sábado, 20 de mayo de 2017

Los perros miserables


Por David Palacios.


No es por nada pero hoy me volví a quedar dormido, esto me ha venido pasando toda la semana, no entiendo porque, en lo que tenga un día libre voy a ir donde el doctor. Hoy tengo clases muy temprano a las 7 am así que me debería haber levantado una hora antes. Hace una semana el gobernador de mi país decidió cambiar el uso horaria par que fuera media hora antes, es todo un dolor de cabeza ajustar todos mis relojes. Te sorprenderás cuantos relojes administra un ser humano del siglo 21.
    En fin me apuro en salir de mi apartamento, ni siquiera encendí las luces y no recuerdo si me revise en el espejo, espero no tener la camisa al revés. Tomo el tren con dirección a la universidad, no quiero pensar en la universidad, sin embargo debo enfrentar mis miedos.
    Alguien me tropieza, no pide disculpas, era una mujer joven muy bajita, la cual llevaba una muy evidente cara de preocupación, iba muy apurada, puedo deducir por cómo me empujo. Siempre me sorprende, cómo podemos viajar en tren, todos los olores a personas, demasiado perfumen mezclado con sudor, algunos olores muy acres que no quisiera recordar. El piso del vagón no ha sido limpiado desde hace meses como mínimo, tiene un color marrón negruzco, como si se tratara de un establo, allí voy yo bamboleando tratando de no tocar a nadie, metiéndome en mi caparazón.
    Llegó la hora llegue a la estación de la universidad, todavía estoy bien mi escuela queda algo lejos, no es tan lejos como me gustaría que fuera, me gustaría que alguna magia extendiera el camino y no me dejara llegar nunca, sin embargo necesito ver mis clases.
    Creo que estoy exagerando, son solo unos perros, hay uno negro con manchas blancas, otro que parece la versión callejera de un labrador dorado, hay uno que debería ser blanco pero la suciedad lo ha pintado de gris, y es que hay más pero estoy muy atento de estos. Son los más agresivos ya me han mordido.
     A todas estas nunca había pensado, ¿Por qué hay tantos perros en la universidad? Talvez cuando la gente se cansa de sus mascotas las dejan aquí, no es un mal lugar donde deshacerse de una mascota que no será ni pequeña ni linda más nunca. Y están bien protegidas por todos esos estudiantes universitarios que elevarían su voz contra cualquier arbitrariedad o maltrato dirigido a los canes, si lo sabré yo, aun después de haber sido atacado a mordidas sin ninguna provocación, nadie removió a los perros salvajes.
    Últimamente la cantidad de perros ha crecido, ya no atacan de a uno, ahora se te abalanza un jauría. La población creció hasta un punto donde no se les puede alimentar, los perros duermen en los pasillos de la escuela, están muy desnutridos y sucios. La comida para perros es muy cara hoy en día, los gobernadores de mi país decidió que todos deben ser pobres y miserables. Siempre me ha parecido curioso, cómo las personas que alzan su voz por los canes, nunca han intentado darles una mejor vida.
    Por fin llegue a mi salón, todo está bien, hoy no me mordieron, tal vez hasta pueda aprender algo.

miércoles, 17 de mayo de 2017

La casa de las muñecas (resultado final)

Por Yolanda Boada Queralt

       Él ha llegado esta tarde con dos regalos. El más voluminoso, envuelto en papel de colores y con un enorme lazo rosa, venía en la parte trasera de la carreta. Dos criados han transportado el bulto hasta el salón. El pequeño —más importante— lo llevaba escondido en uno de los bolsillos del chaleco, cerca del corazón. «¡Ven a abrir tu regalo, mi niña!», ha exclamado mamá, con las mejillas más encendidas de lo normal. He arrancado aquel ridículo lazo y he rasgado el papel con rabia. Una casa de muñecas. «Es una réplica de esta mansión. La ha construido un artesano siguiendo mis indicaciones», ha comentado él, contemplando a mamá con los ojos brillantes. Ha sido entonces cuando ha rebuscado entre sus ropas y una cajita ha aparecido en su mano. Mientras se declaraban amor eterno y se besaban, mis manos de niña se han cerrado con tanta fuerza que las uñas han lacerado las palmas. Me he asomado a una de las ventanitas de la casa para ocultar las lágrimas y he distinguido una miniatura exacta de mi lecho infantil.
Más tarde, después de que hubieran acomodado la casa de muñecas en mi habitación y todos regresaran a sus quehaceres, he oído ruidos provenientes de la habitación de mi madre. He salido al corredor y me he acercado a su puerta. Susurros y risas sofocadas. Gemidos. Sintiéndome incapaz de soportarlo, y al mismo tiempo incapaz de resistirme, les he espiado. He visto cómo el cuerpo de mamá se arqueaba en pleno éxtasis y cómo un hilillo de saliva escapaba de entre sus labios entreabiertos. Y cómo él aumentaba el ritmo de sus embates y le aferraba los pechos.
Allí parada les he detestado profundamente... Casi tanto como me aborrezco a mí misma.
Nunca seré como mamá. Jamás tendré el cuerpo de una verdadera mujer, un cuerpo que los hombres desearan acariciar y poseer. Soy una mujer atrapada en un cuerpo de niña. Un bicho raro. Un monstruo.
Mamá, siempre tan preocupada por las apariencias, hace años que decidió convertirme en su «muñequita eterna» —mucho mejor eso que explicar a la gente que, en realidad, ya he cumplido los veinte—. Me viste y me habla como a una cría y, estoy segura, la mayor parte del tiempo cree que lo soy.
Ya no soporto esta farsa.

* * * (...) * * *

—¿Falta mucho? —preguntó Sergio desde el asiento trasero. Carmen bostezó. Roberto roncaba.
—No —respondió Ángela sin apartar los ojos de la carretera—. Tras la próxima curva ya podréis ver el caserón.
Raúl estiró sus casi dos metros de altura y se golpeó contra el techo del vehículo.
—¡Ya veréis qué buenas historias nos inspirará este lugar! Afilad los lápices —dijo Ángela—. En sus tiempos fue una hermosa mansión, pero luego la reconvirtieron en escuela. Lleva años abandonada. En el pueblo la llaman «La casa de las muñecas» y dicen que está maldita. Algunos afirman haber visto el fantasma de una niña cubierta de sangre...

