domingo, 23 de octubre de 2022

La noche del decorador

1

Ser un electricista pensionado te dejaba mucho tiempo libre. Sobre todo, cuando no tenías esposa o hijos. La única compañía de Bob era Caqui, su golden retriever, que cada día se hacía tan viejo como él. Caqui se aseguraba de estar junto a él todo el tiempo posible; incluso cuando entraba en baño, dejaba la puerta abierta para que pudiese entrar a esperar a que se duchara. Caqui amaba dormir, aún más desde que sus energías empezaban a desvanecerse, por lo que Bob se encargó de comprar varias camitas para perros y distribuirlas por toda la casa para asegurarse de que Caqui estuviese cómodo siempre.

            Su camita favorita era la que le había posicionado en el garaje detrás de la casa, donde pasaba la mayor parte del tiempo. En sus setenta y ocho años de vida Bob nunca había aprendido a conducir. Se desplazaba de un lado a otro en bici desde que era niño y, eventualmente, tomaba el transporte público incluso si lo odiaba a muerte. El hecho de nunca haber tenido un coche lo obligó con los años a modificar el garaje y transformarlo en su taller personal. Ahora tenía un montón de tiempo libre, odiaba la tele y no era un gran amante de los libros, así que pasaba los días en su taller jugando con cables y luces.

            Eran muchas las cosas que no le gustaban a Bob. Los niños, el frío, cocinar y los martes. Pero había muchas otras que en cambio amaba, y que había descubierto solo en sus primeros años de hombre de tercera edad en pensión: decorar y ganar.

            Cada año la alcaldía de su pueblo otorgaba un permio importante a la casa mejor decorada en navidad y en Halloween. Eran cinco años seguidos que Bob se hacía con el mejor premio en ambas categorías, y se aventajaba de exponer en la sala de su casa todos los reconocimientos que había recibido… hasta ese año.

            Era la navidad del 2021 cuando después de semanas de trabajo, sudor y mucho, mucho dinero, los González (que vivían cuatro casas más abajo) se adjudicaron el premio, destruyendo por completo su racha perfecta. Pero esta vez se encargaría de dar lo mejor de si para el inminente Halloween que se acercaba.

2

            Empezó por lo esencial: las calabazas. Compró kilos y kilos de calabaza que ni él mismo podía cargarse. Cada mañana montaba su bicicleta y se acercaba hasta el mercado donde compraba una o dos calabazas dependiendo del tamaño. Repitió esta acción por una semana y media hasta que llenó por completo el salón de su casa y parte del garaje.

            Espero que basten.

            Tallar las calabazas era quizás la parte que le gustaba menos. Trató de representar cantidades impensables de expresiones terroríficas hasta quedarse sin imaginación, resignándose a replicar las que había ya tallado. Todo este proceso le tomó otra semana más. Estaba ya a mediados de octubre y la idea de saber que solo le quedaban poco más de quince días lo estresó un montón. Pero no había nada que temer. De vez en cuando se asomaba calle abajo para ver cómo estaban los preparativos de los González, pero no parecían dar señales de haber iniciado siquiera, casi como si no fuesen a participar.

Cada mañana se despertaba a las 4:00 am. Se levantaba y, aún en pijama, caminaba hasta la casa de los González para asegurarse de que él llevaba la delantera. Por ahora nada. La cosa lo tranquilizaba tanto cuanto lo volvía loco. ¿Por qué no habían empezado a decorar? ¿Qué estaba pasando? Un par de veces pensó que quizás estaban de viaje o se habían mudado, pero la camioneta azul y el auto verde estaban allí.

«Algo están tramando», pensó.

3

En su proyecto había visualizado un ejército de calabazas que componían cuerpos de paja. Otros, recubiertos con bolsas negras que asemejasen cadáveres y un par de momias aquí y allá. Pero el toque especial se lo daría con las luces. Usaría sus conocimientos para crear algo magistral.

Las noches se le hacía más cortas, conforme dedicaba horas y horas a su trabajo. Y aunque su cuerpo pedía a gritos un descanso, no se permitía pausas sino solo para acompañar a Caqui a hacer sus necesidades.

            En uno de sus paseos calle abajo mientras paseaba a Caqui se encontró con Ricardo Gonzáles, que caminaba en su dirección. Lo había visto, estaba demasiado seguro de ello porque notó cómo aceleró el paso para alcanzarlo. No le quedaba de otra.

            —¡Bob! —saludó Ricardo con la mano y una sonrisa falsa.

            —Ricardo.

            Caqui empezó a ladrarle, casi como si se tratara de un desconocido. Seguro había percibido su incomodidad. Tuvo que tirar del collar un par de veces hasta tranquilizarlo.

            —Calma, bonito —. Ricardo se agachó y alargó su mano en un vago intento por acariciar a Caqui, quien volvió a enloquecer en lo que percibió su mano demasiado cerca—. Vaya que no quiere nada.

            —No te le acerques mucho, por favor. Está viejito, pero si se molesta tira un montón, y yo no tengo la fuerza que tenía hace veinte años para evitar que te salte encima —Bob soltó una risotada exagerada—. ¿Cómo está tu familia?

