lunes, 18 de enero de 2021

Sin huellas (Larcen)

 

—Jefe, ya tenemos informe del forense —anunció Vega al subinspector Daniel Rivera a la vez que depositaba un lápiz de memoria en la mesa de su superior inmediato.

—¿Y qué es lo que dice?

—Poco más de lo que sabemos. La víctima murió por una herida punzante en el cuello, producida por un objeto indeterminado. También nos han dicho que la herida es extraña, que tenía los bordes cauterizados y que la sangre encontrada tanto en la ropa como alrededor del cuerpo estaba licuada, como si le hubieran intentado limpiar la herida o le hubiera tirado un vaso de agua encima.

—¿Huellas?

—Ninguna

—Y del arma, ¿no sabemos nada?

—Nada. El forense dice que es un objeto punzante pero que nada parecido a cualquier cosa que haya visto: ni cuchillos, ni puñales, ni ningún arma similar. Tampoco flechas, dardos o virotes de ballesta. Dice que lo más parecido puede ser un punzón, pero que tampoco apuesta por ello. No hay esquirlas ni restos de ningún tipo. Lo único seguro es que el ataque se hizo desde la espalda y que el autor es zurdo.

—¡Me cago en mi padre! Id por los alrededores del lugar en busca de cámaras de grabación que se nos hayan podido pasar y revisad las grabaciones que ya tenemos otra vez. Interrogad a todas las personas que aparezcan en las imágenes. Tiene que haber algo que se nos escapa. —El oficial Vega y su compañero Lucas abandonaron su lugar de trabajo para cumplir las órdenes de su jefe.

 

Dos días atrás había aparecido el cadáver de Javier Collado, un conocido empresario del sector de las telecomunicaciones, en el callejón trasero del edificio de HispaTelco, la empresa que dirigía. Estaba en mitad de la callejuela con una herida en el cuello, que le causó la muerte casi al instante y le impidió gritar para pedir ayuda. No había habido testigos y en aquella zona concreta no había cámaras de seguridad que pudieran haber grabado lo sucedido. Tampoco había testigos presenciales ni huellas que pudieran aclarar el crimen.

Enseguida la prensa se había hecho eco del más que probable asesinato del empresario y habían empezado a surgir los rumores de posibles autores por temas de competencia industrial.

HispaTelco se encontraba en un proceso de compra de acciones de varias empresas menores del sector, que se había llegado a catalogar de OPA hostil y eso había generado enfrentamientos y cruce de acusaciones entre los directivos de las empresas "opadas" y la dirección de HispaTelco; llegando en algunos caso a la amenaza. Sin embargo, esas amenazas eran más sobre consecuencias empresariales y laborales que de ataques físicos.

 

Cuando unos días después habían recogido todas las grabaciones de las cámaras de seguridad de los edificios colindantes, de los autobuses públicos y de varias cámaras de tráfico cercanas, procedieron al visionado de las imágenes junto con los otros dos miembros del Grupo VIII de la UDP (Unidad de Delitos contra las Personas) Martín Rusol e Isaac Franco, más conocido entre sus compañeros como El Caudillo.

—En las grabaciones de estas cámaras no se ve nada extraño —indicó Martín Rusol—. He mirado las de la última semana y no hay nada que varíe excesivamente. Gente que entra y sale del edificio para trabajar, el mendigo que pide a la puerta, el vendedor de cupones, el repartidor de periódicos y el del carrito de los helados.

—¿Todos ellos identificados? —quiso saber Vega.

—Sí. Y todos con una rutina, que es fácil de seguir —intervino Isaac leyendo sus notas—. El mendigo se llama Juan Carlos Santos, fue un trabajador de la empresa que fue despedido, según él, de forma ilegal, el juez dictó que el despido fue procedente. Desde entonces acampa allí a la puerta de la empresa con un cartel pidiendo justicia. Nunca ha montado ningún pollo más allá de algún grito hacia la víctima, aunque nunca directamente a la cara. Busca más que la gente le escuche y sepa que le ha pasado. El vicepresidente nos ha dicho que la víctima le dejaba hacer porque no quería tener problemas con él, mientras no pasara de aquello. Que le daba pena, pero que la decisión del despido no fue cosa suya. Duerme en un parque cercano. Se le ve en la grabación a la hora en la que se sitúa la muerte, si bien hay días que se va de allí para volver al rato, otros se va y no regresa y algunos no se mueve en todo el día. Sin antecedentes ni detenciones.

»El vendedor de cupones lleva ahí casi más tiempo que el edificio. Santiago Martín. Ceguera del noventa por ciento. Descartado en el mismo porcentaje. Además se ve que está en su kiosco cuando Javier Collado sale a la hora de comer.

»Alfa Ibrahim Bah, el repartidor de periódicos, tiene horario hasta las nueve de la mañana. Todos los días se va a la misma hora. Debe tener una alarma en el reloj, porque se le ve en todas las imágenes que lo mira y pulsa un botón antes de recoger los diarios que le quedan y los mete en un carro y se marcha.

» Jorge Romero, el heladero, también tiene un horario fijo. Está con su carrito desde las diez de la mañana hasta la una de la tarde. Regresa a las tres y se marcha a las siete, cuando se ha acabado el movimiento por allí. Guarda el carrito en la heladería para la que trabaja, tanto a la hora de comer como al acabar el turno. Come casi todos los días en bares de la zona, pero a veces se va a comer a su casa. Ese día concreto le vieron comer en un bar y nos ha entregado el ticket de la comida con la fecha y hora de cuando se produjo el homicidio. Hemos hablado con la camarera que lo atendió y efectivamente comió allí. Coincide con las horas en las que mataron a la víctima.

—De los trabajadores, ¿hemos sacado algo?, ¿algún hilo del que tirar? —quiso saber el subinspector.

—¡Qué va! —respondió Vega—. Hemos interrogado a todos y cada uno de los trabajadores de la empresa y nada. Los que no estaban comiendo en el comedor de la empresa estaban en su casa con más gente, todos ellos con coartada que tendremos que comprobar minuciosamente, pero no veo yo muy claro que de ahí vayamos a sacar nada.

—¡Joder con el jefe! Ha sabido bien cuando operarse de la espalda… —indicó Martín Rusol—. ¿Le has dicho algo?

—¡Déjale! Bastante tiene el pobre con estar sentado como un Playmobil y solo poder mover los brazos y la cabeza —respondió Rivera—. Este marrón lo tenemos que resolver nosotros sin involucrarle para nada.

—Rivera, mañana Lucas y yo vamos a ir de nuevo a la empresa a interrogar de nuevo a todos los empleados que podamos.

—Bien, Vega; que os acompañen Martín Rusol y El Caudillo, así meteremos más presión y si alguien ha visto algo o tiene algo que ocultar lo destaparemos más rápido. Si de alguien sospecháis más de la cuenta, os lo traéis para acá y continuamos el interrogatorio en nuestra sala. Esta tarde os traéis al mendigo, al heladero, al de los cupones y al repartidor de periódicos. Les interrogáis y que firmen el acta, a ver si alguno es zurdo.

 

A media tarde habían acabado con la toma de declaración de las cuatro personas que aparecían en las grabaciones y que no formaban parte de la empresa. Ninguno de ellos había aportado claridad al caso y todos ellos habían firmado su diligencia de declaración con la mano derecha.

Pasadas las once y media de la mañana, la puerta de la UDP se abrió de forma un tanto brusca. Isaac y Martín Rusol conducían casi a empujones a un hombre hasta la silla en la que se iba a sentar para tomarle declaración.

—Siéntate ahí —le indicó Martín Rusol—. Caudillo, escribes tú, que este nos va a contar por qué se ha puesto tan nervioso y ha intentado escaquearse de las preguntas.

Rivera dejó de leer el informe que tenía en las manos y le prestó toda su atención a los dos policías y a la persona que iba con ellos.

—Yo no he matado al señor Collado. Don Javier me ha dado el trabajo que tengo y me paga muy bien —comenzó el hombre que habían llevado a la UDP.

Excusatio non petita, accusatio manifesta —interrumpió Rivera.

—¿De qué me está acusando?, ¿qué quiere decir eso?

—Excusa no pedida, acusación manifiesta. Es latín. De momento el único que se acusado aquí ha sido usted, no nosotros.