* * * (...) * * *

Por Nieves Muñoz

—¡Ya están aquí! —La niña palmoteó y el lazo azul que adornaba su cabello se agitó con violencia. Volvió a mirar por la ventana de la buhardilla. El rumor a su espalda subió de volumen hasta que se giró y su ojos centellaron—. ¡Silencio, criaturas incompletas! Solo a mí se me ha dado la oportunidad de ser. ¡No sois dignos! —Sus zapatitos de charol resonaron contra las tablas mientras recorría la estancia. Las jaulas temblaban por la ira de los que allí estaban encerrados. La mujer de metal se acurrucó contra los barrotes cuando la niña le dirigió una mirada torcida; el hombre de la corbata quiso decir algo, pero no le salieron las palabras; un recién nacido berreó y en la jaula de al lado se escuchó el chapoteo ahogado del náufrago. Los cuervos revolotearon con sus chillidos nerviosos cuando la niña dio una patada a las cañas esparcidas por el suelo—. ¡Monstruos! Averiguaré con qué hijo de Satanás hizo el pacto la puta de mi madre para dejarme encerrada entre las letras de una historia. Siempre niña… ¡Ja! ¡Eso no me detuvo para darle su merecido! Y ese escritorzuelo tendrá el suyo.

* * * (...) * * *

Por Robe Ferrer

—¿Creías que habíais llegado a esta casa por casualidad? —le preguntó la joven aniñada—. ¡Yo os traje aquí!
La niña le hizo un profundo corte en la mejilla derecha, igual que había hecho antes en la izquierda. Debido a la mordaza de cinta americana, Sergio no pudo gritar.
Los cinco se habían disgregado nada más entrar, en busca del mejor rincón para inspirarse. Ninguno había vuelto a saber de los demás.
—Sé que no fuiste tú el que pactó con mi madre. Eres demasiado mediocre para que tus letras puedan retenerme, pero me dirás quién me atrapó en esta casa. Sergio meneó la cabeza a modo de negación.
La joven retiró la mordaza, pero el chico aguantó el grito. Sabía que en cuanto separara los labios, sus mejillas se desgarrarían hasta las orejas.
Ante este hecho, la falsa niña le atravesó el ojo derecho con un lápiz. El grito, aunque ensordecedor, no se escuchó más allá de las paredes de la vieja habitación.
—Dime lo que quiero saber o morirás desangrado; igual que tu compañero. —Señaló hacia una esquina donde yacía Roberto sobre un gran charco de sangre.
Sergio se desmayó, chorreando sangre por el ojo y las mejillas.

* * * (...) * * *

Por Yolanda Boada Queralt

—Raúl... Raúl pactó con tu puta madre —escupió Roberto, palpándose la cabeza. Sangraba profusamente. Recordó cómo, al entrar en aquella habitación, había encontrado a Sergio atado y amordazado. Al arrodillarse para liberarlo, aquella niña maldita le había golpeado, dejándolo inconsciente. Intentó incorporarse, pero descubrió que también estaba atado.
La niña tiró del lápiz que atravesaba el ojo de Sergio y, con un «plop», el globo ocular emergió de la cuenca, quedando ensartado en el lapicero. Como si de un macabro chupa-chups se tratara, se lo acercó a los labios y lo lamió. Sonrió.
—Si eso es cierto, te recompensaré: morirás el último.
Y, con un movimiento veloz, hundió el lápiz en la cuenca vacía, perforando el cerebro de Sergio.

* * * (...) * * *

—¡Carmen! ¡Mira lo que encontré! —exclamó Ángela. Su amiga, que estaba registrando la habitación de al lado, acudió con premura.
—¡Por Quetzalcóatl! ¡La casa de muñecas!
Ángela abrió unas ventanitas y descubrió un libro.
Una corriente de aire frío invadió la estancia.
Ángela sintió una suerte de descarga que, desde las yemas de los dedos, le recorrió todo el cuerpo. Cayó en un pozo negro y quiso gritar, pero ya no era dueña de su cuerpo.
—Mi viejo Diario...

        Por Carmen Gutiérrez

       Raúl encendió un cigarrillo y dio una calada larga y relajante. Llevaba mucho tiempo en el auto fumando sin parar y escuchando música. Había sintonizado pública pero no funcionaba; encendió su celular y lo conectó al sistema de sonido. Tampoco el teléfono recibía señal pero no le dio importancia. Abrió su cuaderno de notas por enésima vez y leyó lo que había escrito con tinta roja. Era buen material. Sergio había prometido instalar la fuente eléctrica portátil pero ya había tardado mucho, aun así esperaba que la conectara para pasar sus notas en limpio al ordenador y continuar desde ahí.

Se había alejado del grupo sin poder evitarlo. Cuando Roberto sugirió el retiro se sintió agobiado, tenía pesadillas y ataques de ansiedad además sus piernas lo estaban torturando, sin embargo se alegró cuando Ángela sugirió la locación. No había empacado su lapicera ni su cuaderno oficial así que Carmen le prestó el bolígrafo rojo y Ángela el librito negro. Comenzó a escribir desde que salieron de Ciudad Edén, y mientras todos dormitaban en la zona de descanso al lado de la carretera él se dedicó a desarrollar la historia.

En su cabeza comenzó a desempolvarse una historia que no lo dejaba tranquilo. Al llegar y separarse, siguió desenrollando ese hilo argumental. Estaba bien pero tenía el remordimiento de usar el recurso prostituto de meter a sus compañeros en la historia. No le gustaba, le parecía un método facilón y descarado y no podía quitárselo de la cabeza.

La canción cambió y comenzó The poet and the muse de Poets of the fall. Carmen se la había pasado unos días antes. Le pareció irónico el nombre de la banda y la dejó correr mientras escribía.

* * * (...) * * *

Un golpe en la pared estremeció a las mujeres y se acuclillaron por instinto, Carmen buscó en vano un escondite, lo único que había ahí era la casa de muñecas. Ángela se guardó el diario en el bolsillo del pantalón.
Tenemos que encontrar a los chicos —susurró Carmen—. Tengo un mal presentimiento.
Ángela la guió hasta la habitación donde habían estado antes. Se escondieron debajo de una mesa que cubrieron con un mantel raído.
Préstame el diario —dijo Carmen. Con la luz del celular lo revisó—. Si esto es tuyo das miedo, amiga.
Es mi diario pero… —dijo Ángela señalando las imágenes en tinta roja que llenaba las páginas— yo no dibujo tan bien.
La página mostraba a una niña lamiendo lo que parecía una chupa chups pero al observar bien era un ojo en un lápiz. Al lado estaba un hombre, dormido o inconsciente, que usaba sombrero de detective.
Parece Sergio…—dijo Carmen susurrando y dio vuelta a la página, otra imagen apareció: un hombre muy delgado con el torso desnudo y maniatado observaba a la niña mientras gritaba— Este podría ser Roberto…¿no crees?
¿Qué demonios? —Ángela se sentía muy inquieta, quería largarse.
Carmen pasó página y una sola palabra, repetida una y mil veces, escrita con furia en color sangre apareció en el papel: Raúl.
Ángela ahogó un grito de sorpresa y Carmen salió del escondite, temblando y mirando a su amiga con terror, quien no entendía la reacción de Carmen.
¿Qué le hiciste a los chicos, Ángela? —preguntó Carmen temblando.
¿Yo?
Dijiste que es tu diario… ¿Qué le hiciste a Sergio? ¿Y Roberto? ¿Dónde está Raúl?