            Ricardo González tenía alrededor de cincuenta años, al igual que su mujer, que parecía extremadamente joven. Junto a sus dos hijos recreaban el ejemplo de familia perfecta que verías en las propagandas de cereales o viajes a Disneyland. Desde que se habían hecho con su premio la última Navidad, le daban asco todos.

            —Están bien, gracias. —Hizo una pausa—. ¿Cómo vas con los preparativos de Halloween?

            —Bien.

            Una risita irritante salió de los labios del hombre. Bob moría de ganas de preguntarle o saber algo sobre cómo se estaba organizando, pero tenía miedo de que la respuesta pudiese hacerle hervir la sangre de la rabia. No tenía ninguna intención de dejarlos ganar de nuevo.

            —No pareces muy convencido.

            —¿Tengo que parecerlo?

            Caqui empezó a gruñir, enseñando apenas sus dientes en modo bastante amenazador pero que no parecían asustar en lo más mínimo a su vecino.

            —Me llama Andrea —dijo, dándose la vuelta en dirección a su casa. Realmente nadie lo había llamado. Estaba viejo, pero no sordo—. Nos vemos.

            —Adiós.

            Caminó un par de pasos de regreso a casa cuando Ricardo lo detuvo con un llamado.

            —¡Ah, por cierto! —Hizo una pausa antes de concluir—: Que gane el mejor.

            Hijo de puta.

4

            A un día de Halloween, en la casa de los González no había cambiado nada… Hasta las nueve de la mañana, cuando un camión gigante parqueó en el jardín. Un grupo de cinco hombres se movían con una velocidad asombrosa mientras desplazaban de aquí para allá todo tipo de decoración: lápidas que parecían tan reales y pesadas que quien las viera creería que las habían robado del mismísimo cementerio municipal. Había columnas, de las cuales colgaban grandes telarañas que cubrían partes importantes de la casa, donándole un aspecto tenebroso y abandonado sin mucho esfuerzo. Luego llegaron las calabazas. No había manera de llevar la cuenta porque eran demasiadas; de distintos colores y ya talladas de manera perfecta, como trabajadas por las manos de un profesional.

            No podía permitir que los González lo adelantaran gracias a sus capacidades económicas. La idea de que todo su esfuerzo se fuese al caño por una estúpida familia rica lo llenaba de una ira incontrolable. Tomó su billetera, su bici y salió.

            Llegó a uno de sus negocios preferidos, uno de esos en los que vendían cualquier cantidad de objetos inútiles para cualquier ocasión, perfectos para ese momento. Compraría todo lo que le pasara por delante: cada jodida decoración. Compraría todas las calaveras que allí había, porque en su cabeza no bastarían nunca las que ya tenía. Agregaría más calabazas, al costo de tener que pedir un taxi que lo ayudase a llevarlas a casa.

            No le importaba nada, de eso estaba convencido.

            Pero su sueño se vio interrumpido en lo que llegó a la caja del negocio.

            «Transacción negada por fondos insuficientes».

            —¡Pasa la tarjeta otra vez! —gritó al chico de la caja, quien hizo lo que le pidió no solo una, sino dieciocho veces. La pequeña pantalla del lector repetía el mismo mensaje.

            Le parecía irreal.        

            Había gastado ya todo el dinero. ¡Joder! ¿Cómo era posible? Necesitaba más dinero urgentemente. Regresaría a casa y llamaría a su primo Tadeo, quien estaba seguro de que le daría una mano.

 

5

            La noche de Halloween había llegado. Y su casa había quedado perfecta. Bob estaba convencido de haber hecho un trabajo impecable. La noche había caído, y un par de niños disfrazados habían pasado ya enfrente, pero ninguno se atrevía a tocar la puerta. De hecho, estaba seguro de que ninguno se atrevería siquiera a atravesar el jardín, de cuánto tenebrosa era.

            En algún momento de la noche pasó el alcalde junto a dos de sus asesores, que cargaban en mano una carpeta cada uno. Evaluaban con detalle la decoración de las casas antes de decidir un ganador.

            —Vaya que te has inspirado este año —comentó uno de los asistentes del alcalde a Bob mientras escribía cosas en su carpeta.

            —He dado todo de mí, y no solo eso —. Bob sacó de su bolsillo algo muy parecido a un control remoto—. Hagan silencio y admiren.

            Presionó uno de los botones y su casa iluminó la calle entera. Inicialmente las luces que creaban juegos de sombras particulares bailaban en sincronía. De repente, algo empezó a brillar un poco más. Era fuego.

            —¿Qué pasa? —preguntó el alcalde.

            Bob le pidió que hiciera silencio y, con una mano, hizo un gesto que decía «calma, viejo. Tengo todo bajo control».

