lunes, 30 de septiembre de 2019

La dolorosa

La tormenta arreciaba de manera enloquecida y allí, en mitad de aquel mar oscuro, parecía que “La Dolorosa” iba a ser devorada de un momento a otro.  El capitán sujetaba el timón con rabia y apretaba los dientes encomendándose a Dios. No iba a ser él quien le dijera a sus hombres que el mar se los iba a tragar, porque un buen capitán no dice esas cosas para no preocupar a su tripulación, pero su viejo corazón de marino le decía que esa tormenta no era como las otras. Ya el agua entraba por todas partes y el barco navegaba casi de lado. ¡De esta no salimos, señor!, gritó Raúl, el segundo de a bordo y hombre de confianza de Ismael, el capitán. No sea flojo de miras, hombre, claro que salimos. Solo está un poco más enfadada de lo normal, dijo el capitán.
Una ola enorme los lanzó por los aires y, al caer, la proa se hundió levantando una montaña de espuma blanca. De pronto se hizo un silencio extraño. ¿Qué ocurre?, preguntó Raúl, alarmado. Está recuperando fuerzas, dijo Ismael, sonriendo. El mar no hace esas cosas, señor. Se equivoca, amigo, mire. Ya viene.
El resto de la tripulación la vio venir con el gesto desencajado. ¡Vamos a morir!, gritó la enfermera de a bordo, refugiándose entre los brazos del cocinero, que la recibió con sumo placer pese a lo trágico de la situación, pues andaba enamorado de ella desde que le paró una hemorragia atando un pañuelo en la parte superior del muslo y pudo contemplar el hombre, la profundidad de sus ojos azules. Este hombre era en realidad poeta, pero eso no lo sabía nadie, pues no era un barco el lugar idóneo para ventilar ciertas fragilidades del alma.  Cuando se enroló en “La dolorosa” dijo que descuartizaba pollos como nadie y que las cazuelas no tenían secretos para él. Se dejó crecer las patillas y se tatuó un ancla en ese brazo enclenque con el que escribía, a escondidas, esos sonetos torturados. Dijo que en tierra le llamaban “el tigre”, porque era una fiera con las mujeres.
La ola llegaba lenta, muy lenta y todos la miraban apretando los dientes. Alguien preguntó, desesperado, “¿qué coño le pasa a esa puta ola?”. Está recogiendo agua para hacerse más grande y aniquilarnos, dijo una voz con acento alemán. Todos se volvieron para ver quién había dicho semejante crueldad, que eso equivale a hablar de la horca en casa del ahorcado. La dueña de la frase desafortunada era la contable del barco, una tipa extraña, que en ocasiones paseaba por la cubierta seguida de un gato negro. Si no hubiera sido tan brillante en lo suyo hace tiempo que la hubieran hecho caminar por la pasarela. De hecho vamos a naufragar, añadió, imperturbable, pero no os preocupéis, Papua Guinea está muy cerca, el mar nos arrastrará hasta su costa y allí nos comerán los caníbales.
Un trueno puso punto final a la cruel profecía y luego el mundo se volvió del revés.
Cuando el capitán recuperó el conocimiento lo primero que escuchó fue el dulce arpegio de una guitarra y pensó que ya había llegado al cielo. El sol estaba alto y rabioso, así que  calculó que debía ser mediodía.  Arriba, las gaviotas surcaban el aire y bailaban blancas en el cielo azul. La cabeza le dolía mucho y tenía un buen corte en la frente. A su lado vio cajas de madera flotando. Toda la mercancía echada a perder, pensó entristecido. Mi barco…, suspiró. Aquella nave era toda su vida. Había nacido en ella y su madre le contó que había aprendido a andar con el balanceo del mar y que cuando desembarcaba caminaba exactamente de la misma manera. De ese vaivén le quedó un andar canalla que hacía que las mujeres se mordieran los labios al verlo venir con el petate a cuestas.
Intentó ponerse en pie para buscar supervivientes, que es lo primero que debe hacer un capitán que se precie, pero las piernas no le sostuvieron y cayó de bruces. Unos metros más allá Billie se lavaba  los arañazos de los muslos con las calzas arremangadas hasta la cintura. ¡Ah! ¡Hermosa y elástica pantera negra! Cuando se enroló en "La dolorosa" dijo que venía de un pueblecito de Mississippi; un lugar tan pequeño que los trenes no llegaban casi nunca porque pocas veces había a quien traer o a quien recoger. Y no estaba mal su vida, añadió, pero un día se despertó boqueando y, sintiendo que se ahogaba, comenzó a caminar y a caminar y por aquellas casualidades de la vida vio aparecer un tren envuelto en una gran humareda negra y la maquina entró en el pueblo sudando y resollando como las ballenas y ella pensó que si no tomaba ese tren igual no tomaba ninguno. Negra hermosa, que cantaba en la cubierta con su voz despellejada canciones que hablaban del esfuerzo y del sudor, del dolor del atropello y de la paciencia, de la miseria y de la alegría de ver amanecer, mientras comprobaba el buen estado de un nudo de cornamusa o remendaba el desgarro de una vela cangrejera.
¡Billie, no me puedo levantar!, gritó el capitán. ¿Puedes venir a mi lado? Claro, dijo la mujer y se sentó junto a él. ¿Estás bien?, le preguntó ella acariciando la áspera mejilla. Sí, respondió Ismael,  por los pelos, cuando pensé que iba a morir apareció Dolores y me agarré a sus pechos, luego el mar nos trajo a la orilla ¿De quién hablas?, preguntó ella. Del mascarón de proa, respondió el hombre. ¡Ah!, dijo la pantera y rasgó las mangas de su blusa blanca para lavarle las heridas.
¿Dónde están los demás?, preguntó Ismael, con los ojos cerrados. Qué agradable era ahora el viento, pensó. Nuestro querido cocinero ha trepado hasta lo alto de una palmera y allí toca la guitarra mientras recita versos de su cosecha, dijo ella. ¿Y eso por qué?, quiso saber él, abriendo un ojo. Dice que la muerte le rozó el codo y que ahora se va a dedicar a lo suyo, que es la poesía y que no decapitará más pollos, explicó ella. ¡Ah, qué compleja es el alma humana!, suspiró el capitán. ¿Y por qué está Raúl de rodillas sobre la arena, abrazado a esa misma palmera?, siguió indagando el hombre, que como buen capitán debía saberlo todo, que de todos es sabido que un hombre informado vale por dos. No lo sé, señor, cuando desperté balbuceaba que uno no puede fiarse de las mujeres, dijo Billie. Ismael rio, entendiendo, y dijo que su segundo de a bordo tenía mucha razón.
¡Señor!, un grupo de hombres se dirige hacia aquí, vociferó de pronto el cocinero. ¿A qué distancia?, preguntó el capitán. ¡Diez grados latitud norte!, gritó el vigía desde la copa del árbol. Bueno, ¿y qué aspecto tienen?, preguntó el capitán, ¿parecen amigables? No mucho, señor, dijo el vigía. Bueno, baje inmediatamente de ahí, que debemos estar preparados por si se disponen a atacar, ordenó el capitán. No tenemos armas para defendernos, señor, recordó Raúl, algo más repuesto. Eso es cierto, entonces mejor corramos en dirección contraria, dijo el capitán tomando a la negra de la mano.
Pero no habían avanzado mucho cuando una turba de sujetos extraños, con lanzas y barriga prominente, los circundó impidiéndoles el paso. Ni que decir tiene que los superaban en número y la mermada expedición nada tuvo que hacer.
