Inquieto, no dejo de darle vueltas a mi angustiosa situación mientras sumerjo la pluma en el único superviviente. Escarbo con la punta en la herida que le he infligido en el abdomen, intentando absorber la máxima cantidad posible de sangre en cada punteo para hacerle sufrir lo mínimo posible. No soy un monstruo, ¿O sí? La respuesta la veo en esos ojos llorosos por los que se le va escapando la vida.
Mientras
la tinta roja se deposita en los trazos que abro en el papel, levanto de vez en
cuando la mirada y la cruzo con la de mi víctima. Me martiriza, pero lo hago
porque anhelo su perdón. Ese que no me concede por mucha piedad que emane de
mis ojos. El relato de lo ocurrido fluye de mí, al papel, sin dificultad, con ese
estilo personal que me ha dado el éxito del que gozo. Y pensar que solo han
pasado quince minutos desde que todo comenzó. Tan profundo es el horror que
describo y siento, que mis manos comienzan a temblar. La última palabra,
«coágulo», casi ni se entiende. Necesito parar.
Me
levanto y miro por la ventana. Los gritos guturales que mi prisionero emite no
me preocupan. El aula está insonorizada y el exterior es
un polígono nocturno y desierto, ajeno a la matanza que me rodea. Seguro que todas
mis víctimas, al llegar, pensaron en cuan adecuada y turbadora era la
localización de esta isla de conocimiento. El reflejo del cristal me devuelve
una mirada que intenta huir de una pesadilla que es fruto de mi vanidad.
Todo
empezó el día en que conocí a Luis. Lo recuerdo abordándome con seguridad justo
cuando yo salía de uno de esos múltiples concursos a los que me invitan como
jurado. Mi categoría de “best seller” me ha abierto muchas puertas, las cuales
me permiten vivir del cuento, nunca mejor dicho. Me ofreció colaborar con su
asociación a fin de fomentar la creatividad en esta ciudad de incultos y
charlatanes. Yo pertenecía, en ese momento, a la segunda categoría. Mi segundo
libro fue de una calidad lamentable, siendo muy generoso, y aunque se vendió
bastante bien, gracias a la fama de mi primera obra, se convirtió en una losa
que aplastó por completo mi creatividad. Así que mi ego se infló hasta límites
estratosféricos, alimentado hasta la saciedad por sus palabras de elogio. No
pude, ni quise, decir que no. Juntos montamos un taller de escritura de terror
en el cual me volqué al cien por cien preparándolo a conciencia. Y él, ahora lo
sé, también hizo sus deberes.
Al
fin llegó el día esperado. Estábamos juntos en esta pequeña sala, los alumnos no
iban a tardar en llegar y mientras yo preparaba el proyector, vi cómo Luis se
acercaba a su abrigo para guardar algo y, al mismo tiempo, sacaba un sobre de
uno de sus bolsillos. Me miró y me pidió que me acercase. Dejé el puntero láser
sobre la mesa y caminé tranquilo hasta él. Sonriendo, me lo ofreció. Lo cogí y
sentí su excesivo peso.
Inocente
lo abrí creyendo que sería un detalle para el escritor famoso que, en un acto casi
altruista, había cuadrado su apretada agenda para trasmitir toda su sabiduría a
mentes jóvenes ávidas de conocimiento. Patético. Al volcarlo, solo mis reflejos
me salvaron de cortarme la mano con el cuchillo que cayó de él. El que no se libró
fue mi pie. El arma rasgó el cuero de mi zapato derecho y, al instante, un
hilillo de sangre manó de mi dañada piel causándome un dolor agudo. Me agaché maldiciendo
mi mala suerte y, tras un primer momento de sorpresa, al ver que no era tan
grave, me levanté indignado, dispuesto a pedir explicaciones a Luis. La
expresión fría y sin alma que me encontré me detuvo en seco. Ya no había rastro
de jovialidad por ningún sitio.
Con
un gesto mecánico me señaló el sobre, dando a entender que no todo estaba
dicho. Escarbé en el interior con cuidado y saqué una fotografía. En ella se
veía a mi mujer y mi hija, en algún lugar oscuro y sucio, atadas y amordazadas.
El pavor que sus ojos mostraban era inmenso. No sé cómo ni cuándo, pero el
cuchillo acabó en mi mano. Amenacé con matarlo, pero su tranquilidad era
pasmosa. Le grité que las liberara, y él, golpeando con fiereza mi estómago, me
hizo callar. Encorvado y dolorido, le escuché.