            Las llamas consumieron al cadáver que pendía de una de las columnas del techo, aquel envuelto en bolsas de basura negras. Por momentos parecía que se moviese, como siguiendo un bailecito estúpido. Después, las llamas consumieron al espantapájaros que había posicionado junto a las baldosas que llevaban a la entrada principal de la casa. Por último, las llamas envolvieron dos momias que había puesto a lo largo del jardín.

            El efecto final fue espectacular, cuando al extinguirse las llamas por si solas, distintos esqueletos aparecieron allí donde antes había fuego, enriqueciendo la complejidad de la decoración. Ya no le importaba si el premio era suyo a o no. Había ya ganado.

            Esa noche nadie respondería a la puerta de los González. Esa noche nadie estaría allí para recibir el premio que querían robarle. Esa noche había ganado él, y (casi) todos los vecinos estaban allí para admirar su obra de arte. Y sobre los esqueletos… pues ya se ocuparía de ellos al día siguiente. Por ahora le bastaba admirar con una sonrisa la noche pasar, mientras acariciaba la cabeza de Caqui, justo allí en donde tanto le gustaba.


Draul

Roberto Luengo no tuvo demasiada suerte durante sus cincuenta y dos años de vida terrenal. En su vida ultraterrena, las cosas no fueron muy distintas.

Huérfano de padre a los seis años, su joven madre no supo manejar la situación, agobiada por las facturas, los desengaños amorosos y la responsabilidad de criar sola a un hijo. Gradualmente desarrolló una suerte de oscuro encono hacia la vida, una rabia contra lo que pudo haber sido. Y más gradualmente todavía, empezó a transferir ese rencor hacia la persona que tenía más cerca, hasta que se transformó en una sombría malquerencia.  No se daría cuenta de ello hasta muchos años más tarde, cuando ya ninguna palabra alcanzaba a explicar el porqué de sus errores.

El muchacho creció pues en un entorno lleno de turbios desasosiegos y extrañas quietudes hogareñas. Mientras que la timidez y el apocamiento transfundían poco a poco todas las membranas de su espíritu. Pasó la juventud sin novia conocida ni amigos. Con veinte años, y tras un curso básico de administración, encontró trabajo en una modesta asesoría de Setúbal. Se mudó a la ciudad – huyendo a la vez de su progenitora – y comenzó una vida monocorde y aislada dedicada a la contabilidad, las novelas del oeste y los concursos televisivos de la programación nocturna.  En la oficina Roberto realizaba sus tareas de forma concienzuda, sin hablar apenas con nadie. Sus compañeros y las muchachas de la asesoría no le consideraban ni serio ni aburrido. Simplemente no le consideraban. Pasaron así más de veinticinco años. La empresa creció, llegaron los ordenadores, pero él siguió en su escritorio, adaptándose como podía a los tiempos, con su alma estéril y reseca.

Su muerte fue extraña y accidental. Un jueves de octubre regresó a la oficina a recoger las llaves, que había olvidado en un cajón de su escritorio. Encontró a un hombre dentro de la oficina, intentando abusar de una compañera que se había quedado a hacer horas extras. Roberto la intento defender. Recibió cuatro puñaladas en el vientre. El dolor mientras yacía en el suelo de la oficina y luego en la ambulancia fue insoportable. Llegó cadáver al hospital.

Más doloroso fue sin embargo lo que encontró al otro lado del portal. Nunca había sido religioso, pero en ocasiones creyó intuir que existía vida después de la muerte, y que, en esta, las cosas tal vez serían distintas. Tal vez serían mejores. En lo primero no se equivocaba. En lo segundo, una vez más, estaba lejos de acertar.

Una vez abandonado su cuerpo, su alma tuvo el conocimiento instantáneo de cómo funcionaban las cosas en el más allá. Y la regla era sencilla. Sólo si has sido particularmente virtuoso, generoso, o brillante, tienes opciones de alcanzar un paraíso. Pero los espíritus grises como el suyo, los desheredados de la felicidad, están destinados a un vasto y penumbroso inframundo, en el que vagar de forma absurda y desesperada por milenios.

Percibir su nueva realidad fue exasperante para Roberto. El averno era como un continente en el que el sol hubiera sido derrotado para siempre. Una casi completa oscuridad inundaba el paisaje. Porque realmente existía un paisaje: yermo, lleno de ásperos valles grises y negros, salpicados de extraños esqueletos corroídos y matorrales espinosos. Cada cierto tiempo se podían percibir las ruinas de extrañas edificaciones, de un desconocido estilo arquitectónico. Pozos secos y llenos de piedras tachonaban el paisaje.

En este extraño mundo las ánimas de los hombres vagaban sin sentido, cavilando una y mil veces sobre los errores cometidos, sobre cómo volver al mundo terrenal, o al menos escapar de allí. Se podían comunicar entre sí, y de hecho lo hacían con frecuencia. Pero solo para contarse sus odios y frustraciones; para enfrentarse entre ellos; o para armar absurdas conspiraciones contra otros que nunca eran llevadas a cabo. Roberto supo también que todos tenemos un nombre, nuestro verdadero nombre, con el que nacemos y que está inscrito en arameo, bantú o griego en la parte interior del húmero, en caracteres microscópicos. Su enésima decepción fue saber que ese nombre en su caso era Draul.

