1
Ser un electricista pensionado te dejaba mucho tiempo
libre. Sobre todo, cuando no tenías esposa o hijos. La única compañía de Bob
era Caqui, su golden retriever, que cada día se hacía tan viejo como él. Caqui
se aseguraba de estar junto a él todo el tiempo posible; incluso cuando entraba
en baño, dejaba la puerta abierta para que pudiese entrar a esperar a que se
duchara. Caqui amaba dormir, aún más desde que sus energías empezaban a
desvanecerse, por lo que Bob se encargó de comprar varias camitas para perros y
distribuirlas por toda la casa para asegurarse de que Caqui estuviese cómodo
siempre.
Su
camita favorita era la que le había posicionado en el garaje detrás de la casa,
donde pasaba la mayor parte del tiempo. En sus setenta y ocho años de vida Bob nunca
había aprendido a conducir. Se desplazaba de un lado a otro en bici desde que
era niño y, eventualmente, tomaba el transporte público incluso si lo odiaba a
muerte. El hecho de nunca haber tenido un coche lo obligó con los años a
modificar el garaje y transformarlo en su taller personal. Ahora tenía un
montón de tiempo libre, odiaba la tele y no era un gran amante de los libros,
así que pasaba los días en su taller jugando con cables y luces.
Eran
muchas las cosas que no le gustaban a Bob. Los niños, el frío, cocinar y los
martes. Pero había muchas otras que en cambio amaba, y que había descubierto
solo en sus primeros años de hombre de tercera edad en pensión: decorar y
ganar.
Cada año
la alcaldía de su pueblo otorgaba un permio importante a la casa mejor decorada
en navidad y en Halloween. Eran cinco años seguidos que Bob se hacía con el
mejor premio en ambas categorías, y se aventajaba de exponer en la sala de su
casa todos los reconocimientos que había recibido… hasta ese año.
Era la
navidad del 2021 cuando después de semanas de trabajo, sudor y mucho, mucho
dinero, los González (que vivían cuatro casas más abajo) se adjudicaron el
premio, destruyendo por completo su racha perfecta. Pero esta vez se encargaría
de dar lo mejor de si para el inminente Halloween que se acercaba.
2
Empezó
por lo esencial: las calabazas. Compró kilos y kilos de calabaza que ni él
mismo podía cargarse. Cada mañana montaba su bicicleta y se acercaba hasta el
mercado donde compraba una o dos calabazas dependiendo del tamaño. Repitió esta
acción por una semana y media hasta que llenó por completo el salón de su casa
y parte del garaje.
Espero
que basten.
Tallar
las calabazas era quizás la parte que le gustaba menos. Trató de representar
cantidades impensables de expresiones terroríficas hasta quedarse sin
imaginación, resignándose a replicar las que había ya tallado. Todo este
proceso le tomó otra semana más. Estaba ya a mediados de octubre y la idea de
saber que solo le quedaban poco más de quince días lo estresó un montón. Pero
no había nada que temer. De vez en cuando se asomaba calle abajo para ver cómo
estaban los preparativos de los González, pero no parecían dar señales de haber
iniciado siquiera, casi como si no fuesen a participar.
Cada mañana se despertaba a las 4:00 am. Se levantaba y,
aún en pijama, caminaba hasta la casa de los González para asegurarse de que él
llevaba la delantera. Por ahora nada. La cosa lo tranquilizaba tanto cuanto lo
volvía loco. ¿Por qué no habían empezado a decorar? ¿Qué estaba pasando? Un par
de veces pensó que quizás estaban de viaje o se habían mudado, pero la
camioneta azul y el auto verde estaban allí.
«Algo están tramando», pensó.
3
En su proyecto había visualizado un ejército de calabazas
que componían cuerpos de paja. Otros, recubiertos con bolsas negras que
asemejasen cadáveres y un par de momias aquí y allá. Pero el toque especial se
lo daría con las luces. Usaría sus conocimientos para crear algo magistral.
Las noches se le hacía más cortas, conforme dedicaba
horas y horas a su trabajo. Y aunque su cuerpo pedía a gritos un descanso, no
se permitía pausas sino solo para acompañar a Caqui a hacer sus necesidades.
En uno de sus paseos calle
abajo mientras paseaba a Caqui se encontró con Ricardo Gonzáles, que caminaba
en su dirección. Lo había visto, estaba demasiado seguro de ello porque notó
cómo aceleró el paso para alcanzarlo. No le quedaba de otra.
—¡Bob! —saludó Ricardo con
la mano y una sonrisa falsa.
—Ricardo.
Caqui empezó a ladrarle, casi
como si se tratara de un desconocido. Seguro había percibido su incomodidad.
Tuvo que tirar del collar un par de veces hasta tranquilizarlo.
—Calma, bonito —. Ricardo
se agachó y alargó su mano en un vago intento por acariciar a Caqui, quien
volvió a enloquecer en lo que percibió su mano demasiado cerca—. Vaya que no
quiere nada.
—No te le acerques mucho,
por favor. Está viejito, pero si se molesta tira un montón, y yo no tengo la
fuerza que tenía hace veinte años para evitar que te salte encima —Bob soltó
una risotada exagerada—. ¿Cómo está tu familia?
Ricardo González tenía
alrededor de cincuenta años, al igual que su mujer, que parecía extremadamente
joven. Junto a sus dos hijos recreaban el ejemplo de familia perfecta que
verías en las propagandas de cereales o viajes a Disneyland. Desde que se
habían hecho con su premio la última Navidad, le daban asco todos.
—Están bien, gracias.
