El cigarrillo iba consumiéndose lentamente. La columna de humo que desprendía dibujaba enigmáticas espirales en el aire. El silencio era profundo, tanto como la mirada de Louis, perdida en la oscuridad de la habitación. Solo se oía el chisporroteo producido por el tabaco al quemarse. Dio otra calada y, en un baile frenético, la bocanada se deslizó hacia el techo hasta desaparecer. Era de noche y desde la calle se divisaba el perfil de su figura inmóvil junto a la ventana. El extremo del cigarrillo era la única nota de color de aquel cuadro en blanco y negro.
El ritmo de unos tacones contra los adoquines mojados de la calle frenó sus pensamientos y le sobresaltó. ¿Quién había interrumpido sus maquinaciones? Pero pronto cambió la expresión de su rostro al ver a Angèle. Se asomó a la ventana y sonrió despacio en oposición al ritmo de la respiración de ella.
―Aquí... ―susurró Louis desde arriba. Angèle respondió con una mirada cargada de ira.
Cruzó la calle mientras él la observaba divertido mirando sus largas piernas esquivando charcos y temores. Cada paso era un latido, un tic, otro tac de reloj que no podía parar ni retroceder impulsado por una fuerza invisible. Cuando oyó sus pasos aproximarse a la puerta, tiró la colilla por la ventana y se dirigió hacia ella exultante. Era realmente bella... Esos ojos verdes... Sin dejar de sonreír, la invitó a pasar y cerró la puerta.
―¿Dónde lo tienes? ―preguntó ella intentando que no le temblara la voz.
―Bueno, bueno... ¿Qué prisas son esas? ―inquirió él insolente.
―Acabemos cuanto antes con esto, Lou. Estoy arriesgándolo todo viniendo aquí. Lo merezco.
Se acercó a ella y, tras agarrarla por la cadera, la besó apasionadamente. Ciñó su estrecha cintura y ella, entregada, no apartó sus labios de los de él, sino todo lo contrario. Se fundieron en un juego húmedo que dejó escapar un gemido risueño de su boca. De pronto se detuvo. Recuerda a lo que has venido a este lugar.
―Lou..., lo necesito... Ahora. Además, me debes una explicación.
Debía ser cauta y dejar para más adelante toda la rabia acumulada. De nuevo, debía fingir. Sus ojos mostraron súplica como solo ella sabía y Louis no tuvo opción, como casi siempre. Se dirigió hacia un viejo escritorio lleno de polvo situado en un extremo de la habitación que permanecía en penumbras. Angèle distinguió como único mobiliario el escritorio, un perchero de madera y un gran espejo de marco dorado. Pensó que estos objetos del pasado dotaban de un aire romántico a la escena, porque así era como estaba viviendo todo aquello…, toda aquella historia… Como la escena de una película, como si no fuera real. Louis se detuvo un par de minutos frente al mueble hasta que abrió uno de los pequeños cajones. Durante este corto intervalo de tiempo, ella se acercó al espejo polvoriento y se vio reflejada en él, confirmando así su presencia en aquel lugar. Luego alzó la vista hasta encontrarse con sus propios ojos emborronados por el polvo, y adivinó el brillo del miedo en ellos a través de la mugrienta superficie.
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Todo había comenzado antes, pero esa lluviosa tarde en aquel maldito local de los suburbios había sido crucial. El ambiente se había vuelto irrespirable por el humo de los innumerables cigarrillos que la pitonisa había estado fumando. Esa enigmática mujer llevaba hablando más de media hora y había adivinado los detalles más íntimos de su vida. Todo era tan extraño… Mientras la anciana acercaba la larga boquilla a sus labios agrietados dando por finalizada la lectura de cartas que su clienta había pedido, abrió los ojos de forma alarmante mientras daba la vuelta a la última de las cartas del Tarot.
―¡No matarás! ―exclamó de pronto. Y miró inquisitivamente a Angèle, sentada frente a ella, mientras infinidad de pequeñas monedas de latón que pendían del pañuelo de su cabeza chocaban entre sí.
