Ojalá pudiera explicar la fascinación que sentía por aquella naturaleza enferma. A veces, en el lecho solitario, divagaba sobre si ese embeleso se debía a aquella niebla azulada que lo impregnaba todo de cierta suciedad malsana, o tal vez fuera el hedor salado que emanaba de las aguas estancadas. El caso es que nada me embriagaba más que asomarme a aquella orilla ponzoñosa y calcular su negra profundidad. A mi me gustaba pensar que no tenía fin y que en el caso de que, en un estúpido descuido resbalase, mi cuerpo caería y caería en un perpetuo descenso en el cual yo iría contemplando los cadáveres hinchados de otros que, como yo, también sufrieron un torpe descuido.
Aquella
mañana gozaba de estas y otras ensoñaciones en medio de un grato silencio
cuando de pronto reparé en él. Recé para que no me viese o para que, al menos,
no deseara entablar conversación. Que no dijera: bonita mañana, ¿no tendrá, por
casualidad, un cigarrillo? Disimulando, le observé de reojo y vi que se
mantenía callado, hermético, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el
pantano. Contento, retomé mis pensamientos y me sumí de nuevo en la
contemplación. Pero al cabo se acercó y cuando lo hizo supe que no nos íbamos a
llevar bien. Habló, y yo intenté descifrar aquel mensaje vehemente, incluso me
esforcé en entrelazar aquellos sonidos metálicos para darles un sentido. Es
usted extranjero, le pregunté con mucho fastidio, pero él me miró sin
comprender. Totalmente desinteresado me encogí de hombros dispuesto a marcharme
ya, pero entonces él, tal vez disgustado por mi indiferencia, me tomó del brazo
y lo apretó en extremo. Sorprendido miré allí donde sus dedos ya se hincaban en
mi carne y enfrenté mi mirada contra la suya, buscando entender por qué me
hacía tanto daño, pero su rostro era inexpresivo. Me desenredé como pude de
aquellos dedos y escapé raudo de allí, ansiando no verlo más.
Pero
supongo que debió seguirme, porque al anochecer lo descubrí parado ante mi
puerta, como esperando algún tipo de amabilidad que no llegaba, cuando se hartó
de esperar se dio la vuelta y regresó al bosque. No es que yo le tuviese miedo,
pero no quería su compañía; si la hubiera deseado tal vez le habría brindado un
poco de hospitalidad, además me asqueaba sobremanera su fisonomía indefinida,
su piel escamada y correosa, y no estaría mal añadir, en mi defensa, que todo
cambió con su llegada.
Tras
su marcha y como todas las noches, leí un poco a los clásicos para apaciguar mi
alma de la insolencia de la rutina; cuando llegó el adormecimiento apagué el
candil y me hundí en el frescor de las sábanas. Acomodado, cerré los ojos
dispuesto a dormir pero al instante se desató un viento inesperado y cuando
cesó su aullido una lluvia violenta descargó contra los cristales alejando el
sueño. Me incorporé dispuesto a pasear un poco para recuperar el sosiego pero
no lo logré, porque sabía que de algún
modo sus ojos seguían brillando allá afuera, en mitad del bosque.
También
fue la primera noche que escuché revolotear a las zumayas.
Llegaron
enloquecidas, ciegas, chillaban intentando penetrar dentro de la casa y en ese
intento infructuoso se rompían los huesos contra los cristales, resbalando
luego, rotas. Entonces escuchaba yo el estertor último de la muerte y casi
podía oler la sangre mezclada con las plumas.
Cuando se fueron y vencido por el sueño entré
en un mundo de tierra roja y ciclópeas fortificaciones, un lugar inhóspito,
transitado por unos seres con el rostro desdibujado, individuos de cabeza
pequeña, que entraban y salían del interior de una gran mole arenosa que se
elevaba más allá de las nubes. Tras ella un océano negro levantaba su puño en
forma de olas gigantescas y en medio de aquellas olas, vapuleado por la bravura
salvaje de aquellas aguas distintas, un gran buque se acercaba imparable. ¡Se
va a estrellar!, gritaba yo corriendo de un lado para otro y esta certeza
angustiosa me arrancaba de la pesadilla en mitad de un alarido. Este sueño se
repetía y llegado a este punto siempre me incorporaba de la cama, tembloroso, y
siempre estaba allí el hombre del pantano con sus ojos insistentes que parecían
decir: es mi mundo, de allí vengo.