* * * (...) * * *

Find the lady of the ligth gone mad with the nigth, that´s how you reshape destiny…
Encuentra a la dama de la luz enloquecida con la noche, así es como volverás a dar forma al destino…
La canción era muy buena… jodidamente adecuada… Raúl la puso de nuevo y volvió a la escritura.

* * * (...) * * *

¡No hice nada! —gritó Ángela— ¡Estás alucinando!
No lo noté antes por la oscuridad, pero lo vi cuando te cubriste la boca, si tu no hiciste nada… ¡Entonces explica esto! —gritó Carmen a su vez señalando las manos de Ángela.
La mujer levantó las palmas y a la luz del celular vio sangre entre seca entre las uñas y en las mangas de la chaqueta que se quitó al momento, también tenía la blusa llena de sangre y mugre.
Carmen corrió lo más a prisa que pudo, pero su maldita pierna en recuperación la torturaba con pinchazos de dolor mientras bajaba la escalera. Llamó a  gritos a sus compañeros a pesar de saber que estaban muertos. Tenía que encontrar a Raúl antes que ella.

* * * (...) * * *

In the dead of night she came to him with darkness in her eyes, wearing a mourning grown, sweet words as her disguise…
En lo profundo de la noche ella vino a él con la oscuridad en sus ojos, vistiendo de luto, dulces palabras como disfraz…
Cada vez que escuchaba la canción era más apropiada, la música le llenaba la mente, y la llenaba de palabras; no podía dejar de escribir…y escuchar.

* * * (...) * * *

Carmen atravesó el salón cojeando, buscó su mochila decidida a largarse pero su mente le jugaba malas pasadas.
¡Carmen, no me dejes aquí! —gritó Ángela en la planta alta.
No hizo caso, salió y se dirigió al auto.
¡Raúl! ¡Raúl! ¡Raúl! —gritó desesperada.

* * * (...) * * *

Now, if its real or just a dream the mystery remains, for it’s said in moonless nights the may still haunt this place…
Ahora, si esto es real o solo un sueño el misterio permanece, se dice que en noches sin luna ellos aún embrujan este lugar…
Tendría que agradecerle a Carmen la recomendación. Aun le quedaba mucha historia que desarrollar pero el primer esbozo era prometedor y lo arreglaría con el ordenador. Un golpe en la ventanilla lo sacó de su ensimismamiento  y al girarse se encontró con la cara de Carmen que le gritaba desesperada:
¡Raúl, tenemos que irnos y buscar ayuda!
¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? —preguntó él y abrió la puerta.
Carmen entró por el lado del conductor y antes de que pudiera cerrar la puerta una mano como una garra la tomó del cabello y tiró de ella hacia afuera. Se aferró al volante con todas sus fuerzas y gritó de dolor.
Raúl, sin pensar y con la adrenalina al cien, enterró el bolígrafo en la mano que sacudía la cabeza de su amiga. La mano soltó a Carmen quien cerró la portezuela y encendió el auto  y se fueron a toda velocidad. Raúl se giró y vio a Ángela con el bolígrafo aun en la mano, maldiciendo y tratando de alcanzarlos.
¿Qué pasó? ¡Tienes que regresar! —gritó Raúl mientras su amiga conducía como loca por el camino rural que los había llevado a la casona.
No puedo! —dijo ella en un sollozo— ¡Están muertos! ¡Ángela los mató!
¡Estás loca! —trató de tomar el control del auto para obligarla a frenar— ¡Pará!
¡No! —Carmen manoteó para deshacerse de él— ¡Viene por ti! ¡Chingada madre! ¡Te estoy salvando! ¡Mira esto y deja de chingar!
Le lanzó el diario. Raúl comenzó a hojearlo quedando petrificado. No dijo nada hasta que Carmen se detuvo en una gasolinera camino a Ciudad Edén.
Llamaré a la policía. Si tengo razón los encontrarán y si estoy equivocada los rescatarán y ya veré…—dijo Carmen al bajarse del auto.
Asintió y al verla alejarse cojeando sacó el diario y su cuaderno de notas.
El diario contenía más dibujos que palabras pero él no las necesitaba. Su historia comenzaba con la frase “Él ha llegado esta tarde con dos regalos” y la primera página del diario mostraba a un hombre en penumbras entrando a la casona, cargando dos paquetes… sintió un escalofrío. A medida que leía su trabajo y lo comparaba con los dibujos en el diario el pánico se apoderó de él. Carmen tenía razón, la niña venía por él pues había sido él quien la había creado.
Sin embargo su escrito llegaba sólo hasta la parte en la que Carmen buscaba la salida, con la mochila ya en la espalda pero el diario tenía más dibujos garabateados.
Ángela siguiendo a Carmen.
Carmen y Raúl gritando dentro del auto.
Una mano con el bolígrafo encajado.
El auto en la carretera…
el auto en la gasolinera…
Carmen en la cabina telefónica…
Raúl solo en el auto…
La última página mostraba el auto destrozado y la cara de Raúl apenas visible entre los hierros retorcidos. Apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza para ver a un camión de transporte que se dirigía a toda velocidad hacia él.