―No entiendo ―masculló desviando la mirada―. ¿A quién iba a matar yo? ¿Qué quiere decir?― Aquella amable vieja había cambiado hasta la voz para gritarle aquello entre volutas de humo y esputos.
―No me desafíes, preciosidad. A mí no puedes engañarme. Detrás de esa apariencia angelical se esconde alguien rencoroso capaz de cosas que ni me atrevo a mencionar. Será el fin de tus días si accedes a la ira y matas. No lo hagas. ¡No lo hagas!
Angèle se apartó de la extravagante mujer al tiempo que buscaba su cartera. Dejó el doble del dinero acordado sobre la mesa, arrugó con furia la carta del Tarot y la guardó en el bolsillo de su gabardina. Salió bruscamente del local tropezando con una pequeña mesa y la bola de cristal que reposaba sobre ella rodó lentamente hasta estrellarse contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. La pitonisa, sobresaltada, murmuró unas palabras en su idioma natal y soltó una carcajada terrible.
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Se estremeció al recordar el episodio con la médium. Pese a ser pleno agosto, había refrescado tras la lluvia y la humedad de aquella vieja sala calaba hasta los huesos. Era una estancia desoladora, perfecta para aclarar cuentas con Lou y luego marcharse. Nadie podría relacionarles y menos en aquel distrito del extrarradio de la ciudad. No había sido fácil librarse del tipo que vigilaba su casa, pero ahí estaba. Esperaría un rato para preguntarle por qué había modificado el plan a última hora. Aunque no era necesario: ella ya sabía el porqué.
Los faros de un coche que circulaba por la calle iluminaron la habitación y las sombras proyectadas por ellos y los pocos muebles de la sala se movieron lentamente por las paredes produciéndole una leve sensación de mareo. Cerró los ojos durante unos instantes y su mente la trasladó de nuevo al pasado.
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El peor día de su vida desde que Cèdric, el amor de su vida, había muerto de una sobredosis había sido ese, sin duda. Había pasado una mala racha, pero nada comparable con aquel día. Había despertado rodeada de gente desconocida y con un fuerte olor a amoníaco.
―Ya vuelve en sí ―se alegró una agrietada voz.
―Hmm… Por favor… ¿Quién...? ¿Cómo…? Oh… mi cabeza…
―Tranquilícese. Detective Pyamont, estoy aquí para ayudarla. Incorpórese, eso es. ¡Maurice! Consígueme un café cargado.
Todo era tan extraño, una vez más…
―Dígame, señorita…
―Reims... Angèle Reims ―contestó entrecortadamente mientras miraba a su alrededor. Empezaba a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. No sabía dónde estaba, pero al menos una veintena de personas pululaba por la estancia examinándolo todo, entrando y saliendo, haciendo comentarios en voz baja.
―Bonito nombre.
―Hmm… ―fue la breve contestación de Angèle, que sufría un agudísimo dolor de cabeza.
―Bien, vayamos al grano. ¿Conocía usted a Heliodoro Prass? –preguntó clavando su mirada en la de la joven ahora que parecía que iba saliendo poco a poco del estado de shock.
―¿Prass? ―repitió con voz ingenua mientras recorría el rostro del detective advirtiendo la sagacidad de su mirada―. Ni idea. En mi vida he oído ese nombre― contestó tras agradecer al tal Maurice la taza de café que acababa de ofrecerle.
―¿Está completamente segura? El ayudante personal de Prass ha sido quien nos ha llamado al encontrarla inconsciente ―insistió advirtiendo un ligero temblor en las manos de aquella joven a la que había encontrado tirada en el suelo y rodeada de sangre.
Ella asintió y cerró los ojos para dejarse llevar por el sabor amargo de aquel café. Estaba agotada y cualquier cosa era mejor que escuchar a aquel hombre intentando confundirla más todavía.
―Bien, la pondré al día. Acaba de despertar en el salón del señor Prass, al que dice no conocer y que ha muerto hace pocas horas en la habitación contigua. Usted presenta marcas evidentes de forcejeo en los brazos y piernas y ha recibido un fuerte golpe en la cabeza, el causante, supongo, de su desvanecimiento. Hasta aquí todo podría ser muy normal, teniendo en cuenta los particulares gustos sexuales de Heliodoro Prass. Lo extraño es que hemos encontrado gran cantidad de sangre a su alrededor.