—¿Por qué ha intentado librarse del interrogatorio que estaban haciendo nuestros compañeros? ¿Tiene algo que ver con la muerte de Javier Collado? —preguntó Martín Rusol elevando un poco la voz.

—¡NO! Yo no he matado a nadie.

—¿Y por qué ha intentado irse al vernos?

El hombre guardó silencio y bajó la vista hacia sus manos.

—¡RESPONDE, ME CAGO EN DIOS! —intervino de nuevo Rivera, esta vez dando un fuerte golpe en la mesa con la palma de la mano. El hombre dio un respingo—. Está bien, si no quiere hablar bajadlo a calabozos, unos días aquí encerrado igual le afloja la lengua.

—Pero, Rivera, no tenemos calabozos libres —dijo Isaac.

—¡Joder, Caudillo, con ese apellido y que poca sangre tienes! Pues lo metéis con otro, que esto no es un hotel.

—Pero el único que está solo es el que se ha cagado encima, no creo que…

—Tú no crees nada, lo metes con ese y punto.

—¡Pero… si se ha dedicado a coger la mierda y embadurnar todas las paredes y el suelo con ella!

—¡Me da igual!

Martín Rusol se acercó al hombre y lo tomó por un brazo para conducirlo a los calabozos.

—¡Está bien, está bien! Hablaré. Hablaré. Les contaré por qué quise escaparme. Yo no maté a Javier Collado, pero estoy filtrando datos de la OPA a otras empresas interesadas. No es nada ilegal, pero de moralidad dudosa. Si mis jefes y mis compañeros se enteran me echarán a la calle y me harán la vida imposible.

—Si es que el truco del guarro que ha manchado toda la celda de mierda siempre funciona —les dijo Rivera a los dos policías—. Plasma por escrito lo que ha manifestado y que se vaya a tomar por culo de aquí.

 

La investigación llegó a un punto muerto y los días se convirtieron en semanas, otros casos fueron ocupando los quehaceres diarios de los miembros de la UDP, los cuales no estaban relacionados aparentemente con lo sucedido al presidente de HispaTelco. Tampoco había nada anterior que pudiera ser relacionado con el asesinato. Si bien hubo denuncia y juicio del empleado despedido, todo fue a través de los Juzgados de lo Laboral. La injurias fueron archivadas, al no querer el ahora fallecido interponer querella por ellas.

A pesar de no tener nada nuevo, los miembros de la UDP de vez en cuando se pasaban por las oficinas de HispaTelco a preguntar si alguien había visto algún movimiento sospechoso tras el asesinato. Con la excusa de ir a solicitar grabaciones de las cámaras, hablaban con los recepcionistas, el heladero, el repartidor de periódicos y con el mendigo.

—Yo ya les he dicho que no he visto nada ni he tenido que ver con lo que le sucedió a ese hijo de puta, pero me alegro —les dijo el indigente visiblemente ebrio—. Se lo merecía. Me arruinó la vida. —Y le dio un largo trago a un cartón de vino que tenía en su mano izquierda—. Pero lo peor de todo, es que ahora su sucesor quiere que me vaya de aquí ya me ha amenazado con llamarles a ustedes si no me voy. Y yo no pienso irme. ¡Me oyes! ¡No pienso irme! —le gritó al edificio.

—Cálmese don Juan Carlos… —le interrumpió Lucas.

—¿Don Juan Carlos? Don sin din mis cojones en latín. Yo ya no soy "don" de nada. Por culpa de esa alimaña y sus secuaces. —Entonces llevó el brazo hacia atrás y lanzó el cartón de vino contra la puerta de entrada de HispaTelco. Lucas miró a Vega y solo con eso bastó.

Mientras el oficial interpelaba a Juan Carlos Santos para que se calmase y los acompañase a las dependencias, este retrocedía. Lucas le cerraba el paso haciendo que él solo se fuera acorralando entre ellos y la pared del edificio. Juan Carlos comenzó a coger las pertenencias con las que se iba encontrando y se las arrojaba a los dos policías. Esquivando objetos, y moviéndose de forma rápida y coordinada, los dos miembros de la UDP consiguieron echarse encima de su atacante y reducirle. Tras ponerle las esposas, lo introdujeron en el coche.

—Está detenido por atentado contra agente de la autoridad. Los derechos que le asisten son: —Y Vega le recitó los derechos recogidos en la legislación española.

 

—¡Jefe! Traemos un regalo —anunció Vega al entrar en el despacho—. Detenido por atentado. Se puso un poco nervioso y comenzó a lanzarnos cosas. ¿No es así, señor Santos? Como no ha habido heridos, formalizaremos el acta, la firma y, si promete acudir cuando le llame Su Señoría, le dejaremos en libertad.

El detenido asintió con un movimiento de cabeza. Lucas le quitó las esposas y le mandó sentarse en la silla que ya había utilizado cuando fue escuchado en declaración por el homicidio del presidente de HispaTelco. Tras redactar el documento, Vega se lo tendió al detenido para que lo firmase. Este cogió con la mano izquierda el bolígrafo que le tendía el oficial y firmó.

—Ya se puede ir.

—¿Ya está todo? —Juan Carlos Santos se levantó del asiento y se encaminó hacia la puerta del despacho. En su umbral, apoyado, se encontraba el subinspector Rivera, con aire ausente—. ¿Me deja pasar? Me han dicho que me puedo ir. —Rivera se movió, pero lejos de franquearle el paso, se puso más en el medio.

—Juan Carlos Santos, queda usted detenido como presunto autor de la muerte de Javier Collado, presidente de HispaTelco. —Y antes de que pudiera hacer nada, Lucas y Vega le agarraron por los brazos y, nuevamente, le pusieron los grilletes y le leyeron los derechos.

—Yo no he hecho nada. No tienen pruebas. Se me ve en las grabaciones a la hora en la que mataron a ese cabrón. No tienen el arma con la que le mataron. ¡No me pueden acusar de nada! —protestaba el detenido mientras lo conducían a los calabozos.

—¿Cómo sabes que no tenemos el arma? Eso no ha trascendido a la prensa —le dijo Vega—. Creo que tienes muchas cosas que contarnos.

Cuando el subinspector Rivera estaba rellenando el parte de la detención y el ingreso en el calabozo, Isaac y Martín Rusol entraron en el despacho con Juan Carlos Santos.

—¡Sorpresa! —exclamó Isaac.

—¿Por qué habéis sacado al detenido del calabozo? —quiso saber Rivera a la vez que se ponía en pie.

—No hemos sacado a nadie del calabozo. Este hombre es Alberto Medrano. Es hermano gemelo y cómplice del mendigo y el jefe del heladero.

 

Varias horas después, Rivera, Lucas y Vega se encontraban interrogando al detenido Juan Carlos Santos por la muerte de Javier Collado.

—Bueno, ya hemos hablado con su hermano y con el heladero y nos han contado todo lo que necesitamos saber para llevarle ante el juez, pero queremos saber su versión —le dijo Rivera—. Este señor de aquí es su abogado de oficio, ya que no ha designado ninguno. Empiece por el principio, por favor, señor Santos.

Entonces, Juan Carlos comenzó a relatarle a los policías todo lo referente al homicidio del presidente de HispaTelco.

—Pues como bien saben, todo empezó cuando ese cabrón me despidió sin motivo. El despido llevó a mi ruina. Mi trabajo lo era todo para mí. Entré en una depresión y no dejaba de darle vueltas a por qué me habían despedido, mi máxima aspiración en la vida era que me devolvieran el trabajo que me habían arrebatado de forma tan cruel e injusta. No me molesté en buscar otro trabajo porque yo quería el mío, y cuando el juez les dio la razón me cayó como una losa. Entonces fue cuando decidí manifestarme delante de la empresa y, con el paso del tiempo, acampé allí y aquel sitio se convirtió en mi hogar. Tengo una casa, pero hace mucho tiempo que no paso por allí.

»Un buen día, llegó al lugar un hombre con un carrito de helados y al verme se sorprendió. Yo no le di más importancia, pero pasados los días me preguntó si yo tenía algún hermano, le respondí que no, que era hijo único. Entonces él me dijo que era igual que su jefe. No paraba de repetir eso día tras día hasta que un día le seguí hasta la heladería para la que trabajaba. Se pueden imaginar cuál fue mi sorpresa cuando me vi frente a un hombre que era igual que yo. Él también se sorprendió, por supuesto.

