Cristóbal tomaba el tren de las 7:14 cada mañana para ir al trabajo. Ese día hubo una falla técnica y tuvo que esperar hasta el de las 7:34, provocándole un retraso de veinte minutos. No era una persona que reaccionaba muy bien a los cambios improvisados de plan, sobre todo si significaba que tenía que correr para llegar a tiempo. El tren estaba completamente lleno. Muchos tuvieron que permanecer en pie y algunos ni siquiera los dejaron subir. Si algo había notado Cristóbal en sus cuatro años de informático viajando en tren, era que no solo él tenía una rutina que seguía al pie de la letra, sino que la compartía con otros tantos miles de personas. Era ya normal encontrarse con caras conocidas. Con algunos intercambiaba incluso un par de chácharas y un par de veces hasta un café en la estación apenas se bajaba. Estaba Martín, que trabajaba en el supermercado a una cuadra de donde trabajaba él. Marisa, mejor conocida como La Pinta, la chica del salón de belleza que más de una vez le cortó el cabello, y Vicente, que estaba un poco chiflado. No siempre se sentaban juntos, pero encontrarse entre vagones era una certeza. Aquel día vio demasiados rostros nuevos, y uno que llamó particularmente su atención. Era una chica, de unos veintiséis años quizá. Vestía con un sombrero verde de aquellos que ya no se usan, pero que le quedaba tan bien con su vestido negro que la cubría hasta las rodillas, dejando al descubierto un par de piernas demasiado perfectas. Nunca se había sentido tan atraído hacia una persona en toda su vida.
—¿La
habías visto antes a aquella chica? —preguntó a Vicente, que se había hecho con
un puesto junto a él.
—No
tengo la menor idea. ¿Por qué toda esta curiosidad?
—No,
por nada.
—¿Te
gusta? ¿Por qué no intentas acercarte?
La
idea le hizo empezar a sudar. Era demasiado tímido para esas cosas. Alzó la mirada
y vio cómo el pasillo estaba ocupado por las personas que no habían tenido la
suerte de hacerse con un puesto: sería imposible llegar hasta ella en ese
momento, y eso tranquilizó sus nervios.
—No
tienes por qué acercarte ahora —intervino Vicente—. Espera a que se baje,
quizás lo haga en la misma estación que nosotros.
Quizás.
La miró durante todo el viaje, olvidándose del calor,
del sudor que creaba su cuerpo y del estrés que generalmente le provocaba ver
tantas personas juntas. Nada de eso le importó mientras tuviese a la chica del sombrero
verde bajo la mirada. Ella pareció no darse cuenta en ningún momento de lo que
estaba haciendo. Cuando por fin la vio bajarse en la misma parada que él, el
corazón se le aceleró como si de una locomotora se tratase.
La siguió, manteniendo una distancia muy prudente, y
cuando hizo un esfuerzo por acercarse, sus nervios lo traicionaron y le prohibieron
seguir adelante.
Al día siguiente cogió de nuevo el tren de las 7:34. Era
demasiado largo para encontrarla rápidamente, pero en un golpe de suerte divisó
a la chica luego de recorrer dos vagones. Esta vez se sentó de espaldas a ella por
miedo a que creyera que era un acosador. Si iba a hacer las cosas las haría bien.
Alcanzó solo a ver su sombrero verde durante todo el viaje y, de nuevo, esperó
a que bajara primero que él. Cuando pasó a su lado detectó un perfume tan
intenso que solo una chica como ella podría llevar.
Bajó del tren y la vio alejarse. Nada más pasó.
Cristóbal cogió el tren de las 7:34 todos los días de
la semana, cambiando de puesto cada tanto, un día incluso evitó sentarse en el
mismo vagón (solo después de asegurarse de que la chica se encontraba en el
tren, claro). Un par de veces intentó acercarse, pero acababa por retraerse en
el momento en que sentía que la cosa era seria.
Un día no la encontró más. ¿Qué había pasado? La buscó
por todos los vagones como niño que juega a las escondidas. Una tristeza
inmensa lo embargó al pensar que quizás no la vería nunca más. No podía
permitírselo, no podía perderla sin haberla conocido.
Preguntó a sus compañeros de tren (que ya no veía desde
que descubrió a la chica del sombrero verde), ni Marisa ni Martín supieron
darle una respuesta, pero Vicente, muy convencido de su respuesta, le dijo que estaba
seguro de haberla visto en el tren de las 7:14. ¿Por qué había cambiado?
