Matías despertó y lo primero que percibió fue la densa oscuridad que lo envolvía. Intentó moverse y no lo logró, trató por todos los medios gritar, pero solo consiguió un soplido asmático y estertóreo. Otra vez estaba paralizado. La única diferencia consistía en la falta de aire. Lo sentía espeso, denso, como si respirase dentro de una bolsa. Por todos lo medios trató de no desesperarse, pero el cerebro, ese amigo incansable, usó todos los mecanismos posibles para mantener su mente alerta. Fue, entonces, cuando empezó a recordar.
Entre las dudas existenciales que tuvo alguna
vez en su vida, la parálisis del sueño fue, por lejos, una de las más
inquietantes. Sin embargo, tan solo simbolizó el principio de una seguidilla de
acontecimientos, que lo dejaron al ras del mundo tal y como lo conocía hasta
entonces. O quizás el principio fue otro, en realidad, no estaba muy seguro y nunca
lo estaría.
Todo
comenzó casi sin darse cuenta. Una marca de nacimiento en el medio de la frente
y la urgencia por quitarla cuando empezó a trabajar. Tardó diez años en recibirse
de abogado, y cuando tenía algún que otro cliente, lo único que lograba era que
este le observase fijamente, sin el más mínimo pudor, la indeleble marca roja
que residía en el centro de su frente, en lugar de centrar su atención en lo
que él decía o aconsejaba. Incontables burlas ya había recibido de niño, como
para seguir siendo blanco de ellas en la adultez.
La
cirugía fue mínima y duró menos de una hora. Casi no había huellas que
señalaran que alguna vez hubiese existido. Se observaba en el espejo de su casa
a diario y, si caminaba por la calle, en un reflejo que cualquier escaparate
pudiera brindarle. “Un buen trabajo”, es lo que se decía a sí mismo en
cada una de esas ocasiones. El indeseable círculo rojo, al fin, había
desaparecido.
La
primera diferencia que notó fue que los desconocidos que cruzaba camino a su
estudio ya no lo miraban, y que sí recibía miradas del sexo opuesto, cosa que
lo puso más que feliz. Ya habían pasado dos semanas de la cirugía y hasta había
conseguido un par de citas bastante exitosas y unos cuantos clientes con casos
gordos muy redituables e imposibles de perder. En fin, la vida le sonreía. La
felicidad siempre nos pone un poco cursis, ¿no creen?
La
segunda diferencia, si es que puede llamarse diferencia, la notó al mes de la
cirugía. Había salido con una rubia despampanante a cenar en un viejo y acogedor
restaurante italiano. La velada fue del todo normal, hablando de mil cosas sin
importancia, y la habían concluido en un hotel con una maratónica sesión de
sexo. Al llegar a su casa estaba exhausto. Beber de más y el sexo desenfrenado no
eran costumbre en él. Se duchó y se fue directo a la cama. Se durmió profundamente,
pero en la madrugada lo despertó una sensación de pesadez sobre su pecho. Al
intentar moverse para encender la lámpara no pudo, todos sus músculos estaban
entumecidos. Lo único que podía mover eran sus ojos, que despavoridos, iban de
un lado a otro de la habitación. La tenue luz de la luna entraba
subrepticiamente por la ventana y solo alcanzaba a ver los contornos de las
cosas. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, no sabía si habían
pasado horas o solo minutos, divisó una figura en cuclillas sobre su pecho
desnudo. El pánico era como un pequeño roedor mordiendo sus terminaciones
nerviosas. La figura solo lo observaba, aunque no distinguía rasgo alguno en su
rostro, sabía a ciencia cierta que lo estaba mirando. También podía percibir el
olor que emanaba de ella, un hedor nauseabundo a carne podrida y fermentada
bajo el sol durante varios días. Luchó, pero la parálisis era absoluta, hasta
que no pudo más y solo atinó a cerrar los ojos. En ese mismo instante la
inmovilización cesó, tiró un manotazo, pero ya no había nada sobre él. Encendió
la lámpara y comprobó que así era. Confuso se levantó y comenzó a revisar cada resquicio
de su habitación. Naturalmente, no encontró nada. Si ese había sido un sueño,
pensó en ese momento, tal vez fuera el más real que jamás había tenido. Por esa
noche, y unas cuantas siguientes, ya no pudo más dormir.