—Hizo una pausa—. ¿Cómo vas con los preparativos de Halloween?
—Bien.
Una risita irritante salió
de los labios del hombre. Bob moría de ganas de preguntarle o saber algo sobre
cómo se estaba organizando, pero tenía miedo de que la respuesta pudiese
hacerle hervir la sangre de la rabia. No tenía ninguna intención de dejarlos
ganar de nuevo.
—No pareces muy convencido.
—¿Tengo que parecerlo?
Caqui empezó a gruñir,
enseñando apenas sus dientes en modo bastante amenazador pero que no parecían
asustar en lo más mínimo a su vecino.
—Me llama Andrea —dijo,
dándose la vuelta en dirección a su casa. Realmente nadie lo había llamado.
Estaba viejo, pero no sordo—. Nos vemos.
—Adiós.
Caminó un par de pasos de
regreso a casa cuando Ricardo lo detuvo con un llamado.
—¡Ah, por cierto! —Hizo
una pausa antes de concluir—: Que gane el mejor.
Hijo de puta.
4
A un día de Halloween, en
la casa de los González no había cambiado nada… Hasta las nueve de la mañana,
cuando un camión gigante parqueó en el jardín. Un grupo de cinco hombres se
movían con una velocidad asombrosa mientras desplazaban de aquí para allá todo
tipo de decoración: lápidas que parecían tan reales y pesadas que quien las
viera creería que las habían robado del mismísimo cementerio municipal. Había
columnas, de las cuales colgaban grandes telarañas que cubrían partes
importantes de la casa, donándole un aspecto tenebroso y abandonado sin mucho
esfuerzo. Luego llegaron las calabazas. No había manera de llevar la cuenta
porque eran demasiadas; de distintos colores y ya talladas de manera perfecta,
como trabajadas por las manos de un profesional.
No podía permitir que los
González lo adelantaran gracias a sus capacidades económicas. La idea de que
todo su esfuerzo se fuese al caño por una estúpida familia rica lo llenaba de
una ira incontrolable. Tomó su billetera, su bici y salió.
Llegó a uno de sus
negocios preferidos, uno de esos en los que vendían cualquier cantidad de
objetos inútiles para cualquier ocasión, perfectos para ese momento. Compraría
todo lo que le pasara por delante: cada jodida decoración. Compraría todas las
calaveras que allí había, porque en su cabeza no bastarían nunca las que ya
tenía. Agregaría más calabazas, al costo de tener que pedir un taxi que lo
ayudase a llevarlas a casa.
No le importaba nada, de
eso estaba convencido.
Pero su sueño se vio
interrumpido en lo que llegó a la caja del negocio.
«Transacción negada por
fondos insuficientes».
—¡Pasa la tarjeta otra
vez! —gritó al chico de la caja, quien hizo lo que le pidió no solo una, sino
dieciocho veces. La pequeña pantalla del lector repetía el mismo mensaje.
Le parecía irreal.
Había gastado ya todo el
dinero. ¡Joder! ¿Cómo era posible? Necesitaba más dinero urgentemente. Regresaría
a casa y llamaría a su primo Tadeo, quien estaba seguro de que le daría una
mano.
5
La noche de Halloween
había llegado. Y su casa había quedado perfecta. Bob estaba convencido de haber
hecho un trabajo impecable. La noche había caído, y un par de niños disfrazados
habían pasado ya enfrente, pero ninguno se atrevía a tocar la puerta. De hecho,
estaba seguro de que ninguno se atrevería siquiera a atravesar el jardín, de
cuánto tenebrosa era.
En algún momento de la
noche pasó el alcalde junto a dos de sus asesores, que cargaban en mano una
carpeta cada uno. Evaluaban con detalle la decoración de las casas antes de
decidir un ganador.
—Vaya que te has inspirado
este año —comentó uno de los asistentes del alcalde a Bob mientras escribía
cosas en su carpeta.
—He dado todo de mí, y no
solo eso —. Bob sacó de su bolsillo algo muy parecido a un control remoto—.
Hagan silencio y admiren.
Presionó uno de los
botones y su casa iluminó la calle entera. Inicialmente las luces que creaban
juegos de sombras particulares bailaban en sincronía. De repente, algo empezó a
brillar un poco más. Era fuego.
—¿Qué pasa? —preguntó el
alcalde.
Bob le pidió que hiciera
silencio y, con una mano, hizo un gesto que decía «calma, viejo. Tengo todo
bajo control».
Las llamas consumieron al
cadáver que pendía de una de las columnas del techo, aquel envuelto en bolsas
de basura negras. Por momentos parecía que se moviese, como siguiendo un
bailecito estúpido. Después, las llamas consumieron al espantapájaros que había
posicionado junto a las baldosas que llevaban a la entrada principal de la
casa. Por último, las llamas envolvieron dos momias que había puesto a lo largo
del jardín.
El efecto final fue
espectacular, cuando al extinguirse las llamas por si solas, distintos
esqueletos aparecieron allí donde antes había fuego, enriqueciendo la
complejidad de la decoración. Ya no le importaba si el premio era suyo a o no.
Había ya ganado.
Esa noche nadie
respondería a la puerta de los González. Esa noche nadie estaría allí para
recibir el premio que querían robarle. Esa noche había ganado él, y (casi)
todos los vecinos estaban allí para admirar su obra de arte. Y sobre los
esqueletos… pues ya se ocuparía de ellos al día siguiente. Por ahora le bastaba
admirar con una sonrisa la noche pasar, mientras acariciaba la cabeza de Caqui,
justo allí en donde tanto le gustaba.
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