Seudónimo: Abram Gannibal
Autor: Asier Rey Salas
La casa se convirtió en un pandemonio de proporciones bíblicas. Carmen susurraba dioses toltecas mientras, a su alrededor, el mundo se volvía loco. Ángela había dejado de ser ella para transformarse en otro ser. Un ser extraño y aterrador, con los ojos en blanco, que no paraba de hablar.
Autor: Asier Rey Salas
La casa se convirtió en un pandemonio de proporciones bíblicas. Carmen susurraba dioses toltecas mientras, a su alrededor, el mundo se volvía loco. Ángela había dejado de ser ella para transformarse en otro ser. Un ser extraño y aterrador, con los ojos en blanco, que no paraba de hablar.
Carmen
intentó despertar a Ángela del trance en que se hallaba inmersa, pero el
hechizo era más poderoso; ni a golpes conseguía hacerla despertar. Salió en
busca de los demás, de Roberto, de Sergio, de Raúl. Penetró en una de las
estancias, oscura como brea. Tardó en adaptarse a la penumbra y a la horrible
escena que tenía lugar en la habitación.
Sergio,
con las cuencas vacías. Roberto, convertido en piezas de puzzle humano. La
sangre y el hedor inundaban lentamente los sentidos de Carmen, incapaz de
procesar la barbarie. Sus amigos eran dos cadáveres y no encontraba una
explicación racional para aquello. Casi sin tiempo para sollozar, un ruido
horrible golpeó sus tímpanos y eliminaron toda posibilidad de reacción. Alguien
gritaba a varios metros de allí.
Salió,
con el corazón en un puño. Por si lo que acababa de ver no le había
impresionado lo suficiente, aquella visión la dejó petrificada. Un ente
luminoso, un ser espectral con aspecto de niña, permanecía de pie, rígida,
frente a una Ángela que no paraba de hablar, entre lágrimas, a aquella chica de
piel blanquecina, solamente rota por salpicaduras rojas por todo su cuerpo.
—Me
acuerdo, sí, me acuerdo... yo tenía ocho años y me aburría, me aburría
enormemente... así que me puse a escribir en mi diario, me lo regaló mi
abuelita por mi Primera Comunión, era una niña solitaria y triste, no sabía qué
hacer... me puse a escribir, a escribir sin saber ni qué decir... y las
palabras fluyeron, y fluyeron... y entonces la escribí. Escribí una historia
extraña, de una niña enana, de su madre y sus amantes... diablos, mis padres
acababan de divorciarse y yo... yo solo quería expresar lo que sentía, decirle
a aquel trozo de papel lo diminuta y frágil que me veía. Jamás pensé que, un
día, todo se volvería realidad. De haberlo sabido te habría tratado mejor, te
habría dado una vida plena. Te habría dado esperanza.
—Absolutamente
conmovedor... ¡puta, más que puta! ¡Qué culpa tengo yo de tus traumas? ¿Por qué
tuviste que crearme... así?
La
niña lloriqueaba de forma sentida, casi impostada. Ángela seguía hablándole a
aquella niña extraña que había aparecido tan de repente como los cadáveres de
Roberto y Sergio. Entonces, pensó en Raúl. ¡Raúl! Con solo pensar en su
broncíneo cuerpo, los músculos se le tensaban a Carmen y mascullaba oraciones
entre dientes. No, por favor, Raúl no...
—¡Tú!
¿Qué coño estás mirando? —preguntó la niña.
—Tú...
tú... eres...
—¡La
zorra de las letras, soy yo! ¿Se puede saber qué quieres? ¿No ves que estoy
teniendo una puta conversación con mi creadora?
—Tu...
¿qué?
—¡Anda
y que te viole un ñu!
Acto
seguido, la niña se vaporizó, para aparecer al instante junto a una
aterrorizada Carmen. La niña se arqueaba sobre el cuello de su víctima,
lentamente, como si estuviera meditando lo que iba a hacer a continuación.
Cuando
Carmen ya se disponía a abrazarse a lo que aquel ente extraño tuviera a bien
ofrecerle, un sonido hueco paralizó a los presentes y el espectro se apartó,
sorprendido.
Era
Raúl quien, con feliz puntería, había atinado sobre la cabeza de aquella niña
malcriada, de aquella muñequita traslúcida. Solo la verborrea de Ángela
deshacía el silencio reinante.
—Cuando
te creé —oh, sí, te creé— a imagen y semejanza mía —como una diosa creadora—,
nunca imaginé que alguien tendría que pasar por todo lo que mi mente volcaba
sobre aquel diario. Te ruego que me perdones si has sufrido...
Raúl
estaba ahí, de pie. Con la sangre descendiendo por sus marcados pómulos,
haciendo de su cuerpo una fuente de la que manaba el néctar rojo de la vida.