jueves, 4 de mayo de 2017

Final por Shion

Seudónimo: Shion
    Autor: Robe Ferrer


   —¿Qué dices de un diario? —preguntó Carmen a la vez que se giraba. Vio que su amiga tenía un cuaderno; se veía viejo y estropeado. Cuando la miró a la cara, su semblante había cambiado. Sus ojos verdes se habían tornado totalmente negros y sin vida. En su pelo negro había aparecido un lazo de color azul para adornarlo.
—Según dijo Roberto mientras le torturaba, Raúl fue el que hizo el trato con mi madre. —Carmen se encontraba anonadada por lo que decía Ángela. Aquello no tenía sentido—. Contando me encuentro en la cabeza de esta mujer y no encuentro rastro del pacto, solo quedáis él y tú.
Antes de que Carmen reaccionase, la niña, manejando el cuerpo de Ángela, agarró a la mexicana por el cuello y la levantó algunos centímetros del suelo.
—Ahora, libérame o te infringiré un daño que podrás paliar ni con toda la morfina que llevas encima —amenazó.
Carmen no podía hablar debido a la presión que la mano de Ángela ejercía sobre su garganta. Meneaba la cabeza en señal de negación, sin saber a qué se estaba refiriendo la otra mujer. La presión sobre su cuello se aflojó para que pudiera hablar.
—No sé de qué carajo me hablas, suéltame Ángela.
—Mi madre hizo un pacto con uno de vosotros para que me encerrara dentro de un relato para vivir para siempre cautiva de mi aspecto infantil. La única forma de acabar con este maleficio es que el escritorzuelo borré lo que escribió.
Raúl hizo acto de presencia en la habitación en la que se encontraban. En cuanto vio lo que sucedía, se lanzó contra Ángela para tirarla al suelo y que soltara a Carmen.
La niña, en el cuerpo de Ángela, se elevó unos centímetros para flotar por el aire y situarse a la altura de Raúl. Le escupió a la cara y colocó su pulgares en la frente del muchacho, que gritó. La presión que ejercía era tal que Raúl empezó a marearse.
—Vas a contarme lo que quiero saber. —Se quitó la horquilla que sujetaba su lazo y la introdujo por las fosas nasales del hombretón y empezó a apretar y retorcer el tabique nasal del mismo hasta que se escuchó un crack por debajo de los gritos de Raúl. La sangre le manaba de la nariz de forma incontrolable.
Tras un golpe en la nuca, Ángela cayó al suelo junto a Raúl. A su lado, Carmen empuñaba un taburete. Volvió a golpear a su compañera en dos ocasiones más, y lo hubiera hecho una tercera, si Raúl no  la hubiera detenido.
—¡Maldita chingada, hija de mil padres! —le gritaba mientras intentaba zafase de Raúl para asestarle un nuevo golpe.
—Pará, no ves que no es ella, que algo la poseyó. La misma ha matado a Sergio y a Roberto, vi sus cuerpos en otra habitación salvajemente torturados.
—Ha dicho algo sobre un pacto con su madre, Raúl, ¿qué sabes de eso?
—No sé nada de ningún pacto.
La puerta de la habitación se cerró con un gran estruendo. Junto a ella se encontraba una niña con un viejo vestido y un lazo azul adornando su pelo. Una malévola sonrisa adornaba también su rostro.
Sin una gota de viento, su pelo comenzó a elevarse y los iris se le tonaron rojos. La dulce voz que debía ser infantil era ronca como la dejada por la cazalla. El vaporoso vestido también flotaba a su alrededor.
—¿Quién de vosotros hizo el pacto con mi madre? —bramó.
—La puta, con la nena —se asombró Raúl.
—No soy tan niña con creéis… Mi último cumpleaños tenía que haber soplado veinte velas, pero mi madre siempre me trató y me vistió como a una niña pequeña. Estaba tan enferma que pensaba que así me mantendría eternamente joven. Como se dio cuenta de que con eso no bastaba para capturarme en mi edad infantil, hizo un pacto con uno de vosotros; a cambio de fama, me maldijo y me encerró en este cuerpo hasta que se deshaga de ese escrito. No sé cual de vosotros dos hizo el pacto con la puta de mi madre, pero lo averiguaré y os obligaré a devolverme mi libertad.
—Ninguno de nosotros ha hecho tratos con tu… —comenzó Carmen.
—¡¡SILENCIO!! —bramó la muchacha—. No quiero más mentiras, os haré confesar por las buenas o por las malas.
Entonces se lanzó contra la mujer con la boca tan abierta que sus dientes parecían las fauces de un cepo para osos. En un acto reflejo, Carmen colocó su brazo derecho para protegerse del ataque. La mandíbula de su atacante se cerró con tal fuerza que le rompió el cúbito y el radio. El grito de dolor retumbó en toda la estancia.
Nuevamente, Raúl reaccionó para liberar a su compañera de la niña. Empujó a la pequeña que apenas se movió de su sitio, aun que sí que soltó a su presa. Carmen cayó de rodillas, sangrando por la mordedura y con el brazo destrozado debido a la misma.
La niña atacó a Raúl. Agarró el cuello del escritor argentino y comenzó a apretar. Al hombre le pareció ver que de los ojos de la chica salía un halo que se dirigía hacia los suyos. Se intentaba colar en él para saber si había hecho un pacto con su madre.
—Suéltale, o rompo el diario. —Ángela se había puesto en pie, aunque parecía que le costaba mantener el equilibrio. Sujetaba una de las hojas entre los dedos de su mano derecha mientras con la izquierda sostenía el resto del cuaderno.
—Adelante. Esa libreta no tiene ningún poder sobre mí. Al contrario, soy yo quién la manejo.
Entonces se lo demostró. El diario de la niña se deslizó de las manos de la barcelonesa seccionándole con una de sus hojas dos dedos de su mano diestra. Cuando llegó al suelo, se elevó de nuevo y comenzó a girar sobre sí misma como aspas de molino y rápidamente se dirigió hacia el cuello de Ángela. Segundos después, su cabeza y su cuerpo eran dos objetos sin vida independientes uno del otro.
—Ella ya no me servía para nada —comentó la niña a Raúl—. Ahora continuemos tú y yo.
El halo que le salía de los ojos penetró brevemente en los del argentino que se estremeció, pero no emitió ningún sonido. Un instante después, su cuerpo cayó al suelo con un agujero en el cuello. La niña le había arrancado la nuez, después la dejó caer junto a su antiguo dueño, llena de sangre.
—Tú tampoco fuiste, por lo que solo me queda la mexicana.
Se acercó a Carmen, que seguía en el suelo doliéndose de la mano.
—No, por favor, yo no hice pacto con nadie —gimió ante la llegada de la niña.
Empleando el mismo método que con Raúl, la niña se introdujo en la mente de la mujer y comenzó a sondearla. Cuando acabó, salió bruscamente de aquella cabeza. Mantuvo a su presa sujeta por las sienes unos segundos. Después retorció rápidamente su cuello haciéndolo crujir como el de un pollo. Carmen cayó hacia atrás, ya sin vida. Ninguno de aquellos cinco escritores era el que había pactado con su madre.
—¡¡Maldita hija de puta!! ¿Con quién hiciste el pacto? —gritó la niña fuera de sí—. Encontraré a ese escritorzuelo y le hare pagar lo que me hicisteis.

En cinco puntos diferentes del planeta, Roberto, Sergio, Ángela, Carmen y Raúl morían en sus casas fulminados por un infarto. Unos hechos que no pudieron ser relacionados entre sí, porque, aparentemente, no existía ninguna conexión entre los cinco casos.

Pero desde otro plano del universo, Pandemónium reía a la vez que miraba la casa de muñecas que aquella mujer le había regalado para sellar el pacto. La niña había matado a sus cinco compañeros de El Edén de los Novelistas Brutos porque ella lo había permitido (lo había escrito). Mientras tuviera en su poder aquella casa, nada podría evitar que su obra se convirtiera en el número uno de las ventas; aquel era el trato: la fama a cambio de mantener a su hija encerrada por siempre entre las palabras.
A su espalda, la puerta de la casita de muñecas se abrió y la niña con el lazo azul en el pelo cruzó su umbral. Por fin había descubierto el secreto para deshacerse del maldito escritorzuelo.

