lunes, 7 de septiembre de 2020

Un maestro del bisturí (Ubiksolar)

 Texto:

Jaime Sans Perenda era uno de los mejores cirujanos de España y de Europa. Lo sabía perfectamente. Jaime Sans Perenda era uno de los mayores cabrones de España y de Europa. Él lo intuía con cierta fruición inconsciente.

Aquella tarde había realizado una de esas intervenciones cuyo riesgo estaba en directa proporción al prestigio adicional que le iba a reportar su éxito. Al fin y al cabo un trasplante completo  de estómago era algo pocas veces intentado.

Su actuación duró dos horas aunque la duración completa fue de cinco horas. La estrella del quirófano solo salía a escenario cuando los teloneros habían preparado el ambiente, por decirlo de alguna forma.

Mientras estaba desinfectándose una vez terminada la operación , un colega le aviso de que la doctora Bélmez se había desmayado mientras se lavaba las manos. Perenda sabía por qué se lo decía a él. Bélmez era para él y para algunos de sus colegas “culitoprieto”. Al igual que estaba la “pechitopunta” o la “bocachupa”. El machismo habitual en los ases del bisturí aplicado a la denominación de sus colaboradoras. Muchas veces las llamaban así en plena operación. Ellas tenían que callarse y asentir, para conservar su puesto y porque no era el momento más adecuado para escupirles, más que nada porque tenían la mascarilla puesta en un entorno aséptico y con un cuerpo humano más o menos vivo abierto en canal bajo sus manos.

Pero además culitoprieto era una de las mujeres a las que Perenda le había hecho una envolvente, como él le gustaba decir. Un acceso subrepticio al vestuario femenino del hospital, una breve conversación con la doctora en la que le hacía ver las ventajas profesionales y personales de darle una pequeña satisfacción  (mientras le sujetaba fuertemente por la nuca y la presionaba contra una pared con el otro brazo), seguido de una placentera y rápida operación de la doctora sobre su miembro viril.  Había sido  aséptico, eficaz y placentero, como de costumbre, y una vez terminado había salido del vestuario relajado y sin mirar atrás.

Así que sintió en ese momento una sentimiento remotamente emparentado con la culpa, y de muy, muy mala gana se acercó a la zona de desinfección femenina. Allí estaba culitoprieto, francamente horrible desmayada y con la cara descompuesta, con una enfermera al lado cuya cara se anotó mentalmente para posteriormente asignarle el mote más adecuado.

Se quedó mirando el cuerpo de la doctora, y recordó que en hora y media tenía partido de golf con su colega del Hospital San Marco. Él era una persona responsable a pesar de algunas veleidades personales. Así que hizo lo que sabía que debía hacer.  “Que le den una biodramina”, dijo con un tono que por comparación convertía la voz de cualquier ciborg en un clímax de emoción, y volvió a salir de la sala, dirigiéndose a continuación a su sesión de golf.

Al día siguiente le informaron de que la doctora Bélmez había fallecido, por descompensación general. Se molestó tremendamente. Valientes inútiles que ni habían sabido tratar un simple mareo. Eso perjudicaría la imagen del hospital, en cuyo accionariado mantenía una importante participación.

El enfado de Perenda aumentó cuando le informaron de que debería identificar el cadáver. Al parecer la pobre estúpida no tenía padres vivos, ni hermanos, ni por supuesto pareja o hijos…

Con desgana acudió esa noche al deposito de cadáveres del centro. Allí estaba pocholín, el responsable del depósito desde hacía décadas, un auténtico borderline mental en opinión de Perenda, que llevaba más de tres décadas al frente de ese sumidero de carne podrida por el único mérito de no tener donde caerse muerto y no importarle la compañía de fiambres.

“Pocholín”, dijo nada más entrar. Un extraño ser medio encorvado, con barba despareja, barriga atonelada y andares desequilibrados le hizo entonces un gesto mientras se acercaba a una de las urnas metálicas extraíbles encastradas en la  pared lateral. La verdad es que aquel antro estaba lleno de mierda, pensó Perenda mientras se acercaba a la urna. Pocholín extrajo la bandeja y Perenda pudo ver el cuerpo. “Todavía está buena”, pensó, justo antes de sentir cómo le crujía la cabeza y notar un dolor inaudito y desmayarse.

Cuando recuperó la consciencia, tras lo que habría jurado que fueron varios días, lo primero que percibió en un mismo instante era el dolor en su cráneo, su posición decúbito lateral, el frío, su desnudez, la oscuridad completa y el olor dulzón.  Intento moverse y tropezó con varios obstáculos que le impedían hacerlo. Unas paredes frías a su espalda y en la parte superior. Y un extraño bulto blando justo pegado a él, en la práctica casi abrazándole.

Perenda era una basura humana, pero una basura muy inteligente y sistemática. Supo casi al instante donde estaba. En una urna de cadáver, donde apenas hay espacio para éstos. Compartiéndola con uno, de hecho. Pocholín o alguien le había golpeado, le había desnudado y le había introducido en una urna ya ocupada ¿Era la de culito prieto? Quizás… no pensaba palpar el cuerpo con el que estaba en íntimo entendimiento corporal para averiguarlo.

Comenzó a gritar lo más alto y claro que pudo, intentando calcular la hora que era y hasta dónde podría ser oído sus aullidos.

“No se moleste doctor Perenda”, oyó casi al instante. Era la voz de pocholín. “Nadie le puede oír”.

“¿Pero qué has hecho desgraciado?”, le respondió a voz en grito. “¡Estás MUERTO!”

“No, yo no, doctor Perenda”, le respondió pocholín con sorpresa “Quien está muerta es su compañera de cajita, la doctora Bélmez” , y a continuación oyó unas extrañas risas infantiloides.

“Pocholín, déjame salir ahora mismo y tal vez conserves tu puesto y ni siquiera vayas a la cárcel. Como broma te has pasado tres pueblos idiota”

“La doctora Bélmez era de las pocas que me dirigía la palabra, sabe?. Me contaba muchas cosas, estaba muy sola. Hace unos meses me contó como tuvo que hacerle a usted cosas en su pito, en el vestuario… Me lo contó y lloraba, y tenía hipo mientras lloraba… Estaba muy triste ¿sabe?

“A ver pocholín, no te vas a creer lo primero que te cuenten ¿verdad?  Culitoprie… Eehh.. la doctora Bélmez tenía mucha fantasía, ¿no lo sabes?

“Cállese doctor. Usted es malo. Volveremos a hablar mañana”.

Las siguientes veinte horas le dieron a Perenda tiempo para pensar muchas cosas. También le dieron margen para dejar de pensar. Para desesperarse. Para querer salir de ese lugar como fuera. El olor dulzón del cadáver de la doctora Bélmez (ahora mentalmente ya la llamaba por su apellido) comenzaba a transitar hacia el conocido aroma  acre previo a la descomposición pura. Tenía su cabello rodeándole su cabeza. Notaba  sus pechos erectos como consecuencia del rigor mortis presionándole el pecho, y sentía unas náuseas y una repugnancia que nunca había imaginado fuera posible sentir. No tenía espacio para girarse ni para ponerse boca arriba. Sus genitales también estaban en íntimo contacto con el cuerpo frío de quien había sido una de sus víctimas. Intento varias veces encontrar una posición de compromiso que le evitara esa intimidad con el cadáver. Sin éxito

Cuando pocholín se volvió a dirigir a Perenda, éste se encontraba próximo al sollozo.

“Doctor, le voy a decir cómo podrá salir de ahí.. Tal vez”

“Dime pocholín, por favor”

“Mañana deberá darme un trocito de su cuerpo. Para echar al caldo, sabe. Con medio kilo me basta”

Perenda oyó a continuación como se abría levemente la urna y alguien lanzaba dentro un objeto que hizo un ruido metálico al tropezar con la superficie de la urna. Pasó las siguientes tres horas pensando qué había querido decir. Finalmente empezó a intentar acercar a sus manos el instrumento que previsiblemente pocholín había dejado en la urna. Para ello tuvo que hacer todo tipo de equilibrismos con las piernas y contorsionismos con todo su cuerpo, durante los cuales tuvo que llegar en varias ocasiones a estar pegado completamente al cadáver, soportando las náuseas y las arcadas. En uno de esos momentos, tuvo una ligera erección en su miembro viril que ya una vez tuviera contacto con la doctora Bélmez. En ese momento comenzó a llorar con gemidos lastimeros.

Finalmente logró hacer llegar a sus manos el instrumento, cuya naturaleza adivinó al instante. Un bisturí, como se temía.

Varias horas después, pocholín abrió la urna donde había introducido inconsciente al doctor Perenda, el hombre que había hecho llorar a su amiga Laura.

Extrajo suavemente la urna. En ella Laura Bélmez seguía tan linda como siempre había sido.

A su lado, e íntimamente entrelazado a ella, se encontraba lo que quedaba del doctor Perenda. Su cara extraviada le observó casi sin fuerzas. “Déjame salir cabrón” musitó

“Debe darme el trozo de usted” replicó. “Ahora cierro la urna. En media hora la abro y si no me lo da, no sale más”.  Y cerró la urna.

Media hora después la volvió a abrir. Perenda tenía las dos manos ocupadas. Con una intentaba sofocar la hemorragia del vientre. Con otra sostenía un trozo ensangrentado de su bazo.

“Muy bien doctor, así me gusta”, exclamó feliz pocholín. Acercó un troo sucio de vendaje del suelo, incorporó a Perenda yse lo colocó en el vientre.

“Ahora ya puede salir” dijo.

Perenda daba gracias a Dios por haber salido de esa pesadilla, No sabía si podría andar, pero por sus cojones que lo iba a conseguir. Él era el doctor Perenda, joder.

Miró el depósito de cadáveres. El reloj de la pared marcaba las cuatro. No estaban solos. Un nutrido plantel del lumpen del barrio estaba sentado en distinto rincones de aquel antro. Se extendía un jugoso olor por todas partes. Provenía de una olla alimentada por una pequeña hoguera en su base.

Pocholín  se acercó a la misma dando saltitos felices, y exclamo:

“¡Ahora el doctor comerá con nosotros y le perdonaré que hiciera llorar a Laura!”

Y dejó caer en el puchero el trozo de bazo de Perenda, mientras le miraba feliz.

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