»Hablando e investigando, descubrimos que éramos hermanos gemelos. Nuestra madre nos había dado en adopción al nacer. Mis padres nunca me dijeron que yo no era hijo suyo, sin embargo, mi hermano sí que lo sabía. Le conté lo que me había sucedido con HispaTelco y él me contó que años atrás también habían despedido a su madre tras una denuncia de acoso sexual. El juez no tuvo en cuenta la denuncia por no poder probarse los hechos.

»Entre los dos trazamos un plan que pensábamos que era infalible. Él está viudo y yo nunca me he casado, con lo cual no tenemos familia que nos eche de menos si tardamos más en regresar a casa o si él se ausenta un par de días. Él se haría pasar por mí unos días antes y unos días después de matar a Javier. Se dejó barba y yo me corté el pelo como él algún tiempo antes. Hizo saber a sus empleados que se cogería vacaciones durante dos semanas y que se iría fuera. En ese tiempo yo me escondí en una nave abandonada que está cerca de la empresa a la espera de que llegar el día de actuar.

»Engañamos al vendedor ambulante para que nos ayudara sin saberlo. Todos los días, al llegar, me entregaba un termo metálico del carrito y antes de irse se lo devolvía. Él se pensaba que era para que tuviera agua fresca durante los calurosos días de verano, pero no era así. El termo realmente era un recipiente en que había un molde con forma de punzón diseñado por mí. Mi hermano, todas las noches después de que cerrara la tienda, acudía sin que nadie lo supiera a rellenarlo de agua y que se formara un puñal de hielo. Yo comprobaba la el aguante del mismo una vez fuera del recipiente. Cuando conseguimos lo que queríamos pusimos en marcha el plan.

»Le pagué cincuenta euros a un raterillo para que, cuando el empleado regresaba a la heladería para comer, fingiera un atraco y entablase una pelea que lo distrajera el tiempo suficiente para que yo recogiera el termo que momentos antes había rechazado mi hermano haciéndose pasar por mí. Después el raterillo huiría sin robar nada y el empleado regresaría a sus quehaceres.

»Al salir Javier de la oficina, yo le esperaba escondido en el callejón. Sabía que todos los días iba allí a fumarse un porro sin que nadie le viera. Una vieja costumbre de su juventud que no había dejado de hacer. Le asalté por la espalda y le clavé el punzón de hielo y allí lo dejé desangrándose como un cerdo y sin poder gritar. Con el calor del verano, el punzón se derretiría y no habría ni arma ni huellas. Pasados unos días mi hermano y yo regresamos cada uno a nuestra vida. Esa es toda la historia.

—Coincide con lo que nos ha contado tu hermano. Con lo que no habíais contado ninguno de los dos era con que lo interrogaríamos a él antes de que hubierais vuelto a vuestros roles habituales —dijo Rivera.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que descubrimos que no erais la misma persona. Cuando él firmó la declaración lo hizo con la mano derecha. Estaba descartado como autor del homicidio porque este era zurdo —intervino Vega.

—Sin embargo, cuando estuvimos contigo esta mañana, agarrabas el cartón de vino con la mano izquierda, lo lanzaste con la izquierda, nos arrojaste cosas con la misma mano y cuando firmaste aquí la declaración también lo hiciste con la izquierda. —Lucas había tomado la palabra y le explicaba al detenido cómo habían caído en la cuenta de que había dos implicados—. Enviamos a los compañeros a interrogar de nuevo a la gente que estaba contigo en la puerta de HispaTelco y el heladero les dijo que te parecías a su jefe. El ciego les dijo que durante una temporada te había notado más callado de lo habitual y que el tono de voz era diferente, pero no sabía por qué ni le dio más importancia. Así que fueron a la heladería de tu hermano y lo detuvieron también.

 

Al final de la jornada, cuando hubieron acabado el atestado y lo remitieron al Juzgado de Instrucción, junto con los detenidos, decidieron celebrar el éxito en el caso.

—¿Dónde podemos ir a tomar algo? —preguntó Martín Rusol.

—No sé, ¿vamos al Centro a tomar unas cañas? —propuso Isaac.

—O a La Latina de tapas —dijo Vega.

—Claro, como a ti te pilla cerca de casa… —protestó Lucas.

—Yo conozco una heladería cojonuda, está un poco lejos y lo mismo está cerrada porque el dueño se va a pasar unos años a la sombra, pero podemos probar —dijo seriamente el subinspector Rivera. Tras el asombro inicial, todos rompieron a reír.

El yin y el yang (Ewateam)

 

Hoy es el día en el que, al fin, el inspector Michael Valderrama de la policía de Nueva York se jubila. Sentado en la silla que ha sido su lugar de trabajo durante los últimos cinco años se sorprende al pensar que, en ese tiempo, no ha echado mucho de menos patrullar por las calles. Antes era su pasión, pero desde que murió su hijo, una losa tremenda le impide cumplir con lo que antes adoraba. Y por eso desde aquel día vegeta en la central redactando informes.

Al pensar en su chico desvía la mirada hacia la foto de su graduación que tiene junto al monitor de su ordenador. Todo en ella rezumaba un futuro prometedor. Vestido con el uniforme de gala y una gran sonrisa, la recién estrenada placa que descansaba en su pecho emite un destello fugaz que quedó congelado en el tiempo para siempre.

Acuciado por recuerdos amargos se recuesta en el respaldo de la silla atusándose su pelo rizado y negro mientras escucha el rugido que, sin pudor, emite su barriga. Él la manda callar asegurándole que sus compañeros tienen prevista para más tarde una fiesta sorpresa con pastel incluido del cual, quiera o no quiera, tendrá que comer. Así que, sabiendo que no podrá evitar lo que le espera, mira su reloj y decide que es hora de visitar por última vez las entrañas de la comisaria antes de salir por la puerta del edificio y no poder hacerlo nunca más.

Como cada día desde el accidente, al acercarse el final de la jornada, justo a la hora en la que el cuerpo de su chaval recibía el impacto mortal que le destrozó el corazón contra el salpicadero del coche, se levanta de la silla y dirige sus pasos hacia la salida mientras escucha un murmullo a su alrededor.

—Tranquilos, chicos, que no huyo de vosotros. En un rato vuelvo —dice en voz alta para que todos entiendan que ahora es el momento para prepararlo todo.

Una vez los deja atrás comienza a bajar por la gran escalinata. Nada más pisar los viejos y desgastados escalones sufre un traspiés y casi se cae. Otra señal más de que su ciclo está llegando a su fin. Al agarrar el pasamanos piensa que en este metal tan frío donde están grabadas multitud de huellas de criminales puede que también estén las del asesino al que todavía no ha conseguido atrapar. Aquel que vive en todas las pesadillas que sufre cada noche. Ese al que no puede apartar jamás de sus pensamientos.

Al llegar al sótano se dirige al archivo de pruebas. Como ha hecho todos y cada uno de los días desde que fue destinado a trabajo de oficina, llama al timbre y saluda a la cámara que le observa desde la esquina superior derecha. Al poco tiempo, un sonido desagradable e intermitente le avisa de que le han abierto. Empuja con fuerza el portón y entra en el vestíbulo en donde tras el mostrador le espera, como siempre, el sargento Bruce Kuryaki.

Frente a frente se puede observar que son muy diferentes. El inspector es un puertorriqueño alto y con una abultada pancha fruto del alcohol y no de la felicidad. El sargento, por su parte, es de ascendencia asiática, tiene una estatura media y se mantiene delgado y fibroso a pesar de la edad.

—Buenos días, inspector, ¿ya estás preparado para lo que nos espera? —le pregunta el sargento sin un ápice de alegría en sus palabras.

—Me imagino que igual que tú. Mira que es casualidad que nos jubilemos el mismo día.

—Ya sabes, a todo cerdo le llega su san Martín.

—La verdad es que no tengo ganas de juerga.

—Ni yo tampoco, pero no podremos escapar de ellos. Tendremos que hacer de tripas corazón y aguantar todo lo que se les haya ocurrido organizar. En cuanto a ti, ¿ni siquiera en este día te das un respiro?