Final por Abram Gannibal

Seudónimo: Abram Gannibal
    Autor: Asier Rey Salas


   La casa se convirtió en un pandemonio de proporciones bíblicas. Carmen susurraba dioses toltecas mientras, a su alrededor, el mundo se volvía loco. Ángela había dejado de ser ella para transformarse en otro ser. Un ser extraño y aterrador, con los ojos en blanco, que no paraba de hablar.
Carmen intentó despertar a Ángela del trance en que se hallaba inmersa, pero el hechizo era más poderoso; ni a golpes conseguía hacerla despertar. Salió en busca de los demás, de Roberto, de Sergio, de Raúl. Penetró en una de las estancias, oscura como brea. Tardó en adaptarse a la penumbra y a la horrible escena que tenía lugar en la habitación.
Sergio, con las cuencas vacías. Roberto, convertido en piezas de puzzle humano. La sangre y el hedor inundaban lentamente los sentidos de Carmen, incapaz de procesar la barbarie. Sus amigos eran dos cadáveres y no encontraba una explicación racional para aquello. Casi sin tiempo para sollozar, un ruido horrible golpeó sus tímpanos y eliminaron toda posibilidad de reacción. Alguien gritaba a varios metros de allí.
Salió, con el corazón en un puño. Por si lo que acababa de ver no le había impresionado lo suficiente, aquella visión la dejó petrificada. Un ente luminoso, un ser espectral con aspecto de niña, permanecía de pie, rígida, frente a una Ángela que no paraba de hablar, entre lágrimas, a aquella chica de piel blanquecina, solamente rota por salpicaduras rojas por todo su cuerpo.
—Me acuerdo, sí, me acuerdo... yo tenía ocho años y me aburría, me aburría enormemente... así que me puse a escribir en mi diario, me lo regaló mi abuelita por mi Primera Comunión, era una niña solitaria y triste, no sabía qué hacer... me puse a escribir, a escribir sin saber ni qué decir... y las palabras fluyeron, y fluyeron... y entonces la escribí. Escribí una historia extraña, de una niña enana, de su madre y sus amantes... diablos, mis padres acababan de divorciarse y yo... yo solo quería expresar lo que sentía, decirle a aquel trozo de papel lo diminuta y frágil que me veía. Jamás pensé que, un día, todo se volvería realidad. De haberlo sabido te habría tratado mejor, te habría dado una vida plena. Te habría dado esperanza.
—Absolutamente conmovedor... ¡puta, más que puta! ¡Qué culpa tengo yo de tus traumas? ¿Por qué tuviste que crearme... así?
La niña lloriqueaba de forma sentida, casi impostada. Ángela seguía hablándole a aquella niña extraña que había aparecido tan de repente como los cadáveres de Roberto y Sergio. Entonces, pensó en Raúl. ¡Raúl! Con solo pensar en su broncíneo cuerpo, los músculos se le tensaban a Carmen y mascullaba oraciones entre dientes. No, por favor, Raúl no...
—¡Tú! ¿Qué coño estás mirando? —preguntó la niña.
—Tú... tú... eres...
—¡La zorra de las letras, soy yo! ¿Se puede saber qué quieres? ¿No ves que estoy teniendo una puta conversación con mi creadora?
—Tu... ¿qué?
—¡Anda y que te viole un ñu!
Acto seguido, la niña se vaporizó, para aparecer al instante junto a una aterrorizada Carmen. La niña se arqueaba sobre el cuello de su víctima, lentamente, como si estuviera meditando lo que iba a hacer a continuación.
Cuando Carmen ya se disponía a abrazarse a lo que aquel ente extraño tuviera a bien ofrecerle, un sonido hueco paralizó a los presentes y el espectro se apartó, sorprendido.
Era Raúl quien, con feliz puntería, había atinado sobre la cabeza de aquella niña malcriada, de aquella muñequita traslúcida. Solo la verborrea de Ángela deshacía el silencio reinante.
—Cuando te creé —oh, sí, te creé— a imagen y semejanza mía —como una diosa creadora—, nunca imaginé que alguien tendría que pasar por todo lo que mi mente volcaba sobre aquel diario. Te ruego que me perdones si has sufrido...
Raúl estaba ahí, de pie. Con la sangre descendiendo por sus marcados pómulos, haciendo de su cuerpo una fuente de la que manaba el néctar rojo de la vida. Observaba con atención a aquella estúpida criatura, que apenas minutos antes había estado a punto de acabar con él. Milagrosamente, él seguía ahí, de pie, ajeno a los males por los que habían sucumbido sus amigos. Hasta la niña pareció dudar.