Angèle tiró estrepitosamente la taza de café al suelo, se miró las manos y se levantó de un salto. ¡Ahora lo recordaba todo con claridad!, pero lo siguiente que vio fue cómo la luz se apagaba lentamente. Había vuelto a desmayarse.
Tras salir del hospital con un diagnóstico de fuerte contusión en la cabeza y ligera desorientación, se había visto obligada a acudir a la cita con Pyamont en la comisaría.
―Bien, señorita Reims, no hemos hecho progresos por lo que cuenta o, mejor dicho, por lo que no cuenta. ―Su paciencia iba menguando y empezaba a ponerse realmente nervioso.
―Ya le he dicho que no. ¿No sabe que instigar a una víctima sin pruebas podría volverse en su contra? ―contestó agobiada después de tanto tiempo en aquellas claustrofóbicas dependencias.
Pyamont no sacaba nada en claro y ella lo notaba. No debía meter la pata.
―¡Su versión es, digamos, bastante fantástica! ―gritó Pyamont fuera de sí―. ¿Pretende que acepte de buenas a primeras que la trasladaron hasta la casa de Grass con una venda en los ojos, drogada o inconsciente y que allí la golpearon y robaron la… ? ―Pyamont se detuvo bruscamente.
―¿Robar? ―preguntó indignada Angèle―. Por favor, detective, que sospeche que soy una asesina se lo paso, ¡pero llamarme ladrona! –gritó completamente descontrolada.
―Señorita Reims, escuche atentamente. La falta de colaboración con los agentes policiales es un delito. Deje de usar ese tono cínico y burlón conmigo y váyase. Pero no muy lejos.
―Disculpe, detective. Gracias...
Angèle se levantó elegantemente de la silla y estrechó débilmente la mano de Pyamont. Era un gesto que nunca fallaba para mostrar gratitud y fragilidad. Justamente lo que necesitaba en ese momento. De camino a casa, se llamó estúpida por haber perdido los nervios al final.
―El pájaro no ha cantado, comisario.
―Espero que no esté perdiendo facultades, Pyamont. ¿Qué alega la chica?
―Niega conocer a la víctima, no recuerda cómo llegó a su domicilio ni qué hacía allí. Según el doctor no presenta indicios de agresión sexual. El traumatismo de la cabeza fue provocado por un artefacto contundente y el resto de magulladuras, más de lo mismo. Incluso algunas son anteriores a la noche del crimen.
―¿Le ha contado a ella cómo murió la víctima?
―No. No se lo he dicho. He querido exprimirla al máximo, pero nada. Ni contradicciones ni indicios de que sepa algo más. Parece que está limpia ―golpeó con el puño la mesa del comisario.― Ya sabe, el arma no aparece, la caja fuerte está desvalijada y ninguna de sus huellas por la habitación.
―Bueno, tanto usted como yo, Pyamont, sabemos que no pudo hacerlo sola, si es que fue ella. Quizá sólo sea una víctima. ¿Ha investigado a sus…?
El detective no le dejó terminar.
―Sé cuál es mi trabajo y sé hacerlo, señor.
El comisario le lanzó una mirada orgullosa y, levantando ligeramente el mentón, señaló la puerta de su despacho con la mirada. El detective dio media vuelta y salió caminando despacio mientras encendía un cigarrillo. Se detuvo en el cruce del pasillo y por fin se decidió por la salida de la izquierda, que dirigía hacia la calle y, por lo tanto, a su casa. Había sido suficiente.
Ya en su apartamento, Angèle miró por la ventana después de darse una larga ducha y concluyó que el hombre de gris que llevaba paseando por su calle un buen rato era un policía de incógnito. Era normal que la vigilaran, no cabía esperar otra cosa. Tenía que ponerse en contacto con Lou y salir cuanto antes de la ciudad. Su interpretación no había estado nada mal, pero pronto descubrirían su relación con Prass. Ese bestia de Lou se había pasado. El plan era salir los dos de allí después de conseguir el dinero de la caja fuerte, colgarlo como a un cerdo y matarlo. Conocía a Lou desde hacía años y confiaba en él. Es cierto que era un personaje extraño y rudo, pero eso era lo que la atraía de él. Lo de golpearla y dejarla tirada en el suelo no entraba en el plan previsto. El muy canalla. Era más que probable que quisiera haberla matado para quedarse con todo el botín.
