domingo, 23 de octubre de 2022

La noche del decorador

1

Ser un electricista pensionado te dejaba mucho tiempo libre. Sobre todo, cuando no tenías esposa o hijos. La única compañía de Bob era Caqui, su golden retriever, que cada día se hacía tan viejo como él. Caqui se aseguraba de estar junto a él todo el tiempo posible; incluso cuando entraba en baño, dejaba la puerta abierta para que pudiese entrar a esperar a que se duchara. Caqui amaba dormir, aún más desde que sus energías empezaban a desvanecerse, por lo que Bob se encargó de comprar varias camitas para perros y distribuirlas por toda la casa para asegurarse de que Caqui estuviese cómodo siempre.

            Su camita favorita era la que le había posicionado en el garaje detrás de la casa, donde pasaba la mayor parte del tiempo. En sus setenta y ocho años de vida Bob nunca había aprendido a conducir. Se desplazaba de un lado a otro en bici desde que era niño y, eventualmente, tomaba el transporte público incluso si lo odiaba a muerte. El hecho de nunca haber tenido un coche lo obligó con los años a modificar el garaje y transformarlo en su taller personal. Ahora tenía un montón de tiempo libre, odiaba la tele y no era un gran amante de los libros, así que pasaba los días en su taller jugando con cables y luces.

            Eran muchas las cosas que no le gustaban a Bob. Los niños, el frío, cocinar y los martes. Pero había muchas otras que en cambio amaba, y que había descubierto solo en sus primeros años de hombre de tercera edad en pensión: decorar y ganar.

            Cada año la alcaldía de su pueblo otorgaba un permio importante a la casa mejor decorada en navidad y en Halloween. Eran cinco años seguidos que Bob se hacía con el mejor premio en ambas categorías, y se aventajaba de exponer en la sala de su casa todos los reconocimientos que había recibido… hasta ese año.

            Era la navidad del 2021 cuando después de semanas de trabajo, sudor y mucho, mucho dinero, los González (que vivían cuatro casas más abajo) se adjudicaron el premio, destruyendo por completo su racha perfecta. Pero esta vez se encargaría de dar lo mejor de si para el inminente Halloween que se acercaba.

2

            Empezó por lo esencial: las calabazas. Compró kilos y kilos de calabaza que ni él mismo podía cargarse. Cada mañana montaba su bicicleta y se acercaba hasta el mercado donde compraba una o dos calabazas dependiendo del tamaño. Repitió esta acción por una semana y media hasta que llenó por completo el salón de su casa y parte del garaje.

            Espero que basten.

            Tallar las calabazas era quizás la parte que le gustaba menos. Trató de representar cantidades impensables de expresiones terroríficas hasta quedarse sin imaginación, resignándose a replicar las que había ya tallado. Todo este proceso le tomó otra semana más. Estaba ya a mediados de octubre y la idea de saber que solo le quedaban poco más de quince días lo estresó un montón. Pero no había nada que temer. De vez en cuando se asomaba calle abajo para ver cómo estaban los preparativos de los González, pero no parecían dar señales de haber iniciado siquiera, casi como si no fuesen a participar.

Cada mañana se despertaba a las 4:00 am. Se levantaba y, aún en pijama, caminaba hasta la casa de los González para asegurarse de que él llevaba la delantera. Por ahora nada. La cosa lo tranquilizaba tanto cuanto lo volvía loco. ¿Por qué no habían empezado a decorar? ¿Qué estaba pasando? Un par de veces pensó que quizás estaban de viaje o se habían mudado, pero la camioneta azul y el auto verde estaban allí.

«Algo están tramando», pensó.

3

En su proyecto había visualizado un ejército de calabazas que componían cuerpos de paja. Otros, recubiertos con bolsas negras que asemejasen cadáveres y un par de momias aquí y allá. Pero el toque especial se lo daría con las luces. Usaría sus conocimientos para crear algo magistral.

Las noches se le hacía más cortas, conforme dedicaba horas y horas a su trabajo. Y aunque su cuerpo pedía a gritos un descanso, no se permitía pausas sino solo para acompañar a Caqui a hacer sus necesidades.

            En uno de sus paseos calle abajo mientras paseaba a Caqui se encontró con Ricardo Gonzáles, que caminaba en su dirección. Lo había visto, estaba demasiado seguro de ello porque notó cómo aceleró el paso para alcanzarlo. No le quedaba de otra.

            —¡Bob! —saludó Ricardo con la mano y una sonrisa falsa.

            —Ricardo.

            Caqui empezó a ladrarle, casi como si se tratara de un desconocido. Seguro había percibido su incomodidad. Tuvo que tirar del collar un par de veces hasta tranquilizarlo.

            —Calma, bonito —. Ricardo se agachó y alargó su mano en un vago intento por acariciar a Caqui, quien volvió a enloquecer en lo que percibió su mano demasiado cerca—. Vaya que no quiere nada.

            —No te le acerques mucho, por favor. Está viejito, pero si se molesta tira un montón, y yo no tengo la fuerza que tenía hace veinte años para evitar que te salte encima —Bob soltó una risotada exagerada—. ¿Cómo está tu familia?

            Ricardo González tenía alrededor de cincuenta años, al igual que su mujer, que parecía extremadamente joven. Junto a sus dos hijos recreaban el ejemplo de familia perfecta que verías en las propagandas de cereales o viajes a Disneyland. Desde que se habían hecho con su premio la última Navidad, le daban asco todos.