A punta de lanza los llevaron hasta su poblado y allí el capitán pudo descubrir, con profunda alegría, que parte de su tripulación continuaba con vida. De pronto uno de aquellos negros comenzó a gesticular y a gritar. Señalaba a un tipo enjuto, emplumado y con pelos de león. Es el jefe de la tribu, susurró bajito Raúl en el oído de su capitán. ¿Y cómo lo sabe usted?, preguntó el capitán. Es el único que va con las vergüenzas al aire, dijo el segundo de a bordo. ¡Tiene razón!, concedió el capitán, escrutando al cabo  aquel negro probóscide pendulante.
El jefe en cuestión levantó la mano y señaló a Billie. Quiere que ella se acerque, susurró  Raúl, alega que quiere tentar la firmeza de su carne por debajo de las anchas calzas. También aclara que no está, ni mucho menos, enfadado con nosotros, pero que hace tiempo que no atraca ni naufraga ningún barco, en fin, que no se lo tengamos a mal, informó Raúl, circunspecto. ¡Dios bendito! ¿Pero por qué cojones los entiende usted tan bien? Cuando se enroló aseguró que era de Bilbao y que era vendedor de seguros, exclamó el capitán. Y de Bilbao soy, señor.
¡Por mi como si eres de La Manga, coño!, yo lo que quiero saber es qué van a hacer estos salvajes con nosotros, gritó el cocinero. Bueno, dice el jefe que el plan es comernos mañana. Primero los hombres, puesto que salta a la vista que nuestra carne está más curtida y que la mayoría adolece de grasa abdominal, lo que convierte el manjar en un primer plato completo y potente. Ellas, según el jefe, son etéreas y están mucho más ricas, así que las dejarán como postre, informó Raúl ¿Ellas?, preguntó el capitán. Si, jefe, la alemana cabrona y nuestra querida enfermera. Las van a dejar macerar durante toda la noche en una sustancia compuesta de chocolate puro derretido, canela, una pizca de nuez moscada y una punta de jengibre, señor. El jefe dice que esos condimentos les da un toque peculiar, entre dulce y picante, que realza y potencia su sabor a hembra. El capitán suspiró, pues la mezcla le pareció interesante. ¡Ah! señor, también está viva la tucumana, dice el jefe que no se la han comido porque ve la ruta de los barcos en los huesos mondados de los perros. Ahora va con taparrabos y lleva los pechos al aire. De hecho, señor, como parte de la tribu, participará también en el festín. Puede ser, hilando fino, que se coma los testículos de usted ¡Vaya por dios!, dijo el capitán, apesadumbrado.
¿Y a nosotros cómo van a guisarnos?, aulló el cocinero, que como la mayoría de los poetas carecía de entereza. Me parece que lo vuestro será menos romántico, carcajeose la alemana, señalando un sencillo artilugio de madera que acababa en una manivela.
Mas no hay lugar en el mundo, por ignoto que sea, donde los comensales no honren la vianda de algún modo y no iban a ser menos estos lugareños. Por este motivo, llegada la noche y bajo el amplio resplandor de una ciclópea luna anaranjada, la tribu al completo rodeó a la maniatada tripulación con la intención de bendecir su carne o de ahuyentar los malos espíritus, o los demonios ocupas, si es que los hubiera, pues nada hay más indigesto que un ocupante hostil. Circundada la comida y tras la señal del jefe, iniciaron, al ritmo de los tambores, una danza que consistía en colocar ambas manos en el culo, a renglón seguido un grácil saltito hacia delante y luego colocar la mano derecha sobre la rodilla derecha y la mano izquierda sobre la rodilla izquierda y de forma vertiginosa intercambiar las manos una y otra vez en medio de un exageradísimo temblor de piernas, mientras entonaban una suerte de oración o jaculatoria corta y repetitiva compuesta de dos salmos parecidos, pero no iguales: 
"Aserejé, ja deje  tejebe tude jerebe sebiunoiba majabi an de bugui an de buididipi. A serejé, ja deje tejebe tude jerebe siunoiba majabi Mari Lupi an de bugui ande buidipipi."
Cuando por fin se hizo el silencio, el capitán le preguntó a su segundo de a bordo si tenía a bien traducirle la ininteligible letra, por aquello de entender mejor la cultura del enemigo, a lo que Raúl contestó que no tenía problema en complacerle. Viene a ser algo así jefe: "aquí la tentación está acodada en una barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo".
Tras satisfacer la curiosidad de su superior, Raúl guardó silencio, solemne. El capitán asintió con la cabeza, ceñudo, estudiando la profundidad del mensaje, ahondando en el alcance y en su importancia, mas sintiéndose pequeño y no encontrando qué decir, musitó con la voz rota: ese nombre..., debe ser un diminutivo cariñoso de la Virgen de Guadalupe, la patrona rubia de las limosnas. No se le escapa ni una, mi capitán. Debo decirle, señor, que ha captado muy bien la carga de simbolismo.
Ni que decir tiene que cuando llegó el momento los aguerridos marinos, esos lobos de mar que tantas veces habianse enfrentado a los más feroces corsarios, hombres rudos estos que habían vencido a la ciguatera y al escorbuto, a la tuberculosis, al frío de los hielos en Groenlandia, a los vientos demoledores de Usuhaia, al hambre feroz y a la sed impía, estos hombres chillaron como conejos desollados cuando les llegó el momento, mas en su alegato diremos que no debe ser agradable la penetración en seco, sin el preámbulo de un beso tierno, un mordisco ardiente en el lóbulo, una caricia en la nuca o una palabra bonita. En medio de los más desgarradores alaridos un olor como a plumas quemadas se extendió por el aire. Pues no huele mal, dijo la alemana, que de todo sacaba algo bueno.
Pero contra todo pronóstico también los miembros de la tribu fueron muriendo uno tras otro, tras sorber con fruición un rico tuétano, o masticar una crujiente cornea, o repelar una tibia generosa o un glúteo abundante. ¿Qué ha podido ocurrir?, preguntó la enfermera ante la hórrida visión de aquellas bocas torcidas llenas de espumarajos. Creo que se lo debemos a la bruja tucumana, dijo Billie. Mientras los hombres, antes de ser empalados, eran frotados y llenadas sus cavidades con grasas aromáticas para potenciar el sabor, vi a la bruja acercarse al jefe y ofrecerle un ramillete de hierbas de colores extraños mientras señalaba sus desanimados atributos y algo seductor debió decirle, pues el jefe la despidió entre loas, con una sonrisa agradecida y cierto brillo en los ojos.
La alemana no dijo nada, que lo que se dice se sabe,  tan solo se sentó a contemplar las estrellas durante largo rato, pensando en lo caprichoso de su rutilante disponer. Luego  suspiró, acarició las orejas del gato,  y acercándose a la gran olla ennegrecida introdujo un dedo dentro de aquel mejunje y lo lamió muy despacio, saboreándolo con los ojos cerrados. Es chocolate negro, exclamó lamiéndose los labios. Prueba, dijo extendiendo su pequeño dedo índice hacia la enfermera, tiene un punto amargo muy interesante. Y la enfermera probó aquel líquido dulce y amargo del dedo de la mujer, sin prisa, que acababa de esquivar a la muerte. ¿Puedo probar yo?, preguntó la negra hermosa, aproximando sus labios jugosos al dedo de la alemana. Claro, acércate.

