lunes, 21 de octubre de 2019

Cola anillada, cola cortada

—Aplique la anestesia —indicó el doctor—. En cuando haga pleno efecto tenemos que suturar.
—Con todo lo que se ha metido este tío, dudo que necesite mucha anestesia —comentó la enfermera.
—Un quirófano no es el sitio apropiado para gastar bromas, y menos de ese tipo. —El cirujano miró la cara del paciente a la espera de saber que la anestesia había hecho su efecto y podía comenzar con la operación.
Fuera, había una pareja de policías custodiando al individuo que iba a ser operado. Estaba detenido por intento de violación. Su víctima le había amputado el pene de un mordisco. Los policías le habían dicho al cirujano que se estaba registrando la zona donde le habían encontrado, con la esperanza que encontrar el trozo de pene que le había sido amputado.
***
El inspector Maldonado entró en la sala donde le estaban tomando declaración a una chica como víctima de una agresión sexual. Cuando tuvo noticia del suceso, envió a Lucas y a Vega al hospital a interrogar al detenido en cuanto despertase de la anestesia. Por lo que pudo apreciar, la muchacha se había puesto demasiada sombra de ojos, y aquello le daba un aspecto siniestro, como los muertos vivientes de las películas de serie B que veía en su juventud. Llevaba el pelo teñido de una manera extraña. Era morena, pero se lo había teñido con líneas horizontales rubias. Nunca había visto un teñido así.
—En la plaza de las Palmeras —respondía la chica a las preguntas de la policía que le estaba tomando declaración—. Unas calles antes me había separado de mis amigas para ir a mi casa.
La chica miró hacia Maldonado y continuó con su declaración.
—Escuché pasos detrás de mí, pero cuando me giré no vi a nadie. Seguí caminando, cada vez más rápido, pero los pasos continuaban allí. La siguiente vez que me giré sí que vi a un hombre que me seguía. Cuando quise darme cuenta se me había echado encima. —La chica sollozó, sacó un pañuelo de su bolso y le limpió—. Me dijo que no gritara. Me obligó a ir a un callejón oscuro y me mandó bajarme los pantalones. A mí me temblaban las manos y casi no podía hacerlo. Se empezó a poner nervioso y me dio un golpe en la cara.
—¿La golpeó a usted con algún objeto? —intervino el inspector.
—No, fue un tortazo, pero más con el brazo que con la mano. Creo que iba tan pedo que no midió bien.
La chica metió de nuevo la mano en el bolso y sacó una goma de pelo. Se recogió la melena en una cola de caballo. La mechas horizontales le daban a aquel peinado un aire más extraño aún que cuando lo tenía suelto. Maldonado pudo ver que la policía que le tomaba la denuncia tenía sobre su mesa un ejemplar de Opopónaco. Hacía apenas dos días que él mismo había estado en la presentación del libro y había charlado con su autor, Raúl Ógar.
Las manos y la ropa de la chica todavía estaban manchados de la sangre, ahora ya seca, de su agresor. Aunque se había lavado tras la toma de muestras por parte de la Policía Científica, no se le había quitado del todo.
—Con el golpe caí de rodillas, y en esa posición me quedé, cubriéndome la cabeza por si me pegaba más golpes. Pero se acercó, me agarró por la coleta y me dijo que le hiciera una mamada. Ya tenía la polla en la mano y la acercó hasta mi boca… Me obligó a abrirla tirándome más fuerte del pelo. Cuando me la metió dentro, no dudé un instante y mordí con todas mis fuerzas. Aparté la cara y escupí el trozo que le había arrancado.
»Ya me había soltado y no hacía otra cosa que gritar e insultarme. Debió ser eso lo que alertó a los vecinos y llamaron a la Policía, porque yo solo pude irme corriendo y llorar. —Las lágrimas de nuevo afloraron a las comisuras de los ojos (si es que en algún momento del relato habían cesado)—. En la avenida principal me encontré con un coche de policía y le conté lo sucedido. Avisaron por radio y, al rato, me dijeron que no me preocupara que mi agresor ya había sido detenido. Después de ir al médico me trajeron aquí.
» Necesito ir al aseo, por favor.
—Sí, por supuesto —respondió la funcionaria; sacó una llave del cajón del escritorio y acompañó a la muchacha hasta los baños. Aguardó en la puerta hasta que acabara.
***
—¿Tenemos alguna noticia del miembro amputado? —preguntó el doctor a los policías que estaban en la puerta del quirófano.
—Ninguna. Los compañeros han rastreado la zona y las calles aledañas por las que dijo la chica que había huido, y no han encontrado nada —le informaron.
—Lo siento por él —aunque se lo merece, dijo para sí—, pero vamos a tener que suturar la parte que aún tiene; si esperamos más, nos arriesgamos a que se necrose la zona y que se pueda infectar. —Y dicho esto entró de nuevo al quirófano para realizar su trabajo. Cuando acabó la operación, condujeron al paciente a la habitación donde sería custodiado por los policías e interrogado cuando despertase.
***
La chica entró en el cubículo del retrete y abrió el bolso. De él sacó un pañuelo arrugado manchado de sangre y lo desenvolvió. En su interior guardaba el trozo de pene amputado. Lo tiró al inodoro y accionó la cisterna haciéndolo desaparecer para siempre.
—Así aprenderás a no abandonarme.
***
—¡Jefe! — entró gritando Vega. Su compañero Lucas venía tras él intentado recuperar la respiración. Se notaba que había ido corriendo—. ¿Dónde está la chica?
—En el baño —respondió Maldonado—. ¿Por qué?
—Porque hay que detenerla de inmediato. La cosa no sucedió como nos ha contado. Hemos hablado con el detenido y con varios de sus amigos y todos nos han dado otra versión diferente. También hemos visto unas grabaciones de las cámaras de seguridad que había por la zona y las versiones coinciden con lo que ve en las imágenes.
—Contadme lo que sepáis.
—Pues los amigos nos han dicho que a la chica no la conocían de nada. Que salieron a celebrar la despedida de soltero de uno de ellos. Ya sabe cómo van estas cosas: ir a cenar y luego beber hasta que no les entra más. Vamos, que iban como las Grecas.
»Entonces, cuando se iban a una discoteca, a la altura de la plaza de las Palmeras, se les acercó una chica con los ojos muy maquillados y una coleta a con mechas horizontales y les dijo que quién quería follársela.
—No, según varios amigos, lo que dijo fue "¿Quién quiere follar con un mapache?". Y empezó a frotarse con ellos, sobre todo con el detenido —interrumpió Lucas.
—Eso. Pensaron que estaba borracha y empezaron a hacer el idiota, que si tú, que si yo… en fin, que al final engancharon al detenido y le dijeron "Tú, Gonzalo, que eres amante de los animales". Y el muchacho se fue con la chica que lo llevó hasta un callejón. Luego los amigos se fueron a sus casas y no tuvieron más noticias de él hasta que hemos ido nosotros a interrogarlos. Los tenemos a todos identificados y citados para declarar a lo largo de la mañana.
—¿Qué os ha dicho el detenido? ¿Sabía quién era la chica y por qué le hizo eso? —preguntó el inspector. Esta vez fue Lucas quien respondió.
—Nos dijo que fueron a un callejón, allí la chica se ofreció a hacerle una felación con el resultado que todos conocemos. También nos dijo que sí que sabe quién es la chica, pero que no la reconoció por la noche. Que se ha dado cuenta de que era ella pasado el rato. Nos ha dicho que se llama Sonia Díaz, que fueron juntos al colegio en primaria. Con once años encontraron un mapache herido y lo cogieron para cuidarlo. Cuando se recuperó, decidieron devolverlo a donde lo habían encontrado, en la ribera del río. Al llevarlo allí, no sabe que le pasó al bicho, que se lanzó contra su amiga y comenzó a morderla. La chica tropezó y cayó al río. Confesó que se asustó y salió corriendo en lugar de intentar ayudarla. Murió ahogada. Lo hemos comprobado.
—Si está muerta no puede ser ella, vamos a ver quién es la muchacha que está aquí y por qué le ha arrancado la polla al chico.
Los tres acudieron hasta los aseos femeninos. Le preguntaron a su compañera si la chica seguía dentro.
—Sí, está dentro. Acaba de tirar de la cadena —respondió.
Maldonado llamó a la puerta tres veces. Diez segundos después, y tras no obtener respuesta, llamó con más insistencia. Tampoco obtuvo contestación.
—¿Señorita, se encuentra bien? —Silencio. Larga pausa—. Mierda, no responde.
—¡Apártese de la puerta, la voy a forzar! —Vega cogió dos pasos de carrerilla y cargó con el hombro contra la endeble madera. Hizo saltar los cierres y la puerta chocó con violencia contra la pared. Para sorpresa de todos, el cubículo se encontraba vacío. A excepción de un objeto.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó retóricamente el inspector Maldonado.
—De aquí no ha salido —dijo la policía—, y no hay otra puerta ni ventanas por los que haya podido huir.
En el interior del cubículo solo había un pañuelo de papel lleno de sangre tirado en el suelo.

Consigna principal: Escribir un relato basándose en la noticia del mapache.
Consigna secundaria: Hacer mención al libro Opopónaco de Raúl Ógar.

Opopónaco

Estaba casi todo el pueblo frente al televisor de Mou cuando se emitió la noticia: en Chamberlain, una hembra de mapache había arrancado el pene a un ciudadano ruso mientras este la sodomizaba; parece ser que en medio del forcejeo el animal se revolvió colérico y le atizó un salvaje mordisco, luego salió corriendo con el pellejo entre los dientes. El ruso, de cuarenta y cuatro años, se encontraba en esos momentos ingresado en el Miles Memorial de Bristol y, según fuentes hospitalarias, su estado no revestía gravedad, aunque había sido imposible la reconstrucción del falo, puesto que el colgajo fue encontrado unos metros más allá entre espumarajos y a medio masticar al lado de un cubo de basura. No se descartaba, anunciaba este enviado antes de entregar la conexión, que el animal tuviese la rabia.

Chamberlain, con solo noventa habitantes, aparecía con frecuencia en los medios. No hacía mucho había llovido piedras del tamaño de una naranja sobre el tejado de la iglesia de la calle Carlin, mientras en el resto de la aldea lucía un sol vigoroso. Y un poco antes de la mencionada precipitación, un percherón moteado corrió varios kilómetros con un stand de mermeladas de Maine enganchado en la grupa, derribando todo a su paso hasta que se desplomó reventado. Sí, en Chamberlain sucedían cosas de lo más extravagantes,  pero nada parecido a lo ocurrido unos años atrás. Por eso, cuando el enviado entregó la conexión para dar paso a los deportes, en el bar de Mou todos se miraron en silencio.

Tres años antes del asunto del mapache, Donna Phibodeau había encontrado a una de sus ovejas salvajemente mutilada en medio de un charco de espumarajos. La autoridad competente concluyó que bien podría tratarse de algún lobo de los que merodeaban  por la zona y se procedió a su busca y captura, declarando entre tanto el estado de alerta. Unos días después el pequeño Bobby fue encontrado con la yugular destrozada cuando iba camino de la escuela, en mitad de un charco de sangre; también fueron hallados restos espumosos alrededor de las innumerables dentelladas.

Unas semanas antes de la muerte del chiquillo llegó al pueblo Rául Ógar, el conocido y laureado escritor; un tipo guapo, de hablar pausado y maneras muy finas; entre sus innumerables éxitos contaba con algunos best sellers que habían sido llevados a la gran pantalla y un sinfín de larguísimas novelas traducidas a varios idiomas. Su llegada fue un revuelo mediático, todo el mundo quería conocerle, estrechar su mano y tal vez llevarse un ejemplar firmado para colocarlo bien visible sobre la chimenea. Tras la efusiva acogida el tipo bajó al pueblo, compró leña para todo el invierno, suficiente cinta para la Remington y abundante papel de escribir. Luego no asomó más que para abastecerse de nuevos víveres y algo de whisky para calentar el estómago y avivar la imaginación.

Está sucediendo de nuevo —dijo Mou, lapidario, mientras lanzaba vaho a un vaso.

Deberíamos haberlo matado —contestó Melisa suspirando.

Yo no recuerdo nada antes de su llegada —confesó el señor Phibodeau apoyado en la máquina de vinilos. No se decidía entre Love me tender o Suspicious mind—. Es como si antes de ese libro no existiéramos.

Todos hemos leído Opopónaco  —suspiró Mou, comprobando la nitidez de un vaso al trasluz—. Esa novela es un calco de lo que ocurrió aquí aquel invierno. La lluvia de piedras, la muerte de Bobby, la del recién nacido de los Appels, que apareció... bueno, no creo que nadie haya olvidado eso; la vieja Martha, sentada en su mecedora con las mejillas arrancadas, en el porche de su casa. Tu oveja, Frank, partida por la mitad; las patas tras un arbusto, la cabeza en la oscuridad del cobertizo, devorados los ojos y la lengua.

Y las voces... —susurró Melisa vagando de una mesa a otra con los pelos blancos flotando como plumas—. A veces, en las noches heladas, llegaban mezcladas con el viento y se hacían más fuertes al doblar la esquina. Venían de muy lejos. No valía la pena correr ni taparse los oídos; yo las oía hasta durmiendo mientras mi pelo se iba volviendo más y más polvoriento. Opopónaco..., decían invariablemente, alargando la palabra, haciendo énfasis en la tilde y estirando cada O hasta su desaparición.

En otro lugar, Yaroslav miraba con horror la sábana blanca que le cubría: el maldito bicho lo había castrado. Ahora, en el centro de su cuerpo, se levantaba una provocadora tienda de campaña sostenida con apósitos; notaba la tensión de los puntos de sutura y la pesada hinchazón de los testículos. Posiblemente aquella rata asquerosa se los hubiera rajado también. Al ruso se le encogía el corazón de dolor cuando recordaba cómo corría la muy hija de puta con la mitad de su polla entre los dientes. ¿Y acaso no era una risa lo que oyó?

¡Estúpido, estúpido, estúpido! —bramó colérico, dándose sonoras hostias—. ¿Por qué coño no esperaste a terminar el trabajo? Joder, solo tenías que colocar ese último aparato de aire acondicionado, cobrarlo, arrastrar por los pelos a alguna zorra necesitada y follártela bien y luego, con los cojones vacíos, subirte al puto Plymouth y largarte sin más. Pero no, tenías que sujetar a ese bicho inmundo por el pescuezo, arrancarle los cachorros de las tetas e intentar meterle la puta polla, como si no hubieras podido cascártela como tantas veces, para salir del apuro. Y ahora se estarán meando de la risa, ellos acariciándose a escondidas la polla que aún conservan, ellas juntando las rodillas para sujetar la orina. ¿Y sabes que estarán diciendo? Que te está bien empleado, por gilipollas —exclamó tirándose de la cama loco de la ira. La imprudencia hizo que los apósitos se despegaran dejando a la vista la delicada piel anaranjada por el yodo.

A Melisa le vino la regla el mismo día que cumplió ocho años; esa primera sangre corrió por sus muslos y se derramó inocente entre sus zapatitos de color rosa, pero la siguiente se presentó con negros cuajarones y acompañada de horribles visiones; unos meses después ya tenía casi todo el pelo blanco y la mirada errante.

Sus pesadillas a veces no tenían sentido, pero en la carga de horror siempre conseguía ver algún detalle esclarecedor. Anoche, después de apagar la luz y cuando ya llegaba el sueño con sus jirones de niebla, algo apoyó su mejilla sobre la de ella, y no sintió terror porque el tacto no era desagradable, pero cuando abrió los ojos se encontró con una enorme boca negra e infecta llena de espumarajos amarillos. Y gritó, gritó con todas sus fuerzas, eso lo recuerda, pero no salió sonido alguno. Cuando encendió la luz supo que no había sido solo un sueño, por el vértigo insoportable de las piernas, por el dolor de la garganta y porque algo le gritaba en su interior que aquello volvía de nuevo, quizá dentro de otro cuerpo y bajo otra forma porque, al fin y al cabo, el mal siempre encuentra la manera y el vehículo.

Yaroslav arrastró su dolorido cuerpo hasta el viejo Plymouth y sonrió dichoso cuando el motor le regaló el viejo ronroneo. Un minuto antes la piel de toro de su asiento había recibido con un amor desmedido los restos del animalillo mutilado. Aquella bruja que se presentó como su enfermera había dado orden de quemar su ropa cuando en los noticieros se habló de un posible contagio de rabia, pero eso no le preocupaba, ahora tenía algo mucho más urgente que hacer: conducir hasta ese estercolero y poner orden hasta que todo el mundo dejara de reírse o hasta que no quedara nadie con boca para hacerlo. Sí, dijo en voz alta, eso es lo que haremos y  sonriendo feliz buscó en la radio su emisora preferida. El rugido de las llantas acelerando se mezcló con un alarido de los AC/DC.

Para un escritor no hay horarios.

Raúl miró el reloj:  las dos de la madrugada. Levantó las manos de la vieja y engrasada Remington y se dirigió a los altos ventanales extrayendo un cigarrillo del paquete abandonado sobre la mesa de caoba. Más allá una botella de Jack Daniels medio vacía, y más allá los huecos de las fotos de los hijos que no tenía. Acarició de pasada sus libros. Tantos ya. Cincuenta, sin contar los guiones, algún ensayo o esas milongas escritas para los aficionados de la escritura, donde aconsejaba mil chorradas en las que no creía. Escribir sale de dentro, pensó palpando la frialdad de los cristales, a escribir no se aprende ni se enseña. Dio una larga calada y el humo se estrelló contra la imagen que le devolvía el cristal.

Le fue bien con Opopónaco. Aquel lugar tenía una atmósfera onírica e irreal y la historia llegó rodando sin esfuerzo. Una mañana al abrir la puerta para ir en busca de leña se encontró con una ciclópea bestia echada sobre los tablones del porche. Estaba cubierta de barro, su respiración era sibilante y tenía pedazos de carne desprendida por todo el cuerpo, fruto tal vez del enfrentamiento con otra fiera. Conmovido, abrió la nevera y tomó una bandeja con pollo y patatas de la noche anterior y la empujó con el pie, precavido. El animal se acercó pesado y sin apartar los ojos ensangrentados del escritor, hundió las fauces en el plato. Al amparo del dintel, Raúl lo contempló fascinado mientras molía sin esfuerzo aquellos huesos y los tragaba con ansia entre gruñidos de placer. Cuando intentó recuperar el plato para ponerle más, el animal retrocedió y le enseñó los colmillos. Complacido, atrancó la puerta, sonriendo; le emocionaba hasta límites insospechados la honradez de ese odio endemoniado. 
Con el dinero de la primera tirada se compró una casa victoriana. Luego viajó un poco de aquí para allá, dio alguna conferencia, un par de charlas en distintas universidades  y escribió algunos relatos de terror que se vendieron muy bien. Así, de este modo, fueron pasando los meses, hasta que una noche Ed Coleman, su editor, lo llamó por teléfono para citarlo al día siguiente en su casita de la playa.
Querido, ha ocurrido una desgracia tremenda —declamó despacio, dramatizando mientras daba un sorbo a su Martini—: En Sidewinder, Colorado, un pueblo del tamaño de una de esas cajas donde mean los gatos, se han quedado sin ejemplares de Opopónaco. Yo no conozco ese meadero, de hecho si cayera un meteorito me importaría una mierda, pero ellos te adoran y reclaman más ejemplares. Pero yo he pensado algo mucho mejor: vamos a darle una segunda parte  —dijo Ed soltando el humo de su puro muy despacio, el Martini en la mano gordezuela, la cara roja, el botón del pantalón a punto de salir volando—. Y esta vez vamos a ir más allá. ¡Oye! No sé si has oído la historia esa del ruso. Al muy hijo de puta le ha arrancado la polla una hembra de mapache cuando intentaba follársela y parece ser que el bicho tenía la rabia. Ahora imagina: un paleto, que además está como una puta cabra, se despierta en una cama de hospital, intenta rascarse la polla y se da cuenta que no tiene, loco de furia y lanzando espumarajos se levanta, arrastra los güevos doloridos hasta el coche y sale zumbando. Por el camino, mientras la ira se va inflamando, adquiere unos cuantos "juguetitos" y mucha mucha munición. ¿Lo tienes? Pues a esto le añades rocanrol del bueno, unos cuantos kilos de psicología barata de la que le gusta al público, un poco de sexo sucio y lo agitas como tú sabes. Ah y esta vez si vas a meter alguna lluvia, que sea de sangre. El rojo es tan sensual...
Raúl lo miró divertido, sin perder de vista ese botón que bien podría ser letal como una bala si al final lograba desprenderse; como siempre desde hacía tantos años, escuchaba las manidas ideas de el bueno de Ed,  aunque la mayoría de las veces las desechaba sin prestarles atención, pero, joder, esto del ruso le gustaba mucho. Casi le parecía ver la sangre caer sobre las sábanas blancas de Melisa y al fondo, acercándose por el camino de tierra, el viejo Plymouth color verde ciprés. Tragando saliva sacó su libreta y comenzó a escribir de forma furiosa. Ya tenía un inicio.

Consigna principal: Escribir un relato basándose en la noticia del mapache.
Consigna secundaria: Hacer mención al libro Opopónaco de Raúl Ógar.

domingo, 20 de octubre de 2019

Al otro lado

Emma caminó por el largo corredor de piso ajedrezado, su paso era extraño, como si se deslizara. Su vestido de tafetán de seda oscura, que casi rozaba el piso, hacía que la ilusión óptica fuera perfecta. Se dirigía hacia los jardines del palacio, en donde Arthur, todas las tardes esperaba por ella.
Algunas veces hablaban sobre los chismes que circulaban por el palacio y otras tantas, la mayoría, se leían mutuamente los mejores libros que llegaban del exterior. El que habían leído ayer se titulaba "Smoking Dead", del gran autor Sergio Bonavida Ponce, un libro tan apasionante que devoraron en una tarde.
Si Arthur se encontraba ansioso era porque ayer, al terminar la lectura, y caer en cuenta que ya no quedaban libros para leer, Emma le había confesado que tenía un secreto y que la tarde siguiente se lo contaría. Él, que estaba perdidamente enamorado de ella desde la infancia, supuso que quizás Emma querría declarársele, cosa que él aún no se animaba a hacer; pero al indagarle al respecto, ella le respondió que había encontrado algo y mañana se lo mostraría. Eso lo dejó tranquilo, porque como cualquier caballero de la corte, quería ser él el que diera ese primer paso. Entonces, ¿qué había encontrado Emma y por qué tanto misterio?
Emma llegó sonriente, con su diadema sujetando su largo cabello y su brazalete de oro que encandilaba al mismo sol.
—¡Hola, Arthur! ¿Cómo estás, hoy? —preguntó Emma.
—Muy bien, querida Emma. En verdad, algo ansioso. Ayer me dejaste con una intriga que no me dejó dormir —respondió sonriéndole.
—¡No era para tanto, querido Arthur! ¿O tal vez sí? —dijo Emma entre carcajadas.
—¿Vas a contarme tu secreto o vas a reírte de mí toda la tarde? —respondió serio.
—Está bien, no te enojes. Pero antes de mostrártelo tenemos que hablar —concluyó Emma.
Se dirigieron hacia un claro en medio del bosque, se sentaron sobre un árbol caído y Emma comenzó a hablar.
—¿Recuerdas a finales del pasado año, cuando practicabas con la ballesta? Yo ya estaba aburrida de verte y me fui a caminar mientras recogía flores silvestres. Sin darme cuenta terminé del otro lado del palacio, al que tenemos prohibido ir —contó Emma.
—¡Oh, Emma! ¡Ese lugar es espantoso, jamás penetra el sol! ¡Y encima es peligroso! —exclamó Arthur.
—¿Vas a gritar como una niñita o vas a escucharme?
—Lo siento, continúa Emma... Es que ahí es donde se encuentran las habitaciones de... Flavius —respondió mientras con una mano se santiguaba y con la otra entrecruzaba los dedos índice y superior.  
Flavius era el hechicero de la corte. Todos le temían, excepto el rey Peter, quizás, aunque eso nadie lo podía asegurar. Como su concejero, estaba inmiscuido en todos los asuntos del reino. Todos sabían de sus poderes para profetizar y que rara vez fallaba, también de sus habilidades sobrenaturales y su interminable magia, pero lo más intimidante era el halo de oscuridad que emanaba de él.
Todos en el palacio bebían de sus pócimas, Arthur y Emma desde pequeños habían sido acostumbrados a beberlas a diario. Un brebaje inmundo que siempre iba acompañado de una extraña cápsula que debían tragar. La pócima de Arthur era para que en un futuro fuera un príncipe valiente capaz de sustituir a su padre, el rey. La de Emma, en un principio, era para que superara la muerte de sus padres, primos segundos del rey, que habían sido cruelmente envenenados cuando ella solo tenía tres años. El rey Peter la había recuperado de las cavernas donde se ocultaban los insurgentes que la habían secuestrado y la adoptó pensando que en un futuro sería una digna consorte para su Arthur. La pócima actual era para que fuese una princesa digna de él.
—A mí también me da miedo Flavius, pero lo vi salir con su maleta de piel oscura, la que lleva cuando atiende asuntos fuera de los límites del palacio. Cada vez que hace eso, regresa al otro día. Entonces decidí espiar, en ese momento pareció una buena idea —explicó con una sonrisa Emma.  
—¿Y lo fue? —preguntó inocente Arthur.
—Ya verás que sí. Hace casi un año que voy a escondidas cuando él sale y nunca me pasó nada.
La cara de sorpresa y miedo de Arthur lo decía todo, entonces Emma se apresuró a hablar antes que el "valiente" príncipe perdiera su valentía.
—Vamos yendo, Flavius se fue hoy al mediodía. No hay peligro —aclaró Emma.
Caminaron por los bosques circundando el palacio para no ser vistos. Cuando llegaron al lado prohibido, Emma se adelantó y extrajo una llave antiquísima, oculta entre las piedras del muro. Arthur la miró interrogativamente.
—Lo vi hacerlo mil veces —dijo.
 Entraron. Lo que más sorprendió a Arthur fueron las grandes diferencias con el resto del palacio, todo era oscuro y húmedo; un olor nauseabundo impregnaba el lugar y no había ninguna abertura que permitiera el ingreso de la luz del sol. El corredor estaba iluminado por antorchas hábilmente esparcidas, para dar la sensación de poca luz y mucha oscuridad, ¿y quién sabía que podía acechar en esas tinieblas? La respuesta era simple, nadie.
—¿Cómo hiciste para entrar aquí sola? —preguntó melindroso Arthur.
—¡Shhhhhhhhh!
Caminaron de la mano por un largo rato, Arthur notó que ese corredor iba en descenso.
—¿Notas que vamos bajando? —preguntó en susurros.
—Sí, Arthur. Ya falta poco.
Llegaron hasta una enorme puerta de madera bruñida, cuando Emma apoyó su mano en el pomo, Arthur imaginó el sonido que emitiría al ser abierta y no se equivocó. Parecía el grito agónico de una mujer a punto de ser asesinada por una bestia inenarrable.
Entraron a los aposentos de Flavius. El hedor parecía emanar de las mismas paredes. Distintos artefactos exóticos abarrotaban el lugar dándole un aspecto sucio y descuidado. La mesa de trabajo estaba repleta de pócimas, seguramente algunas eran las que ellos mismos bebían a diario. Arthur se estremeció. Emma se dirigió hacia un recodo al final de la estancia, allí había una pequeña puerta entreabierta y pasaron como si fuera su casa.
—¡Por Dios bendito y todos los Santos del cielo! —exclamó Arthur palideciendo.
—Tranquilo, Arthur, que es muy bueno. Mira —dijo acercándose Emma.
El dragón ocupaba casi toda la estancia. Descansaba apoyando su cabeza sobre las patas delanteras. Emma lo acarició en el hocico y una voluta de humo salió de uno de sus orificios nasales; al abrir los ojos y reconocerla, sacó su enorme lengua y lamió su mano.
—Ven Arthur, acércate que no muerde —pidió Emma.
—Mientras no me queme —murmuró.
Arthur se acercó, levantó su mano y con la punta de sus dedos lo rozó.
—Se alegra de verte, créeme. Ahora, Zu, muéstrale a Arthur lo que eres capaz de hacer —pidió Emma emocionada, por fin alguien más que ella podría verlo.
En ese momento, se oyó el ruido de la puerta al abrirse y un grito descomunal colmó el recinto.
—¿Quién ha osado entrar a mis aposentos? —rugió Flavius, lleno de cólera.
Emma y Arthur quedaron paralizados por el miedo. Entonces, Emma dijo:
—¡Rápido, Zu! ¡Envuélvenos y llévanos!  
Un sonido, como de papel al arrugarse, inundó el lugar cuando Zu, el dragón, desplegó sus enormes alas y las cerró en torno a ellos. Emma y Arthur se abrazaron y quedaron bajo una membrana de piel sin escamas. Al principio, solo había oscuridad acompañada de un olor acre que les hacía cosquillear la nariz, luego, como si estuvieran dentro de un caleidoscopio, muchos colores danzaron entre ellos y un aroma, extremadamente rico y dulzón, los envolvió. Cuando Zu abrió sus alas se encontraron ante un paraíso difícil de describir. Un jardín de una extensión inmensa los rodeaba, millones de flores diferentes, árboles frutales y animales de distintas especies convivían amigablemente. Varios dragones sobrevolaban el lugar. Algunas mujeres recolectaban frutas, mientras los hombres sostenían la cesta. Todo era perfecto y mágico.
Un camino de piedra bordeaba un caudaloso río, Arthur tomó a Emma de la mano y juntos empezaron a recorrer lo que sería una hermosa travesía…

Flavio Magnani, el enfermero a cargo del pabellón, dio el aviso inmediatamente después de ver a dos internos escapar por los sótanos del neuropsiquiátrico. Se activó el protocolo de evasión. Aunque los había visto desde lejos, estaba seguro que se trataba de Ema Ramírez y de Arturo Puerta, así se lo comunicó a Pedro Uriarte, el director.
—¿Alcanzó a darles la medicación, al menos? —interrogó irritado el director. Odiaba que pasaran estas cosas y más estando él en funciones.
—No, señor. A eso iba al sótano, a preparar la medicación de los internos, entonces fue cuando oí voces que venían desde la plataforma de carga. Fui corriendo pero ya era tarde, los vi saliendo —respondió intranquilo Flavio. Sabía que lo culparían a él por su fama de maltratar a los internos, pero este mequetrefe de director jamás se había quejado y no lo haría ahora.
—¿Está seguro, usted, que eran ellos? —preguntó el director.
—Podría jurarlo, señor. Si me quedaba alguna duda la descarté cuando encontré esto, es lo que siempre llevaba Ema Ramírez donde quiera que fuera, seguro se le cayó y al verme ya no pudo volver por él —respondió Flavio.
Adelantó su mano y en ella sostenía un pequeño dragón de felpa multicolor.

Consigna: Texto sobre imagen adjunta, mencionar la novela Smoking Dead de Sergio Bonavida Ponce.

Más vale solo

A veces pienso que ser el único superviviente de mi raza, en este planeta, tiene sus ventajas. Y en otras tantas maldigo mi suerte. Todo depende del pie con el que me levante por la mañana. De todas maneras, ya sea en un día optimista o en uno de perros, el exceso de tiempo junto con el aburrimiento hace que mi memoria se regodee en el pasado sin poder evitarlo.
En mis recuerdos, nos veo llegando a la Tierra. Todavía resuenan en mis oídos las risas que nos echamos cuando, a mi capitán, se le ocurrió presentarnos ante los terrícolas adoptando su misma fisionomía. Además, pensó que sería gracioso que lo primero que dijésemos al aterrizar fuera que veníamos en son de paz. ¡Como se lo tragaron! Al posar nuestras naves en cada una de sus capitales, sus líderes, al oír nuestro mensaje, ansiosos por recibirnos y no morir en el intento, se mostraron solícitos y amables, cubriendo cada una de nuestras necesidades como pago de una futura colaboración interestelar que les beneficiaría en todos los aspectos. Debimos acabar con ellos en ese mismo instante, pero nos apetecía jugar un poco. Ese fue nuestro mayor error.
Todo fue diversión en los primeros días. Los siete que formábamos la tripulación de cada nave disfrutamos como crías recién nacidas. Eso duró hasta que nos aburrimos y nuestra naturaleza guerrera nos incitó al Armagedón. Pensamos que, uniendo nuestro avanzado arsenal destructivo con nuestra poderosa forma original, esa a la que ellos llaman “de dragón”, vencer sería coser y cantar. No fue así. Subestimamos su capacidad de contraataque. Cierto es que la información que nos facilitaron nuestros antiguos exploradores, esos que vinieron a esta bola de barro hace siglos, había quedado obsoleta. Pronto supimos que las lanzas y espadas a las que ellos se enfrentaron en aquella primera visita habían evolucionado hacia armas más sofisticadas, pero creímos que aun así no eran una seria amenaza ante nuestra manifiesta superioridad. Por eso nos lanzamos, sin miedo, a un ataque total. Y ante esa invasión, ellos respondieron con sus armas nucleares. Todo se fue al traste. Lo que creímos que iba a ser un trámite se convirtió en una pesadilla.
Al final vencimos, pero pagamos un precio demasiado alto. De toda la flota estelar solo quedamos en pie mi nave y yo. Y no en muy buenas condiciones. Yo, con mi sangre envenenada y mi nave con todos los sistemas de comunicación fritos y sin posibilidad de remontar el vuelo. Menos mal que el soporte vital, ese que desarrollé para mantener a raya la infección radioactiva que invade mi cuerpo, durará eones. Una pena que no llegara a tiempo para salvar a mis compañeros. Y no puedo quejarme, ya que no extinguimos a todos los humanos. Han quedado los suficientes como para no pasar hambre. Además, ya no suponen una amenaza. Han involucionado hasta su Edad Media. Ahora son esclavos de sus miedos más ancestrales y me rinden pleitesía. Como hoy, que es uno de esos días por los que merece la pena seguir viviendo.
Ya oigo como se acercan. Vienen cantando alabanzas a su señor en un tono que deja claro que me temen y me odian a partes iguales. Me asomo al gran ventanal de mi sala de control y, desde las alturas, los veo peregrinar hacía mis dominios. Al frente de la comitiva, el presidente, un títere en mis manos. Detrás de él viene mi ofrenda, diez chicos y chicas vírgenes. Y en la retaguardia, sus familiares van llorando y suplicando ya que saben lo que les espera. Ya están a las puertas de mi fortaleza. Es hora de que comience el espectáculo. Abro la escotilla y salto al vacío. Sé que están deseando mi fallo y que acabe espachurrado contra el suelo. No les voy a dar ese gusto. Tras una grácil voltereta, se presenta ante ellos la bestia que domina sus pesadillas, veinte toneladas de puro músculo y maldad. Solo por reírme un rato, agito mis alas y los derribo a todos. El presidente, desde el suelo, intenta hablar. El sonido de su tartamudeo acaba con mi buen rollo. Con un gesto que no admite discusión, lo hago callar. No tengo ganas de lameculos.
Veo como la mayoría caminan hacia su destino como si fueran al patíbulo. Los surcos que van dejando en la tierra son la huella de su profunda desesperación. Solo una de las chicas avanza con la cabeza erguida. Me gusta. Vestida con una falda negra y un corpiño verde oscuro que se pega a sus magníficas curvas, el resplandor del sol en sus joyas hace que parezca que flote en un aura mística. Su cabeza, tocada con una tiara de hermosas filigranas, mira, desafiante, al frente. Acciono el control remoto y comienza a escucharse un lejano bombeo. La verdad es que todo es un paripé. Nunca he dejado nada al azar. La última vez elegí a un hermoso joven alto y musculado. Suerte que, al ser hermafroditas, cuando ya ha comenzado la transformación, podemos retozar con ambos sexos. Lástima que no aguantó lo suficiente. Veremos si hoy tengo más suerte. Ya sale el verde líquido por el caño que está frente a la muchacha. El resto de los candidatos, al ver que no han sido elegidos, intentan huir.
Antes de que puedan dar cinco pasos, en cualquier dirección, los ataco. Con un giro de ciento ochenta grados parto a tres con mi cola. Al mismo tiempo, con un movimiento de vaivén, lanzo un par de bocados con los que arranco la cabeza a dos de ellos. Que hermosa visión es ver como siguen andando, como pollos sin cabeza, antes de caer de bruces. A los cuatro últimos les arranco el corazón con mis garras sin pensármelo dos veces. Tan ocupado me ha tenido la masacre que las autoridades y familiares se han marchado sin despedirse. No pasa nada, ya volverán.
Al fin estamos solos la chica y yo. Es la hora del baile. Nos miramos a la cara. En sus reptilianos ojos puedo ver que ya está haciendo efecto la pócima. Cada poro de su piel exhuma deseo y lujuria. Acaricia mi cara y el contacto de sus dedos con mis escamas despierta a la bestia sexual que late en mi interior. Aun así, permanezco expectante. Las otras veces, a estas alturas, enormes protuberancias aparecían en sus cabezas para, a continuación, provocar el estallido de sus cráneos. Pero ella aguanta y entra en el exclusivo grupo de terrícolas que sobrevivieron al cambio. Quiero disfrutar de ello.
Para poder penetrarla, ya que la transformación completa todavía tardará en producirse, y yo ya no puedo aguantar más, me transformo en hombre y la poseo sobre los restos y la sangre de sus compañeros caídos. Por lo que transmite con sus jadeos, no parece que le importe lo más mínimo. Su cuerpo se acopla al mío respondiendo a mis empellones y mordiscos, llegando juntos al clímax. Tal es mi excitación que vuelvo a mi forma original de forma incontrolada. Ella, agotada, se deja caer en mis brazos. El éxtasis que ha sentido en esta su primera, y única vez, ha sido maravilloso. Lo sé. Lo veo en la pasional mirada que me brinda. Sin duda ella es diferente. Y por eso, antes de que se convierta en un ser tan poderoso como yo, la rajo de arriba abajo con mi garra derecha. Sin comprender nada, me mira con una expresión de sorpresa que me hace sonreír.
     — ¿De verdad creías que compartiría este planeta con alguien que en cualquier momento podría destruirme? Puede que la desidia me deprima un poco de vez en cuando, pero luego pienso que soy el puto amo de este planeta y se me pasa. Te doy las gracias, no sabes lo jodido que es que solo con los de nuestra especie podamos tener un orgasmo. Por eso todo este teatro. Bueno, te concedo que mueras en paz.
Agarro una pierna de uno de los chicos y comienzo a mordisquearla mientras veo cómo ella boquea desesperada. Dura más de lo que esperaba. Me ha dado tiempo a comerme cuerpo y medio. Una vez saciado, me llevo los despojos que quedan a mi nave para almacenarlos. Tras terminar esta dura jornada de trabajo, es hora de relajarse. Me dirijo a mi antiguo camarote, ese que he convertido en una biblioteca hecha a la medida humana, y me transformo de nuevo ya que es más cómodo coger los libros con manos que con garras. Tras sentarme en mi sillón favorito, retomo la lectura de “Smoking Dead”.
No hay duda de que en materia tecnológica no nos llegaban ni a la suela de los zapatos, pero en cuanto a literatura, nos pegaban mil patadas. Me ha costado pillarles el tranquillo, pero al final disfruto mucho con sus relatos. Y he de decir que este libro, en particular, está muy bien. La pena es que su autor, Sergio B. Ponce, esté tan muerto como, creo, casi todos los demás escritores de la historia. En fin, hasta que llegamos nosotros tuvieron tiempo de escribir mucho. No creo que me acabe todos estos libros en los mil años que calculo tardarán los míos en venir a rematar la faena.

Consigna: Texto sobre imagen adjunta, mencionar la novela Smoking Dead de Sergio Bonavida Ponce.

El mejor amigo para un muchacho

—¡Claro que soy cuidadoso! Faltaría más. Ya sabes, soy minucioso en cada uno de los trabajos. ¡No! ¡No dejo nada a la suerte ni doy oportunidad al azar! Pues limar con precisión las uñas para que queden con la curvatura adecuada es esencial. Coser con cautela cada cabello o cada trozo de piel como si fuera mío hasta que quede perfectamente engarzado es primordial. Pero para ello necesito tiempo. —El joven canturrea concentrado, pero el repiqueteo de su zapato contra el suelo delata su nerviosismo—. Tiempo y calma.
—¿Quieres estarte quieto? ¡Me irritas! Eso es lo que necesitas. ¡Calma! No te precipites, no cometas ningún error. Esta alocada forma de ser tuya acabará con los dos. ¿Tengo que recordarte aquello? Dime, ¿debo hacerlo?
—¡Vale! ¡Vale! Calla, déjame trabajar. Fue un error, he cometido un error. Lo sé. Lo mío me costó deshacerme del agente. El muy canalla tuvo serias dudas hasta el final sobre la nota de suicidio. No lo entiendo. ¿Tan extraño es en estos tiempos? Vamos, acuérdate de Betty Mood. O del señor Pinkerton. Reconozcamos que algo hizo «click» en sus cabezas y allá fueron. ¿Por qué no iba a ser cierto esta vez? —Da un puñetazo sobre la mesa haciendo saltar los ojos y algunos mechones de cabello mientras aprieta fuerte los dientes. —Bueno, todos nos volvemos locos de vez en cuando…
—Hay que ser cuidadoso con los detalles, como siempre te he enseñado. Un chico de bien no se deja llevar por la pasión y los arrebatos. Un buen muchacho siempre hace lo que debe hacer. —Él asiente obediente mientras cambia el hilo de coser de la aguja.  Sonríe de forma inocente.
—¡Pero por fin se ha ido! ¡Ahora soy feliz! No le echo de menos. Es indiferente para mí y así debería ser para ti—añade acariciando suavemente su pálida mano. —Yo, sin embargo, siempre estaré a tu lado.
—Era un buen hombre, reconócelo. Nos mantenía y el negocio iba tan bien… Qué has hecho, qué has hecho… Pero no es hora de lamentos ni de sacar a relucir el pasado. Seguiremos hacia adelante tú y yo juntos, como siempre hemos hecho.
—Así será —contesta el joven apartándose ligeramente del cuerpo para tomar distancia—. Así es.
—Nadie debe nunca saber nada sobre esto. Ni siquiera esa chica del instituto a la que ves de vez en cuando, esa fulana… ¿Qué quiere de ti? Dime, ¿qué quiere sacar de nosotros? Te llevará por el camino de la perdición…
—¡Créeme! Solo me importas tú. Esa chica no, no, ¡no! No me importa nada, no es nadie. Todas son iguales, ya lo sé. Tú me lo dijiste y tienes razón. ¡Lo prometo! ¡No es nada! ¡No es nadie!
El viejo reloj de pared da las tres y sobresalta al chico. La noche cubre el valle. No hay luna. El interior del caserón permanece totalmente a oscuras a excepción de una tenue luz que se vislumbra a través del ventanuco del sótano. Se perfila la sombra inmutable del joven que aparece como detenido en el tiempo.
—No permitiré que te suceda lo mismo que a él. Por eso te traje de vuelta. ¡Que se pare el mundo! ¡Ah! Esta noche todo acabará para volver a empezar. Solo faltan los últimos retoques. He de terminar antes del amanecer y podremos estar juntos para siempre. Aquí continuarás teniendo tu hogar, te lo prometo —solloza el joven acercando la cabeza a su pecho. —Seguiremos siendo tú y yo. Como siempre.
—Oh, querido, ¿recuerdas cuando leíamos «Truculencias» juntos? Adoro nuestros momentos. Qué bien lo pasábamos a cada página. Tú leías con voz solemne, como salida de una caverna para dar énfasis a las historias. Yo te escuchaba acurrucada pensando que no había nada mejor que hacer en el mundo que leer en casa, junto a la chimenea y contigo.
—Lo recuerdo, así como nuestras tardes de mus. —Una estrepitosa carcajada sacude el cuerpo del chico, que acaba tosiendo violentamente—. Oh, sí. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas nuestro juego? «Dos chimpancés jugando al mus —canturrea—, dónde estás, dónde estás. Dos chimpancés jugando al mus, dónde estás tú»— finaliza mirando hacia ninguna parte y mostrando una amplia sonrisa.
—«Dos chimpancés jugando al mus, aquí estoy, aquí estoy; dos chimpancés jugando al mus, en el autobús. Dos chimpancés jugando al mus, aquí estoy, aquí estoy; dos chimpancés jugando al mus, buen Jesús».
El muchacho se queda embelesado balanceándose rítmicamente al son de esa canción infantil. Poco a poco, reclina su cuerpo junto al que yace en la mesa de trabajo y apoya la cabeza dulcemente en su pecho. Una lágrima cae lentamente pero, sin embargo, sonríe. Cierra los ojos y, con el pulgar en la boca, cede al sueño.
—¡Voy! ¡Voy! —grita dormido— ¡Sí, madre! Como digas, madre. No volveré a salir de la casa si es lo que quieres. ¡Perdóname! ¿Otra vez en mi habitación? Madre, ¡no! Déjame salir. —Despierta de pronto empapado en sudor y se incorpora rápidamente al verse encima de su cuerpo.
—Madre, perdóname de nuevo. Todavía no he terminado. Dios mío, las seis de la madrugada. Esta noche debería ser eterna. Solo me falta, solo me queda. Ven, te recogeré el cabello detrás, como a ti te gusta, para lucir ese cuello de cisne que siempre has dicho que tienes. ¡Sí! Detén las agujas del reloj. Esta noche presidirás de nuevo la mesa del salón. ¿Cocinarás para mí, madre? Oh, dime que sí, dime que sí. —El chico se acelera, se emociona y se excita al contemplar su obra. Su madre ahora es perpetua. Eterna. Hermosa. Madre.
—¡Norman! ¿Qué es ese ruido? ¿Quién anda ahí fuera?
—No es nadie, madre. ¿Quién va a venir aquí a estas horas? —Escucha entonces él también el ruido de un motor—. Ah, será un cliente. Eso es bueno para el negocio. ¡Voy a salir!
­—¡Norman! No me mientas. ¿Es ella? ¡Dime que no es ella!
Él se acerca al ventanuco. Se asoma con cautela y las primeras luces del alba le permiten ver el coche de Mary. Su semblante cambia. Sabe lo que un muchacho tiene que hacer. Sonríe.

Consigna principal: Convertir en relato la canción El reloj.
Consigna secundaria: Hacer mención a Truculencias de Juan E. Bassa

¿Quién dice que los relojes no saben llorar?

En las ventanas del tercer piso del hospital las luces de las ambulancias que entraban y salían de urgencias daban a todo un aspecto irreal, como los reflejos de color en una pista de baile. Como esas en las que ellos, antaño, bailaban boleros sin parar. Él giró la cabeza sólo para comprobar, desolado, que ella seguía allí. Se volvió hacia la ventana de nuevo y apoyó la frente mientras contenía la angustia que se había colgado de su garganta.
— Ven.
Regresó a la cama. Se descalzó y se recostó sobre la sábana, junto a ella. La oía respirar pesadamente, y cada vez que ella exhalaba sentía que su corazón se encogía hasta la siguiente inhalación. El aire que entraba en sus pulmones traía de nuevo esperanza. ¡Esperanza! Se maldijo por pensar en esa quimera. Se maldijo también por rechazarla y se maldijo por maldecirse. No, ella merecía mucho más que su autocompasión en esos momentos.
El reloj de la pared, de pronto martilleó las paredes de la habitación con su segundero inclemente.
Tic, tac.
Reloj no marques las horas / Porque voy a enloquecer.
Con la cabeza apoyada en la almohada se concentró en el perfil de su mujer. Su pelo era canoso, pero aún rabiosamente ensortijado, como cuando eran jóvenes. La frente aparecía despejada, surcada de arrugas, cada una de ellas conocida. Cada día, cada caricia, cada beso, cada recuerdo había dejado allí su huella. El libro de su vida en común estaba escrito en aquella frente.
Y cada amanecer que habían visto juntos había depositado en sus ojos un destello que ahora se extinguía en lo profundo de los globos oscuros, hundidos, resecos. Los párpados amortajaban esos ojos que un día fueron todo vida y que ahora no eran más que dos esferas pequeñas, casi perdidas en el fondo de las cuencas áridas. Durante años, sin embargo, habían sido capaces de despertar en él toda suerte de emociones. Cuando ella sonreía los párpados se curvaban graciosamente, como si fueran dos lunas brillantes en cuarto creciente, pero cuando se enfurecía aquella luz se convertía en un fuego capaz de arrasarlo todo a su alrededor. Ahora apenas quedaba una chispa que le recordara la mirada que tanto había amado. Esos adorables ojos languidecían, transidos de sufrimiento y deshidratados, esperando el final.
Tic, tac.
Ella se irá para siempre / Cuando amanezca otra vez.

¡Dios, lo que hubiera dado por poder donarle las lágrimas que le ahogaban! Soñó despierto que flotaba sobre ella, cara a cara, y dejaba que el llanto fluyera y cayera como una cascada y llenara de nuevo sus lagrimales. Se sintió imbécil. Llevaba días, meses, años, escondiéndose para llorar y ahora, justo ahora, se le pasaba por la cabeza hacerlo frente a ella.
— ¿Recuerdas cómo te enfadabas cuando yo llegaba tarde, sin avisar? ¿Y yo, cómo me ponía hecho una furia con tu colección de zapatos?  ¡Cuántos buenos momentos desperdiciados! ¡Ojalá pudiéramos volver a empezar!
— No. No renunciaría a nada. Ha sido una vida perfecta.
— Calla, cariño. No hables. No te canses.
Tic, tac.
Nomás nos queda esta noche / Para vivir nuestro amor.
La enfermera entró a recoger la bandeja de la cena. Al verlo sobre la cama, junto a la paciente, hizo ademán de llamarle la atención, pero tras un instante pareció pensárselo mejor. Se acercó a ella y, humedeciendo una gasa en agua, se la aplicó ligeramente sobre la reseca piel de los labios. Comprobó el pulsómetro del dedo y salió con la bandeja tras mirar el reloj de la pared. Él sintió una punzada en el corazón. Durante un momento, cuando la puerta había comenzado a abrirse, creyó que venían a avisar: “hay un riñón compatible. Vamos a preparar el trasplante”. Pero era otra ilusión, fruto de esa maldita esperanza, que sólo dejaba tras de sí amargura. Por más que hubiera renunciado a ella, por más que la hubiera maldecido, ahí seguía la esperanza, desgarrando su alma a la menor oportunidad.
Tic, tac.
Y tu tic-tac me recuerda / Mi irremediable dolor.
— Lo peor es la sed. Si no fuera por la sed no sería tan malo morir.
— ¡Calla, por favor, no sigas!
Puso sus dedos sobre los labios de ella, y los sintió ásperos, como la tierra que pronto la cubriría. En ese momento quiso recordar todas y cada una de las veces que los había besado. La pasión, la ternura, la complicidad, el consuelo, la donación… Pretendía, inútilmente, atesorar todos esos momentos, pero apenas podía recordar la última vez que los besó. Maldijo de nuevo su memoria. Maldijo su inconsciencia. Si fuera ahora no permitiría que ni uno solo de todos esos besos quedara en el olvido. Ahora, sin embargo, se habría conformado con recuperar su sabor, el sabor de la juventud. No quería quedarse con el recuerdo del aliento envenenado por la insuficiencia renal, pero tampoco permitiría que eso se perdiera, porque formaba parte de ella. Se acercó, pues, y los besó con delicadeza durante largo tiempo. Este beso no moriría con ella.
Tic, tac.
Reloj detén tu camino / Porque mi vida se apaga.
Volvió a recostarse y se sintió feliz al ver la leve sonrisa de su mujer. Después de tantos años ya no se le ocultaba nada. Seguro que le había leído el pensamiento. Hasta el último rincón de su mente le pertenecía y no podía imaginar qué sería de su vida sin ella. No podía imaginar que hubiera un día después. Ni un solo segundo después, por mucho que ese indiferente reloj de pared se empeñara en seguir empujando el tiempo hacia la fosa. Fingió que tosía, para apagar el llanto que, nuevamente, mordía su garganta.
Tic, tac.
Ella es la estrella que alumbra mi ser / Yo sin su amor no soy nada
— Siempre has sido un poco tonto. Hace tiempo que sé que te escondes para llorar, pero ya no hace falta que finjas. Nunca fuiste lo suficientemente fuerte. Por eso te he querido tanto.
Y entonces sucedió. Él tomó la mano huesuda y arrugada de ella, la acarició, y se la llevó a los labios. Y prorrumpió en llanto. Y ya nada detuvo aquel torrente. Y sus lágrimas bañaron abundantemente aquellos dedos afilados y temblorosos. Y se refugió en la oquedad entre el hombro y el cuello de su mujer. Y sollozó inconsolablemente. Y ella sintió las lágrimas cálidas resbalando por su piel cuarteada. Y acarició la mejilla sin afeitar de él. Y suspiró, aliviada.
— Y tú siempre has sabido que yo era tonto, y no te ha importado. Por eso te necesito tanto. ¿Qué voy a hacer sin ti?
Tic, tac.
Detén el tiempo en tus manos / Haz esta noche perpetua
La abrazó de nuevo. Quería aprehender la calidez de su piel, pero aquel cuerpo enfermizo había comenzado a tiritar y apenas tenía calor para sí. Él apartó la sábana y se arrebujó junto a ella.
— Ahora eres tú la que necesita calor. Yo te daré el mío. No tiembles, cariño. Estoy aquí. Siempre estaré aquí.
Afuera, la noche había comenzado a reinar, y el reflejo de las luces de las ambulancias acunó a la pareja, abrazada, con los ojos cerrados, como si estuvieran en el centro de una pista de baile, ajenos al resto del mundo, abrazados bailando un bolero sólo para ellos, un bolero eterno.
Tic.
Para que nunca se vaya de mí / Para que nunca amanezca
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Habría sido imposible decir cuánto tiempo transcurrió desde entonces, pero apenas la alarma del pulsómetro se disparó la habitación se llenó de sanitarios y doctores. Pronto se extendió por la planta la voz de que los abuelos de la 314 habían muerto a la vez, abrazados, y sonriendo.
Y aunque algunos se maravillaron de que, a pesar de la deshidratación, el rostro de ella mostraba trazas de lágrimas, nadie reparó en que el reloj de la pared había dejado de funcionar.
Tac.

Consigna principal: Convertir en relato la canción El reloj.
Consigna secundaria: Hacer mención a Truculencias de Juan E. Bassa