En
el año del Señor de 1895 me dispongo a hacer memoria y testimonio de los
sucesos que llevaron a mi familia a establecerse en esta comunidad de Dios, en
la que vivimos conforme a las enseñanzas de nuestro Salvador Todopoderoso desde
hace ya veinticuatro años. Nuestro pastor el reverendo McCallaghan me ha pedido
que aproveche el don que he recibido para narrar, y que escriba todo lo que
recuerdo sin añadir ni quitar nada. Me ha recalcado que eso es importante y que
mi escrito formará parte de los anales de la comunidad de Ennis. Que la Divina
Providencia por tanto proteja mi mente y mi mano de dejarse arrastrar por
veleidades literarias o fantasías a las que, lo sé, soy demasiado aficionada.
No quitaré ni pondré nada, como me han exigido, y eso (mi corazón se acongoja
al escribirlo) incluye relatar los numerosos pecados y ofensas a Dios que mi
padre, Isaiah Callum, osó realizar contra su Ley.
Nuestra
historia comienza en el fin. Quiero
decir, en el final de nuestro purgatorio en la costa de Boston. Mi comunidad
había llegado dos décadas antes proveniente de Irlanda, pero nuestra fe y
nuestra forma de vivir no fueron nunca aceptadas en lo que esperábamos que fuera
nuestro paraíso en la tierra. La tolerancia de los protestantes de origen
inglés pronto dio paso al desdén, para acabar en la intransigencia y el acoso.
El ambiente se hizo irrespirable. Mi congregación decidió entonces vender sus
modestas propiedades, comprar unas viejas caravanas e iniciar el largo periplo
hacia el Oeste, donde algunos de nuestros hermanos que ya habían realizado el viaje
nos decían que un nuevo horizonte se abría para todos los hombres y mujeres de
buena fe.
Recuerdo
con emoción el amanecer de nuestra partida. El sol se levantaba en un horizonte
que no tenía fin. Un velo sanguíneo que comenzaba ya a tornarse anaranjado
cubría el inmenso cielo de la llanura. Nos dirigíamos a un nuevo Edén. Cada día
elevábamos hermosos cánticos religiosos; mi familia y mis hermanos se llenaban con
ellos de gozo y felicidad. Después de tres semanas de marcha tuvimos que dejar
de hacerlo. El polvo de las áridas llanuras penetraba en nuestros pulmones y
nos producía frecuentes toses y vómitos. A las cuatro semanas alcanzamos el
borde de la civilización y nos adentramos en territorio salvaje. Nuestros
primero contactos con sus paganos habitantes fueron amistosos. A pesar de
participar de creencias demoníacas, aquellos indios gustaban de intercambiar
algunos de sus útiles por sal o azúcar, que les deleitaba el paladar. Pero no
todos eran iguales. Al adentrarnos en la región de Nebraska comenzamos a vernos
acosados por los otoe. Siempre atacaban de noche. Comenzaron llevándose alguna
cabeza de ganado de las que llevábamos con nosotros. Luego, algunos caballos.
Finalmente cayeron en el abyecto pecado del secuestro. Se llevaron a una
hermana. Mi corazón llora al recordarlo.
Una noche sin luna oímos unos gritos ahogados y un trote de caballos. Los
hombres de mi comunidad se incorporaron en medio de la oscuridad. No pudieron
averiguar qué había ocurrido, perdidos y desorientados con sus antorchas en
aquel mundo de tinieblas que no conocían. Fue a la mañana siguiente cuando
comprobaron que faltaba una de las hermanas. Era mi madre. Hasta el día de hoy
no conocemos su paradero. Ruego a Dios que su alma se haya unido a Él en el
reino celestial. Proseguimos camino. No teníamos otra opción, ni queríamos
tenerla. Mi hermana pequeña lloraba día y noche. Mi padre, de natural
reservado, había faltado con frecuencia a las obligaciones propias de un buen
cabeza de familia. Esta pérdida lo hundió aun más en los profundos recovecos de
su alma, que siempre había albergado, lo sé, muchos claroscuros. A pesar de
todo, Dios estaba de nuestro lado y a él nos confiamos una vez más. Limitamos
nuestros contactos con todo tipo de extraños. A las pocas semanas dejamos atrás
los terrenos más agrestes, y comenzamos a ver de vez en cuando algún pequeño
chamizo de un agricultor, y hasta algún mísero poblado.
Estábamos
a diez días del fin de nuestro periplo cuando advino una noche de frío extremo
frío. Lo habitual para nosotros era dormir al raso o en las angostas caravanas
si la temperatura era muy baja. Pero mi hermana había contraído pocos días
antes unas fiebres que le producían frecuentes temblores y escalofríos. Aquella
noche era tan gélida que mi padre, temeroso de un desenlace fatal para ella,
decidió acercarse con nosotras a caballo a un modesto poblado a pocos
kilómetros de distancia, en busca de un lugar más cálido para que ella pasara
la noche. La aldea la conformaban unas pocas casas de adobe en el que
descansaban los vaqueros que en las inmediaciones pastoreaban reses. En ninguna
de ellas se apiadaron de nosotros, que vagabundeamos por el caserío como José y
la Virgen hicieran por las calles heladas de Belén en la noche feliz de la
humanidad. Mi padre decidió por fin
parar en la taberna del pueblo, a pesar de que sospecháramos que dentro habría
alcohol, juego y otros tipos de perversiones diabólicas. Cuando accedimos a
aquel antro que resultó ser muy pequeño, se hizo un breve silencio. Los
lugareños nos miraron con perplejidad y cierta burla. Nos acomodamos en una
esquina del mostrador, que estaba mugriento y era muy estrecho. Mi padre pidió
cualquier líquido caliente para mi hermana, que seguía temblando envuelta en su
chal de lana. Le sirvieron una inmunda sopa hecha probablemente de desechos del
puchero del día anterior, pero que le sirvió para calentarse y quitarse por
unos momentos los escalofríos. Un poco más tranquila por su estado, levanté un
poco la mirada y examiné con prudencia los individuos que nos rodeaban. La
mayoría vaqueros malolientes, y algunas mujeres de aspecto tosco.
Uno
de ellos parecía mirarnos con cierta diversión en el rostro. Pronto se acercó con
pausa, y se acodó en la barra mientras se dirigía a mi padre. “¿Cuánto quiere
por dejarme a su hija esta noche? La pequeña”, dijo mientras señalaba a mi
hermana. Mi padre hizo ademán de no
oírle, preocupado solo por sus hijas. El sujeto no se inmutó. Yo comencé a
percibir el olor a alcohol y sudor que desprendía. “Oiga. Viejo. Le he dicho
que cuanto quiere por la joven. Estoy cansado de la otra”, insistió mientras
meneaba la cabeza indicando el rincón donde estaba sentado unos momentos antes.
Una joven chicana, más bien una niña, estaba allí encogida, mirándole con
terror. Mi padre levantó la vista y le respondió, con miedo en la mirada, “No
hay nada en venta. Deje de ofender la ley de Dios y vuelva a su mesa”. El vaquero
sonrió con suavidad. Carraspeó y a continuación le escupió un gargajo a la
cara. Mi padre, sorprendido, se le quedó mirando inmóvil mientras el temor le
atenazaba las facciones y el esputo le resbalaba por la barba. “Déjenos en
paz”, atinó a decir, tartamudeando.
Yo
nunca había estado más orgullosa de él. La Biblia nos enseña a no utilizar
nunca la violencia, y mi padre se mantenía allí, controlando sus más bajos
instintos. El jinete saco entonces con
parsimonia un cuchillo de su refajo. El brillo de su hoja anticipaba sangre y
dolor. Yo por entonces pensaba que casi todos los vaqueros portan revólveres.
Meses más tarde aprendería que no es así. Es en realidad un artículo de lujo al
que apenas pueden aspirar con su paga. Su arma habitual es el cuchillo, mucho
más útil. El de aquel maloliente hombre estaba ahora situado en las partes pudendas
de mi padre, mientras que su dueño sonreía con una mirada burlona. “Te los
cortaría si tuvieras. Cobarde. Préstame a tu hija, será solo esta noche”. Noté
como el brazo con el que mi padre me tenía cogida del hombro comenzaba a
temblar. Su boca se había quedado
cerrada en una extraña mueca y el temblor se extendió a su robusto cuerpo. Cuando
la situación parecía pronta a la peor de las violencias, se oyó una voz serena
que provenía de detrás del pendenciero que estaba provocándonos. “Ya vale,
John”. Un hombre de camisa negra y sombrero de cuero, quizás el caporal de la
partida de vaqueros o el sheriff (o al menos alguien con cierta autoridad
moral), se había acercado a él y le había puesto la mano en el costado del
hombro. “Ya vale”, repitió. “Déjales en paz y vuelve con tu putita. Y deja ya
de beber”. El vaquero giró un poco la cabeza hacia él, contrariado. Se enfrentó
de nuevo a la cara a mi padre y le dijo en voz alta “Eres peor que una mierda
de perro”. Le echó un nuevo gargajo al rostro y se volvió a su rincón con andar
lento enfundando su cuchillo.
El sujeto con sombrero nos invitó a abandonar
la taberna. Nos acompañó afuera mientras mi hermana se arrebujaba de nuevo en
su capote, aterrorizada. Ya en el exterior se subió a su caballo y comenzó
camino, no sin decirnos antes con sequedad que aquellos lugares no eran para
gente como nosotros. Yo daba gracias a Dios por habernos librado de aquel
diablo. Miré a la cara de mi padre. Descubrí en ellas gruesas lágrimas
resbalando por su faz. Sus dientes mordían el puño derecho que se había llevado
a la boca. Creo que fue entonces cuando
el diablo se apoderó de su alma. Se quedó mirando el páramo que se extendía
ante él iluminado por la luna, mientras tenía
breves espasmos de llanto contenido. Sin embargo, a los pocos momentos comenzó
a respirar con más calma, mientras que en la mirada le empezaba a brillar una
frialdad que (lo sé) solo puede inspirar el Mal. “Quedaos aquí y no os mováis”
nos dijo de pronto con una voz que parecía (y era) de otra persona. Y volvió a
entrar en la covacha, a pesar de los ruegos que entre sollozos le hiciéramos. Nos
quedamos solas mi hermana y yo, sollozando ambas. Yo me pude reponer un poco y
le pedí a Claire que se abrigara bien e intentara dejar de llorar, porque no
era bueno para su fiebre. Decidí entonces
asomarme por una ventana hacia el interior. Lo que vi nunca lo podré
olvidar.
Mi
padre estaba peleándose a puñetazos con el sujeto que había pretendido arrendar
a mi hermana. Ambos tenían la cara ensangrentada e hinchada. Y ninguno cejaba
en su empeño de tumbar a su oponente. Una y otra vez, lanzaban su puño contra
el otro mientras trastabillaban y se tambaleaban. Mi alma quedó anegada de espanto
y comencé a gritar a través del cristal. La cuadrilla de bebedores estaba gritando
y pasándoselo bien. Los golpes se sucedían, y
en un momento dado puede ver dos dientes del vaquero salir volando
envueltos en saliva y sangre. Las caras de ambos eran ya dos máscaras
abotargadas cuando el peón sacó su cuchillo y se puso en actitud de ataque,
dispuesto a zanjar la pelea. Un silencio que se podía respirar rellenó todos
los espacios de la angosta taberna. Yo en cambio, a la intemperie, oía la brisa
glacial que parecía querer limpiar el pecado de la tierra, en la que sin
embargo seguía reinando la vileza y el rencor.
Mi
padre se quedó inmóvil por un instante, pero en su mirada no advertí zozobra ni
miedo. Expulsó un pequeño pedazo del labio superior que se le había quedado
colgando; con calma se llevó la mano a uno de sus amplios bolsillos, y extrajo
con cuidado un revólver. Me di cuenta entonces de que no sólo había
intercambiado herramientas con los indios del medio oeste. Se realizó entonces
una extraña transformación en su antagonista, que pasó de estar colorado a
lucir un rostro pálido como la harina . Soltó el cuchillo, y bajó los brazos calmado
en señal de derrota. Mi padre agarró entonces una botella de whisky medio
llena. Le dio un largo trago, y dijo en
voz alta “Me llevo a la chica” señalando a la niña que era la posesión de su
apestoso contrincante. Ése recuperó parte de su compostura y su espíritu
desafiante y le dijo “Tendrás que matarme para eso. ¿Te vas a atrever a ofender
a tu Dios y condenar tu alma?”. Mi progenitor levantó entonces el revólver,
apuntó a la sien del jinete y dijo con sequedad: “Ahora elige. O morir bajo la
ley del Colt o vivir bajo la ley de Dios”, mientras amartillaba el arma. Craac.
Mas
de dos décadas han pasado desde aquel horrible episodio, en el que mi
progenitor rompió las reglas de Dios y posiblemente se garantizó un sitio en el
infierno. Murió seis años después, de un ataque al corazón. En ese tiempo su
alma se transformó. Fue un hermano ejemplar, querido por todos. Nos crio con
amor y dulzura en los preceptos divinos. No levantó nunca más la mano contra nadie;
su alma se atemperó y creo que encontró parte de la paz que siempre había
buscado sin éxito. Pero no sé si Dios le habrá perdonado los pecados cometidos
durante su triste existencia anterior. Mi congregación por su parte encontró a
su vez el vergel que había buscado con tanto ahínco. Y, con mucho trabajo y fe
en Dios levantó lo que hoy es una comunidad saludable y fiel a los preceptos de
nuestro Señor.
Comienza
a ponerse el sol. Mi marido volverá pronto de los campos de labranza. Mis hijas
están terminado sus oraciones. Hoy viene a cenar con nosotros Guadalupe, la
muchacha que mi padre arrastró desde aquella remota taberna. Se casó con un
hermano de la comunidad al poco de llegar. Tiene tres hijos, es muy habladora, es feliz y luminosa. Es también mi hermana
del alma, la persona que, junto a mi hermana de sangre Claire, me da alegría y
gozo cada momento que estoy con ella.
Pienso
a veces que, si esa alegría proviene de un acto abominable como el que cometió mi
padre, tal vez algo de luz y sentido espiritual hubo en el mismo. Que así sea.
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