Unos metros más allá, la tucumana repelaba con sus dientes voraces la pierna de un perro salvaje. Luego, ya limpio el hueso de la carne y los tendones, roto y partido en mil pedazos, sería utilizado para vislumbrar bajo la luz de la luna, la ruta de algún barco, aquí y allá, tal vez en mitad de un sueño de agua calma, tal vez adentrándose, sin saberlo, en las fauces de una ola resentida.

Consigna: relato de AVENTURAS en el que encajes la frase «Aquí la tentación está apoyada en una barra, su pelo es amarillo como el wisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo».

La Huida Del Secreto


Con la adrenalina candente entre sus dedos y un sentimiento de arrepentimiento que no terminaba de brotar, desapareció de la escena del crimen sin atender a la víctima. Aceleró el paso hasta llegar a casa. Recogió el casco y se dirigió hacia el garaje mientras se enfundaba los guantes. Arrancó su Harley Davidson del 86 proyectando una oscura y densa humareda en la pared. Los números avanzaban sigilosamente en el cuentakilómetros a la par que los pensamientos se estrellaban en la cabeza de Ana. Los hechos se habían producido a una velocidad tan endiablada que resultaban casi imposibles de alcanzar, conformando una sucesión inconexa de la que la motorista tenía dificultades en ordenar y comprender.
Cuando las luces de la ciudad desaparecieron del camino, Ana se dio cuenta que debía repostar lo antes posible. Sin embargo, de madrugada sería imposible encontrar un surtidor de combustible abierto en aquella carretera. Por allí sólo circulaban camioneros que pretendían esquivar los controles de la policía, drogadictos que iban o volvían de recoger su ración, incautos que no procesaban mucha simpatía por su propia existencia, y, como última especie, maridos infieles, jóvenes calenturientos y viciosos de todo tipo que buscaban un cuerpo caliente que les aliviara el frío y la excitación por un módico precio.
Justo antes de llegar a uno de los puentes que atravesaba el río, Ana derrapó violentamente hasta detenerse a pocos centímetros del borde que la separaba del precipicio. Apoyó la moto paralela a la curva que burlaba la protección del guardarraíl y, con una mezcla de fuerza y decisión, la lanzó hacia el abismo junto a su casco y guantes. El impacto causó un fuerte estruendo que se propagó ante la presencia de unas cumbres nevadas. No atisbó ningún tipo de presencia alrededor. El corazón de Ana latía desbocado y su sangre estaba al filo de la evaporación.
En un arrojo de sosiego, se dio cuenta que no tenía ningún plan más allá de huir. Así pues, echó a andar en la oscuridad con el objeto de encontrar un lugar donde desaparecer. Tras un par de kilómetros, Ana se topó con el centelleo de un local nocturno situado a un lado de la carretera. Sobre la puerta del prostíbulo se situaba un cartel luminoso que rezaba Manolo’s Club. Allí divisó una placa de metal que, con letras escritas a mano, prometía espectáculos en barra americana de atardecer al amanecer. A pesar de no haber estado nunca en un sitio similar, Ana pensó que tal vez pudiera distraerse y echar un trago. No le temblaron las piernas y entró decidida tarareando aquello de “Aquí la tentación está apoyada en una barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo”.
La postal era más deprimente de lo que cabría esperar: en la barra un par de fulanos, que parecían dos chimpancés eufóricos, trataban de agasajar a un grupo de chicas de diferentes colores; el camarero observaba el techo con la mirada perdida y una copa que llevaba secando diez minutos; y el resto del local estaba sumido en una penumbra que tapaba el resto de estancias. De entre aquellas sombras apareció una enorme presencia que, tras mostrar un asombro socarrón, se dirigió hacia Ana.
– Bienvenida a mi club. ¿Qué hace un bombón sola a esta hora de la noche? –le preguntó mientras le ponía una mano sobre el hombro, causando un asco que consiguió estremecer a Ana–. No tenemos putitos, pero quizá podría hacértelo gratis.
 Quiero trabajar en este tugurio –contestó la chica con la primera ocurrencia que le vino en mente–. Déjame a uno de esos dos y yo sabré cómo complacerles.
 Empieza con ese de ahí –inquirió el dueño señalando al hombre de peor aspecto–. Según te portes, podrás quedarte.
El cliente sonrió levantando la copa que portaba en la mano y acto seguido se levantó siguiendo los pasos de Ana y Manolo. Por un instante pensó que le había tocado la lotería con aquella desconocida y su entrepierna, a pesar de la ingente cantidad de alcohol que llevaba encima, lo refrendó. Estaba tan sumamente cachondo que correrse sería cuestión de segundos. Ana, por su parte, se sentía plenamente convencida de cómo debía proceder. El dueño del local los acompañó a la puerta de una habitación libre y en su interior les indicó donde estaba la ropa de cama y los preservativos.
Al cerrar la puerta, Ana y el chimpancé se quedaron a solas. Éste se abalanzó sobre ella sin sospechar que esto sería lo último que haría. El cuchillo que asía Ana se clavó en el pecho penetrándole profundamente el corazón. Fue tan certero el golpe que el cliente apenas tuvo tiempo de expresar espanto o exhalar una bocanada de aire. Ana le miró fijamente a los ojos sin experimentar ningún atisbo de angustia. Dicen que la segunda víctima es la que hace al asesino. Registró los bolsillos del cadáver y en ellos encontró las llaves de su coche. Saltó por la ventana, la cual daba a la parte posterior del local, y en un par de minutos volvía a conducir a ninguna parte. El asesinato no había formado gran escandalera, con lo cual preveía que el cadáver sería descubierto al día siguiente.
Antes del amanecer, después de haber recorrido unos doscientos kilómetros, tomó una pista de tierra con surcos de tractores pronunciados y por la que apenas podía avanzar. En unos bancales abandonados aparcó el coche de su víctima. Lo roció con la gasolina de un bidón que había conseguido de camino, prendió el automóvil, enterró el cuchillo aún con restos de sangre y puso rumbo al pueblo más cercano. Entre olivos y almendros, Ana tuvo tiempo para rememorar la noche. Se había estrenado en el mundo del crimen por partida doble, con al menos un fiambre en su haber. Al principio fue el azar el que así lo había dispuesto, sin opción a saber de quién se trataba, cómo había ocurrido o tan siquiera si había muerto. Más tarde, la curiosidad por experimentar el placer de matar la había seducido como Robert Redford lo hacía con su clase, aunque un brote de inconsciencia fue en última instancia el que tomó la decisión fatal.