Una vez al año, sin embargo, algunas ánimas elegidas tenían la oportunidad de visitar por algunas horas el mundo que tanto añoraban. Una noche especial. En la era ancestral, en los países nórdicos, se conocía como la noche de Walpurgis. En el antiguo Egipto era la noche de los ancestros. En el mundo actual, había sido banalizada hasta el extremo por la sociedad consumista occidental, y la habían llamado Halloween a partir de una denominación de origen celta. No todas las ánimas podían hacer el tan ansiado tránsito, por supuesto. Debías ser invocado por un mortal. Esta invocación podía ser intencionada y con un propósito (para hacer mal a alguien, para una fiesta pagana o una misa negra, etcétera) o, las más de las veces, era accidental. Un recuerdo de los familiares muertos durante los últimos días de octubre. Un odio intenso y un deseo de hacer el mal contra otra persona. Hasta una referencia en una carta a la persona fallecida podía bastar.

Draul tuvo suerte. La muchacha en cuya defensa encontrara la muerte le solía recordar en el aniversario de aquella noche. Así que tuvo la oportunidad de regresar por unas horas cada año. No osaba aparecerse a su involuntaria invocadora. Sabía la impresión que previsiblemente le causaría. Así que se limitaba a pasear por callejones marginales de Setúbal, aun así, feliz de poder sentir de nuevo el mundo real.

Durante Halloween, además, las ánimas que hacían el breve tránsito a la realidad corpórea podían percibir los seres incorpóreos de una dimensión cercana, pero distinta al inframundo. La de los espíritus de la naturaleza. Furias, hadas, elfos, ondinas, sílfides, etcétera, podían acceder igualmente en esa noche (aunque no solo en esa) al mundo terrenal.  Con distintos propósitos, no todos beneficiosos para los mortales. Draul los observaba con timidez y cierto temor. La décimo quinta noche de Halloween desde su muerte, estaba disfrutando de su breve incursión anual por los arrabales setubalenses, cuando oyó un agudo chillido que llegaba desde lo alto. Buscó el origen del mismo y contempló, encaramada al borde de una azotea, a un ser femenino, de cabello negro como el tizón y ojos completamente rojos, en cuclillas.

Una banshee. El espíritu de la naturaleza más caprichoso y cruel de cuantos existen. Dedicada a anticipar a los hombres (cuando no causar) la muerte de un ser querido. Respetadas y odiadas por igual. Draul se quedó inmóvil, lleno de miedo. La banshee giró lentamente la cabeza y clavó su mirada oscura en él. El mundo pareció detenerse para ambos seres. Durante unos instantes, algo más que las miradas convergieron. Luego, la banshee emitió otro de sus chillidos sobrehumanos, y se alejó dando prodigiosos saltos sobre los edificios.

Durante el año posterior a ese encuentro Draul no pudo evitar pensar una y otra vez en lo sucedido. Algo había pasado y no acertaba a definir qué era. No tenía experiencia al respecto, claro. En la siguiente noche de Halloween accedió de nuevo a la realidad setubalense ,con la oscura aspiración de volver a ver a la banshee. Tuvieron que pasar quince años para que eso ocurriera. En esa ocasión era la banshee quien le estaba esperando, amenazante y con aire perverso, en un recodo del callejón. Draul se topó con ella de forma sorpresiva (había perdido ya las esperanzas). La banshee le contempló con oscura curiosidad. Luego soltó otro de sus chillidos (que casi disuelve a Draul) y se alejó.

Al año siguiente, Draul, que de nuevo había sido convocado por el recuerdo de la muchacha a la que salvara, llegó al mismo callejón que el año anterior, con cierta ansiedad. Percibió a la banshee nada más llegar. Percibió también su extrema debilidad. Porque no estaba sola. Tres hombres la rodeaban. Habían dibujado un pentagrama con tiza en el suelo, en medio del cual estaba el espíritu femenino, en posición fetal y temblando. La observaban con calma mientras susurraban extrañas palabras en lengua árabe. Un conjuro maligno. Hecho para someter y esclavizar para siempre al ente invocado. Para esclavizar a la banshee el resto de su existencia.

Todos los temores que habían mediatizado a Roberto/ Draul durante sus dos vidas volvieron, multiplicados, a su espíritu. Y le decían que huyera de allí. Que no se metiera, que podía salir perjudicado, que podía sufrir, una vez más. Draul recordó a su madre. Recordó su existencia terrenal entre balances contables y facturas, entre novelas del oeste y estúpidos concursos televisivos.  Y evocó, por fin, la mirada oscura e inquisidora de la banshee el Halloween anterior. La única mirada que en toda su existencia había apelado a su ser más íntimo. Eso le decidió a dar el paso. Se concentró para hacerse más visible a los mortales. Y entonces les enfrentó.