—No puedo. Los remordimientos son así. Hoy es mi última oportunidad para echar un vistazo a lo que tienes ahí guardado y no puedo desperdiciarla.

—¿Algún día crees que dejarán de carcomerte por dentro?

—No. Mientras no lo resuelva viviré atormentado por él. Sé que mi último pensamiento en esta vida será para ese caso.

—No soy quién para decírtelo, pero aun así te lo diré. No es bueno vivir en el pasado: te amarga el presente y te impedirá disfrutar del futuro.

—No me importa. Tengo asumido que jubilado no voy a durar mucho. Ya sabes lo que les pasa a los policías viejos e insociables una vez dejan el servicio activo. Lo normal es que utilicen su arma una última vez en la soledad de la noche.

—No digas eso. Puede que nuestras exmujeres hayan puesto miles de kilómetros de distancia entre nosotros y ellas y que ya no quede nada de nuestro legado en este mundo, pero siempre hay algo por lo que vivir. Aunque solo sean los buenos recuerdos —dice el sargento mirando al retrato que descansa a su izquierda.

—Perdona mi poco tacto. Hasta hoy no me había fijado en la foto —dice el inspector mientras clava su mirada en otra cadete ilusionada que vio su vida cercenada antes de tiempo—. Me imagino que es tu hija, ¿no murió de un disparo accidental en vuestra casa?

—Sí. Una de esas cosas que no deberían pasar, pero pasan. Ya hace cinco años de aquello y no hay segundo en el que no me culpe de su muerte, pero aún así no tiraré la toalla —nada más terminar de hablar, al ver cómo cambia la expresión de su interlocutor comprende que también ha metido la pata—. Lo siento, perdona mi estupidez. Te he hecho lo mismo que tú has intentado paliar.

—No pasa nada, todos tenemos que lidiar con nuestras desgracias. ¿Puedes abrirme?

—Por supuesto. Ya sabes cómo va. Regístrate y podrás pasar.

El inspector garabatea su firma de forma rápida en el papel y entra en el almacén. Mientras toma un camino memorizado hasta la saciedad, imágenes de aquel fatídico día quieren atacarlo con fuerza. Para intentar derrotarlas se centra en los miles de cajas que le rodean y que están clasificadas por número de expediente. Sabe que llegará el día en el que, caso a caso, irán prescribiendo y cuando eso pase, todas las pistas que no se supieron encajar para resolverlos serán destruidas y en ese momento el mal habrá ganado. Y el que más le duele es el único caso que no ha resuelto en toda su carrera, ese que está a punto de revisar por última vez. Y lo hace porque no pierde la esperanza de encontrar la clave que le lleve a la victoria, aunque sea en el último segundo.

Tras varios minutos andando llega a su rincón. En la estantería setenta y ocho, sección tercera, balda intermedia lee el cartel que reza: caso abierto trece mil quinientos cuarenta y seis. Allí tres cajas de cartón de tamaño medio colocadas en pirámide lo miran desafiantes. Como cada vez que alarga una mano hacia ellas, un temblor amargo e involuntario le recorre el espinazo. Aun así, las coge una por una y las lleva a la mesa que está a su izquierda. A diferencia de la mayoría de los objetos allí almacenados, estas están como una patena ya que cada vez que las consulta las limpia a conciencia con un trozo de la camisa que llevaba su hijo cuando murió y que aun está marcado con trazos indelebles de su sangre. Sabe que es una superstición absurda, que muchos lo tacharían de loco, pero sigue creyendo que en esa tela vive parte del espíritu de su chico y que juntos, aunque sea de esta manera, algún día resolverán el enigma que no pudieron cuando estaba vivo. El problema está en que se acaba el tiempo.

Bajo la mortecina luz del flexo abre las cajas y expone, de forma metódica, todo su contenido sobre el linóleo gris de la mesa: fotos, declaraciones de testigos y sospechosos, diagramas de flujo, incluso ideas y pensamientos que surgieron mientras los dos, mano a mano, tomaban un café de madrugada en el salón de su casa. Todo ello está frente a él de nuevo. Datos inútiles que no han servido de nada en todos estos años y que, a menos que suceda un milagro, hoy tampoco servirán.

Sabe lo que piensan de él. Nadie entiende para que sigue bajando a revisar todo aquello si se lo sabe de memoria: cada letra, cada palabra, cada color, cada sombra que allí se le muestra. Y él les contestaría que es su deber. Se lo debe a las víctimas, a sus familiares, pero sobre todo a su hijo. Él sabe que ninguno de ellos podrá descansar hasta que él triunfe. Y por eso, hoy al menos, tampoco se rendirá.

Empieza como siempre, con las fotos de los cadáveres de las chicas. Por muchas veces que las mire, siempre le sorprende la exquisitez con la que el asesino las dejaba para que las encontraran. A todas ellas las dejó sentadas e inertes en un banco de un parque cercano a donde vivían, maquilladas, peinadas a la moda y con una manicura perfecta a la espera de que alguien pasase por allí y se percatara del reguero de sangre que manchaba las blancas blusas de seda que siempre llevaban puestas. Un fino estilete clavado en su corazón terminó con doce muchachas bellas, morenas y asiáticas a lo largo de un año.

Un largo y tenebroso periodo que le costó al inspector el sueño, la paz e hirió de muerte a un matrimonio que ya cojeaba. Desde aquel quince de enero de mil novecientos noventa y nueve en el que encontraron a la primera víctima, Anna Wong, las pesquisas de su departamento fueron por derroteros equivocados. ¿Por qué tuvo que tardar tanto en atar cabos? Tal vez no tener experiencia con psicópatas le lastró en un principio. Es cierto que con solo una víctima nada hacía pensar que estaban ante un asesino en serie. Siguiendo el protocolo de investigación establecido se centraron en el círculo de amistades de la chica en busca de un móvil habitual: desamor, celos, deseo irrefrenable, aunque para este último, la falta de agresión sexual en el cuerpo le desconcertó bastante. Pero cuando un mes más tarde apareció Lucy Chen en iguales condiciones debió involucrarse más, tendría que haberse abstraído de todo lo que sucedía a su alrededor y haberse centrado en el caso.

Pero entre que estaba en un momento complicado de su vida y que el comisario no estaba por la labor de generar pánico en la ciudad, dejaron pasar un tiempo precioso que se tradujo, a los veintiocho días, en la tercera chica muerta y en que la mierda les llegó hasta al cuello en menos que canta un gallo. La prensa se cebó con ellos, sometiéndolos a tal presión que ya solo quería descubrir al cabrón que no dejaba de matar el quince de cada mes a una chica de entre veinte y veinticinco años siguiendo siempre el mismo patrón. El problema era que las líneas de investigación siempre terminaban en callejones sin salida.

Tres meses y tres sueños cercenados después él seguía obcecado y absorto en el caso, pero sin conseguir ningún avance significativo. Solo la entrada de su hijo en la policía lo sacó del pozo en el que estaba. Fue como una inyección de adrenalina que le dio la fuerza para avanzar. Juntos entendieron que la forma en la que el asesino dejaba a sus víctimas era la clave. Significaba que para él ellas eran un trofeo, una exaltación de su poder y que deseaba que todo el mundo, al contemplarlas, lo admirasen. Además, llegaron al convencimiento de que el asesino debía ser, para poder alcanzar tal perfección estética, un experto en moda y belleza. También supieron, gracias al departamento de psicología de la policía, que al apuñalarlas en el corazón con un arma tan grácil como una daga fina ponía de manifiesto que el criminal tenía un trastorno psicótico profundo, con el cual manifestaba que deseaba ser tan hermoso como ellas, que anhelaba su gloria y al no poder alcanzarla las mataba por ello. Por último, el detalle de que lo único que no tenían pintados fueran los labios indicaba que, aun queriendo ser como ellas, las veía impuras y que por lo tanto no merecían alcanzar la perfección. Denotaba que él pensaba que de sus bocas solo salían mentiras y que debía hacerlas callar para siempre.