―Te vas a enterar... ―musitó, y acercó su sonrisa amarga a la copa de vino.
Habría hecho cualquier cosa para vengar a Cèdric. Grass, como había dicho el detective, tenía un nuevo ayudante. Pronto se había buscado sustituto y pronto acabaría con su vida, como había hecho con la de su adorado Cèdric. Hacía casi un año que había muerto, tiempo suficiente para planear su venganza. Siempre había sido proclive a los vicios, pero fue Grass quien le metió de lleno en las drogas. Había hecho de él un títere que vivía a expensas de su mierda de alta calidad, de la que tanto presumía. Trabajaba a sus órdenes y el pobre se sentía orgulloso de ello. Él se merecía mucho más.
Angèle apretó la copa con fuerza mientras una pequeña lágrima intentó asomar por sus preciosos ojos. Los tipos de la calaña de Grass deberían estar todos colgados, pensó. Y, seguidamente, una risita nerviosa acudió a la comisura de sus labios entre tímida y mordaz. Todos colgados, reiteró en su mente y recordó aquella carta del Tarot de la bruja. Le pendu, rezaba en un recuadro amarillento en la parte inferior y, más arriba, el dibujo de un tipo colgado de un pie y boca abajo. No sabía qué significaba en el lenguaje esotérico, pero qué buena idea le había dado para vengarse de Prass.
―Maldita sea ―susurró negando con la cabeza― esa vieja arrugada tiene talento. No debería estar en ese cuchitril. Además, me dio la clave para que ese cabrón sufriera.
Había acudido para que le echaran las cartas por curiosear en general, pero lo que quería saber era cómo iba a resultar todo aquello. Según la mujer se iba a arrepentir, pero de momento estaba saliendo todo perfecto. Todo menos el maldito golpe de Lou. De todas formas, podía delatarle si se ponía tonto, así que se andaría con cuidado. El cáustico y extravagante Lou… En ese momento sonó el teléfono.
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Louis seguía de espaldas a ella frente al escritorio como esperando a que terminara de pensar en sus cosas. Estaba tardando mucho.
―Lou, cuanto antes mejor. Dame mi parte del dinero y explícame por qué tuviste que golpearme al salir de la casa de Grass. Y digo tuviste que golpearme, porque quiero pensar que circunstancias ajenas a ti te obligaron.
―Pequeña Angèle… No podía dejar que vinieras conmigo. Los dos sabemos que más pronto o más tarde habrías sucumbido a los interrogatorios de la policía. No podía arriesgarme a que me delataras ―contestó todavía de espaldas a ella.
―¿Qué estás diciendo, desgraciado? Acabo de salir indemne de las preguntas y acusaciones incluso después de dejarme allí tirada. ¡Claro que habría podido mantener la calma! ―estaba ofendida y muy enfadada. Eso no iba a quedar así.
―No es cierto. Eres inestable, caprichosa, poco meticulosa. Puede que hoy hayas triunfado, pero la presión te va a poder.
―Eres un… ―no le dio tiempo a terminar la frase.
Louis se giró y dejó ver un revólver que iluminó toda la habitación.
―¿Qué…?
―Calma, Angèle. Tú lo has dicho. Cuanto antes, mejor.
Se miraron durante un instante y un escalofrío recorrió el cuerpo de ambos. Angèle notaba el pulso en las sienes. Le ardían. Había acudido a la cita armada, pero no tuvo tiempo de utilizar su pequeño revólver. Louis levantó el arma a la altura del pecho y, sin apartar su mirada de la de ella, se despidió.
―Pequeña..., tú tienes tu venganza y yo el dinero. Descansa en paz.
Una sombra cargada con un maletín atravesó la Rue des Chasseurs del distrito diecinueve de París. Solía ser un barrio tranquilo hasta que llegaba la medianoche.
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