De hecho, conforme pasaban los minutos, comenzaba a ser devorada por el arrepentimiento. No por las víctimas, ni por lo que sufrirían sus seres queridos, lo cual le resultaba indiferente. Sin embargo, la idea de que pudieran detenerla la aterraba hasta que el sudor le emanaba por la espalda como un río salvaje. De todas formas, ¿qué visos tendrían de encontrarla? Era una perfecta desconocida en ambos casos y nunca había sido fichada. Tampoco la reclamaría ningún familiar, pues ya no le quedaban, y sus amigos o compañeros de trabajo tampoco la echarían de menos. Sin lugar a dudas, aun la imprudencia y la gravedad de los actos, las circunstancias la habían favorecido y eso le devolvía una frecuencia respiratoria corriente.
Al llegar al pueblo entró en una cafetería y se zambulló en la prensa: no había ni rastro de los acontecimientos de la noche anterior en las páginas de sucesos. No habían llegado las noticias antes del cierre, pero en la televisión apareció un escueto parte de ambos sucesos. Un hombre había muerto en una calle de un barrio periférico tras sufrir un fuerte traumatismo a causa de un golpe brutal contra el bordillo de la acera. El cadáver presentaba marcas de haber forcejeado, con lo cual podría tratarse de un homicidio. Por fortuna, nadie había presenciado la escena y se desconocía si había alguna persona implicada. Lo que no sabían es que el forcejeo se había producido después de que la víctima hubiera intentado agredir sexualmente a Ana y esta había tratado de evitarlo con tan mala, o buena, fortuna que lo había dejado seco del golpe.
Respecto a los incidentes del prostíbulo, se sabía que un cliente había sido asesinado. El único sospechoso era el dueño del local, quien había sido detenido como sospechoso, puesto que las prostitutas, aprovechando la ocasión, se habían puesto de acuerdo para acusarle. Ana respiró aliviada, ya que todo parecía indicar que pasaría desapercibida un tiempo. Sólo debía permanecer escondida y esperar. Preguntó al camarero si sabía de alguien que ofreciera trabajo y éste le habló de una pareja de ancianos que andaba buscando una cuidadora interna. Tenían mala fama en el pueblo, pagaban mal y la casa estaba a punto de caerse encima, lo cual le pareció perfecto a la fugitiva.
Esa misma tarde, Ana se presentó en casa de los ancianos con el nombre de Susana. Tras el visto bueno de la vecina, Ana comenzó a trabajar. Tenía un trato exquisito, una paciencia inagotable. Levantaba a los abuelos, les ayudaba a vestirse y asearse, les preparaba desayuno, comida y cena, les repartía los medicamentos, barría y fregaba la casa, hacía la colada y mediaba en las constantes disputas entre ambos. Reprendía con dulzura los intentos del anciano por tocarle el trasero y aguantaba las estoicas riñas de la anciana quien la acusaba de estar seduciendo a su marido. Siempre permanecía en casa, no tomaba días de descanso ni cuando los familiares íbamos a visitar a los abuelos, no recibía visitas y salía a la calle sólo si era estrictamente necesario, rehuyendo cualquier tipo de contacto con los vecinos. Dicen que uno de los solterones del pueblo se enamoró de ella y que tuvo el arrojo de acercarse, pero bastó una mirada de la chica para retractarse del plan.
Su único momento de esparcimiento era a media mañana, cuando revisaba la prensa y se leía de pe a pa las secciones de sucesos. Paulatinamente, la policía fue haciendo avances en ambas investigaciones y las novedades se sucedieron. En el caso del acosador, se habían encontrado unas huellas en el reloj y la cámara de un banco había registrado imágenes, en las que se apreciaba que la autora de los hechos había sido una mujer, distinguiéndose un rostro de refilón. Por presiones de la familia, se había preguntado a los vecinos, la policía había sondeado tres o cuatro sospechosas que enseguida se descartaron. Las pruebas disponibles fueron insuficientes para encontrar a la autora, con lo cual el caso fue archivado a falta de novedades.
Acerca del prostíbulo, su antiguo dueño terminó por demostrar que no había tenido nada que ver con la muerte de su cliente y que las acusaciones de las prostitutas se debían al odio y temor que le profesaban. Por ello, se estableció una instrucción paralela, y Manolo fue condenado por trata a diez años de prisión. Sobre el asesinato, por las declaraciones del dueño, se sabía que la asesina había sido la mujer que había aparecido a mitad de noche en el local y, muy probablemente, la dueña de la Harley que fue abandonada en el río. Su desaparición la convertía en la principal sospechosa y se hicieron todo tipo de esfuerzos por dar con ella. La policía estaba estrechando el cerco sobre Ana, pero no tenía ninguna información fiable acerca de su paradero. Tampoco los investigadores establecieron conexión entre ambos hechos.
El día que su fotografía llegó a los periódicos, me pareció que tenía un aire a Susana, la cuidadora de mis abuelos, pero deseché la idea de mi cabeza. Sin embargo, la hipótesis parecía encajar cuando la veía tan pendiente de periódicos y telediarios. Creo que nadie más sospechó, ni tan siquiera mis abuelos. Mi abuelo envejeció peor de lo esperado y quedó prácticamente dependiente de su cuidadora, a quien se le multiplicaban las tareas. En una de mis visitas, entré en la habitación de Susana y descubrí un pequeño álbum con recortes sobre el caso. No quedaba duda, Susana era en realidad Ana. Pensé en preguntárselo directamente o discutirlo con mis padres y tíos, también en llamar a las autoridades por si le daba por volver a las andadas y sumaba dos víctimas fáciles, pero seguía negando que aquella señora tan educada y que se deshacía en atenciones por mis abuelos pudiera tener un pasado tan oscuro.
Mi abuelo murió a los ocho años después de la llegada de Ana, mientras que mi abuela aguantó hasta los veintiún años de convivencia con ella. Nunca se encontraron culpables ni nuevos indicios y, a pesar de que los delitos ya habían prescrito, Ana se mantuvo en su puesto. Al poco tiempo de fallecer mi abuela, leímos su testamento, el cual incluía la casa y unas tierras echadas a perder. Para nuestra sorpresa, descubrimos que Ana, bajo el nombre de Susana, había sido incluida.
Nimiedades legales aparte, y aunque ya se había convertido en una más de la familia, Ana renunció a su parte de la herencia. Una tarde me contó su historia y que proseguiría su huida en otra parte, mientras el resto nos preguntábamos adónde conducía la nuestra.