—Yo... yo te he matado. Lo recuerdo como si hubiera sido hace cinco minutos.
—Hace falta algo más que un par de golpes para derrotarme, maldita bastarda. ¡Déjanos en paz, monstruo del averno!
La sonrisa de la niña heló hasta a Ángela, quien detuvo su estéril perorata.
—Uy, sí, me meo de miedo. ¿Quieres ver de qué soy capaz?
Con un solo gesto, los dedos de la niña se encendieron de fuego incandescente y brotaron llamas azules, que no tardaron en salir despedidas de su mano en dirección de Carmen. Esta no tuvo tiempo para nada, más que para sucumbir entre gritos al flamígero ataque.
—¡¡Carmen!!
Nadie pudo evitar que Carmen se derritiera ante los horrorizados ojos de los presentes. Raúl quiso llorar, maldecir, inmolarse en pos del bien ajeno, pero la fuerza de aquel ser era incontrolable. En un último y desesperado intento, lanzó un nuevo libro sobre la criatura. Aquel ejemplar de Los hermanos Karamazov se deshizo como una cometa en un tifón.
—¿Vas a matarme con un libro? Prueba con uno de los tuyos, ¡ja ja ja!
La burla le escocía casi tanto como la muerte que aquella hija de puta había sembrado a su paso. Totalmente abatido, Raúl grito a Ángela con todas sus fuerzas.
—¡Tú la creaste! ¡Tú debes saber cómo acabar con ella!
Ángela volvió de su ensimismamiento. Aquella criatura era hija suya... apenas pensarlo le provocaba el llanto. Era ella quien les había llevado a esa casa. Era ella quien había conseguido que acabaran con todos sus amigos... ¿acaso iba a ser ella quien terminara con la maléfica niña?
Miró en derredor, buscando la solución a su problema. Vio su viejo diario, que irradiaba una luz especial. Una chispa brotó en su mente y se abalanzó sobre él, embargada por la emoción. En pocos segundos, el libro había quedado hecho trizas y el semblante de Ángela se tornó impaciente, expectante. Entonces, para asombro de Raúl y Ángela, la niña bostezó pausadamente.
—Buen intento, biblioclasta de pacotilla. Sí, he usado la palabra biblioclasta, está en el puto diccionario. ¿Algo más que quieras hacer antes de morir?
Raúl y Ángela se acercaron lentamente, totalmente rendidos a los deseos de la niña. Iban a morir por aquel ente maléfico. Iban a fenecer, igual que todos sus amigos. Raúl, desde sus dos metros de altura, miró con delicadeza a Ángela y pensó que bien merecía la pena intentarlo una última vez, aunque fuera por ella.
 Lanzó un grito de desesperación y se abalanzó sobre la niña, con las manos convertidas en garras lastimantes. La niña no se arredó y esperó el ataque pacientemente, para esquivar graciosamente la embestida de Raúl y provocarle una ridícula caída. Estaba todo perdido.
¿Todo perdido? No, todo no; antes de que la niña pudiera carcajearse una vez más, Ángela la embestía como un ariete en un esfuerzo final. Esta vez sí, pilló a su rival de sorpresa y consiguió derribarlo. Los dos contendientes se enzarzaron en una enorme pelea, en la que volaban puñetazos y golpes despiadados, pero ambos sabían cómo había de acabar todo: con todos los escritores muertos  y aquella zorra espectral triunfante.
Entonces, Raúl tuvo un ataque de lucidez. Se acercó a la casa de muñecas, mansa y dócil como un San Bernardo, y rompió el tejado de un puñetazo. Entonces, la niña se mostró, por primera vez, verdaderamente nerviosa.
—¿Qué coño haces, trozo de mierda?
—Acabar contigo, hija de puta —y un nuevo golpe agrietó los cimientos de la casita de miniatura.
—Ni se te ocurra hacer eso. Ni se te ocurra...
—¿... hacer, qué?
Un tercer golpe destrozó la casa por completo. Apenas hubo tiempo para lamentos, pues la niña profirió un enorme alarido y su figura se desvaneció al instante. Todo había acabado.
Ángela y Raúl se miraron, aliviados. No tardaron en unirse en un cálido abrazo, felices de estar vivos. Habían sobrevivido a una completa pesadilla.
—Raúl, Raúl...
—Dime, Ángela —susurró, con lágrimas en los ojos.
—Te quiero.
—¿Me quieres?
—¿Me quieres decir qué vamos a decirle a la policía, eh?