El resultado fue un poco distinto de lo esperado. Los tres sujetos se dieron cuenta de su presencia. Pero, en vez de contemplar a un terrorífico y enojado espectro, lo que vieron fue una figura translúcida con traje barato de oficinista y un libro de contabilidad en la mano derecha. Tras unos segundos de perplejidad, los tres, que tenían experiencia en este tipo de encuentros, comenzaron a carcajearse al unísono. Nunca habían visto algo tan ridículo.

Draul se quedó inmóvil y dubitativo.  Empezó a tener miedo. Pero las carcajadas habían interrumpido el flujo de palabras que conformaban el hechizo. La banshee, todavía temblorosa, pudo entonces incorporarse un poco hasta ponerse de rodillas. Sus ojos rojos refulgieron. Levantó la mirada al infinito y emitió un chillido sobrenatural y estentóreo, que cubría todo el espectro de ondas sonoras e infrasonoras a la vez. Lo primero que rompió fue los tímpanos de los tres mortales. Luego su hipotálamo colapsó y se empezó a disolver. Para entonces ya estaban por el suelo, agonizantes. Finalmente, sus cerebros se convirtieron en una papilla gris que se derramó pastosamente por sus oídos y sus cavidades oculares.

Los ecos del alarido todavía resonaron durante varios segundos entre los viejos edificios del arrabal. Draul estaba encogido, intentando no disolverse también él. Logró recuperarse y mirar a la banshee. Fue entonces testigo de algo que muy pocos seres de este y de los otros mundos han podido contemplar. La sonrisa de una banshee.

Desde entonces la existencia de Draul cambió para mejor. El inframundo seguía siendo tan frío y cruel como siempre. Pero él había iniciado, por fin, una relación. Extraña e inaudita, pero que le haría conocer aspectos de la existencia que nunca antes pudo experimentar.

Y así, cada año, por Halloween, el ánima Draul y la banshee Sidh’ell se encontraban, sin falta, en un oscuro y sucio callejón de Setúbal.

Por los siglos de los siglos.

El viaje

Llevábamos planeando aquel viaje más de un año. Por una causa u otra siempre lo posponíamos para más adelante. Aquello ya resultaba irritante, pero cuadrar el tiempo libre de cuatro jóvenes era cuanto menos una empresa harto ardua. Pero los astros se alienaron para que aquel otoño, por fin, viajáramos hasta Irlanda. En la festividad de todos los santos. O como llaman ahora a estos días, Halloween. Fiesta importada desde yanquilandia, amén de Papa Noel, las fiestas de graduación y el Black Friday de las narices que hemos hecho tan nuestras.

Manu y yo habíamos llegado al aeropuerto de Málaga antes que Silvia y Fer y los esperábamos tomándonos una cervezas en el bar, que deduje que serían premium, aunque supieran aguadas, por el sablazo que nos dieron. Les vimos llegar discutiendo como siempre. Ella no paraba de gesticular, mientras su cara pecosa conseguía las muecas más extrañas.

—¡Alabados sean los Dioses!–les dije señalando el reloj de mi muñeca –. Si pasamos más tiempo aquí íbamos a tener que pedir una hipoteca para pagar otra ronda.

El camarero me dedicó una sonrisa maliciosa mientras nos dirigíamos a la puerta de embarque. Yo mentalmente me cagué en todas sus castas, por si acaso.

Llegamos a Dublín tras hora y media de vuelo. La verdad, que un poco acojonados, por las turbulencias y por aquel avión que se parecía a una lata de sardinas. Irlanda nos recibió con bruma y una finísima lluvia. Miré hacia atrás adivinando el gesto contrariado de Silvia.

—¿A quien carajo se le ocurrió la ideíta de visitar éste país en otoño? Bramó, soplando sobre uno de sus mechones mojados.

—Venga colega, ¿no me digas que esto no es bonito?

—¡Ja! Si pudiera ver algo.

—¡Touche! Dijo su novio.

—¡No seas pelota tío! Le recriminé.

Y nuestras risas se perdieron en la niebla, mientras penetrábamos en el interior del aeropuerto. Un luminoso estridente nos dio la bienvenida junto al nombre del aeropuerto.

Happy Halloween. the land of witches.

Nuestra idea era sencilla. Levantarnos a primera hora de la mañana y visitar los pueblos cercanos a la capital. Howth, antiguo pueblo pesquero. Malahide, pueblo que tiene el honor de poseer el castillo más antiguo de Irlanda, habitado según las leyendas urbanas, por fantasmas. Enniskerry, donde puedes visitar la hacienda Powerscourt Estate con sus espectaculares jardines y saltos de agua. Las tardes- noches las dedicaríamos a explorar Dublín y sus numerosos pubs.

Decidimos empezar la ruta a la mañana siguiente así que nos adentremos en el mítico barrio cultural de Temple bar después de dejar el equipaje en el hostel.

Temple bar es uno de los barrios más concurridos de la capital. Aquella hora, sobre las 3 de la tarde, multitud de personas abarrotaban los cafés y pubs. Había un mercadillo callejero donde se vendía casi de todo y varios músicos tocaban sobre las aceras amenizando nuestra ruta. He de decir que solo me acuerdo del nombre del primer pub. “The bell”, lucia su rótulo negro y verde, antes de que las cervezas de distintas variedades embotaran mi memoria.