Me
dijo que, como fan absoluto de mi primer libro, no podía permitir que yo volviese
a escribir otra mierda como mi segunda obra. Que, con su ayuda, mi próximo
trabajo sería la obra maestra definitiva y que para hacerme alcanzar ese culmen
creativo había planeado todo lo que iba a pasar en los próximos minutos. Me explicó
su plan, y mientras le escuchaba supe que estaba en manos de un auténtico
psicópata. Me negué. Pero él ya lo había previsto y, apuntándome con una
pistola que sacó de su espalda, puso un video en su móvil que, según él, era en
tiempo real.
En
él, un enmascarado se acercaba a mi mujer y, con saña y brutalidad, le pegaba
una serie de patadas por todo el cuerpo mientras mi hija miraba. Mi princesita
intentaba gritar a pleno pulmón a través de la cinta aislante que cubría su
boca, pero era inútil. Tras un último golpe en la frente que dejó inconsciente
a mi mujer, el extraño se acercó a la cámara y, antes de que un fundido en
negro me dejase helado, vi como señalaba, con un esquelético dedo, a mi pequeña.
Fue entonces cuando Luis me comentó que su amigo, si no recibía una llamada
suya en menos de dos minutos, tenía libertad para dejar aflorar sus instintos
más infames. Me pidió una respuesta. Acepté ser su títere.
Mientras
Luis hacía la llamada, llegaron los estudiantes. Nervioso, empecé la clase. Al
poco tiempo, mi extorsionador, tras recaudar las cuotas pertinentes de todos
ellos, se fue. Ese fue el pistoletazo de salida. A mi alumno de la izquierda,
mi compañero de fatigas hasta el final, lo pillé desprevenido. Hundí el
cuchillo en su estómago, recordando aquellas míticas frases de la película “Espartaco”
en donde enseñaban a conseguir una muerte lenta. Según me había ordenado Luis,
al menos uno de ellos debía permanecer vivo el tiempo suficiente como para
suministrarme la tinta necesaria.
La
sorpresa inicial de mis alumnos tal vez les indujo a creer que aquello era
parte del curso. Un espectáculo. Esa absurda idea se transformó en locura total
cuando extraje el cuchillo del cálido vientre del chaval y pasé a cercenar la
yugular de la alumna sentada a mi derecha. Tras esto, las cartas estaban sobre
la mesa. Ya no había marcha atrás. Podrían haberme plantado cara, aún eran
ocho, pero supongo que su instinto de supervivencia no tenía el día. En vez de
defenderse unidos, optaron por huir sin ton ni son. El problema fue que su plan
de escape tenía un par de puntos débiles.
El
primero: la escalera. Estrecha y con excesiva pendiente, convirtió su huida en la
típica estampida de ñus, saltando unos encima de otros, a través de los ríos
del Serengueti. Los dos primeros que cayeron bajo las deportivas pezuñas de sus
compañeros me ahorraron el horror de tener que matarlos yo. Escuchar crujir sus
cuellos como ramas secas mientras los más rezagados los pisoteaban llevados por
el pánico, me revolvió el estómago.
El
segundo inconveniente con que se encontraron fue que Luis había cerrado la
puerta con llave. Desde el descansillo observé a esas seis almas perdidas, sin
escapatoria, que continuaban respirando. No comprendían en absoluto lo que les
estaba sucediendo. Se notaba que confiaban aún en despertar de la alucinación
que creían estar viviendo. Desde mi atalaya, cautivo y asqueado, vi cómo
algunos intentaban utilizar sus móviles. Se agarraban a ellos como si fueran un
salvavidas, marcando números de teléfono o escribiendo frases en el Whatsapp
con la velocidad innata de las nuevas generaciones. Por las maldiciones que
salían de sus bocas parecía que nada funcionaba.
Enterré
mi humanidad, en lo más profundo de mi ser, para evitar cualquier atisbo de
bondad y arrepentimiento que me alejará de mi objetivo final. Bajé corriendo
los escalones y, al alcanzarlos, fueron cayendo, uno tras otro, bajo los mortales
golpes de mi brazo armado. Cercené brazos, corté cuellos, saqué intestinos,
extirpé ojos; fue un auténtico baño de sangre. Al terminar, cubierto de pies a
cabeza con los restos de todos ellos, lloré sin encontrar alivio. Más que nada
porque aún quedaba trabajo por hacer. Subí la escalera dejando marcas pegajosas
en el suelo y me senté junto a mi último alumno vivo. Su actitud denotaba
derrota. Sin poder evitarlo, devolví la cena. El vómito salió despedido sin
mesura y manchó sus zapatillas Converse. “Lo que le faltaba”, pensé. Ya más
aliviado, comencé a escribir el macabro encargo hasta que no pude más.