Final por Dr. A tomar por el culo

Seudónimo: Dr. A Tomar por el culo
Autor: Sergio Bonavida Ponce


La espera en la sala médica se estaba haciendo más larga de lo habitual. Ángela odiaba cuando eso sucedía. Por suerte, llevaba un pequeño diario y un bolígrafo donde escribía notas en esos momentos muertos. En la soledad de sus pensamientos la escritora imaginaba la casa de muñecas e inmiscuía a sus conocidos del Edén: Carmen, Raúl, Roberto, Sergio y a ella misma. A lo mejor, porque el número de personajes se le estaba escapando de las manos, paró ahí, en el fatídico número cinco. Eso le recordó las palabras de Bukowski del quinto en discordia. Un exceso de figurantes empobrecía cualquier relato y pocos no pintaban el lienzo. La comparación mental entre el barroco y el gótico enfureció a Ángela. En los pequeños detalles se diseccionaba a un autor, en cada palabra, en las comas, en no escribir de más, ni de menos...
Miró en dirección a la pared. Ya llevaba cincuenta minutos de espera. «Afilad los lápices». Sí, esa -pensó- sería una buena frase para los lectores. Describió con maestría la aterradora casa de muñecas, el hilo conductor o el McGuffin innecesario, a pesar de su cuidada prosa el escrito aún no transmitía la carga emocional que quería captar en los futuros lectores, que además eran compañeros de armas. Los peores lectores que podía imaginar. ¿Añadir más sangre? No, eso ya estaba muy trillado, a pesar de ello las criaturas incompletas que pululaban en sus pesadillas vinieron a hacerle compañía. Los barrotes se tambalearon cuando la niña le dirigió una mirada torcida y escuchó el chapoteo del náufrago ahogado. ¡Monstruos! Eso eran, monstruos, todos ellos. Su pasión por los monstruos se la despertó el maestro Poe, Lovecraft y más tarde King, y junto a otros, azuzaron su vena literaria en dirección a la monstruosidad.
¿Y el motivo? Claro, su mente comenzó a rebuscar la clave de toda aquella disparatada historia. A esas alturas no importaba tanto el conflicto, sino encontrar un motivo convincente para reunir a aquellos cinco personajes en torno a la casa de juegos, la mansión, los monstruos, y narrar algo sorprendente. ¿Habían llegado por casualidad a la casa? ¡No! Claro, que no. Entonces, pensó fugazmente en aquella niña. Fue ella quien los llamó. La niña. Un problema menos. Anotó el motivo.
Y la trama, ¿cómo avanzar en la trama? Volvió a mirar el reloj del pasillo. Una hora y veinte minutos. Un bufido de exasperación escapó de su tráquea. La auxiliar escribía algo en el mostrador y no parecía que el Doctor tuviera prisa en acabar con el paciente previo. El malhumor de Ángela iba en aumento. Quizá fue ese sentimiento el que la impelió a cebarse, primero con Sergio, y después con Roberto. Cuencas vacías, ojos emergentes y la promesa de una muerte rápida. Mató a Sergio, después pasó el turno a Roberto. Necesitaba cebarse con ellos, explicar con todo lujo de detalles algún detalle macabro, para que la historia calara entre sus compañeros. Recordaba con exquisito lujo de detalles muchas de las autoimpuestas pautas secretas del Edén. «No se permiten historias pueriles», «Primero dispara, después escribe», «Sangrum cogito sum», y algunas tonterías más que había ido recopilando en su mente a lo largo de los años de camaradería.
Enseguida se le pasó el enfado. No era ella persona vengativa. Ni una escritorzuela, pasaba horas leyendo una sola línea hasta que conseguía dar con las palabras adecuadas, las justas, que le indicaran el camino. En aquel punto de inflexión, debía volver a la trama principal, centrarse en lo que realmente importaba. Se le aparecieron con total claridad los embusteros detalles psicológicos atribuibles a dos compañeros, plasmó a Sergio como un mediocre y a Roberto como un cobarde acusica que señalaba en dirección a Raúl. Sí, eso puede estar bien, pero ¿y las chicas?
¡Carmen! Apenas he hablado de ella. Esta es una historia de mujeres. El tiempo de los hombres ya había pasado hace tiempo, la inclusión de género había hecho mella en su psique a base de tanta deformidad publicitaria.
Las mujeres pueden -y deben- hacer lo mismo que los hombres. No importa que físicamente dispongan de menos fuerzas o que la biología de su musculatura sea inferior, el arma más poderosa es la mente.
Ese pensamiento le gustó. Y decidió plasmar la idea centrándose en las féminas. El colofón final de la trama se centraría en una tríada: Carmen, la niña y ella misma. La prodigiosa mente de la escritora era capaz de pensar en dos conceptos distintos al mismo tiempo, ese personaje, Ángela, le recordaba en parte a ella, pero no era ella. Es curioso pensar en ese desdoblamiento del escritor y el personaje imaginado, aunque sea un pálido reflejo de la personalidad del escribiente, algo de él persiste en la figura creada.
Acerca de Carmen... Algún indicio de su origen mexicano ayudaría a situar valiosamente al personaje. Claro, una pequeña inclusión con algún nombre del panteón mesoamericano ayudaría. ¡Quetzalcóatl! Pero no debía abusar de wikipedía, ni incluir mucha información acerca del dios, ¿fue Chejov quién escribió «la brevedad es la hermana del talento»? No importaba. La mano ávida escribía en las páginas del cuaderno, las palabras surgían con más rapidez de su mente de lo que su mano era capaz de trasladar, y las líneas, repletas de palabras, fueron rellenando el blanco lienzo. Agarraba con fuerza su bolígrafo, mientras escribía en el antiguo diario, ahora reconvertido a pequeña libreta de notas, los apuntes finales de esta obra en cinco partes. «Todo empieza a encajar». Llegaba el momento del clímax, el momento de la máxima inspiración, aquel instante que todo escritor desea después de una jornada preñada de pensamientos fructíferos, el parto ansiado. Las piezas encajaban, el final épico, sorprendente, extraño y único. Demasiados adjetivos, en una revisión posterior eliminaría unos cuantos. «Cuidar los detalles». No importaba, estaba a punto de suceder. La mente de Ángela había creado, gracias al hastío más asqueroso de aquella sala de espera, la catarsis necesaria para unir todas las piezas, flanquear la debilidad imaginativa y centrarse en los puntos que conformarían un buen relato. ¡La casa de muñecas! ¡El Diario! ¡Los escritores!
—Ángela Eastwood —llamó la auxiliar desde el mostrador.
«Cojones». Maldijo por lo bajo. Después de casi dos horas de espera tenían que llamarla justo en aquel momento. Un anciano surgía lentamente de la consulta mientras aún continuaba platicando banalidades con el Doctor. Este sonreía con fingida educación, pero su mano empujaba, en una extraña suma de educación y desentendimiento, al hombre en dirección al mostrador.
—Mónica le tomará nota para la siguiente visita. Un placer. Sí, sí. Adiós, adiós. ¿Ángela Eastwood?
Ella guardó a buen recaudo su viejo diario en el bolso. Su mente aún continuaba pensando en aquel maldito coitus interruptus literario, no quería que la conversación con el Doctor se alargara, todavía tenía la mente caliente, como ella decía a aquellos momentos orgiásticos de creación literaria. ¿No podían haber tardado cinco minutos más en llamarla? Solo unos minutos más y habría plasmado las lineras necesarias para continuar, para sorprenderles. ¡Joder!
El Doctor la hizo pasar a la consulta. Un extraño cuadro impresionista colgaba a la derecha. No comprendía la manía de los doctores de mostrarse proclives a esa clase de arte. Ojos colgando, relojes de arena agrietados y un mar de arena infinito se extendía en aquel asqueroso paisaje repleto de cadáveres mutilados y esqueletos rotos. Tomó asiento y el doctor sacó su historial médico. También examinó con tiento la pantalla del ordenador. Ella seguía pensando en la niña, la casa de muñecas y el final. Lo había tenido tan cerca, aún deslumbraba ese giro épico al final del pozo negro, después de la descarga que recorrió todo el cuerpo de su otro yo. ¿Y si le pedía permiso al Doctor para acabar de escribir durante un momento? No. Detrás de su impostada educación era un hombre intransigente, estúpido, grosero. De seguro le hubiera hecho esperar fuera y atender a otro paciente. Tampoco quería alargar aquel trámite, pero por dentro estaba airada.
—Lo lamento —Interrumpió sus pensamientos el hombre de bata blanca—, pero su seguro médico no cubre la operación.
Se levantó de la incómoda silla, agarró el respaldo y la echó para atrás.
—¡Doctor —arrastró la palabra lentamente mientras tomaba aire con fiereza—, a tomar por culo!

Final por Flander furiosito

Seudónimo: Flander furiosito
    Autora: Ángela Eastwood


    Con los vellos erizados Ángela lo abrió por la primera página y leyó en silencio:
6 de diciembre:
“Mamá tiene un nuevo novio. A mí no me gusta porque huele demasiado a colonia y siempre lleva el pelo aplastado; tampoco me gustan esos bigotes tiesos como ratas muertas. El otro día me mofé de ellos y me arreó un bofetón que me hizo sangrar los labios. Mamá no estaba, pero hubiera dado igual, ella nunca ve nada porque solo tiene ojos para su amante. Cuando ella está presente, él me sube sobre su regazo y me acaricia el pelo,  me hace trenzas y se inventa apodos dulces, que me va susurrando muy bajito al oído. Pedacito de bizcocho. Pechitos de miel. Mamá nos mira y ríe feliz y enamorada. Cuánto te quiere, Ángela —me dice—, tu nuevo papá te adora, no sabes la suerte que tienes. La odio, la odio con toda mi alma porque no quiere ver. Ojalá se mueran los dos”
—¿Por qué está aquí tú viejo diario? ¡Ángela! ¡Maldita sea! ¿Qué mierda es esta? ¡Joder!
Carmen zarandeó a su amiga, pero viendo que no reaccionaba le arrancó el viejo libro de las manos y continuó leyendo:
“Mamá ha comprado una vieja mansión con el dinero que nos dejó papá. La llaman la casa de las muñecas. Dice que es victoriana, hermosa, con una gran fuente de piedra y que los cristales de las ventanas son de colores; que cuando el sol se refleja en ellos las estancias parecen irreales, de cuento. Parece que le ha salido casi regalada. Yo no quiero irme de aquí, donde tan dichosa fui con papá cuando estaba vivo, pero ella dice que allí seremos muy felices, y que me ha preparado la mejor habitación, donde podré escribir mis cuentitos sin que nadie me moleste”.
—¿Tú viviste aquí? ¿Nos has traído tú a este puto infierno? ¿Tú eres la jodida escritora que hizo el pacto con la madre de esa víbora? ¡Pero cómo! ¡Si ya estaba muerta! ¿Y por qué?  —Carmen sintió que se le doblaban las piernas. El efecto de la morfina se iba pasando y la realidad resultaba espantosa.
Ángela no contestó. Recordó el día que llegaron a la casa, el frío que sintió al subir las escaleras que llevaban a aquel cuarto infantil. Su madre le dijo que no habían querido tocar nada, porque les pareció ideal. La habitación perteneció a una niña preciosa, llamada Anabel.
Ángela no vio a Carmen lanzar con rabia el diario y salir renqueando, desesperada. No vio tampoco como, creyendo a Sergio desahuciado, lo abandonó, medio ciego y sangrante;  ni cómo Raúl, en otro lado, cubría el cuerpo rígido de Roberto con su chaqueta, para que no tuviera frío allí donde fuera. No los vio montar en el coche y salir a toda velocidad. Todo daba igual. El asunto era entre la niña y ella.
La primera noche en la nueva casa, Ángela no pudo dormir. No temía a los fantasmas, tampoco a los monstruos, solo rezaba porque aquellos asquerosos dedos sucios de su padrastro no le arrancaran la manta. Como no creía en los fantasmas no supo cómo gestionar la aparición de aquella hermosa mujer que se sentó en el filo de su cama. Brillaba como un ángel.
—Va a venir, lo sabes —advirtió con una voz que parecía venir de muy lejos—. Llegará arrastrándose como lo que es: un gusano. Empujará la puerta conteniendo el aliento para que tu madre no despierte y se acercará luego, sigiloso, para que no grites. Pero tú ya no gritas ¿Para qué? Si nadie te oye, si nadie quiere oírte. Luego, apretando su miembro erecto contra la tela de tus braguitas, te susurrará palabras obscenas al oído mientras busca tus diminutos pechos bajo el pijama. Aún no se atreve a más, pero lo adivino encendido, casi loco de deseo. No va a tardar, ya no puede contenerse casi. Pero si haces algo por mí no vendrá más. Después de prometerlo, chasquearé los dedos y no recordarás nada, solo mi encargo.
Ángela escuchó la propuesta y aceptó aquel trato. Luego se acurrucó, tranquila, y por primera vez en mucho tiempo cerró los ojos sin miedo.
—¡Carmen! ¡No podemos dejar a Sergio allí! Demos la vuelta —exclamó Raúl, arrepentido.
—¡Maldita sea, Raúl! Ángela es la culpable de todo, Roberto a muerto por su culpa y Sergio agonizaba. La lucha es entre ellas dos. No arriesgaré mi vida por una par de culebras venenosas.
Ajeno a la lucha interna de sus amigos huidos, Sergio se incorporó muy despacio conteniendo las náuseas. Le dolía horrores la cabeza. Se tocó el rostro y allí seguía el jodido lápiz. Recordó cómo ella lo había hundido un poco más y no entendía cómo podía aún seguir vivo. Una carcajada le hizo estremecer. ¡La niña! Ya conocía demasiado su risa. ¿A quién le hablaba? Se acercó despacio a la habitación infantil y miró con su único ojo ¡Dios! Las piernas le temblaron y contuvo un sollozo. Su amiga, con la ropa hecha jirones, colgaba de la pared. Grandes clavos en sus palmas la mantenían sujeta y la sangre brotaba a borbotones bajando hasta sus pies desnudos. La niña del lazo azul, sentadita en el suelo, la miraba divertida.
—Ahora, así quietecita, me contarás con detalle qué diablos te dijo mi madre. Por cada mentira que me cuentes obtendrás, como premio, otro clavo.
—Tu madre era mala, del mismo modo que la mía era sorda y ciega, Anabel —alcanzó a susurrar Ángela, con las escasas fuerzas de que disponía—. Yo solo quería dormir tranquila. Ella confesó que tú la mataste de una forma salvaje y después, lejos de sentir algún tipo de remordimiento seguiste viviendo ajena al mal causado. No pagaste por el crimen. Me dijo: cuenta la historia de Anabel. Atrápala entre tus letras para que no pueda descansar en paz y te juro que ese padrastro tuyo jamás pondrá de nuevo los dedos sobre ti. Hazlo.  Escríbelo, sin miedo, sin remordimientos. No te preocupes: luego lo olvidarás todo, pensarás que es una historia salida de tu imaginación de escritora.
Sergio abrió la boca de puro pasmo. “Sin remordimientos”. Ese era el título de un libro que Ángela llevaba siempre en su maleta. Debía pensar, rápido. Abajo se escucharon pasos e intuyó que sus amigos habían vuelto. ¡Debía avisarles!
—¡El libro! —exclamó cuando estuvieron juntos—. ¡La niña está encerrada entre sus letras! Esas que Ángela escribió bajo un seudónimo. Hay que buscarlo y destruirlo. Si lo hacemos, la niña, que no es más que un personaje, desaparecerá.
La cabeza de Anabel giró ciento ochenta grados. Olió el peligro y se levantó de un salto. Encontró a Sergio agonizando en el suelo y le hundió el lápiz hasta el fondo. Plop. Luego corrió escaleras abajo, oteando el aire como un perro que busca su presa. Carmen y Raúl registraban furiosos la maleta de su amiga. ¿Dónde estaba el maldito libro? Raúl sacó su navaja y rajó la maleta y un volumen manoseado cayó al suelo. “Sin remordimientos”, firmado por F.F.
—¡Aquí está! —aulló de alegría.
—Déjamelo a mí, por favor  —suplicó Carmen, con los ojos enfebrecidos de dolor.
La primera hoja arrancada hizo retroceder a la niña. En sus ojos se adivinó de pronto un espanto desconocido. La segunda borró un poco sus mejillas y desdibujó sus labios. La tercera logró hacer tambalear sus piernas y la cuarta la hizo caer al suelo. Carmen arrancó una más y la niña gritó de dolor. Una mano desapareció. Otra hoja y la otra mano. Luego sus zapatitos de charol. Carmen arrancó otra más y la estrujó entre sus dedos, con rabia, con un placer fiero. La niña se llevó las manos al corazón, sintiendo justo allí las uñas de Carmen. Carmen, que sonreía y sonreía a medida que arrancaba las páginas de aquel libro, que no era un libro, sino una cárcel.
—¿Quieres poner el punto final, Raúl? —preguntó socarrona.
—Será un placer —dijo Raúl.
Raúl miró la última página. La acarició con los dedos y comenzó a romperla muy despacio, mirando a la niña a los ojos, sin parpadear. Cuando la página quedó totalmente desprendida, un lazo azul realizó una graciosa maniobra en el aire, para posarse, al fin, delicadamente en el suelo.
—Chicas  —dijo Raúl conduciendo—,  no más casas encantadas ¿De acuerdo? Al menos en un tiempo.