Centrados en esas hipótesis, recorrieron juntos todos los salones de belleza que existían en la ciudad. Encontraron algunos sospechosos, pero jamás consiguieron incriminarlos. Y llegó el quince de enero del dos mil y los dos iban en el coche hablando del caso, analizando lo que ya habían escudriñado miles de veces, rebuscando en su memoria cualquier cosa que se les hubiera podido pasar, con la urgencia de saber que el asesino no tardaría en actuar de nuevo. ¿Cuántas noches en vela habían pasado juntos haciendo lo mismo? Demasiadas, pero la importante fue la última. La noche anterior a ese día el inspector había batido su récord de días seguidos sin dormir y lo pagó demasiado caro. En un tiempo muerto en el que los dos se habían callado y cada uno estaba concentrado en lo suyo, el inspector, que era el que conducía, no se dio cuenta de que al cerrársele los ojos por un segundo se saltaba un stop y chocaba con una ranchera a gran velocidad.

Cuando despertó del coma ya había pasado un mes desde el accidente. Tan obsesionado estaba con el caso que lo primero que hizo fue preguntar a las enfermeras por el nombre de la nueva víctima del asesino. Ellas le respondieron que no había habido ataque alguno. Tras un instante de incredulidad y alivio se acordó de su hijo y preguntó por él. Le respondieron que no pudieron nada ya que murió al instante. La cruda realidad le golpeó salvajemente y desde entonces su voz interior no ha dejado de repetirle que él fue el causante de su muerte lo que le destroza por dentro. Si a eso se añade que su mujer no esperó siquiera a que él saliera del hospital para abandonarlo, la vida del inspector Valderrama se volvió un infierno.

Fue en ese momento cuando tuvo que elegir entre dos caminos: deprimirse y ver a donde le abocaba la desesperación o volver a la batalla porque estaba convencido de que el asesino volvería a actuar. Que ese lapsus de tiempo sin matar solo era porque estaba jugando con él. Ese pensamiento lo mantuvo en guardia durante unos días, pero al ver que al siguiente mes nada sucedía, comprendió que había parado de matar, Dios sabría por qué. Así que el único pilar que sostenía su ruina de vida se derrumbó por completo. Sentía que su hijo había muerto en vano, que había perdido todo por nada y que jamás conseguiría resolver el caso. Eso derivó en recurrentes ataques de pánico que le asediaban cada vez que intentaba salir a la calle a trabajar en algún caso, por muy sencillo que fuera. Su cuerpo se negaba en redondo a enfrentarse al mundo y al final tuvo que rendirse a la evidencia y pedir el traslado a las oficinas para no hacer nunca más trabajo de campo. Eso sí, continuó obsesionado con el pasado.

Y hoy todo termina con la lágrima que cae sobre los papeles alborotados que tiene delante suyo. Es la señal que certifica su rendición incondicional. Ya no hay nada que pueda hacer, el tiempo se ha acabado y ha perdido. Regodeándose con la derrota, lo recoge todo y deja las cajas de nuevo en la estantería. Dándoles la espalda se dirige a la salida en donde le espera el sargento Kuryaki.

—¿Todo bien?

—No. Nada ha cambiado ni cambiará. Es el fin. ¿Nos vamos?

—Sí, déjame que recoja lo último que me queda y nos vamos —dice mientras agarra la foto de su hija.

—¿Solo te llevas eso?

—Sí. Ya empaqueté una caja el otro día. Solo mantuve conmigo a Illya para que me hiciera compañía hasta el final.

Salen y el sargento se dirige hacia el ascensor.

—¿Por qué no vamos por las escaleras? —le pregunta el inspector.

—Demasiados años sentado en un incómodo taburete han hecho que mis rodillas no aguanten subir escaleras —comenta mientras pulsa el botón de llamada.

El ascensor no tarda en llegar y se montan en él. Sin mediar palabra notan como comienza la ascensión y el inspector ve como su compañero de fatigas aprieta el retrato contra su pecho con tanta fuerza que comprende que está emocionado.

—No te he preguntado, ¿qué vas a hacer tú de ahora en adelante? —pregunta el inspector, pero antes de que el sargento pueda responder las puertas se abren y la vorágine los engulle.

Como era de esperar, los siguientes momentos son una sucesión de abrazos, besos, bromas, regalos, algunos más acertados que otros, y mucha condescendencia. Al final de todo, el comisionado, tras un discurso plagado de tópicos y palabras vacías, se hace la foto de rigor entregándoles el reloj de oro y casi sin terminar de enfocar los ojos después de que el flash los haya cegado ya está dándoles la espalda para salir disparado de la comisaria.

Tras esa despedida a la francesa de su jefe, los compañeros aun aguantan unos minutos más, pero al final todos van dispersándose dispuestos a cerrar sus tareas del día, dejando a los dos homenajeados abandonados en medio de la sala.

—Se acabó. Te espero a que recojas y salimos juntos —dice Bruce con amabilidad.

—No hace falta, no quiero entretenerte.

—Tranquilo, tengo todo el tiempo del mundo —comenta con una expresión extraña en la cara—. Nadie me espera en el hogar.

—Como quieras —dice Michael esperando que esta amabilidad no signifique que quiera convertirse en su amigo y le dé la paliza una vez salgan de aquí. Piensa que no debe darle pie a ello, que debe cortar esa posibilidad de raíz.

Dándose prisa pone todo lo personal que había en su escritorio, que no es mucho, de mala manera en una caja de cartón y se prepara para un momento incómodo.

—Salgamos. Es la hora.

Juntos comienzan a dirigirse a la salida, sueltan en voz alta un vago adiós al que solo algunos de sus excompañeros responden y salen a la calle. Fuera, como es habitual en enero en Nueva york la nieve se acumula en las calles y el ambiente es gélido.

—Qué casualidad que todo termine un quince de enero, ¿no? —dice Bruce con un tono que pone en guardia a Michael.

—¿A qué te refieres?

—Hace cinco años, tal día como hoy, murieron nuestros hijos y en esta misma fecha, nosotros, sus padres, acabamos nuestro servicio.

—¿Tú hija murió el mismo día que mi hijo? No lo sabía —algo le dice que no es casualidad.

—Sabes, falta que yo te dé mi regalo de jubilación —dice Bruce cambiando de tema.

—No es necesario. No quiero nada tuyo, ni siquiera tu amistad. A partir de ahora, el tiempo que me quede, que no creo que sea mucho, quiero pasarlo solo.

—Acepto lo que me pides, pero aun así te lo daré. No sé si te salvará o te condenará. lo que sí sé es que a mí me hará mucho bien.

—No te entiendo.

—Voy a quitarte de encima aquello que aplasta a tu corazón. No te voy a pedir que, tras lo que voy a contarte, no entres otra vez por esa puerta y hagas lo que creas justo. Solo espero que como padre que fuiste me entiendas y actúes en consecuencia.

—Cuéntame —dice Michael intrigado

—Mi hija no murió por un accidente con su arma reglamentaria. Fui yo quien la mató.

—¿De qué estás hablando? —pregunta Michael llevandose de forma inconsciente la mano a la espalda donde ya no tiene la pistola guardada.

—No tuve más remedio que hacerlo. Fue ella misma quien me lo pidió.

—¿Por qué iba a pedirte tal atrocidad?

—Por que ella era tu asesina. Ella es tu caso abierto.

—No te creo.

—Pues deberías. Aquel día vino a mí buscando su última esperanza. Me contó todo lo que había hecho con pelos y señales. Me confesó que sentía envidia de ellas por ser todo lo que ella no era: femeninas y hermosas. Entre que ella se veía como una mujer carente de atractivo y que pensaba que yo siempre había deseado tener un chico en vez de una chica, creyó que me hacía feliz convirtiéndose en policía. Me dijo también que entró en el cuerpo con la esperanza de que, al estar en el lado correcto de la ley, pudiera dominar a la asesina que ya desde muy joven sentía en su alma. Ya sabes que todos tenemos una parte buena y una parte mala y que casi todos nosotros somos capaces de mantener al mal oculto y prisionero en las profundidades de nuestro ser. Pero ella no pudo con él. Un impulso poderoso se fue adueñando de ella empujándola a cometer las atrocidades que te han estado martirizando los últimos años. Ella se aprovechó del uniforme y de la seguridad que emana del mismo para acercarse a ellas con alguna excusa y ofrecerse a acompañarlas a casa y una vez allí las reducía y comenzaba con el ritual.