            —Están bien, gracias. —Hizo una pausa—. ¿Cómo vas con los preparativos de Halloween?

            —Bien.

            Una risita irritante salió de los labios del hombre. Bob moría de ganas de preguntarle o saber algo sobre cómo se estaba organizando, pero tenía miedo de que la respuesta pudiese hacerle hervir la sangre de la rabia. No tenía ninguna intención de dejarlos ganar de nuevo.

            —No pareces muy convencido.

            —¿Tengo que parecerlo?

            Caqui empezó a gruñir, enseñando apenas sus dientes en modo bastante amenazador pero que no parecían asustar en lo más mínimo a su vecino.

            —Me llama Andrea —dijo, dándose la vuelta en dirección a su casa. Realmente nadie lo había llamado. Estaba viejo, pero no sordo—. Nos vemos.

            —Adiós.

            Caminó un par de pasos de regreso a casa cuando Ricardo lo detuvo con un llamado.

            —¡Ah, por cierto! —Hizo una pausa antes de concluir—: Que gane el mejor.

            Hijo de puta.

4

            A un día de Halloween, en la casa de los González no había cambiado nada… Hasta las nueve de la mañana, cuando un camión gigante parqueó en el jardín. Un grupo de cinco hombres se movían con una velocidad asombrosa mientras desplazaban de aquí para allá todo tipo de decoración: lápidas que parecían tan reales y pesadas que quien las viera creería que las habían robado del mismísimo cementerio municipal. Había columnas, de las cuales colgaban grandes telarañas que cubrían partes importantes de la casa, donándole un aspecto tenebroso y abandonado sin mucho esfuerzo. Luego llegaron las calabazas. No había manera de llevar la cuenta porque eran demasiadas; de distintos colores y ya talladas de manera perfecta, como trabajadas por las manos de un profesional.

            No podía permitir que los González lo adelantaran gracias a sus capacidades económicas. La idea de que todo su esfuerzo se fuese al caño por una estúpida familia rica lo llenaba de una ira incontrolable. Tomó su billetera, su bici y salió.

            Llegó a uno de sus negocios preferidos, uno de esos en los que vendían cualquier cantidad de objetos inútiles para cualquier ocasión, perfectos para ese momento. Compraría todo lo que le pasara por delante: cada jodida decoración. Compraría todas las calaveras que allí había, porque en su cabeza no bastarían nunca las que ya tenía. Agregaría más calabazas, al costo de tener que pedir un taxi que lo ayudase a llevarlas a casa.

            No le importaba nada, de eso estaba convencido.

            Pero su sueño se vio interrumpido en lo que llegó a la caja del negocio.

            «Transacción negada por fondos insuficientes».

            —¡Pasa la tarjeta otra vez! —gritó al chico de la caja, quien hizo lo que le pidió no solo una, sino dieciocho veces. La pequeña pantalla del lector repetía el mismo mensaje.

            Le parecía irreal.        

            Había gastado ya todo el dinero. ¡Joder! ¿Cómo era posible? Necesitaba más dinero urgentemente. Regresaría a casa y llamaría a su primo Tadeo, quien estaba seguro de que le daría una mano.

 

5

            La noche de Halloween había llegado. Y su casa había quedado perfecta. Bob estaba convencido de haber hecho un trabajo impecable. La noche había caído, y un par de niños disfrazados habían pasado ya enfrente, pero ninguno se atrevía a tocar la puerta. De hecho, estaba seguro de que ninguno se atrevería siquiera a atravesar el jardín, de cuánto tenebrosa era.

            En algún momento de la noche pasó el alcalde junto a dos de sus asesores, que cargaban en mano una carpeta cada uno. Evaluaban con detalle la decoración de las casas antes de decidir un ganador.

            —Vaya que te has inspirado este año —comentó uno de los asistentes del alcalde a Bob mientras escribía cosas en su carpeta.

            —He dado todo de mí, y no solo eso —. Bob sacó de su bolsillo algo muy parecido a un control remoto—. Hagan silencio y admiren.

            Presionó uno de los botones y su casa iluminó la calle entera. Inicialmente las luces que creaban juegos de sombras particulares bailaban en sincronía. De repente, algo empezó a brillar un poco más. Era fuego.

            —¿Qué pasa? —preguntó el alcalde.

            Bob le pidió que hiciera silencio y, con una mano, hizo un gesto que decía «calma, viejo. Tengo todo bajo control».

            Las llamas consumieron al cadáver que pendía de una de las columnas del techo, aquel envuelto en bolsas de basura negras. Por momentos parecía que se moviese, como siguiendo un bailecito estúpido. Después, las llamas consumieron al espantapájaros que había posicionado junto a las baldosas que llevaban a la entrada principal de la casa. Por último, las llamas envolvieron dos momias que había puesto a lo largo del jardín.

            El efecto final fue espectacular, cuando al extinguirse las llamas por si solas, distintos esqueletos aparecieron allí donde antes había fuego, enriqueciendo la complejidad de la decoración. Ya no le importaba si el premio era suyo a o no. Había ya ganado.

            Esa noche nadie respondería a la puerta de los González. Esa noche nadie estaría allí para recibir el premio que querían robarle. Esa noche había ganado él, y (casi) todos los vecinos estaban allí para admirar su obra de arte. Y sobre los esqueletos… pues ya se ocuparía de ellos al día siguiente. Por ahora le bastaba admirar con una sonrisa la noche pasar, mientras acariciaba la cabeza de Caqui, justo allí en donde tanto le gustaba.


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