndose por aquel hombrecillo maniático, receloso, egoísta e impotente para obtener solo promesas esquivas. Le dolía en el alma ver cómo le profesaba un amor más sincero a aquella estúpida perra que a ella misma. Ella, que había sacrificado infinidad de oportunidades por intentar hacer feliz a aquel hombre… Unas horas antes había golpeado la puerta de la habitación con delicadeza y una voz lánguida le ordenó que pasara. Estaba recostado sobre la cama vestido, pero en mangas de camisa. En la mesita de noche había un tarro con pastillas y un vaso de agua.

−¿Qué quieres?, ¿No ves que estoy ocupado? Ella le miró con cara de circunstancia.

−Necesito hablar contigo. Le dijo mientras él se reincorporaba y alcanzaba el vaso. Tembloroso abrió el frasco y se tomó de un trago dos píldoras. El Parkinson le estaba ganando la batalla.

Ella se acercó hasta el lecho y sin su permiso se sentó a su lado, parecía un animal indefenso. Un irremediable deseo de abrazarlo la abordó, pero se contuvo.

−¿Hablar? ¿Qué tienes que decir, mujer?

La frialdad de la respuesta no la amilanó. Le cogió la mano derecha que no cesaba de temblar y le miró a los ojos, apenas quedaba nada de aquella luz que la enamoró.

−¡De tu promesa Adolf! ¡Me prometiste que me harías tu esposa, que sería tu mujer, que la historia así nos recordaría!

Se levantó de golpe de la cama, el rictus de su cara era adusto. Se meció el pequeño bigote un par de veces mientras paseaba a largos trancos por la estancia. De golpe se plantó delante de su amante.

−¿Tú crees, mujer estúpida, que es el mejor momento para pensar en esa cosa ridícula?,  ¿piensas que el líder del Reich no tiene otra cosa que hacer que celebrar una boda mientras su país se desmorona? ¡Contesta, maldita imbécil!

Ella se quedó petrificada en el lecho, las piernas cruzadas, las manos sobre la falda de tubo. Primero su labio inferior comenzó a moverse sin control, luego las lágrimas comenzaron a fluir a borbotones. Él la miraba desafiante.

−¿No vas a contestarme? ¡Largo de aquí y utiliza tu cerebro por una vez en la vida!

Se levantó de golpe y su cuerpo se golpeó con el de él, que no se apartó. No le miró a la cara, el llanto cegaba sus ojos azules. El portazo retumbó por todo el pasillo. Adolf se quedó un rato mirando la puerta y luego con parsimonia abrió de nuevo el frasco de las pastillas y engulló otro par.

   Sobre las 2:30 de la madrugada una de las secretarias personales la despertó. El Fürher había convocado a todo el personal del bunker para despedirse y reclamaba su presencia. Minutos antes, Hitler se había reunido con el general de artillería   Helmuth Weidling, y le comunicó que la capital apenas podía resistir otras 24 horas. Abatido solo pudo murmurar unas palabras ininteligibles… El pasillo era largo, frío, en fila de a uno el personal esperaba a su líder, la mayoría eran mujeres exceptuando unos pocos soldados y altos mandos. Eva esperó en la puerta de la habitación del Fürher, tenía los ojos hinchados. Cuando la puerta se abrió no le dirigió la palabra y no cruzaron sus miradas. Con paso lento el comenzó a estrechar las manos del personal y a todos les decía las mismas palabras de agradecimiento hacia el Reich, ella le seguía y se limitaba a dar su mano sin que ninguna palabra surgiera de sus labios. A lo lejos el sonido de las bombas cada vez estaba más cerca. Incluso la tierra vibraba cayendo sobre sus cabezas algunas motas de polvo.

   No pudo dormir en lo que quedaba de noche. Le faltaba el aire. Una sirvienta le trajo el desayuno, pero no lo probó. Estuvo sentada en el borde de la cama durante horas, la vista fija en un cuadro que mostraba un día de picnic en un río. Recuerdos de antes de la guerra le vinieron a la mente y sonrió levemente. Se preguntó que habría sido de su vida si se hubiera marchado a su Suiza con su prima Gilda… Pero se había jugado todo a una sola carta… Sus ojos se detenían en la mesita de noche, sabía muy bien lo que guardaba en su interior…

   El almuerzo había sido de su agrado y el vino consiguió que las lágrimas no fluyeran de nuevo. Adolf no quería verla, ni había reclamado su presencia. Dejó sobre la mesita la bandeja con los restos del filete de ternera y puré de patatas con mantequilla, junto a la cubertería de porcelana y plata. Decidida abrió uno de los cajones.

La puerta no estaba cerrada y sin previo aviso entró en la habitación. Hitler se hallaba en el suelo, apoyado sobre la cama, tenía entre sus brazos el cadáver de su perra muerta. Su rostro era imperceptible, sin emociones, como si ya hubiera expulsado todos los sentimientos de su interior… Avanzó apaciguada hasta él. En su mano derecha llevaba un revolver, apenas le temblaba el pulso. “¡Te quiero!” le susurró justo antes de percutir el gatillo del arma. No estuvo segura, pero creyó ver un atisbo de sonrisa en sus labios… El estallido retumbó por todo el bunker, pasaban varios minutos de las 15:30 de la tarde. Ella no lo dudo ni un segundo, se echó junto a los dos cadáveres y se tomó la capsula se cianuro, cerrando los ojos. En el tocadiscos sonaba su queridísimo Wagner…

 

 

Fin

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