—Me parece demasiado rocambolesco. No encaja en el perfil del psicópata.

—¿Qué perfil? ¿Ese que no te ha servido para nada? Aunque no te lo creas, esta es la verdad. Al final la habrías descubierto, eso ella lo sabía. Es por eso por lo que vino a mí a pedirme ayuda.

—¿Para encubrirla?

—No. Para pararla ya que ella se veía incapaz de hacerlo por sí misma y se odiaba por ello.

—¿Y por qué no la detuviste e intentaste que recibiera ayuda psicológica en vez de matarla?

—Debía evitar por todos los medios que ella siguiera haciendo daño a más chicas, fue la única condición que me puso. Me convenció de que estaba segura de que jamás podría curarse. Me dijo que si la delataba conseguiría escapar y cuando lo hiciera volvería a matar y eso la atormentaba. Me suplicó que encontrara el modo de liberarla de todo lo que había hecho sin perjudicarme a mí. Ella entendía que si la entregaba a la policía mi carrera y mi vida estarían acabadas ya que no podría aguantar los comentarios y las miradas que recibiría todos y cada uno de los días de mi vida. Así que tracé un plan, y simulamos un accidente mientras limpiaba el arma, aunque fui yo quien apretó el gatillo.

—¿Cómo pudiste hacerlo?

—Porque la amaba más que a nada en este mundo.

—¿Y qué esperas que haga yo ahora? —le dice Michael descolocado.

—No voy a pedirte nada. Solo te diré que no nos volveremos a ver nunca más. Yo me iré con la esperanza de poder perdonarme algún día y pensando que al revelarte la respuesta que tanto tiempo andabas buscando te ha dado un poco de paz. Adiós y buena suerte —y tras esas palabras baja los escalones de la comisaria y se va andando hasta desaparecer de la vista.

Michael, por su parte, conmocionado aún  por lo que ha oído, se gira hacia la puerta y alarga la mano hacia el pomo. De pronto se detiene, mira al cielo y gira sobre sus talones alejándose de allí sin mirar atrás.

No habrá más ositos de peluche (Kitasato)

 

Me gustan los coches de policía. Esas luces azules y rojas son muy bonitas. Se parecen a los coches que tenemos Luisín y yo pero más grandes. Las luces se reflejan en los abetos y ahora que está anocheciendo el bosque se parece al belén que montamos por Navidad o, mejor, a la juguetería del pueblo. Los polis son muy serios y fuertes. Me gustaría tener uno de esos trajes que llevan, pero solo si no se me pone la cara enfadada, como a ellos. A Luisín seguro que también, y luego diría que el suyo es mejor, y pelearíamos, y entonces uno de los dos haría de ladrón y el otro de poli.

Ahora han dejado de hacer ruido; solo están las luces encendidas y hablan por las radios que llevan colgadas. A Luisín le encantaría ver a los polis hacer de polis. Pero no es como cuando jugamos nosotros, porque ellos se pasean mirándolo todo, hacen preguntas, hablan por los walky talkies y dicen “cambio” cuando terminan una frase. La próxima vez voy a saber jugar a polis mejor que nadie.

Papá y mamá están de pie, abrazados, frente a la casa y hay un policía al lado haciéndoles preguntas. Es un hombre feo, con un bigote negro y que huele muy mal, como la peluquería donde todos fuman y echan humo blanco. Me gusta el humo blanco, pero no me gusta cómo huele. A Luisín tampoco. Dice que fumar es malo y que los malos fuman. Mamá tiene en brazos el osito de peluche de Luisín y lo abraza con fuerza, y lo acaricia y le da besitos. Me acerco a la pierna de mamá y me cojo a ella. Yo también quiero que me dé besitos y me abrace, pero el policía se acerca a mí y me coge de la mano. Parece que quiere ser mi amigo porque me habla con voz suave, como el lobo hace con cabritillos del cuento. Ya me lo esperaba, pero no me gusta. Me ha dado una piruleta azul. Me la guardo porque a mí me gustan las rojas, pero no se lo voy a decir; a lo mejor se ofende. Me hace preguntas otra vez y yo les cuento (¡otra vez!) la misma historia. Le digo que el señor con cara de malo se llevó a Luisín por el camino del bosque. Estábamos jugando al escondite en el claro que hay junto al pozo, como todos los sábados después de desayunar. Me escondí y Luisín tardaba mucho en encontrarme. Salí del escondite que era muy bueno, detrás del árbol, porque allí nunca se le ocurriría mirar y podía ir girando por el tronco para que nunca me viese. No veía a Luisín por ningún lado y entonces miré en el caminito que se aleja del pozo. Y el señor se lo llevaba a brazos pero ya estaba muy lejos. Era un señor muy grande, que fumaba. Esta vez le digo que tenía bigote, porque los bigotes son de malos, como él. Le digo otra vez que Luisín gritaba y lloraba, pero que el señor lo sujetaba con fuerza y no le dejaba escapar. Le digo otra vez que el osito quedó en el suelo y que yo lo recogí. Pero ahora lo tiene mamá y lo abraza como si fuera Luisín, pero ahora el osito es mío y tendría que estar abrazándome a mí.

El poli me pregunta otra vez sobre cómo era el señor y le digo que era alto y un poco calvo por delante. Y tenía bigote y parecía enfadado. Me enseña unas fotos de varios señores calvos por delante. Pero le digo que no sé si era alguno de ellos. Son muy parecidos. Me han preguntado lo mismo un montón de veces pero no me creen. ¿Por qué no me creen? Siempre les cuento lo mismo. Menos lo del bigote. Eso no se lo había dicho antes.

Entro en casa y me siento en el sofá. La tele está apagada y no quiero encenderla. Me duermo y después de un rato me despierto. Me han puesto encima la manta rosa pero yo quería la azul de los aviones, es la que más nos gusta a Luisín y a mí, pero él siempre se la queda. Tengo hambre pero la cena no está hecha. Voy al armario de las galletas y cojo cinco, una para cada dedito. Son mis favoritas. Luisín nunca come galletas, dice que prefiere los cereales. Mejor para mí.

Aún hay gente en la casa. Son un par de polis y una señora. Ella no tiene uniforme de poli, pero habla y los polis la obedecen. Me ve llegar y dice que quiere hablar conmigo. Quiere preguntarme cosas. Otra vez. Tendré que contarle otra vez lo mismo y ella me preguntará cosas que no comprendo. ¿Por qué no me creen? Tendrían que estar buscando por el bosque, por donde les he dicho que el señor se llevó a Luisín, o metiendo en la cárcel a todos los señores un poco calvos y con bigote que fumen, pero en lugar de eso quieren preguntarme otra vez. Le diré lo del bigote. Es un detalle importante. Y volveré a insistir en lo del camino del bosque que se aleja del pozo.

Papá no está, pero mamá está de pie. No ha dejado de abrazar el osito de peluche de Luisín. Ese osito es mi favorito, pero Luisín nunca me lo deja. Dice que es suyo y que yo tengo otros juguetes. Mamá está llorando y me mira. Entonces, llora más y más. Le pido el peluche y me lo da. Lo abrazo muy fuerte y mamá me abraza a mí. Afuera se oyen ruidos raros y la señora sale. Miro por la ventana. ¡Hala! Ha venido una furgoneta nueva, súper chula, y han bajado unos perros. Entonces entran en casa y se ponen a olerlo todo. Me gustan mucho los perros. Se acercan y me huelen, meneando la cola. Entonces la señora me quita el osito. Grito porque ahora el osito es mío. Esa señora es mala y fea también. Les acerca el osito a los perros y ellos lo huelen. Lo huelen mucho. Se queda el osito. No es justo. La señora dice a mamá que ahora los perros seguirán la pista. Los perros pueden identificar cualquier olor y seguirlo. Nos lo contó a Luisín y a mí el señor Antonio, el pastor, un día que pasó por aquí con sus ovejas y sus perros. Los perros son capaces de encontrarlo todo. Yo no sabía que la policía tenía perros. No. No lo sabía. ¿Quién hubiera podido imaginarlo?

Empiezo a llorar yo también. Mamá me coge en brazos y me aprieta fuerte. Dice que no pasa nada, que Luisín volverá y que volveremos a estar juntos. Pero no lloro por eso. Ahora lloro porque no recuerdo muy bien si al final también tiré la piedra con sangre al pozo junto con el cuerpo de Luisín.

