—¡Claro
que soy cuidadoso! Faltaría más. Ya sabes, soy minucioso en cada uno de los
trabajos. ¡No! ¡No dejo nada a la suerte ni doy oportunidad al azar! Pues limar
con precisión las uñas para que queden con la curvatura adecuada es esencial.
Coser con cautela cada cabello o cada trozo de piel como si fuera mío hasta que
quede perfectamente engarzado es primordial. Pero para ello necesito tiempo.
—El joven canturrea concentrado, pero el repiqueteo de su zapato contra el
suelo delata su nerviosismo—. Tiempo y calma.
—¿Quieres
estarte quieto? ¡Me irritas! Eso es lo que necesitas. ¡Calma! No te precipites,
no cometas ningún error. Esta alocada forma de ser tuya acabará con los dos.
¿Tengo que recordarte aquello? Dime, ¿debo hacerlo?
—¡Vale!
¡Vale! Calla, déjame trabajar. Fue un error, he cometido un error. Lo sé. Lo
mío me costó deshacerme del agente. El muy canalla tuvo serias dudas hasta el
final sobre la nota de suicidio. No lo entiendo. ¿Tan extraño es en estos
tiempos? Vamos, acuérdate de Betty Mood. O del señor Pinkerton. Reconozcamos
que algo hizo «click» en sus cabezas y allá fueron. ¿Por qué no iba a ser
cierto esta vez? —Da un puñetazo sobre la mesa haciendo saltar los ojos y
algunos mechones de cabello mientras aprieta fuerte los dientes. —Bueno, todos
nos volvemos locos de vez en cuando…
—Hay
que ser cuidadoso con los detalles, como siempre te he enseñado. Un chico de
bien no se deja llevar por la pasión y los arrebatos. Un buen muchacho siempre
hace lo que debe hacer. —Él asiente obediente mientras cambia el hilo de coser
de la aguja. Sonríe de forma inocente.
—¡Pero
por fin se ha ido! ¡Ahora soy feliz! No le echo de menos. Es indiferente para
mí y así debería ser para ti—añade acariciando suavemente su pálida mano. —Yo,
sin embargo, siempre estaré a tu lado.
—Era
un buen hombre, reconócelo. Nos mantenía y el negocio iba tan bien… Qué has
hecho, qué has hecho… Pero no es hora de lamentos ni de sacar a relucir el
pasado. Seguiremos hacia adelante tú y yo juntos, como siempre hemos hecho.
—Así
será —contesta el joven apartándose ligeramente del cuerpo para tomar
distancia—. Así es.
—Nadie
debe nunca saber nada sobre esto. Ni siquiera esa chica del instituto a la que
ves de vez en cuando, esa fulana… ¿Qué quiere de ti? Dime, ¿qué quiere sacar de
nosotros? Te llevará por el camino de la perdición…
—¡Créeme!
Solo me importas tú. Esa chica no, no, ¡no! No me importa nada, no es nadie.
Todas son iguales, ya lo sé. Tú me lo dijiste y tienes razón. ¡Lo prometo! ¡No
es nada! ¡No es nadie!
El
viejo reloj de pared da las tres y sobresalta al chico. La noche cubre el
valle. No hay luna. El interior del caserón permanece totalmente a oscuras a
excepción de una tenue luz que se vislumbra a través del ventanuco del sótano.
Se perfila la sombra inmutable del joven que aparece como detenido en el
tiempo.
—No
permitiré que te suceda lo mismo que a él. Por eso te traje de vuelta. ¡Que se
pare el mundo! ¡Ah! Esta noche todo acabará para volver a empezar. Solo faltan
los últimos retoques. He de terminar antes del amanecer y podremos estar juntos
para siempre. Aquí continuarás teniendo tu hogar, te lo prometo —solloza el
joven acercando la cabeza a su pecho. —Seguiremos siendo tú y yo. Como siempre.
—Oh,
querido, ¿recuerdas cuando leíamos «Truculencias» juntos? Adoro nuestros
momentos. Qué bien lo pasábamos a cada página. Tú leías con voz solemne, como
salida de una caverna para dar énfasis a las historias. Yo te escuchaba
acurrucada pensando que no había nada mejor que hacer en el mundo que leer en
casa, junto a la chimenea y contigo.
—Lo
recuerdo, así como nuestras tardes de mus. —Una estrepitosa carcajada sacude el
cuerpo del chico, que acaba tosiendo violentamente—. Oh, sí. ¿Recuerdas?
¿Recuerdas nuestro juego? «Dos chimpancés jugando al mus —canturrea—, dónde
estás, dónde estás. Dos chimpancés jugando al mus, dónde estás tú»— finaliza
mirando hacia ninguna parte y mostrando una amplia sonrisa.
—«Dos
chimpancés jugando al mus, aquí estoy, aquí estoy; dos chimpancés jugando al
mus, en el autobús. Dos chimpancés jugando al mus, aquí estoy, aquí estoy; dos
chimpancés jugando al mus, buen Jesús».
El
muchacho se queda embelesado balanceándose rítmicamente al son de esa canción
infantil. Poco a poco, reclina su cuerpo junto al que yace en la mesa de
trabajo y apoya la cabeza dulcemente en su pecho. Una lágrima cae lentamente
pero, sin embargo, sonríe. Cierra los ojos y, con el pulgar en la boca, cede al
sueño.
—¡Voy!
¡Voy! —grita dormido— ¡Sí, madre! Como digas, madre. No volveré a salir de la
casa si es lo que quieres. ¡Perdóname! ¿Otra vez en mi habitación? Madre, ¡no!
Déjame salir. —Despierta de pronto empapado en sudor y se incorpora rápidamente
al verse encima de su cuerpo.
—Madre,
perdóname de nuevo. Todavía no he terminado. Dios mío, las seis de la
madrugada. Esta noche debería ser eterna. Solo me falta, solo me queda. Ven, te
recogeré el cabello detrás, como a ti te gusta, para lucir ese cuello de cisne que
siempre has dicho que tienes. ¡Sí! Detén las agujas del reloj. Esta noche
presidirás de nuevo la mesa del salón. ¿Cocinarás para mí, madre? Oh, dime que
sí, dime que sí. —El chico se acelera, se emociona y se excita al contemplar su
obra. Su madre ahora es perpetua. Eterna. Hermosa. Madre.
—¡Norman!
¿Qué es ese ruido? ¿Quién anda ahí fuera?
—No
es nadie, madre. ¿Quién va a venir aquí a estas horas? —Escucha entonces él
también el ruido de un motor—. Ah, será un cliente. Eso es bueno para el
negocio. ¡Voy a salir!
—¡Norman!
No me mientas. ¿Es ella? ¡Dime que no es ella!
Él se acerca al ventanuco. Se asoma con cautela y las
primeras luces del alba le permiten ver el coche de Mary. Su semblante cambia.
Sabe lo que un muchacho tiene que hacer. Sonríe.
Consigna principal: Convertir en relato la canción El reloj.
Consigna secundaria: Hacer mención a Truculencias de Juan E. Bassa
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