Consigna: relato de AVENTURAS en el que encajes la frase «Aquí la tentación está apoyada en una barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo».

domingo, 29 de septiembre de 2019

De leyenda

—¿Qué le ocurre a esa sucia cara tuya? No me gusta ese semblante, chico —sentencia Doc Halloway a través de sus lentes—. Eso fue lo que sucedió, tal cual te he relatado. Ni más ni menos.
—Pero, dígame, ¿cómo pudo «Soapy» acabar de esa manera después de haber escapado en tantas otras ocasiones? —pregunta incrédulo el mozo de cuadra de Randolph Hupper—. ¿Cómo pudo un hombre tan listo perder así la vida? No estaba asaltando un carruaje con su banda ni conspirando en su despacho contra las autoridades. ¡Ni siquiera estaba intentando timar a alguien!
—Ah, joven amigo, el destino de todo hombre está escrito en cada una de las piedras de las minas de Mammoth Mountain; en cada traviesa que pisa el caballo de hierro de la Union Pacific. Incluso el de las leyendas. ¡Que se lo pregunten a Lou Monger! ¡Ja, ja, ja! ¡Cruel destino el de ese desgraciado forajido cuyos pedacitos todavía siguen esparcidos por todo Dark Valley!
Las carcajadas del viejo retumban en el interior del Tivoli Club. Los cuatro hombres que juegan al póker en la mesa contigua solo reaccionan ante el farol que uno de ellos se acaba de marcar escupiendo profusamente al suelo. Mientras, Mary Elaine Bishop suspira por que alguno de ellos gane lo suficiente como para pagar sus favores. Necesita ahorrar para largarse de esa ciudad cargada de oro, pero atestada de malhechores y pendencieros timadores.
Han pasado ya diez años desde que Jeff Smith II, el famoso «Soapy» Smith, fuera tiroteado lejos de allí, en los confines de Alaska. Muy lejos de su imperio. Pero el Tivoli Club continúa siendo frecuentado por prácticamente la misma clientela.
—¿Que cómo consiguió todo aquello, muchacho? A base de juegos amañados y comprar a las personas adecuadas. Así se consigue todo en estas tierras —afirma el hombre—. Con eso, inteligencia y una pizca de suerte.
El joven se queda mirando a Doc con esos ojos de quien quiere saber más y el médico, pidiendo con un gesto otra botella de whisky al camarero, comienza su relato.
—Mira, chico, te voy a contar otra historia, pero que sirva para que cambie ese aspecto de rata deplorable que tienes. Anda, tómate esta botella conmigo, la señora Carson todavía tardará en llegar para su revisión dental. Le guardaremos un poco— añade llenando dos pequeños vasos de vidrio. —Algunas grandes leyendas tienen finales inesperados. «Soapy» Smith podría haber acabado a manos de una turba de gente estafada en las calles de Denver, tiroteado por un alcalde con algo de mal humor al intentar ser sobornado o podría haber muerto sepultado por su McGinty, aquella supuesta momia gigante que exponía frente a los incautos. ¡Ja, ja, ja! Hay que admitir que ingenioso sí que era. Pero murió por su avaricia, por no querer devolver un dinero que había robado a un pobre minero estafado. Y por su orgullo, pues cara a cara y con un Winchester apuntándole no dio su brazo a torcer. ¡Ah! Así es el ser humano: cuando se acostumbra a ser el dueño y señor de todo, olvida que siempre vendrán otros a reemplazarlo.
»Pero, bueno, no dejes que me vaya por las ramas, joven. Como decía, te contaré una historia sobre «Soapy» que la mayoría desconoce. ¿Sabes o acaso imaginas por qué dejó el negocio de la venta de jabón por el cual recibió ese apodo? Si es que se puede llamar así, ¡ja, ja, ja! —. El chico sonríe pícaramente. —Claro, ya sabes, aquellas barras que vendía por un dólar y que contenían «premio asegurado». Hacía creer a la clientela que escondía billetes de varios dólares en su interior y, gracias a sus compinches, que vociferaban que habían dado con una de ellas premiada, la gente hacía largas colas esperando su turno. Ah, caprichosa fortuna. Y todavía más voluble destino. —El mozo se le queda mirando frunciendo el ceño y, aburrido, vuelve a dar un sorbo al vaso del whisky.
»Bien, verás—continúa Doc Halloway—, estas tierras están sembradas de oro, pero regadas con sangre, y no es habitual cruzarse con algo que alivie el alma. Algo o alguien. Y más si hablamos de Angelita Suárez, ¡vive Dios! —Golpea la mesa con fuerza y apura su vaso. —Oh, sí, causaba estragos entre los hombres, especialmente entre los letrados, pues Angelita poseía la bravura salvaje de los búfalos, pero también las formas delicadas de una muchacha criada en una mansión. Sabía varios idiomas, dominaba el arte del tiro con arco y tocaba el piano. Fíjate, hijo, cuentan que el propio Jim Compton se quedó con la mandíbula torcida tras presenciar un concierto que ella dio en la víspera de Año Nuevo de 1890. ¡Bendito embuste! Si nos hemos reído de él recreando la disparatada situación. ¡Ja, ja, ja! En fin, como te decía, una mujer de armas tomar y, además, inteligente. Así era Angelita. O es. Porque no se supo nada más de ella tras el incidente. Desapareció de la noche a la mañana tras saberse aquello… ¡No es oro todo lo que reluce, chico, no lo es! Recuerda mis palabras, en estas tierras sabemos mucho de eso.
El joven continúa sentado cada vez más vencido por el alcohol y las disparatadas batallitas del viejo doctor. Su cuerpo se balancea levemente y, con la mirada ya algo perdida, se dispone a llenar de nuevo los vasos. Los hombres que jugaban al póker han desaparecido y Mary Elaine sube las escaleras del club de la mano de un joven forastero. Doc, sentado frente a él, se seca el sudor de la frente con un pañuelo amarillento y, tras buscar algo en el bolsillo, se mete un poco de tabaco en la boca y prosigue con su relato.
»No desesperes, termino en breve, mas Angelita merece que se la recuerde bien. No me gustaría que pensaras de ella que era una aprovechada o una señoritinga de esas que ofrecen la mano enguantada para luego retirarla antes de que puedas besarla. No, ella era una mujer instruida que, por vicisitudes de la vida, había terminado en Denver justo cuando «Soapy» comenzaba a ser famoso. Conociendo las influencias que este tenía en toda la ciudad, no tardó en acercarse a él para ver si, entre los dos, podían ostentar todo el poder. Entre los timos de él y las supuestas donaciones para caridad que ella se encargaba de gestionar, hacían una pareja perfecta. Pero esto es lo que ocurrió:
—Querida, tengo algo que comentarte —dijo «Soapy» agarrando con ternura el hombro de Angelita.
—Si te refieres a intentar sobornar de nuevo a Byron Smith, creo que ha sido suficiente. Está claro que ese cabrón de Texas jamás debería haber llegado a  esferas tan altas de la política. Bah, estoy acostumbrada a ver lo mismo una y otra vez. Cuando vivía en Las Cruces…
—Angelita, querida, disculpa, no me refiero a eso. Quiero decir que…
—¿Que pasemos a la acción como sugeriste en la última reunión del Tivoli? ¿Que nos convirtamos tú, yo y tu banda en unos vulgares forajidos que asaltan diligencias? ¡Vamos! ¡Acabáramos! No hemos llegado hasta aquí para…
—No, no, no es eso, Angelita. No hablo de eso. No, no, no. Hablo de algo más íntimo… —Un largo silencio cayó sobre «Soapy». Le pareció ver las motas de polvo pasar por delante de sus ojos y caer moribundas al suelo; dejó de escuchar el segundero que no acababa de avanzar en el reloj de la sala; se le ocurrió que, de pronto, esa respiración acelerada de Angelita podía ser un tornado devastador que acabara con él y con toda la ciudad en un periquete.
—Pero, «Soapy»… Jeff, ¿cómo puedes pensar en eso en estos momentos? —arguyó ella desatada—. Hay mucho más en juego. Tenemos un vagón repleto de barras de jabón pendiente de vender y…
—Jabón que, por cierto, todavía no te has dignado a usar, querida. Tengo que decir que tu cuerpo despide un… —«Soapy» tembló al decir estas últimas palabras, a las que ella no parecía haber prestado atención.
—Bueno, si te empeñas… Está bien, tienes razón. Nos conocemos desde hace tiempo y nos llevamos bien. A mí también me atraes… Pero, ¿cómo? ¿Qué acabas de decir? ¡No! ¡No me vengas con esas otra vez!
—Angelita, en serio, deberías usarlo. ¡Pruébalo solo una vez! ¡Es suave a la par que intenso! ¡Aromático! ¡Exótico! ¡Y limpia! —Se hizo el silencio tras la súplica.
—«Soapy» —dijo finalmente Angelita—, déjame en paz, no me pienso duchar, me gusta el olor que despido, un tío ahí dentro se puede ahogar —concluyó señalando sus partes íntimas con los índices de ambas manos.
El mozo de cuadra se queda petrificado frente a Doc. No sabe si echarse a reír a carcajadas o mandar al viejo a freír espárragos. Finalmente, deja de contenerse y sus carcajadas retumban por todo el salón, a las que se suman las del doctor. Lo que queda en la botella de whisky se derrama entre añicos de cristal y los hombres caen al suelo entre estertores y lágrimas. El camarero les dirige la mirada mientras niega con la cabeza. La señora Carson tendrá que volver otro día a su revisión.