Le pendu (El colgado) (Tulipán Negro)

 El cigarrillo iba consumiéndose lentamente. La columna de humo que desprendía dibujaba enigmáticas espirales en el aire. El silencio era profundo, tanto como la mirada de Louis, perdida en la oscuridad de la habitación. Solo se oía el chisporroteo producido por el tabaco al quemarse. Dio otra calada y, en un baile frenético, la bocanada se deslizó hacia el techo hasta desaparecer. Era de noche y desde la calle se divisaba el perfil de su figura inmóvil junto a la ventana. El extremo del cigarrillo era la única nota de color de aquel cuadro en blanco y negro.

El ritmo de unos tacones contra los adoquines mojados de la calle frenó sus pensamientos y le sobresaltó. ¿Quién había interrumpido sus maquinaciones? Pero pronto cambió la expresión de su rostro al ver a Angèle. Se asomó a la ventana y sonrió despacio en oposición al ritmo de la respiración de ella.

―Aquí... ―susurró Louis desde arriba. Angèle respondió con una mirada cargada de ira.

Cruzó la calle mientras él la observaba divertido mirando sus largas piernas esquivando charcos y temores. Cada paso era un latido, un tic, otro tac de reloj que no podía parar ni retroceder impulsado por una fuerza invisible. Cuando oyó sus pasos aproximarse a la puerta, tiró la colilla por la ventana y se dirigió hacia ella exultante. Era realmente bella... Esos ojos verdes... Sin dejar de sonreír, la invitó a pasar y cerró la puerta.

―¿Dónde lo tienes? ―preguntó ella intentando que no le temblara la voz.

―Bueno, bueno... ¿Qué prisas son esas? ―inquirió él insolente.

―Acabemos cuanto antes con esto, Lou. Estoy arriesgándolo todo viniendo aquí. Lo merezco.

Se acercó a ella y, tras agarrarla por la cadera, la besó apasionadamente. Ciñó su estrecha cintura y ella, entregada, no apartó sus labios de los de él, sino todo lo contrario. Se fundieron en un juego húmedo que dejó escapar un gemido risueño de su boca. De pronto se detuvo. Recuerda a lo que has venido a este lugar.

―Lou..., lo necesito... Ahora. Además, me debes una explicación.

Debía ser cauta y dejar para más adelante toda la rabia acumulada. De nuevo, debía fingir. Sus ojos mostraron súplica como solo ella sabía y Louis no tuvo opción, como casi siempre. Se dirigió hacia un viejo escritorio lleno de polvo situado en un extremo de la habitación que permanecía en penumbras. Angèle distinguió como único mobiliario el escritorio, un perchero de madera y un gran espejo de marco dorado. Pensó que estos objetos del pasado dotaban de un aire romántico a la escena, porque así era como estaba viviendo todo aquello…, toda aquella historia… Como la escena de una película, como si no fuera real. Louis se detuvo un par de minutos frente al mueble hasta que abrió uno de los pequeños cajones. Durante este corto intervalo de tiempo, ella se acercó  al espejo polvoriento y se vio reflejada en él, confirmando así su presencia en aquel lugar. Luego alzó la vista hasta encontrarse con sus propios ojos emborronados por el polvo, y adivinó el brillo del miedo en ellos a través de la mugrienta superficie.

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Todo había comenzado antes, pero esa lluviosa tarde en aquel maldito local de los suburbios había sido crucial. El ambiente se había vuelto irrespirable por el humo de los innumerables cigarrillos que la pitonisa había estado fumando. Esa enigmática mujer llevaba hablando más de media hora y había adivinado los detalles más íntimos de su vida. Todo era tan extraño… Mientras la anciana acercaba la larga boquilla a sus labios agrietados dando por finalizada la lectura de cartas que su clienta había pedido, abrió los ojos de forma alarmante mientras daba la vuelta a la última de las cartas del Tarot.

―¡No matarás! ―exclamó de pronto. Y miró inquisitivamente a Angèle, sentada frente a ella, mientras infinidad de pequeñas monedas de latón que pendían del pañuelo de su cabeza chocaban entre sí.

―No entiendo ―masculló desviando la mirada―. ¿A quién iba a matar yo? ¿Qué quiere decir?― Aquella amable vieja había cambiado hasta la voz para gritarle aquello entre volutas de humo y esputos.

―No me desafíes, preciosidad. A mí no puedes engañarme. Detrás de esa apariencia angelical se esconde alguien rencoroso capaz de cosas que ni me atrevo a mencionar. Será el fin de tus días si accedes a la ira y matas. No lo hagas. ¡No lo hagas! 

Angèle se apartó de la extravagante mujer al tiempo que buscaba su cartera. Dejó el doble del dinero acordado sobre la mesa, arrugó con furia la carta del Tarot y la guardó en el bolsillo de su gabardina. Salió bruscamente del local tropezando con una pequeña mesa y la bola de cristal que reposaba sobre ella rodó lentamente hasta estrellarse contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. La pitonisa, sobresaltada, murmuró unas palabras en su idioma natal y soltó una carcajada terrible.

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Se estremeció al recordar el episodio con la médium. Pese a ser pleno agosto, había refrescado tras la lluvia y la humedad de aquella vieja sala calaba hasta los huesos. Era una estancia desoladora, perfecta para aclarar cuentas con Lou y luego marcharse. Nadie podría relacionarles y menos en aquel distrito del extrarradio de la ciudad. No había sido fácil librarse del tipo que vigilaba su casa, pero ahí estaba. Esperaría un rato para preguntarle por qué había modificado el plan a última hora. Aunque no era necesario: ella ya sabía el porqué.

Los faros de un coche que circulaba por la calle iluminaron la habitación y las sombras proyectadas por ellos y los pocos muebles de la sala se movieron lentamente por las paredes produciéndole una leve sensación de mareo. Cerró los ojos durante unos instantes y su mente la trasladó de nuevo al pasado.

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El peor día de su vida desde que Cèdric, el amor de su vida, había muerto de una sobredosis había sido ese, sin duda. Había pasado una mala racha, pero nada comparable con aquel día. Había despertado rodeada de gente desconocida y con un fuerte olor a amoníaco.

―Ya vuelve en sí ―se alegró una agrietada voz.

―Hmm… Por favor… ¿Quién...? ¿Cómo…? Oh… mi cabeza…

―Tranquilícese. Detective Pyamont, estoy aquí para ayudarla. Incorpórese, eso es. ¡Maurice! Consígueme un café cargado.

Todo era tan extraño, una vez más…

―Dígame, señorita…

―Reims... Angèle Reims ―contestó entrecortadamente mientras miraba a su alrededor. Empezaba a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. No sabía dónde estaba, pero al menos una veintena de personas pululaba por la estancia examinándolo todo, entrando y saliendo, haciendo comentarios en voz baja.

―Bonito nombre.

―Hmm… ―fue la breve contestación de Angèle, que sufría un agudísimo dolor de cabeza.

―Bien, vayamos al grano. ¿Conocía usted a Heliodoro Prass? –preguntó clavando su mirada en la de la joven ahora que parecía que iba saliendo poco a poco del estado de shock.

―¿Prass? ―repitió con voz ingenua mientras recorría el rostro del detective advirtiendo la sagacidad de su mirada―. Ni idea. En mi vida he oído ese nombre― contestó tras agradecer al tal Maurice la taza de café que acababa de ofrecerle.

―¿Está completamente segura? El ayudante personal de Prass ha sido quien nos ha llamado al encontrarla inconsciente ―insistió advirtiendo un ligero temblor en las manos de aquella joven a la que había encontrado tirada en el suelo y rodeada de sangre.

Ella asintió y cerró los ojos para dejarse llevar por el sabor amargo de aquel café. Estaba agotada y cualquier cosa era mejor que escuchar a aquel hombre intentando confundirla más todavía.

―Bien, la pondré al día. Acaba de despertar en el salón del señor Prass, al que dice no conocer y que ha muerto hace pocas horas en la habitación contigua. Usted presenta marcas evidentes de forcejeo en los brazos y piernas y ha recibido un fuerte golpe en la cabeza, el causante, supongo, de su desvanecimiento. Hasta aquí todo podría ser muy normal, teniendo en cuenta los particulares gustos sexuales de Heliodoro Prass. Lo extraño es que hemos encontrado gran cantidad de sangre a su alrededor.