Aquella mañana, despertado por mis tres amigos, parecía que tenía dentro de mi cabeza a todos los tambores y gaitas de Irlanda. Juré en silencio que jamás volvería a tomar cerveza, está vez iba en serio. Aunque una risa lejana, en tono burlón, me decía en lo recóndito de mi cerebro que no me contara más mentiras.

Cogimos el primer autobús hacia Howth  en la 31/a en Talbot Stree , después de preguntar a un lugareño con aspecto bonachón por la ruta y los horarios.

La carretera era sinuosa y subía por la bahía. El paisaje era tan abrumador que hasta la resaca nos abandonó. El mar, de un gris intenso, se debatía sobre los puntiagudos acantilados, mientras un cielo plomizo cercaba el horizonte.

Llegamos al pequeño pueblo, importante punto pesquero en el pasado, y que ahora se había transformado más en un pueblo turístico, sobre todo por las focas, simpáticos animales que te seguían por el puerto a cambio de un trozo de pescado. Recorrimos el mercado artesanal y dimos cuenta de un exquisito pastel irlandés y un café delicioso. Tras preguntar por el castillo del pueblo nos indicaron el camino que recorrimos a pie. Llegamos a las ruinas de St. Mary’s abbey, antiguo convento de monjes franciscanos. Era un lugar fantástico, aunque la bóveda estaba derrumbada, aún conservaba los espléndidos muros. Avanzando unos metros se hallaba el dolmen Aideen. Conocido en el lugar como la tumba de Aideen. Lo formaban unas piedras enormes, circulares, que rodeaban a un túnel escavado en la tierra. Se sentía algo extraño allí.

Fue entonces cuando me percaté de lo que estaba haciendo Manu.

El tío, con toda la parsimonia, se había sacado la minga fuera y estaba meando sobre uno de las gigantescos bloques de granito.

—¿Pero que cojones estás haciendo imbécil? Le increpé.

—¡Eh, eh, eh! ¡Tampoco te pongas así, carajo, es sólo una piedra. Me contestó impávido aún con el miembro fuera.

—Venga tío, es un lugar sagrado. Le recordó Silvia.

—¡Guárdate eso ya en los pantalones hombreee! Que mi chica no tiene que verte el pingajo. Bramó Fer cabreado.

—¡Buenoooo! Pesados sois. ¡Qué estamos de vacaciones! Dijo, escupiendo sobre el monolito.

Abandonamos el Dolmen y subimos el camino hacia el castillo, que aunque ahora era una escuela de cocina se podía visitar. Hasta ese preciso instante no nos percatamos de que una extraña anciana, de riguroso luto, nos había estado observando todo ese tiempo. Cuando pasamos a su altura, se acercó hasta Manu desde las lindes del camino y le habló en una extraña lengua.

—Rinn thu eucoir air na seanairean. Thoir an aire, thu fhèin agus do charaidean, bho bhith a’ coiseachd sìos meadhan an rathaid air an Oidhche Oidhche Shamhna seo, Oidhche All Souls. Tha acras air na h-anaman airson solas.(1)

—¿Pero qué dice está señora, joder? Que yuyu me está dando.  Dijo Manu mirándonos a todos.

La vieja se quedó un largo rato frente a nuestro amigo, hasta que de repente desapareció entre la espesa y verde maleza.

Durante lo que restó del día no se habló más de aquel incidente. Estuvimos disfrutando del hermoso castillo de Howth y de las excelentes viandas que nos ofrecieron por un módico precio.

 Tras una larga y benefactora sobremesa y observando que la tarde avanzaba imparable dispusimos el regreso. El crepúsculo había ganado terreno, la noche extendía sus dominios. Una niebla pegajosa y espesa comenzó a subir desde los acantilados. Primero había devorado el puerto  lentamente, pero inmisericorde, avanzaba por las calles adoquinadas del pueblo, engullendo las pequeñas casas de colores. Tragándose la luz mortecina de las farolas. Cuando nos quisimos dar cuenta, la niebla, como un ser vivo, nos había rodeado. Fue entonces cuando lo oímos. Al principio parecía como el rumor de las olas, opacadas por la bruma, pero después comprendimos que aquel sonido no era de este mundo. Se asemejaba a un lamento, arcano, antiguo, innominable… En aquel instante aparecieron de entre la calígine. Eran como formas humanas, pero desgarradas, como si el viento las hubiera hecho girones. Sus rostros lánguidos, y, sus ojos, aquellos terribles ojos.

Corrimos el camino andado sobre aquella senda de tierra. Nuestras pisadas sonaban amortiguadas y las voces de mis amigos muy lejanas, a pesar de que estaban cerca de mí. Aquella compaña nos seguía imperturbable, empujada por la niebla. El rumor ahora era mucho más intenso. Adueñándose de cada sonido del entorno. Vimos las ruinas de la abadía de Santa María y por instinto nos refugiamos allí. El ser humano siempre recurre a fuentes divinas cuando lo demás se derrumba...