Pero
yo no quería saberlo.
Armado
de valor le hice saber que no le quería merodeando mi casa, pero no se iba
y de nuevo volvían las zumayas a
estrellarse contra los cristales y cuando ellas se marchaban volvía a aquel
mundo extraño del color del fuego, donde todo alcanzaba dimensiones
extraordinarias, un mundo en el que yo hablaba y hablaba y nadie parecía
entenderme o tal vez no querían hacerlo. El caso es que el amanecer siempre me
encontraba sentado en la cama, exhausto, con la boca llena de aquella tierra
roja.
Pero
no estoy loco, o al menos eso pienso. Lo que ocurre es que no me gusta
conversar, si me gustase, tal vez hubiera buscado algún tipo de ayuda, pero no
es el caso. No necesito compartir mis vivencias o inquietudes con nadie en
particular. Mi mente bulle rica e imparable y mis ojos se contentan con
observar la belleza silenciosa del entorno. ¿Por qué ensuciarlo todo con palabras
definitorias? Al principio de los tiempos el hombre miraba las ballenas y no
sabía que eran ballenas o si lo sabía no lo anunciaba en voz alta, se limitaba
a señalarlas con el dedo disfrutando de su colosal monstruosidad y ellas
cantaban y el hombre se sentía feliz y no había tampoco un nombre para definir
esa felicidad o si lo había no hacía falta pronunciarlo.
Pasaron
los días y no le vi y es por eso que me atreví a volver al pantano. Había un
árbol nuevo en la orilla extrema, su tronco era como un esqueleto tumbado. El
musgo podrido, el barro, los gusanos, el agua pestilente, la niebla azulada,
todo seguía igual de hermoso. Casi feliz me dispuse a fantasear, pero mi dicha duró muy poco porque
allí estaba él y ya me disponía a dar media vuelta, cuando su repentino
comportamiento me produjo gran extrañeza y ocultándome tras un árbol, lo
observé.
Con
las palmas sobre el barro, su espalda comenzó a arquearse de una manera
grotesca y los ojos y la boca se desvanecieron y se me ocurrió pensar que
pronto sería como aquellos seres de mis pesadillas. Espantado por la certeza
grité, y a mi grito echó a correr y quise seguirlo, pero mis piernas, poco o
nada acostumbradas al ejercicio, trastabillaron y caí, con tan mala fortuna que
me golpeé la cabeza contra una piedra. Al cabo desperté en un lugar muy oscuro,
en medio había una cama y sobre la cama había un hombre llorando desconsolado,
con la cabeza entre las manos.
—¿Dónde
estamos? —le pregunté, anonadado por su proceder.
—¿Qué
importa eso? —respondió, mirándome a través de sus lágrimas profusas—. Darle un
nombre a las cosas no ayudará en nada.
—Es
cierto eso que dice, muy cierto, de hecho me complace muchísimo oírselo decir,
pero ahora dígame: ¿Ha visto, por casualidad, pasar a un tipo con el rostro
medio borrado?
—Todos
los seres andan medio borrados en este lugar.
—¿Cómo
ha llegado usted aquí? —le pregunté interesado.
—De
la misma manera que usted: a través de un sueño, supongo.
—¡Pero
yo no estoy dormido! —chillé—. He venido siguiendo a ese tipo extraño. Bien, es
cierto que últimamente he tenido pesadillas, ¿sabe? —confesé algo avergonzado—.
De hecho hace días que sueño con un lugar espantoso, poblado de seres
imposibles. Un mundo rojo donde la luna yace apoyada en el suelo, pálida y
frágil, un mundo donde los arboles poseen ramas que se alzan suplicantes, y
donde los edificios son grandes como montañas, y millares de esos seres entran
y salen como hormigas laboriosas, un lugar donde los buques navegan llenos de
muertos, y son tan grandes como las mismas montañas. Y hay un nombre que se
repite constantemente. ¿Quiere oírlo?
—No
hace falta, sé cual es. Es el nombre de este sitio. Ahora márchese, si
pertenezco a su sueño, esto acaba aquí.
—¿Quiere
eso decir que no sabe si existe en verdad? —le pregunté perplejo, colocando mi
mano sobre su hombro—. ¡Pero eso es tristísimo!
—Solo
digo que uno de los dos debe ser el soñador.
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