Consigna: relato HISTÓRICO en el que encajes la frase «Déjame en paz, no me pienso duchar, me gusta el olor que despido, un tío ahí dentro se puede ahogar».

Tras la puerta

El móvil llevaba sonando sobre la mesita de noche casi cinco minutos. La vibración sobre la madera se asemejaba al chirrido de un insecto y la melodía había perdido el efecto musical. Casi se resbala al salir de la ducha mientras cogía su albornoz y una abrupta maldición surgió de sus finos labios. Aún con su cabellera rubia mojada y enfundada en la prenda de baño descolgó el celular. Era un número privado.
Se escuchó un pitido largo. Una grabación.
“Hola Luna. Ahora mismo me das una envidia de cojones. Aquí estoy rodeado de dosieres y aguantando la halitosis de nuestro amigo González. Por lo menos se trae su propio café y es bueno… en serio. Disfruta de tus merecidas vacaciones, aprovecha cada momento y no pienses ni un segundo en esta mierda… un besito rubia…”
− ¡Figueroa, maldito loco! Dijo en voz alta.
En cierto modo se sentía descolocada. Fuera de lugar. Se sentía culpable de estar allí en casa, sin hacer nada, cuando a ciencia cierta sabía que un montón de trabajo se había quedado en standby. Tenía que hacer un gran esfuerzo para desconectar su mente. Limpiarse de toda esa marabunta de casos que le exprimían el cerebro y en cierto modo el alma.
Estuvo buena parte de la mañana ordenando su casa. El hogar de un policía siempre tiene ese halo de indiferencia. Carece del calor humano necesario por las continuas ausencias y se percibe esa frialdad de las casas deshabitadas… La inspectora Moreno se movía inquieta de una habitación a otra mientras en el tocadiscos sonaba el vinilo “He´s funny that way” de Billie Holiday. Aquella canción la hacía sonreír mientras pensaba en su compañero, el subinspector Figueroa. La melodía impregnaba el piso de una calidez que la hacía sentir bien… Pensaba dedicar aquellos días de ocio a hacer literalmente la vaga. En un principio pensó en un pequeño viaje. Pero el simple hecho de hacer las maletas, coger la carretera, le daba una pereza enorme.
Es increíble la cantidad de cosas inservibles que vamos acumulando en los rincones y armarios de una casa. Luna, cuando se dio cuenta, estaba rodeada de bolsas de basura. Cogió un par de bolsas grandes y salió al rellano de su piso, en la tercera planta. En el instante que pulsó el interruptor para llamar al ascensor, uno de sus vecinos se acercó también con una bolsa de basura. No conocía a todos sus vecinos de su planta pero aquel hombre siempre la saludaba con una simpatía respetuosa y se había cruzado varias veces con ella. Sus conversaciones nunca se excedían de lo meramente cotidiano y siempre con una educación excelsa. Sabía que vivía solo, porque más de una vez habían hablado de la acidia que daba cocinar para uno mismo. Tendría unos cuarenta años y las canas ya manchaban su abundante cabello negro, pero eso no impedía que fuera un hombre atractivo… El ascensor se detuvo con brusquedad y con un chirrido se abrieron las puertas.
− ¡Usted primero, señorita Luna! Dijo el hombre cediéndole el paso con su mano libre.
−Por favor, Carlos, no me llame de “usted” que me hace sentir una vieja.
−No era mi intención llamarla vieja. Está espectacular, como siempre. Contestó con un tono adulador.
Luna sonrió mientras pasaba al interior del habitáculo. El hombre entró despacio y se puso alejado de ella, manteniendo la distancia. Olía bien, colonia de las caras. No hablaron más hasta que llegaron al piso de abajo. Cuando se disponía a salir el hombre le quitó las bolsas de la mano.
−No se moleste, por favor. Yo las tiraré.
− ¡Ay gracias! No sabes cómo se lo agradezco. Tengo la casa patas arriba.
−No es ninguna molestia, faltaría más.
−Gracias de nuevo, que pase un buen día.
− ¡Igualmente!
En el instante que enfilaba el pasillo hacia la calle, la bolsa de basura del hombre se le cayó de las manos. Parte de los desperdicios se desparramaron por el suelo. En un principio no se fijó en la basura. Pero en el preciso momento que la puerta del ascensor se cerraba vio claramente como el hombre recogía del piso una caja vacía de compresas y lo introducía de nuevo en la bolsa. La mirada del individuo cambió en ese instante.
Mientras subía el ascensor el corazón le latía con fuerzas y respiraba agitada. Ese hombre vivía solo, no tenía la menor duda. Y en su basura había una caja vacía de compresas.
El ascensor se detuvo y Luna caminó despacio por las relucientes baldosas. Sin pensarlo dos veces se plantó delante de la puerta de aquel hombre. Sabía que se podía meter en un lío muy gordo si entraba en aquel piso sin una orden judicial, pero su instinto y su deber estaban por encima de cualquier tipo de burocracia. Sacó de su cartera una tarjeta de crédito rezando que la puerta no estuviera cerrada con llave. Miro a ambos lados del pasillo para percatarse de que nadie la veía e introdujo la tarjeta entre el espacio de la cerradura y el marco de madera de la puerta. Escuchó un “Click” sordo y empujó la puerta levemente. El piso estaba a oscuras y olía a colonia de bebé. Avanzó lentamente, observando cada detalle de la estancia. Miró en el salón. Allí la cortina estaba levemente subida y la luz de aquel gris día penetraba sin fuerzas. Estaba todo muy ordenado, limpio, como si nadie viviera allí. Había tal pulcritud en el orden que parecía uno de esos pisos piloto en los que nada se deja al azar. Todo estaba colocado en su sitio, milimétricamente. Se adivinaba la obsesión en todo lo que estaba observando.