Entre los cuatro conseguimos cerrar el pórtico de madera hinchada, tras limpiar el suelo de piedras y hierbas salvajes. Nos apretujamos junto al altar, sudando y tiritando de frío al unísono. Una extraña claridad se colaba por las pequeñas ventanas y el techo derrumbado.

Entonces el rumor cesó. Un silencio plomizo se adueñó de aquella creciente noche. Era como si todos los sonidos y ruidos del mundo se hubieran detenido de repente. Fue Silvia, la que temblando, señaló hacia arriba. Por la bóveda rota, como si derramaran desde el cenit del cielo un líquido cenagoso, la niebla iridiscente comenzó a bajar hacia nosotros, y, dentro de ella... Ellos... Observamos como se apagaba nuestra luz, para entrar en otra aún más intensa.

Llevamos intentando bajar al pueblo para marcharnos infinidad de veces. Pero siempre nos perdemos en la espesa niebla, que, como una runa ancestral, alberga el rumor de aquel lamento y sus impenetrables rostros. Fue una percepción, pequeña, pero ya no nos parecían tan amenazantes.

 (1) En gaélico: Ofendiste a los antiguos. Guardaos tus amigos y tú de caminar por el centro de la calzada en esta noche de todos los Santos, vísperas de todos los Difuntos. Las ánimas tienen hambre de luz.

“Angus y El otro Universo"

Halloween 1942…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era un día normal con una mañana muy normal. Eso Perduró hasta las 3 p. m verán, esta historia se basa en un Pueblo europeo, donde no había más que vacas, gallinas, Perros y gente lúgubre con aspecto de siempre tener frío.

Angus, un niño de 10 años castaño y pecoso se encontraba a las 3 p. m encendiendo la camioneta con su tío para ir a Cazar. Pero de pronto, las aves comenzaron a salir Despavoridas del bosque hacia quien sabe dónde.

Los perros del lugar empezaron a aullar en forma de alerta.

El tío de Angus fue a inspeccionar el bosque con otros ombres.

Tío-• Angus, quédate con tu primo y tu tía.

Angus-• Pero tío, ¡yo también  quiero ir con ustedes!

Tío-• ¡Obedece!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Angus enfadado entra a la casa rezongando y con aires de sapo inflado se sienta y ve por la ventana. “¿si ellos van por qué yo no?” tomó su chaqueta llena de polvo y las ruedas de su pequeña bicicleta comenzaron a rodar. El muchacho con valor de hierro se sumergió en las familiares pero tenebrosas garras del bosque el cual, se veía diferente a todos los días … una brisa fría y una neblina que parecía hielo seco teniendo contacto con el congelado rio, mientras buscaba alguna respuesta de los hechos tan estrambóticos sentía que cada vez ejercía menos fuerza en los pedales de la bicicleta. “¿Qué sucede? Parece como si la bicicleta tuviera vida sola" PAF… la cadena cortó el tobillo del chico, la sangre que chorreaba quedaba suspendida en el aire, todo el mundo y el universo entero se detuvieron, solo era Angus y su reloj, que, comenzó a volverse aún más loco que la misma situación.

 La gravedad tan extraña del bosque parecía llevarlo al fondo del mismo, donde entre ramas y hojas había otro mundo muy diferente al nuestro. Tanto que parecía que  Un mundo como el de “Frankenstein” o brujas- “¿existe alguna bruja que no sea mi tía?” Exclamo el muchacho. Lo único que a Angus le importaba era ver las aves volar, quien diría, hace 5 minutos estaba levitando con su bicicleta hacia la luna y ahora se queda mirando las avecillas anidando.

“Las aves son hermosas cuando vuelan libres y felices.”

 ¿¿¿-• Tu también podes ser feliz Angus.

 “quién dijo eso?”

En su campo visual solo había un cuervo azabache, mirándolo como si fuera a responder.

Angus-• ¿y por qué me haría feliz volar?

 ¿¿¿-• porque ser un pájaro es la mejor vida de todas.

 El niño no quería creerlo, no quería creer que un pájaro le estaba hablando.

¿¿¿-•¿De dónde saliste humano?

Angus-• En... realidad, busco monstruos, y, no me llames humano soy Angus.

Doroteo-• Y yo soy Doroteo no ave.

Doroteo-• ¿Y por qué buscas monstruos?

Angus-• Para matarlos, vos sabes donde están?

Doroteo-• Puede ser, aunque así sea mi pico permanecerá sellado. ¿qué ganaría yo con brindarte información?

 Angus-• Y que quieres tú?

 “Ambos van recorriendo el bosque mientras conversan"

Doroteo-• Que seas un cuervo.

 Angus-• ¡y de nuevo con lo mismo! Que necio, por qué comino me interesaría ser un animal?

Doroteo-• Porque tu vida como niño humano es aburrida, Yo podría enseñarte un universo más Libre y salvaje.