Si
bien conservaba el amargo recuerdo de la experiencia, esta no se volvió a
repetir. Pero pronto comenzó a sentir un ardor, bastante pronunciado, en el
lugar en el que habían extirpado su marca de nacimiento. Era como si alguien
estuviese apagando un cigarrillo en su frente. Pese a que su agenda era
bastante abultada concurrió a su médico personal lo antes posible.
—Todo
está perfectamente normal, Matías. No encuentro nada extraño, ¿cuándo comenzó
esta sensación? —preguntó el médico, con cierto asombro en sus ojos.
—Hace
dos días. ¿Está seguro doctor? —insistió.
—Por
supuesto. Quizás sea algo psicosomático, ¿has estado bajo mucho estrés en los últimos
días?
—En
realidad no. Alguna que otra pesadilla, pero en verdad, nunca en mí vida me
sentí mejor.
—Vamos
a hacer una cosa, le doy cita para dentro de diez días, si la molestia continúa
haremos una serie de análisis. ¿Qué le parece? —consultó el médico.
—Perfecto,
doctor. —concluyó, pero nunca tuvo tantas dudas.
Se
fue caminando pensativo hasta su lugar de trabajo. ¿Psicosomático?, él
se sentía bien, no tenía ningún problema. Antes sí que los había tenido con esa
maldita mancha, si se lo ponía a pensar detenidamente, hasta era irrisorio.
Cuando
llegó a su casa esa noche se preparó una cena ligera, no tenía apetito. El escozor
iba en aumento y creyó que no iba a poder dormir, sin embargo, estaba exhausto.
Tomó una aspirina y se fue a la cama. Se durmió apenas cerró los ojos.
Otra
vez… Esa sensación de pesadez en el pecho. Alguien o algo estaba sobre él. No
quería abrir los ojos, no quería pasar por eso de nuevo. Sin embargo, pasados
unos minutos, al notar que persistía, los abrió. La luna, que la vez anterior
estaba en cuarto creciente, ahora estaba llena, e iluminaba toda la habitación.
Eso le permitió ver mejor el espectáculo que se estaba montando sobre él.
La
parálisis volvía a ser total, no podía mover ni un músculo. Solo sus ojos,
abiertos desmesuradamente, giraban en sus órbitas a una velocidad que solo el
terror extremo puede lograr. Eran ojos que querían abarcar más allá del punto
en donde la visión terminaba. El ser que yacía sobre él era una bella joven y
estaba desnuda. Ella lo observó y una sonrisa lasciva se dibujó en su rostro. Al
instante, y pese al hedor irrespirable que lo envolvía, Matías tuvo una erección.
Ella, al notarlo, lanzó una carcajada, sus largos cabellos le rozaron sus
piernas desnudas. Eso, no entendía cómo, logró excitarlo aún más. Ella acercó
su rostro al de él y dijo:
—Gracias
por abrir tu portal, ahora eres mío —su aliento semejaba una tumba recién
abierta. Una mano en forma de garra de pájaro se posó en donde antes Matías tenía
aquel círculo rojo—. Mío para siempre.
Y
comenzó a tener sexo con él. Sentía como si su pene hubiera entrado en una
caverna de hielo, pero el hielo, como ya todos sabemos, también puede quemar.
Me
está violando, atinó a pensar Matías. El movimiento
era rítmico. Al sentir que se acercaba el clímax, una especie de cola en forma
de serpiente surgió de ella y empezó a menearse entre los dos. La monstruosa
eyaculación fue acompañada de dos movimientos convulsivos de su cadera, lo que
rompió por completo la parálisis.
Encendió
la lámpara y no vio rastros de nada ni nadie. Sin embargo, su miembro le ardía
como si se hubiese quemado. Se levantó como pudo y fue hasta el baño. Miró con
detenimiento, su pene estaba como siempre, flácido y sin ninguna muestra de
reciente actividad sexual. Pero cuando se encaró al espejo sintió que toda su
fuerza vital lo abandonaba. Grandes gotas de sangre brillaban sobre su rostro,
brotaban en donde antes existía una marca de nacimiento, pero ya no la había…,
brotaban en el lugar donde esas horribles manos de pájaro lo habían tocado. Embebió
un poco de algodón en agua oxigenada y restregó con furia, no había nada, ni
una sola herida sobre su frente. Esa
noche no volvió a dormir, tampoco lo intentó.
Al
otro día llamó al estudio y avisó que no iría, culpó a una gripe y se tomó la
semana. Abrió su notebook y comenzó a buscar. Lo que más se asemejaba a lo que
padecía era la famosa parálisis del sueño, esta era una incapacidad temporal de
moverse o hablar, al dormirse o levantarse, y si algo se dejaba en claro era
que no requería ir al médico o realizar ningún tipo de estudios, y no se
mencionaban heridas inexistentes que sangraran mientras uno tenía sexo con un
demonio ancestral.
Buscó
“punto rojo sobre la frente” y ahí encontró varias cosas interesantes. Los hindúes
cuentan que Dios nos dio dos ojos con los que poder ver el mundo físico, y un
tercero, invisible, con el que poder ver el mundo etéreo. Según la tradición
védica, el sexto chakra es un importantísimo centro de energía que se localiza
en la frente y, pintarlo de rojo, era una vieja tradición que simbolizaba la
apertura mística del ser y la capacidad de ver sin necesidad de utilizar los
ojos.
Bueno,
si le daba crédito a la tradición hinduista, suponía que, al extirparse su círculo
rojo natural, le había abierto un portal a un súcubo que solo planeaba violarlo
hasta acabar con él…, sí, como no.
Pasaron
algunos días más, la aterradora experiencia ya se repetía a diario. Su cansancio
físico era extremo, ya casi no dormía y cuando lo hacía era para ser ultrajado
por un ser tan bello como repugnante. Había perdido el apetito totalmente y notó
que estaba mucho más delgado. No podía seguir así. Fue a la cita con su médico
y en un rapto de sinceridad se lo contó todo. Apenas terminó de hacerlo se dio
cuenta que había sido un error. Este sugirió una serie de pruebas en una
institución psiquiátrica, un par de semanas internado ahí y quedaría como nuevo,
dijo. Matías le aseguró que lo pensaría y se fue para nunca más volver.
¿Cuándo
fue que perdí la cabeza?, se preguntó. La cordura, ese bien
tan preciado que pocas veces valoramos hasta perderlo, parecía burlarse en su propia
cara.
¿Y
si no estaba loco? ¿Un loco era consciente de la pérdida de su propia razón? No
lo creía. Ahí, precisamente ahí, estaba el asunto, eso de ser o no ser
ya no importaba, estar o no estar loco…, esa era la cuestión, y Matías
no creía estarlo.
Un
mes después de la frustrada visita al médico todo seguía igual. Había adelgazado
quince kilos y ya no trabajaba. Lilith, como así le dijo que se llamaba,
concurría diariamente a su encuentro. Hubiera deseado preguntarle algunas cosas
y decirle que lo estaba matando lentamente, pero claro, no podía… La parálisis no
lo dejaba.
Decidió
cruzar a la farmacia que tenía frente a su casa para comprar uno de esos
batidos nutritivos, pero el esfuerzo de solo caminar cinco metros hasta la
calzada fue demasiado. Antes de cruzar la calle un dolor inmenso se desató en
su pecho, fue tan fuerte que lo derribó. La gente comenzó a agolparse a su alrededor.
Antes de perder la conciencia oyó a la ambulancia que se acercaba, después no
supo más.
Matías
despertó y lo primero que percibió fue la densa oscuridad que lo envolvía.
Intentó moverse y no lo logró, trató por todos los medios gritar y solo consiguió
un soplido asmático y estertóreo. Otra vez estaba paralizado. La única
diferencia consistía en la falta de aire. Lo sentía espeso, denso, como si
respirase dentro de una bolsa. Lilith estaba acostada sobre él.
—Te
dije qué serías mío, bienvenido —dijo y desapareció quebrando la parálisis.
Matías
intentó levantarse, pero su cabeza golpeó contra algo duro, la falta de aire se
acentuaba cada vez más. Empezó a golpear aquello que lo cubría y a gritar con
desesperación. No pudo hacer más.
Juan,
el guardia nocturno del cementerio de Monte Paz, oyó gritos y golpes que venían
de su izquierda. Caminó con la linterna encendida buscando el origen de esos
ruidos, no encontró nada.
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