Observaba con atención a aquella estúpida criatura, que apenas minutos antes
había estado a punto de acabar con él. Milagrosamente, él seguía ahí, de pie,
ajeno a los males por los que habían sucumbido sus amigos. Hasta la niña
pareció dudar.
—Yo...
yo te he matado. Lo recuerdo como si hubiera sido hace cinco minutos.
—Hace
falta algo más que un par de golpes para derrotarme, maldita bastarda. ¡Déjanos
en paz, monstruo del averno!
La
sonrisa de la niña heló hasta a Ángela, quien detuvo su estéril perorata.
—Uy,
sí, me meo de miedo. ¿Quieres ver de qué soy capaz?
Con
un solo gesto, los dedos de la niña se encendieron de fuego incandescente y
brotaron llamas azules, que no tardaron en salir despedidas de su mano en
dirección de Carmen. Esta no tuvo tiempo para nada, más que para sucumbir entre
gritos al flamígero ataque.
—¡¡Carmen!!
Nadie
pudo evitar que Carmen se derritiera ante los horrorizados ojos de los
presentes. Raúl quiso llorar, maldecir, inmolarse en pos del bien ajeno, pero
la fuerza de aquel ser era incontrolable. En un último y desesperado intento,
lanzó un nuevo libro sobre la criatura. Aquel ejemplar de Los hermanos
Karamazov se deshizo como una cometa en un tifón.
—¿Vas
a matarme con un libro? Prueba con uno de los tuyos, ¡ja ja ja!
La
burla le escocía casi tanto como la muerte que aquella hija de puta había
sembrado a su paso. Totalmente abatido, Raúl grito a Ángela con todas sus
fuerzas.
—¡Tú
la creaste! ¡Tú debes saber cómo acabar con ella!
Ángela
volvió de su ensimismamiento. Aquella criatura era hija suya... apenas pensarlo
le provocaba el llanto. Era ella quien les había llevado a esa casa. Era ella
quien había conseguido que acabaran con todos sus amigos... ¿acaso iba a ser
ella quien terminara con la maléfica niña?
Miró
en derredor, buscando la solución a su problema. Vio su viejo diario, que
irradiaba una luz especial. Una chispa brotó en su mente y se abalanzó sobre
él, embargada por la emoción. En pocos segundos, el libro había quedado hecho
trizas y el semblante de Ángela se tornó impaciente, expectante. Entonces, para
asombro de Raúl y Ángela, la niña bostezó pausadamente.
—Buen
intento, biblioclasta de pacotilla. Sí, he usado la palabra biblioclasta, está
en el puto diccionario. ¿Algo más que quieras hacer antes de morir?
Raúl
y Ángela se acercaron lentamente, totalmente rendidos a los deseos de la niña.
Iban a morir por aquel ente maléfico. Iban a fenecer, igual que todos sus
amigos. Raúl, desde sus dos metros de altura, miró con delicadeza a Ángela y
pensó que bien merecía la pena intentarlo una última vez, aunque fuera por
ella.
Lanzó un grito de desesperación y se abalanzó
sobre la niña, con las manos convertidas en garras lastimantes. La niña no se
arredó y esperó el ataque pacientemente, para esquivar graciosamente la
embestida de Raúl y provocarle una ridícula caída. Estaba todo perdido.
¿Todo
perdido? No, todo no; antes de que la niña pudiera carcajearse una vez más,
Ángela la embestía como un ariete en un esfuerzo final. Esta vez sí, pilló a su
rival de sorpresa y consiguió derribarlo. Los dos contendientes se enzarzaron
en una enorme pelea, en la que volaban puñetazos y golpes despiadados, pero
ambos sabían cómo había de acabar todo: con todos los escritores muertos y aquella zorra espectral triunfante.
Entonces,
Raúl tuvo un ataque de lucidez. Se acercó a la casa de muñecas, mansa y dócil
como un San Bernardo, y rompió el tejado de un puñetazo. Entonces, la niña se
mostró, por primera vez, verdaderamente nerviosa.
—¿Qué
coño haces, trozo de mierda?
—Acabar
contigo, hija de puta —y un nuevo golpe agrietó los cimientos de la casita de
miniatura.
—Ni
se te ocurra hacer eso. Ni se te ocurra...
—¿...
hacer, qué?
Un
tercer golpe destrozó la casa por completo. Apenas hubo tiempo para lamentos,
pues la niña profirió un enorme alarido y su figura se desvaneció al instante.
Todo había acabado.
Ángela
y Raúl se miraron, aliviados. No tardaron en unirse en un cálido abrazo,
felices de estar vivos. Habían sobrevivido a una completa pesadilla.
—Raúl,
Raúl...
—Dime,
Ángela —susurró, con lágrimas en los ojos.
—Te
quiero.
—¿Me
quieres?
—¿Me
quieres decir qué vamos a decirle a la policía, eh?
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