Angus-• Si esto es un sueño, o estoy muerto despertadme…

 “¡KRAAA  KRAAA!”  “mi instinto me llevo hasta aquí. Angus-• ¿una casa hecha pomada?

Al entrar no se veía más que telaraña y olor a tierra. Unos adornos tétricos así como las pinturas de gente con aspecto macabro. Algo que al muchacho le extraño bastante es que las cortinas estaban rayadas, Como si un gato gigante se hubiera colgado de ellas.

Más al fondo pasando un elegante candelabro, se escuchaba un sollozo de sufrimiento entero. Angus y Doroteo se acercaron a la habitación. Había un humano híbrido con partes de lobo, ¿un hombre lobo quizás?

Angus-• ¿qué le sucedió señor?

Sr. Lobo-• muchacho vete de aquí, o la bruja te hará lo mismo que a mí.

La panza del hombre lobo estaba cortada por todas partes.

Doroteo-• ¡oh no! La bruja da miedo, mucho miedo.

Angus-• pero yo puedo vencerla ¿verdad?

Doroteo-• tu haz de ser humano sí, pero, no posees magia ni la inteligencia de un zorro audaz, solo eres un niño, pero quizás puedas asesinarla con un objeto mágico.

Sr Lobo• Eso es, muchacho… estoy muriendo, pero antes de dejar el mundo, quiero darte mi daga mágica…

 Las ventanas se quebraron en mil pedazos, risas malévolas inundaron la casa maldita.

 Sr. Lobo-• ¡rápido! Está en la otra habitación cruzando el comedor!

Angus y el cuervo corrieron, y volaron, lo más rápido que pudieron, pero el suelo que era de madera. Se levantó como arte de magia, más bien dicho lo era. Las tablas atraparon los pies de Angus, a Doroteo miles de astillas se insertaron en sus alas dejándolo inmóvil en el suelo.

Doroteo-• ¿estás asustado?

 “SQUISH” unas botas negras pisaron al ave dejando solo plumas y tripas por doquier. Una escena desgarradora, pero que al niño lo enfureció tanto, tanto, ¡tanto!

Angus-• ¡no estoy asustado! Corre, corre Angus, alcanza la daga y acaba con esto. Los rayos mágicos de la verde y fea mujer alcanzaron al héroe caído, arrastrándose como oruga cubrió su espalda con un mantel blanco y se adentró bajo una mesa.

 Bruja-• ¡ja ja ja! ¿Enserio quieres vencerme? Tú pequeño y de Alma inocente, que apenas conoce el mundo y menos ¡este! ¡Muéstrate!

Angus se encontraba en una situación de presa. No puede disparar para ningún lado, un movimiento en vano y dejaría de respirar. En la mesa del frente había una calibre 16… pero, ¿Cómo se supone que haría para distraer a la Bruja?

Angus-• Si quieres mi Alma, bruja, tendrás que venir a buscarla.

La bruja se acercó como si fuera un juego. Un gato cazando a un pequeño Ratón, por la transparencia de la pálida tela podía ver el rostro de la horrible mujer, pero, envolvió como a un muerto a la bruja y corrió hacia el arma, apuntó y; ¡PUM! Un disparo seco al corazón, claro, que eso no le haría nada a la mujer pero logró derribarla como Toro al Torero. Finalmente llegó a la habitación pasó por arriba de la cama y abrió el elegante cajón donde finalmente estaba la Daga mágica. Sin mediar palabras saltó sobre la anciana que estaba desprevenida y le enterró el artefacto en el cuello una, dos, tres veces.

Todos ya yacían muertos, menos Angus que con las manos ensangrentadas lloraba por su amigo, “oh querido Doroteo, nunca podré cumplir con tu ofrenda.” Saliendo de la casa todo era frío. El muchacho aterrorizado se imaginaba que su tío y habitantes del pueblo ya estaban muertos, o, perdidos en el bravo universo en el que se encontraban. No le quedaba nada, no tenía amigos, ya no quería cazar monstruos quería protegerlos.

Los brazos de Angus se llenaron de plumas, sus pies se transformaron en patas de lobo y su rostro en el de un cuervo. Nunca más pudo volver a su Universo pero a cambio, se convirtió en un monstruo protector del mundo Oscuro.

 Nadie sabe de este Universo, pero se rumorea que cada Halloween en distintos pueblos de Europa, niños se adentran como el pequeño Angus y luego nunca más se vuelve a saber de ellos. Mujeres que duermen por las noches son asesinadas y devoradas misteriosamente, hasta que finalmente se convierte en un pueblo fantasma y la gente que queda se marcha lejos, hasta incluso a otro país con tal de que esa oscuridad no los persiga.

Cuervos que se convierten en humanos, humanos que se convierten en cuervos. Esta historia no es dulce, pero es misteriosa incluso se consideraría un mito. El loco universo que cada Halloween habré sus puertas a que gente común y corriente como nosotros descubra las rarezas monstruosas que en el se encuentran.

“a veces lo que queremos destruir es lo que luego lloramos por la pérdida, monstruos asesinare más en monstruo me convertiré”

FIN.