Cristóbal pasó el fin de semana pensando en su próximo
movimiento. Tenía que actuar de un modo u otro. El lunes por la mañana llegó
con anticipación a la estación y empezó a analizar a todas las personas que subían.
No la divisó en el de las 7:14, pero la vio llegar de pronto a lo lejos, preparándose
para coger el de las 7:34, como había siempre hecho.
Fue tras ella.
Sudó todo el trayecto. Nunca se le había hecho tan
largo incluso conociendo cada paisaje. Hoy era el día en el que hablaría con
ella. Hoy era el día en el que descubriría quién era, y estaba dispuesto a hacerlo
a toda costa.
Cuando el tren se detuvo se posicionó cerca de ella y
la siguió. Apenas bajaron intentó acercarse un poco y más y, al salir de la
estación vio cómo dejaba caer algo de la cartera.
Es ahora.
—¡Perdona! ¡Hey! —Se agachó para recoger un lapicero.
Cuando se levantó, vio que se había girado hacia él. Encontrarse con sus ojos
fue algo que no se esperaba; una emoción tan indescriptible que su lengua se
trabó—. S-se te h-ha caído.
Ella lo miró sin reaccionar unos segundos antes de fruncir
el ceño mientras le arrebataba el lapicero de las manos.
—¿Me estás siguiendo? ¿Por qué estás siempre detrás de
mí? ¿Crees que no me he dado cuenta? —Su voz era hermosa, pero sus palabras lo
estaban hiriendo como mil cuchillos. Se había dado cuenta… Había sido un
idiota.
—Yo… No, nada de eso. ¡En serio! Yo… trabajo por acá.
—Nunca te había visto antes. Y de pronto estas siempre
allí, mirándome a cada momento. Por favor, si quieres acosar a alguien te has equivocado
de persona.
Cristóbal cerró los ojos con fuerza para concentrarse
antes de seguir hablando.
—No lo he hecho a propósito, en serio. Te vi en el
tren y me pareciste una chica muy bonita y… y… Quería solo hablarte.
—Pues ya hablamos. Será mejor que me vaya antes de que
pierda más tiempo.
—¡Espera! —Cristóbal estuvo a punto de cogerla por la muñeca,
pero se detuvo a tiempo. Bastaría aquella acción para asustarla aún más—.
Quisiera al menos saber tu nombre.
—No te interesa.
—Vale, lo siento. No quería molestarte. —Agachó la
cabeza y buscó en su bolsillo un trocito de papel doblado y se lo tendió a la
chica—. Acá está mi número. Yo me llamo Cristóbal, me haré perdonar por todo
esto con un café o una hermosa cena.
Ella miró desconfiada el papel.
—Es inútil. A parte que estoy ya ocupada, así que no
me interesa.
—No tienes idea del esfuerzo que he hecho para
hablarte en este momento. No quiero molestarte más. Pensé que haría un bonito gesto,
pero en cambio parece que todo salió mal. No voy a esperar que me llames, pero
al menos me alegrarás el día sabiendo que te he dejado mi número.
A regañadientes la chica cogió el papel, lo abrió para
leer rápidamente su contenido y lo depositó en su cartera.
La vio despertarse poco a poco. Al inicio intentó moverse,
pero no tardó mucho en darse cuenta de que estaba amarrada a una silla. Hizo un
esfuerzo por gritar, pero su boca estaba cubierta por un paño que no podía
dejar de morder. Cristóbal se acercó hasta ella y, apoyando el índice en sus
labios, le pidió que hiciera silencio.
Los ojos de la chica se llenaron de lágrimas.
La estancia estaba oscura, iluminada solamente por una
lamparita sobre un escritorio en donde se hallaba la cartera de la chica con
todas sus cosas desparramadas. Cristóbal cogió lo que parecía ser su documento
de identidad. Lo tomó entre sus dedos y se acercó hasta ella con pasos lentos.
—América. Qué bonito nombre. Me hubiera gustado no
haber tenido que descubrirlo de este modo, pero no soporto las personas
maleducadas. Solo quería saber tu nombre, porque me encantaste desde el primer
momento en el que te vi.
Ella empezó a moverse, pero sus esfuerzos no la traían
a nada. Estaba inmovilizada.
—América… no sabía que un día te descubriría.
Cristóbal empezó a quitarse la ropa poco a poco, y
solo entonces, la chica se dio cuenta de que también ella estaba desnuda.
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