Angèle tiró estrepitosamente la taza de café al suelo, se miró las manos y se levantó de un salto. ¡Ahora lo recordaba todo con claridad!, pero lo siguiente que vio fue cómo la luz se apagaba lentamente. Había vuelto a desmayarse.

Tras salir del hospital con un diagnóstico de fuerte contusión en la cabeza y ligera desorientación, se había visto obligada a acudir a la cita con Pyamont en la comisaría.

―Bien, señorita Reims, no hemos hecho progresos por lo que cuenta o, mejor dicho, por lo que no cuenta. ―Su paciencia iba menguando y empezaba a ponerse realmente nervioso.

―Ya le he dicho que no. ¿No sabe que instigar a una víctima sin pruebas podría volverse en su contra? ―contestó agobiada después de tanto tiempo en aquellas claustrofóbicas dependencias.

Pyamont no sacaba nada en claro y ella lo notaba. No debía meter la pata.

―¡Su versión es, digamos, bastante fantástica! ―gritó Pyamont fuera de sí―. ¿Pretende que acepte de buenas a primeras que la trasladaron hasta la casa de Grass con una venda en los ojos, drogada o inconsciente y que allí la golpearon y robaron la… ? ―Pyamont se detuvo bruscamente.

―¿Robar? ―preguntó indignada Angèle―. Por favor, detective, que sospeche que soy una asesina se lo paso, ¡pero llamarme ladrona! –gritó completamente descontrolada.

―Señorita Reims, escuche atentamente. La falta de colaboración con los agentes policiales es un delito. Deje de usar ese tono cínico y burlón conmigo y váyase. Pero no muy lejos.

―Disculpe, detective. Gracias...

Angèle se levantó elegantemente de la silla y estrechó débilmente la mano de Pyamont. Era un gesto que nunca fallaba para mostrar gratitud y fragilidad. Justamente lo que necesitaba en ese momento. De camino a casa, se llamó estúpida por haber perdido los nervios al final.

―El pájaro no ha cantado, comisario.

―Espero que no esté perdiendo facultades, Pyamont. ¿Qué alega la chica?

―Niega conocer a la víctima, no recuerda cómo llegó a su domicilio ni qué hacía allí. Según el doctor no presenta indicios de agresión sexual. El traumatismo de la cabeza fue provocado por un artefacto contundente y el resto de magulladuras, más de lo mismo. Incluso algunas son anteriores a la noche del crimen.

―¿Le ha contado a ella cómo murió la víctima?

―No. No se lo he dicho. He querido exprimirla al máximo, pero nada. Ni contradicciones ni indicios de que sepa algo más. Parece que está limpia ―golpeó con el puño la mesa del comisario.― Ya sabe, el arma no aparece, la caja fuerte está desvalijada y ninguna de sus huellas por la habitación.

―Bueno, tanto usted como yo, Pyamont, sabemos que no pudo hacerlo sola, si es que fue ella. Quizá sólo sea una víctima. ¿Ha investigado a sus…? 

El detective no le dejó terminar.

―Sé cuál es mi trabajo y sé hacerlo, señor.

El comisario le lanzó una mirada orgullosa y, levantando ligeramente el mentón, señaló la puerta de su despacho con la mirada. El detective dio media vuelta y salió caminando despacio mientras encendía un cigarrillo. Se detuvo en el cruce del pasillo y por fin se decidió por la salida de la izquierda, que dirigía hacia la calle y, por lo tanto, a su casa. Había sido suficiente.


Ya en su apartamento, Angèle miró por la ventana después de darse una larga ducha y concluyó que el hombre de gris que llevaba paseando por su calle un buen rato era un policía de incógnito. Era normal que la vigilaran, no cabía esperar otra cosa. Tenía que ponerse en contacto con Lou y salir cuanto antes de la ciudad. Su interpretación no había estado nada mal, pero pronto descubrirían su relación con Prass. Ese bestia de Lou se había pasado. El plan era salir los dos de allí después de conseguir el dinero de la caja fuerte, colgarlo como a un cerdo y matarlo. Conocía a Lou desde hacía años y confiaba en él. Es cierto que era un personaje extraño y rudo, pero eso era lo que la atraía de él. Lo  de golpearla y dejarla tirada en el suelo no entraba en el plan previsto. El muy canalla. Era más que probable que quisiera haberla matado para quedarse con todo el botín.

―Te vas a enterar... ―musitó, y acercó su sonrisa amarga a la copa de vino.

Habría hecho cualquier cosa para vengar a Cèdric. Grass, como había dicho el detective, tenía un nuevo ayudante. Pronto se había buscado sustituto y pronto acabaría con su vida, como había hecho con la de su adorado Cèdric. Hacía casi un año que había muerto, tiempo suficiente para planear su venganza. Siempre había sido proclive a los vicios, pero fue Grass quien le metió de lleno en las drogas. Había hecho de él un títere que vivía a expensas de su mierda de alta calidad, de la que tanto presumía. Trabajaba a sus órdenes y el pobre se sentía orgulloso de ello. Él se merecía mucho más.

Angèle apretó la copa con fuerza mientras una pequeña lágrima intentó asomar por sus preciosos ojos. Los tipos de la calaña de Grass deberían estar todos colgados, pensó. Y, seguidamente, una risita nerviosa acudió a la comisura de sus labios entre tímida y mordaz. Todos colgados, reiteró en su mente y recordó aquella carta del Tarot de la bruja. Le pendu, rezaba en un recuadro amarillento en la parte inferior y, más arriba, el dibujo de un tipo colgado de un pie y boca abajo. No sabía qué significaba en el lenguaje esotérico, pero qué buena idea le había dado para vengarse de Prass. 

―Maldita sea ―susurró negando con la cabeza― esa vieja arrugada tiene talento. No debería estar en ese cuchitril. Además, me dio la clave para que ese cabrón sufriera.

Había acudido para que le echaran las cartas por curiosear en general, pero lo que quería saber era cómo iba a resultar todo aquello. Según la mujer se iba a arrepentir, pero de momento estaba saliendo todo perfecto. Todo menos el maldito golpe de Lou. De todas formas, podía delatarle si se ponía tonto, así que se andaría con cuidado. El cáustico y extravagante Lou… En ese momento sonó el teléfono.


---

Louis seguía de espaldas a ella frente al escritorio como esperando a que terminara de pensar en sus cosas. Estaba tardando mucho. 

―Lou, cuanto antes mejor. Dame mi parte del dinero y explícame por qué tuviste que golpearme al salir de la casa de Grass. Y digo tuviste que golpearme, porque quiero pensar que circunstancias ajenas a ti te obligaron.

―Pequeña Angèle… No podía dejar que vinieras conmigo. Los dos sabemos que más pronto o más tarde habrías sucumbido a los interrogatorios de la policía. No podía arriesgarme a que me delataras ―contestó todavía de espaldas a ella.

―¿Qué estás diciendo, desgraciado? Acabo de salir indemne de las preguntas y acusaciones incluso después de dejarme allí tirada. ¡Claro que habría podido mantener la calma! ―estaba ofendida y muy enfadada. Eso no iba a quedar así.

―No es cierto. Eres inestable, caprichosa, poco meticulosa. Puede que hoy hayas triunfado, pero la presión te va a poder.

―Eres un… ―no le dio tiempo a terminar la frase.

Louis se giró y dejó ver un revólver que iluminó toda la habitación.

―¿Qué…? 

―Calma, Angèle. Tú lo has dicho. Cuanto antes, mejor.

Se miraron durante un instante y un escalofrío recorrió el cuerpo de ambos. Angèle notaba el pulso en las sienes. Le ardían. Había acudido a la cita armada, pero no tuvo tiempo de utilizar su pequeño revólver. Louis levantó el arma a la altura del pecho y, sin apartar su mirada de la de ella, se despidió.

―Pequeña..., tú tienes tu venganza y yo el dinero. Descansa en paz.


Una sombra cargada con un maletín atravesó la Rue des Chasseurs  del distrito diecinueve de París. Solía ser un barrio tranquilo hasta que llegaba la medianoche.