Pasó a una habitación también inmersa en una penumbra leve. Había una amplia cama de matrimonio y en el techo un gran espejo que reflejaba las sombras. Como en el salón todo estaba muy ordenado, el aroma a colonia de bebé flotaba por toda la estancia… Con cierta prisa pasó a la otra habitación. La puerta estaba cerrada. La inspectora Moreno giró el picaporte pero ésta no se abrió. Algo en el interior se movió. Cogió impulso y puso toda su fuerza sobre el hombro derecho. La madera cedió. La habitación estaba completamente a oscuras. Un fuerte olor a alcohol y a betadine se mezclaba allí con el de la colonia. Escuchó claramente que algo se movía sobre una cama, las tablas del canapé crujieron. Cogió su móvil y encendió la linterna. Lo que vio la dejó impactada. Allí en la cama había una mujer maniatada. Estaba atada con sendas cadenas en las muñecas y tobillos y un trapo tapaba su boca. Tenía heridas donde estaba atada y sobre una de las mesitas de noche había varios botes para curas medicinales. Los ojos de la mujer, de poco más de treinta años, reflejaban un pánico indecible. En ese momento un pitido del móvil le anunciaba que la batería se agotaba. Pensó rápido y abrió el whatsapp, pulsó Figueroa y escribió: “lado casa puerta 3” y en ese instante en la pantalla del celular apareció: “el móvil se apagará en cinco segundos… cuatro, tres, dos, uno…”
Un portazo la alertó de que el hombre volvía. Miró rápidamente por toda la habitación buscando un lugar donde esconderse. Vio el armario y fue hacia él. Antes de cerrar las puertas se dirigió en  voz baja a la mujer.
− ¡Te sacaré de aquí!
Desde su posición pudo ver como Carlos, su vecino, había entrado en la estancia. Los ojos de la mujer se inyectaron de pánico y comenzó a revolverse en la cama.
−No sé porque te pones así. Sabes de sobra que no te va escuchar nadie, pequeña zorra.
Luna pudo ver como el hombre abría un cajón de la mesita de noche y de él sustrajo una toalla enrollada. La dispuso en el centro de la cama, en medio de las piernas atadas de la victima… sobre la toalla había varias cuchillas de afeitar, afilados punzones de acero, alicates, tenazas, navajas de barbero. Todo brillante y limpio…
− ¿Qué cogemos hoy para jugar, eh, muñequita?, ¿te apetece estrujamiento o corte?
La mujer comenzó a gemir tras el trapo que le tapaba la boca. De sus ojos salían lágrimas que manchaban su rostro aterido.
−Bueno, viendo que no te decides dejaremos paso a la improvisación.
El hombre le quitó a la mujer una bata de quirófano que llevaba puesta. La inspectora Moreno tuvo que taparse la boca cuando vio el cuerpo de la jovén. Tenía innumerables cortes por todo el torso, pechos y brazos. Pudo observar que le faltaba el pezón izquierdo y en su lugar había un boquete negruzco y purulento. Tenía muchos agujeros por todo el cuerpo que adivinaban que agujas o punzones habían penetrado sin dificultad en la carne inocente. Pero lo que más la impresionó fue un texto grabado en la piel, con precisión quirúrgica, desde el pecho hasta casi el monte de Venus: “La quería más que a su vida y la perdió para siempre, por eso lleva una herida, por eso busca la muerte”.  Luna miró los ojos horrorizados de la pobre infeliz que la buscaban sin cesar. No pudo ni imaginarse cuánto dolor había sufrido aquella mujer. Una rabia comenzó a apoderarse de ella, tuvo que contenerse, porque sabía que no tenía ninguna opción contra aquel sádico armado.
El psicópata, se puso meticulosamente unos guantes de látex y un delantal de plástico transparente. Cogió la navaja de barbero y comenzó a pasearla por la piel de su víctima. Ésta se retorcía e intentaba gritar, en vano. De repente comenzó a cortarla aleatoriamente, de abajo a arriba, de lado a lado. La mujer se retorcía de dolor y pudo comprobar que perdió el conocimiento.
− ¡Maldita guarra, cada vez me aguantas menos!, ¡hija de puta, voy a tener que reemplazarte, así no me vales!
El ladino cogió de la mesita de noche unas gasas y betadine y con mucho tacto y cuidado comenzó a curar cada una de las heridas. Parecía ensimismado en su labor.
−shhhh, shhh, ya está, ya está. Esto no es nada, mujer. Te voy a preparar una cena que te va a quitar todos los males.
En ese instante sonó el timbre. El hombre cogió un cuchillo y se lo metió detrás, entre la espalda y el pantalón y fue hacia la puerta. Luna salió de su escondite y fue con cautela detrás del individuo. Desde el pasillo observó como abría la puerta. Figueroa.
− ¡Buenas tardes, subinspector Figueroa-le dijo con firmeza enseñándole la placa- hemos recibido unas quejas de unos ruidos en su inmueble. Me permite que eche un vistazo.
− ¡Claro, señor inspector-le respondió con suma educación mientras con la mano derecha cogía el cuchillo de su espalda- sin ningún problema.
− ¡Cuidado Figueroa!
Todo ocurrió muy deprisa. La voz de la inspectora Moreno alertó a su compañero justo cuando el cuchillo se clavaba en su hombro. Luna actuó con celeridad. Llevaba entre sus manos la navaja de afeitar, el acero torturador, y con mano firme cogió la cabeza de aquel loco y la afilada hoja le abrió la garganta. El hombre se tambaleo por el piso, con una mano puesta en el horrible tajo. La sangre, roja y brillante, con su ligero aroma metálico se mezclaba con el olor a colonia. Antes de caer al suelo, su vecino la miró a los ojos. En sus pupilas pudo ver el insondable abismo de la locura.
Fue hasta donde hollaba Figueroa, que intentaba desclavarse el cuchillo. Ella le acarició el cabello con delicadeza.
− ¡Llegas tarde, Figueroa- le dijo con una sonrisa cómplice- tarde, como siempre!
                                                          FIN

