Seudónimo: Dr. A Tomar por el culo
Autor: Sergio Bonavida Ponce
La espera en la sala médica se estaba haciendo más larga de lo habitual. Ángela odiaba cuando eso sucedía. Por suerte, llevaba un pequeño diario y un bolígrafo donde escribía notas en esos momentos muertos. En la soledad de sus pensamientos la escritora imaginaba la casa de muñecas e inmiscuía a sus conocidos del Edén: Carmen, Raúl, Roberto, Sergio y a ella misma. A lo mejor, porque el número de personajes se le estaba escapando de las manos, paró ahí, en el fatídico número cinco. Eso le recordó las palabras de Bukowski del quinto en discordia. Un exceso de figurantes empobrecía cualquier relato y pocos no pintaban el lienzo. La comparación mental entre el barroco y el gótico enfureció a Ángela. En los pequeños detalles se diseccionaba a un autor, en cada palabra, en las comas, en no escribir de más, ni de menos...
Autor: Sergio Bonavida Ponce
La espera en la sala médica se estaba haciendo más larga de lo habitual. Ángela odiaba cuando eso sucedía. Por suerte, llevaba un pequeño diario y un bolígrafo donde escribía notas en esos momentos muertos. En la soledad de sus pensamientos la escritora imaginaba la casa de muñecas e inmiscuía a sus conocidos del Edén: Carmen, Raúl, Roberto, Sergio y a ella misma. A lo mejor, porque el número de personajes se le estaba escapando de las manos, paró ahí, en el fatídico número cinco. Eso le recordó las palabras de Bukowski del quinto en discordia. Un exceso de figurantes empobrecía cualquier relato y pocos no pintaban el lienzo. La comparación mental entre el barroco y el gótico enfureció a Ángela. En los pequeños detalles se diseccionaba a un autor, en cada palabra, en las comas, en no escribir de más, ni de menos...
Miró en dirección a la pared. Ya llevaba
cincuenta minutos de espera. «Afilad los lápices». Sí, esa -pensó- sería una
buena frase para los lectores. Describió con maestría la aterradora casa de
muñecas, el hilo conductor o el McGuffin innecesario, a pesar de su cuidada
prosa el escrito aún no transmitía la carga emocional que quería captar en los
futuros lectores, que además eran compañeros de armas. Los peores lectores que
podía imaginar. ¿Añadir más sangre? No, eso ya estaba muy trillado, a pesar de
ello las criaturas incompletas que pululaban en sus pesadillas vinieron a hacerle
compañía. Los barrotes se tambalearon cuando la niña le dirigió una mirada
torcida y escuchó el chapoteo del náufrago ahogado. ¡Monstruos! Eso eran,
monstruos, todos ellos. Su pasión por los monstruos se la despertó el maestro
Poe, Lovecraft y más tarde King, y junto a otros, azuzaron su vena literaria en
dirección a la monstruosidad.
¿Y el motivo? Claro, su mente comenzó a
rebuscar la clave de toda aquella disparatada historia. A esas alturas no
importaba tanto el conflicto, sino encontrar un motivo convincente para reunir
a aquellos cinco personajes en torno a la casa de juegos, la mansión, los
monstruos, y narrar algo sorprendente. ¿Habían llegado por casualidad a la
casa? ¡No! Claro, que no. Entonces, pensó fugazmente en aquella niña. Fue ella quien
los llamó. La niña. Un problema menos. Anotó el motivo.
Y la trama, ¿cómo avanzar en la trama?
Volvió a mirar el reloj del pasillo. Una hora y veinte minutos. Un bufido de
exasperación escapó de su tráquea. La auxiliar escribía algo en el mostrador y
no parecía que el Doctor tuviera prisa en acabar con el paciente previo. El
malhumor de Ángela iba en aumento. Quizá fue ese sentimiento el que la impelió
a cebarse, primero con Sergio, y después con Roberto. Cuencas vacías, ojos
emergentes y la promesa de una muerte rápida. Mató a Sergio, después pasó el
turno a Roberto. Necesitaba cebarse con ellos, explicar con todo lujo de
detalles algún detalle macabro, para que la historia calara entre sus
compañeros. Recordaba con exquisito lujo de detalles muchas de las autoimpuestas
pautas secretas del Edén. «No se permiten historias pueriles», «Primero
dispara, después escribe», «Sangrum cogito sum», y algunas tonterías más que
había ido recopilando en su mente a lo largo de los años de camaradería.
Enseguida se le pasó el enfado. No era
ella persona vengativa. Ni una escritorzuela, pasaba horas leyendo una sola línea
hasta que conseguía dar con las palabras adecuadas, las justas, que le indicaran
el camino. En aquel punto de inflexión, debía volver a la trama principal,
centrarse en lo que realmente importaba. Se le aparecieron con total claridad
los embusteros detalles psicológicos atribuibles a dos compañeros, plasmó a
Sergio como un mediocre y a Roberto como un cobarde acusica que señalaba en
dirección a Raúl. Sí, eso puede estar bien, pero ¿y las chicas?
¡Carmen! Apenas he hablado de ella. Esta
es una historia de mujeres. El tiempo de los hombres ya había pasado hace
tiempo, la inclusión de género había hecho mella en su psique a base de tanta
deformidad publicitaria.
Las mujeres pueden -y deben- hacer lo
mismo que los hombres. No importa que físicamente dispongan de menos fuerzas o
que la biología de su musculatura sea inferior, el arma más poderosa es la
mente.
Ese pensamiento le gustó. Y decidió
plasmar la idea centrándose en las féminas. El colofón final de la trama se
centraría en una tríada: Carmen, la niña y ella misma. La prodigiosa mente de la
escritora era capaz de pensar en dos conceptos distintos al mismo tiempo, ese
personaje, Ángela, le recordaba en parte a ella, pero no era ella. Es curioso
pensar en ese desdoblamiento del escritor y el personaje imaginado, aunque sea un
pálido reflejo de la personalidad del escribiente, algo de él persiste en la
figura creada.
Acerca de Carmen... Algún indicio de su
origen mexicano ayudaría a situar valiosamente al personaje. Claro, una pequeña
inclusión con algún nombre del panteón mesoamericano ayudaría. ¡Quetzalcóatl! Pero
no debía abusar de wikipedía, ni incluir mucha información acerca del dios, ¿fue
Chejov quién escribió «la brevedad es la hermana del talento»? No importaba. La
mano ávida escribía en las páginas del cuaderno, las palabras surgían con más
rapidez de su mente de lo que su mano era capaz de trasladar, y las líneas,
repletas de palabras, fueron rellenando el blanco lienzo. Agarraba con fuerza
su bolígrafo, mientras escribía en el antiguo diario, ahora reconvertido a
pequeña libreta de notas, los apuntes finales de esta obra en cinco partes.
«Todo empieza a encajar». Llegaba el momento del clímax, el momento de la máxima
inspiración, aquel instante que todo escritor desea después de una jornada preñada
de pensamientos fructíferos, el parto ansiado. Las piezas encajaban, el final
épico, sorprendente, extraño y único. Demasiados adjetivos, en una revisión
posterior eliminaría unos cuantos. «Cuidar los detalles». No importaba, estaba
a punto de suceder. La mente de Ángela había creado, gracias al hastío más
asqueroso de aquella sala de espera, la catarsis necesaria para unir todas las
piezas, flanquear la debilidad imaginativa y centrarse en los puntos que
conformarían un buen relato. ¡La casa de muñecas! ¡El Diario! ¡Los escritores!
—Ángela Eastwood —llamó la auxiliar
desde el mostrador.
«Cojones». Maldijo por lo bajo. Después
de casi dos horas de espera tenían que llamarla justo en aquel momento. Un
anciano surgía lentamente de la consulta mientras aún continuaba platicando
banalidades con el Doctor. Este sonreía con fingida educación, pero su mano empujaba,
en una extraña suma de educación y desentendimiento, al hombre en dirección al
mostrador.
—Mónica le tomará nota para la siguiente
visita. Un placer. Sí, sí. Adiós, adiós. ¿Ángela Eastwood?
Ella guardó a buen recaudo su viejo
diario en el bolso. Su mente aún continuaba pensando en aquel maldito coitus
interruptus literario, no quería que la conversación con el Doctor se alargara,
todavía tenía la mente caliente, como ella decía a aquellos momentos
orgiásticos de creación literaria. ¿No podían haber tardado cinco minutos más
en llamarla? Solo unos minutos más y habría plasmado las lineras necesarias
para continuar, para sorprenderles. ¡Joder!
El Doctor la hizo pasar a la consulta.
Un extraño cuadro impresionista colgaba a la derecha. No comprendía la manía de
los doctores de mostrarse proclives a esa clase de arte. Ojos colgando, relojes
de arena agrietados y un mar de arena infinito se extendía en aquel asqueroso
paisaje repleto de cadáveres mutilados y esqueletos rotos. Tomó asiento y el
doctor sacó su historial médico. También examinó con tiento la pantalla del
ordenador. Ella seguía pensando en la niña, la casa de muñecas y el final. Lo
había tenido tan cerca, aún deslumbraba ese giro épico al final del pozo negro,
después de la descarga que recorrió todo el cuerpo de su otro yo. ¿Y si le
pedía permiso al Doctor para acabar de escribir durante un momento? No. Detrás
de su impostada educación era un hombre intransigente, estúpido, grosero. De
seguro le hubiera hecho esperar fuera y atender a otro paciente. Tampoco quería
alargar aquel trámite, pero por dentro estaba airada.
—Lo lamento —Interrumpió sus
pensamientos el hombre de bata blanca—, pero su seguro médico no cubre la
operación.
Se levantó de la incómoda silla, agarró el
respaldo y la echó para atrás.
—¡Doctor —arrastró la palabra lentamente
mientras tomaba aire con fiereza—, a tomar por culo!
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