Ahora,
después de esta pausa para el recuerdo, pienso que los horrores que he descrito
no son nada comparados con los que mi alucinada mente imagina que le pueden
estar haciendo a mi familia. De pronto, un escalofrío recorre mi nuca. Ha sido
como si alguien me hubiera soplado con delicadeza en el cuello, o como cuando
mi mujer me acaricia de forma sensual tras raparme el pelo. Me giro y no hay
nadie.
Desquiciado,
apoyo la pluma sobre el papel y, tras el primer movimiento de muñeca, siento de
nuevo esa sensación. Esta vez son los pelos de mi brazo los que reaccionan y se
levantan como miles de gusanos buscando el sol del mediodía. He notado una leve
presión sobre mi piel, como cuando mi hija apoya ahí su diminuta mano
pidiéndome protección. Demasiado para mí. Voy a vomitar otra vez. Corro hasta
el baño esperando mantener presa a la bilis que pugna por escapar.
Aun
con la prisa que llevo, no puedo evitar echar un vistazo rápido a la empinada
escalera. Allí, la carnicería me devuelve la mirada con un rubor carmesí intenso.
Un amasijo amorfo de vísceras, carne y sangre lo cubre todo. La certeza de que
ninguno está vivo abre la compuerta a la arcada definitiva. Alcanzo a duras
penas el inodoro y lo pinto de verde eléctrico y amarillo chillón. Durante la
maloliente descarga, siento como si alguien me sujetara la cabeza. Intento recordar
cuándo fue la última vez que alguien hizo eso por mí. Un flashback muy real me
trae a la mente la imagen de mi mujer, junto a mí, cuidándome al volver de una
de nuestras legendarias borracheras universitarias.
Tenso,
levanto la cara y la alucinación desaparece. Mientras me limpio la barbilla con
la manga, un sudor frío cae por mi sien y abre surcos aleatorios en la sangre
que cubre mi cara. Respiro y veo salir un ligero vaho que se escapa por mis
labios. ¿Soy yo o hace más frío que cuando nada de esto había pasado? Salgo del
aseo y algo llama mi atención. El abrigo de Luis sigue apoyado en los cojines
del sofá, y eso que estamos en invierno y seguro que afuera hace menos de diez
grados.
Lo
cojo con repulsión. Solo pensar que ha estado en contacto con su piel me incita
a quemarlo, o al menos a rajarlo de parte a parte con el chorreante cuchillo.
Me detengo. Noto un peso muerto en el bolsillo que estimula a mi curiosidad. Rebusco
y saco un pequeño rectángulo negro que calienta la piel de la palma de mi mano.
Una minúscula luz roja parpadea de forma intermitente en una esquina. No hay
que ser un genio para reconocer un inhibidor de frecuencias. Ahora entiendo por
qué mis alumnos no habían podido usar sus móviles. Dejo el diabólico artefacto
sobre la mesa que guarda varios de mis libros en venta. Con furia, tiro el
abrigo al suelo.
Me
dirijo a la mesa. Ya no hay superviviente. Su cabeza, inclinada en un ángulo
inverosímil, oculta su cara. Con delicadeza la levanto un poco. La expresión de
horror que veo en sus ojos me hace soltarlo como si hubiera metido mi mano en
ácido corrosivo. Es la gota que colma el vaso. Mi visión se nubla. Me siento
para evitar desmayarme y caer. Cierro los ojos y vuelvo a llorar por lo que he
hecho, por la aberración que soy. ¿Podrá perdonarme mi familia? ¿Me creerán al
decirles que lo he hecho por ellas? Si no fuera por la nimia esperanza de
recuperarlas, yo sería el próximo cadáver en esta orgía de destrucción. Agotado,
apoyo mi brazo izquierdo sobre la mesa y, dejándome caer sobre él, escondo mi desesperación.
De
pronto, mi mano derecha, incontrolable, se mueve y agarra la pluma. Con
decisión y rapidez se dirige al papel y garabatea algo sobre él. Al terminar, se
detiene. Levanto la cabeza despacio y abro los ojos. Miro temeroso la hoja, a
través de un velo acuoso que distorsiona la realidad, y en ella leo un
ensangrentado texto escrito con caligrafía infantil: “Aquí te esperamos, papi”.
Me giro hacía la mesita, contempló el inhibidor de frecuencias y, al comprender,
mi mente se llena de oscuridad y dolor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario