—Jefe,
ya tenemos informe del forense —anunció Vega al subinspector Daniel Rivera a la
vez que depositaba un lápiz de memoria en la mesa de su superior inmediato.
—¿Y
qué es lo que dice?
—Poco
más de lo que sabemos. La víctima murió por una herida punzante en el cuello,
producida por un objeto indeterminado. También nos han dicho que la herida es
extraña, que tenía los bordes cauterizados y que la sangre encontrada tanto en
la ropa como alrededor del cuerpo estaba licuada, como si le hubieran intentado
limpiar la herida o le hubiera tirado un vaso de agua encima.
—¿Huellas?
—Ninguna
—Y
del arma, ¿no sabemos nada?
—Nada.
El forense dice que es un objeto punzante pero que nada parecido a cualquier
cosa que haya visto: ni cuchillos, ni puñales, ni ningún arma similar. Tampoco
flechas, dardos o virotes de ballesta. Dice que lo más parecido puede ser un
punzón, pero que tampoco apuesta por ello. No hay esquirlas ni restos de ningún
tipo. Lo único seguro es que el ataque se hizo desde la espalda y que el autor
es zurdo.
—¡Me
cago en mi padre! Id por los alrededores del lugar en busca de cámaras de
grabación que se nos hayan podido pasar y revisad las grabaciones que ya
tenemos otra vez. Interrogad a todas las personas que aparezcan en las
imágenes. Tiene que haber algo que se nos escapa. —El oficial Vega y su
compañero Lucas abandonaron su lugar de trabajo para cumplir las órdenes de su
jefe.
Dos
días atrás había aparecido el cadáver de Javier Collado, un conocido empresario
del sector de las telecomunicaciones, en el callejón trasero del edificio de
HispaTelco, la empresa que dirigía. Estaba en mitad de la callejuela con una
herida en el cuello, que le causó la muerte casi al instante y le impidió
gritar para pedir ayuda. No había habido testigos y en aquella zona concreta no
había cámaras de seguridad que pudieran haber grabado lo sucedido. Tampoco
había testigos presenciales ni huellas que pudieran aclarar el crimen.
Enseguida
la prensa se había hecho eco del más que probable asesinato del empresario y
habían empezado a surgir los rumores de posibles autores por temas de
competencia industrial.
HispaTelco
se encontraba en un proceso de compra de acciones de varias empresas menores
del sector, que se había llegado a catalogar de OPA hostil y eso había generado
enfrentamientos y cruce de acusaciones entre los directivos de las empresas
"opadas" y la dirección de HispaTelco; llegando en algunos caso a la
amenaza. Sin embargo, esas amenazas eran más sobre consecuencias empresariales
y laborales que de ataques físicos.
Cuando
unos días después habían recogido todas las grabaciones de las cámaras de
seguridad de los edificios colindantes, de los autobuses públicos y de varias
cámaras de tráfico cercanas, procedieron al visionado de las imágenes junto con
los otros dos miembros del Grupo VIII de la UDP (Unidad de Delitos contra las
Personas) Martín Rusol e Isaac Franco, más conocido entre sus compañeros como El Caudillo.
—En
las grabaciones de estas cámaras no se ve nada extraño —indicó Martín Rusol—.
He mirado las de la última semana y no hay nada que varíe excesivamente. Gente
que entra y sale del edificio para trabajar, el mendigo que pide a la puerta,
el vendedor de cupones, el repartidor de periódicos y el del carrito de los
helados.
—¿Todos
ellos identificados? —quiso saber Vega.
—Sí.
Y todos con una rutina, que es fácil de seguir —intervino Isaac leyendo sus
notas—. El mendigo se llama Juan Carlos Santos, fue un trabajador de la empresa
que fue despedido, según él, de forma ilegal, el juez dictó que el despido fue
procedente. Desde entonces acampa allí a la puerta de la empresa con un cartel
pidiendo justicia. Nunca ha montado ningún pollo
más allá de algún grito hacia la víctima, aunque nunca directamente a la cara.
Busca más que la gente le escuche y sepa que le ha pasado. El vicepresidente
nos ha dicho que la víctima le dejaba hacer porque no quería tener problemas
con él, mientras no pasara de aquello. Que le daba pena, pero que la decisión
del despido no fue cosa suya. Duerme en un parque cercano. Se le ve en la
grabación a la hora en la que se sitúa la muerte, si bien hay días que se va de
allí para volver al rato, otros se va y no regresa y algunos no se mueve en
todo el día. Sin antecedentes ni detenciones.
»El
vendedor de cupones lleva ahí casi más tiempo que el edificio. Santiago Martín.
Ceguera del noventa por ciento. Descartado en el mismo porcentaje. Además se ve
que está en su kiosco cuando Javier Collado sale a la hora de comer.
»Alfa
Ibrahim Bah, el repartidor de periódicos, tiene horario hasta las nueve de la
mañana. Todos los días se va a la misma hora. Debe tener una alarma en el
reloj, porque se le ve en todas las imágenes que lo mira y pulsa un botón antes
de recoger los diarios que le quedan y los mete en un carro y se marcha.
»
Jorge Romero, el heladero, también tiene un horario fijo. Está con su carrito
desde las diez de la mañana hasta la una de la tarde. Regresa a las tres y se
marcha a las siete, cuando se ha acabado el movimiento por allí. Guarda el
carrito en la heladería para la que trabaja, tanto a la hora de comer como al
acabar el turno. Come casi todos los días en bares de la zona, pero a veces se
va a comer a su casa. Ese día concreto le vieron comer en un bar y nos ha
entregado el ticket de la comida con la fecha y hora de cuando se produjo el
homicidio. Hemos hablado con la camarera que lo atendió y efectivamente comió
allí. Coincide con las horas en las que mataron a la víctima.
—De
los trabajadores, ¿hemos sacado algo?, ¿algún hilo del que tirar? —quiso saber
el subinspector.
—¡Qué
va! —respondió Vega—. Hemos interrogado a todos y cada uno de los trabajadores
de la empresa y nada. Los que no estaban comiendo en el comedor de la empresa
estaban en su casa con más gente, todos ellos con coartada que tendremos que
comprobar minuciosamente, pero no veo yo muy claro que de ahí vayamos a sacar
nada.
—¡Joder
con el jefe! Ha sabido bien cuando operarse de la espalda… —indicó Martín
Rusol—. ¿Le has dicho algo?
—¡Déjale!
Bastante tiene el pobre con estar sentado como un Playmobil y solo poder mover los brazos y la cabeza —respondió
Rivera—. Este marrón lo tenemos que resolver nosotros sin involucrarle para
nada.
—Rivera,
mañana Lucas y yo vamos a ir de nuevo a la empresa a interrogar de nuevo a
todos los empleados que podamos.
—Bien,
Vega; que os acompañen Martín Rusol y El
Caudillo, así meteremos más presión y si alguien ha visto algo o tiene algo
que ocultar lo destaparemos más rápido. Si de alguien sospecháis más de la
cuenta, os lo traéis para acá y continuamos el interrogatorio en nuestra sala.
Esta tarde os traéis al mendigo, al heladero, al de los cupones y al repartidor
de periódicos. Les interrogáis y que firmen el acta, a ver si alguno es zurdo.
A
media tarde habían acabado con la toma de declaración de las cuatro personas
que aparecían en las grabaciones y que no formaban parte de la empresa. Ninguno
de ellos había aportado claridad al caso y todos ellos habían firmado su
diligencia de declaración con la mano derecha.
Pasadas
las once y media de la mañana, la puerta de la UDP se abrió de forma un tanto
brusca. Isaac y Martín Rusol conducían casi a empujones a un hombre hasta la
silla en la que se iba a sentar para tomarle declaración.
—Siéntate
ahí —le indicó Martín Rusol—. Caudillo,
escribes tú, que este nos va a contar por qué se ha puesto tan nervioso y ha
intentado escaquearse de las preguntas.
Rivera
dejó de leer el informe que tenía en las manos y le prestó toda su atención a
los dos policías y a la persona que iba con ellos.
—Yo
no he matado al señor Collado. Don Javier me ha dado el trabajo que tengo y me
paga muy bien —comenzó el hombre que habían llevado a la UDP.
—Excusatio non petita, accusatio manifesta
—interrumpió Rivera.
—¿De
qué me está acusando?, ¿qué quiere decir eso?
—Excusa
no pedida, acusación manifiesta. Es latín. De momento el único que se acusado
aquí ha sido usted, no nosotros.
—¿Por
qué ha intentado librarse del interrogatorio que estaban haciendo nuestros
compañeros? ¿Tiene algo que ver con la muerte de Javier Collado? —preguntó
Martín Rusol elevando un poco la voz.
—¡NO!
Yo no he matado a nadie.
—¿Y
por qué ha intentado irse al vernos?
El
hombre guardó silencio y bajó la vista hacia sus manos.
—¡RESPONDE,
ME CAGO EN DIOS! —intervino de nuevo Rivera, esta vez dando un fuerte golpe en
la mesa con la palma de la mano. El hombre dio un respingo—. Está bien, si no
quiere hablar bajadlo a calabozos, unos días aquí encerrado igual le afloja la
lengua.
—Pero,
Rivera, no tenemos calabozos libres —dijo Isaac.
—¡Joder,
Caudillo, con ese apellido y que poca
sangre tienes! Pues lo metéis con otro, que esto no es un hotel.
—Pero
el único que está solo es el que se ha cagado encima, no creo que…
—Tú
no crees nada, lo metes con ese y punto.
—¡Pero…
si se ha dedicado a coger la mierda y embadurnar todas las paredes y el suelo con
ella!
—¡Me
da igual!
Martín
Rusol se acercó al hombre y lo tomó por un brazo para conducirlo a los
calabozos.
—¡Está
bien, está bien! Hablaré. Hablaré. Les contaré por qué quise escaparme. Yo no
maté a Javier Collado, pero estoy filtrando datos de la OPA a otras empresas
interesadas. No es nada ilegal, pero de moralidad dudosa. Si mis jefes y mis
compañeros se enteran me echarán a la calle y me harán la vida imposible.
—Si
es que el truco del guarro que ha manchado toda la celda de mierda siempre
funciona —les dijo Rivera a los dos policías—. Plasma por escrito lo que ha
manifestado y que se vaya a tomar por culo de aquí.
La
investigación llegó a un punto muerto y los días se convirtieron en semanas,
otros casos fueron ocupando los quehaceres diarios de los miembros de la UDP,
los cuales no estaban relacionados aparentemente con lo sucedido al presidente
de HispaTelco. Tampoco había nada anterior que pudiera ser relacionado con el
asesinato. Si bien hubo denuncia y juicio del empleado despedido, todo fue a
través de los Juzgados de lo Laboral. La injurias fueron archivadas, al no
querer el ahora fallecido interponer querella por ellas.
A
pesar de no tener nada nuevo, los miembros de la UDP de vez en cuando se pasaban
por las oficinas de HispaTelco a preguntar si alguien había visto algún
movimiento sospechoso tras el asesinato. Con la excusa de ir a solicitar
grabaciones de las cámaras, hablaban con los recepcionistas, el heladero, el
repartidor de periódicos y con el mendigo.
—Yo
ya les he dicho que no he visto nada ni he tenido que ver con lo que le sucedió
a ese hijo de puta, pero me alegro —les dijo el indigente visiblemente ebrio—.
Se lo merecía. Me arruinó la vida. —Y le dio un largo trago a un cartón de vino
que tenía en su mano izquierda—. Pero lo peor de todo, es que ahora su sucesor
quiere que me vaya de aquí ya me ha amenazado con llamarles a ustedes si no me
voy. Y yo no pienso irme. ¡Me oyes! ¡No pienso irme! —le gritó al edificio.
—Cálmese
don Juan Carlos… —le interrumpió Lucas.
—¿Don
Juan Carlos? Don sin din mis cojones en latín. Yo ya no soy "don" de
nada. Por culpa de esa alimaña y sus secuaces. —Entonces llevó el brazo hacia
atrás y lanzó el cartón de vino contra la puerta de entrada de HispaTelco. Lucas
miró a Vega y solo con eso bastó.
Mientras
el oficial interpelaba a Juan Carlos Santos para que se calmase y los
acompañase a las dependencias, este retrocedía. Lucas le cerraba el paso
haciendo que él solo se fuera acorralando entre ellos y la pared del edificio.
Juan Carlos comenzó a coger las pertenencias con las que se iba encontrando y
se las arrojaba a los dos policías. Esquivando objetos, y moviéndose de forma
rápida y coordinada, los dos miembros de la UDP consiguieron echarse encima de
su atacante y reducirle. Tras ponerle las esposas, lo introdujeron en el coche.
—Está
detenido por atentado contra agente de la autoridad. Los derechos que le
asisten son: —Y Vega le recitó los derechos recogidos en la legislación
española.
—¡Jefe!
Traemos un regalo —anunció Vega al entrar en el despacho—. Detenido por
atentado. Se puso un poco nervioso y comenzó a lanzarnos cosas. ¿No es así,
señor Santos? Como no ha habido heridos, formalizaremos el acta, la firma y, si
promete acudir cuando le llame Su Señoría, le dejaremos en libertad.
El
detenido asintió con un movimiento de cabeza. Lucas le quitó las esposas y le
mandó sentarse en la silla que ya había utilizado cuando fue escuchado en
declaración por el homicidio del presidente de HispaTelco. Tras redactar el
documento, Vega se lo tendió al detenido para que lo firmase. Este cogió con la
mano izquierda el bolígrafo que le tendía el oficial y firmó.
—Ya
se puede ir.
—¿Ya
está todo? —Juan Carlos Santos se levantó del asiento y se encaminó hacia la
puerta del despacho. En su umbral, apoyado, se encontraba el subinspector
Rivera, con aire ausente—. ¿Me deja pasar? Me han dicho que me puedo ir.
—Rivera se movió, pero lejos de franquearle el paso, se puso más en el medio.
—Juan
Carlos Santos, queda usted detenido como presunto autor de la muerte de Javier
Collado, presidente de HispaTelco. —Y antes de que pudiera hacer nada, Lucas y
Vega le agarraron por los brazos y, nuevamente, le pusieron los grilletes y le
leyeron los derechos.
—Yo
no he hecho nada. No tienen pruebas. Se me ve en las grabaciones a la hora en
la que mataron a ese cabrón. No tienen el arma con la que le mataron. ¡No me
pueden acusar de nada! —protestaba el detenido mientras lo conducían a los
calabozos.
—¿Cómo
sabes que no tenemos el arma? Eso no ha trascendido a la prensa —le dijo Vega—.
Creo que tienes muchas cosas que contarnos.
Cuando
el subinspector Rivera estaba rellenando el parte de la detención y el ingreso
en el calabozo, Isaac y Martín Rusol entraron en el despacho con Juan Carlos
Santos.
—¡Sorpresa!
—exclamó Isaac.
—¿Por
qué habéis sacado al detenido del calabozo? —quiso saber Rivera a la vez que se
ponía en pie.
—No
hemos sacado a nadie del calabozo. Este hombre es Alberto Medrano. Es hermano
gemelo y cómplice del mendigo y el jefe del heladero.
Varias
horas después, Rivera, Lucas y Vega se encontraban interrogando al detenido
Juan Carlos Santos por la muerte de Javier Collado.
—Bueno,
ya hemos hablado con su hermano y con el heladero y nos han contado todo lo que
necesitamos saber para llevarle ante el juez, pero queremos saber su versión
—le dijo Rivera—. Este señor de aquí es su abogado de oficio, ya que no ha designado
ninguno. Empiece por el principio, por favor, señor Santos.
Entonces,
Juan Carlos comenzó a relatarle a los policías todo lo referente al homicidio
del presidente de HispaTelco.
—Pues
como bien saben, todo empezó cuando ese cabrón me despidió sin motivo. El
despido llevó a mi ruina. Mi trabajo lo era todo para mí. Entré en una
depresión y no dejaba de darle vueltas a por qué me habían despedido, mi máxima
aspiración en la vida era que me devolvieran el trabajo que me habían
arrebatado de forma tan cruel e injusta. No me molesté en buscar otro trabajo
porque yo quería el mío, y cuando el juez les dio la razón me cayó como una
losa. Entonces fue cuando decidí manifestarme delante de la empresa y, con el
paso del tiempo, acampé allí y aquel sitio se convirtió en mi hogar. Tengo una
casa, pero hace mucho tiempo que no paso por allí.
»Un
buen día, llegó al lugar un hombre con un carrito de helados y al verme se
sorprendió. Yo no le di más importancia, pero pasados los días me preguntó si
yo tenía algún hermano, le respondí que no, que era hijo único. Entonces él me
dijo que era igual que su jefe. No paraba de repetir eso día tras día hasta que
un día le seguí hasta la heladería para la que trabajaba. Se pueden imaginar
cuál fue mi sorpresa cuando me vi frente a un hombre que era igual que yo. Él
también se sorprendió, por supuesto.
»Hablando
e investigando, descubrimos que éramos hermanos gemelos. Nuestra madre nos
había dado en adopción al nacer. Mis padres nunca me dijeron que yo no era hijo
suyo, sin embargo, mi hermano sí que lo sabía. Le conté lo que me había
sucedido con HispaTelco y él me contó que años atrás también habían despedido a
su madre tras una denuncia de acoso sexual. El juez no tuvo en cuenta la
denuncia por no poder probarse los hechos.
»Entre
los dos trazamos un plan que pensábamos que era infalible. Él está viudo y yo
nunca me he casado, con lo cual no tenemos familia que nos eche de menos si
tardamos más en regresar a casa o si él se ausenta un par de días. Él se haría
pasar por mí unos días antes y unos días después de matar a Javier. Se dejó
barba y yo me corté el pelo como él algún tiempo antes. Hizo saber a sus
empleados que se cogería vacaciones durante dos semanas y que se iría fuera. En
ese tiempo yo me escondí en una nave abandonada que está cerca de la empresa a
la espera de que llegar el día de actuar.
»Engañamos
al vendedor ambulante para que nos ayudara sin saberlo. Todos los días, al
llegar, me entregaba un termo metálico del carrito y antes de irse se lo
devolvía. Él se pensaba que era para que tuviera agua fresca durante los
calurosos días de verano, pero no era así. El termo realmente era un recipiente
en que había un molde con forma de punzón diseñado por mí. Mi hermano, todas
las noches después de que cerrara la tienda, acudía sin que nadie lo supiera a
rellenarlo de agua y que se formara un puñal de hielo. Yo comprobaba la el
aguante del mismo una vez fuera del recipiente. Cuando conseguimos lo que
queríamos pusimos en marcha el plan.
»Le
pagué cincuenta euros a un raterillo para que, cuando el empleado regresaba a
la heladería para comer, fingiera un atraco y entablase una pelea que lo
distrajera el tiempo suficiente para que yo recogiera el termo que momentos
antes había rechazado mi hermano haciéndose pasar por mí. Después el raterillo
huiría sin robar nada y el empleado regresaría a sus quehaceres.
»Al
salir Javier de la oficina, yo le esperaba escondido en el callejón. Sabía que
todos los días iba allí a fumarse un porro sin que nadie le viera. Una vieja
costumbre de su juventud que no había dejado de hacer. Le asalté por la espalda
y le clavé el punzón de hielo y allí lo dejé desangrándose como un cerdo y sin
poder gritar. Con el calor del verano, el punzón se derretiría y no habría ni
arma ni huellas. Pasados unos días mi hermano y yo regresamos cada uno a
nuestra vida. Esa es toda la historia.
—Coincide
con lo que nos ha contado tu hermano. Con lo que no habíais contado ninguno de
los dos era con que lo interrogaríamos a él antes de que hubierais vuelto a
vuestros roles habituales —dijo Rivera.
—¿Y
eso qué tiene que ver?
—Que
descubrimos que no erais la misma persona. Cuando él firmó la declaración lo
hizo con la mano derecha. Estaba descartado como autor del homicidio porque
este era zurdo —intervino Vega.
—Sin
embargo, cuando estuvimos contigo esta mañana, agarrabas el cartón de vino con
la mano izquierda, lo lanzaste con la izquierda, nos arrojaste cosas con la
misma mano y cuando firmaste aquí la declaración también lo hiciste con la
izquierda. —Lucas había tomado la palabra y le explicaba al detenido cómo
habían caído en la cuenta de que había dos implicados—. Enviamos a los
compañeros a interrogar de nuevo a la gente que estaba contigo en la puerta de
HispaTelco y el heladero les dijo que te parecías a su jefe. El ciego les dijo
que durante una temporada te había notado más callado de lo habitual y que el
tono de voz era diferente, pero no sabía por qué ni le dio más importancia. Así
que fueron a la heladería de tu hermano y lo detuvieron también.
Al
final de la jornada, cuando hubieron acabado el atestado y lo remitieron al
Juzgado de Instrucción, junto con los detenidos, decidieron celebrar el éxito
en el caso.
—¿Dónde
podemos ir a tomar algo? —preguntó Martín Rusol.
—No
sé, ¿vamos al Centro a tomar unas cañas? —propuso Isaac.
—O
a La Latina de tapas —dijo Vega.
—Claro,
como a ti te pilla cerca de casa… —protestó Lucas.
—Yo
conozco una heladería cojonuda, está un poco lejos y lo mismo está cerrada
porque el dueño se va a pasar unos años a la sombra, pero podemos probar —dijo
seriamente el subinspector Rivera. Tras el asombro inicial, todos rompieron a
reír.
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