Consigna: relato POLICÍACO en el que encajes la frase «La quería más que a su vida y la perdió para siempre, por eso lleva una herida, por eso busca la muerte».

Ojos negros

Está tumbado sobre la niña, con los pantalones bajados y la mirada extraviada. Ella grita de dolor. No debe de tener más de ocho años, y sus ojos, grandes, de un profundo negro, ya están colmados de horror. Su mano derecha estruja una chocolatina que, sin duda, le ha dado el soldado. Su mano izquierda, un roñoso osito de peluche. Un poco más allá su hermano, un proxeneta de apenas doce años mira, todavía con asco, la escena, sin soltar los cincuenta dólares que vale un rato con la pequeña.
Al otro lado de la esquina los otros cinco cascos azules del BMR fuman, ajenos a los gritos de la niña, mientras esperan a que su capitán termine la faena. Me escabullo sin que me vean y me acerco al soldado. Saco mi cuchillo y lo degüello por detrás limpiamente. Le obligo a mirarme mientras su sangre cae en cascada hacia su vientre y se mezcla en su pene con la sangre del sexo de la niña, que ahora grita de espanto. Empujo el cuerpo del hombre a un lado y les hago un gesto a los niños para que guarden silencio mientras me marcho. A pesar de todo lo que han visto, aún no han aprendido a reaccionar ante una escena así. Espero que nunca se acostumbren a la muerte. Mientras así sea aún habrá esperanza.
De pronto despierto en la cama de la rusa, sobresaltado. No sé por qué he soñado con eso. Ya hace dos días que sucedió. No es la primera niña violada que veo, ni el primer hombre al que mato, aunque es posible que sea el primero de mis muertos del que no puedo aportar ninguna razón. Lo cierto es que no conocía al capitán de los cascos azules, ni tengo nada especial en contra del cuerpo. Tampoco nadie me ha pagado esta vez. Simplemente vi con claridad en aquel momento que aquello era lo que tenía que hacer. No sé, tal vez sea la maldita guerra, que nos hace a todos un poco más hijos de puta. O tal vez los ojos de la niña me recordaron a los de una hija que tuve una vez. O tal vez su hermano me recordó a mí mismo. ¿Quién sabe?
La puerta se abre y yo tomo con rapidez, como por instinto, la UZI que está en la silla junto a la cama. Sobre mi ropa arrugada y sucia.
— Hola Rubio —dice la rusa, al entrar por la puerta, con su voz gangosa de sordomuda—, levántate, tienes que irte.
— Hola, rusa. ¿A qué viene tanta prisa?
Soy el único por aquí que sabe hablar lengua de signos. Tal vez por eso la rusa me aprecia más que a los demás y, cuando vengo, deja que me quede toda la noche.
— Te andan buscando. Cinco cascos azules. No les hace gracia que maten a sus capitanes.
— Les falta sentido del humor —digo levantándome y cogiendo mi ropa.
La rusa es una mujer muy especial: a diferencia de sus chicas, ella está gorda y es fea, es sordomuda y cojea, pero en la cama se lo hace muy bien. Regenta el mejor prostíbulo de Bania Luka. Nadie sabe cómo se llaman ni la rusa ni este lugar. Es, simplemente, el lugar de la rusa. Una especie de paréntesis en el horror, un santuario al que todos, bosnios, croatas, serbios, rusos, y hasta soldados de fortuna, como yo, acudimos cuando necesitamos un respiro. Aquí no hay guerra. La guerra queda del otro lado de la puerta. Aquí juegan a las cartas y se cuentan chistes tipos que mañana se dispararán mutuamente entre las cejas sin dudar. Todo el mundo respeta el local de la rusa, si no quiere quedarse sin follar una buena temporada. Si hubiera más putas como la rusa, habría menos hijos de puta como ese capitán al que maté, o como yo mismo.
— Date prisa. Sal por la trampilla.
Me despido con un beso y siento cómo el color afluye a sus mejillas. Es una reacción natural, no como esos supuestos orgasmos por los que cobra tanto. Tan pronto como cierro la trampilla a mi espalda oigo cómo la puerta de la habitación se abre bruscamente. La rusa ganará algo de tiempo para mí. Ella estará bien. Posiblemente acabará con un ojo amoratado, pero poco más. Habría que ser un imbécil para dañar el corazón del único oasis de paz en toda Bosnia y esos casos azules no lo son. De lo contrario no me habrían encontrado tan rápidamente.
Un poco más tarde alcanzo la calle que hay tras la casa. Apenas hay luz, pero ya se escuchan los primeros morteros que, como los pájaros, cantan al amanecer. Las aceras están llenas de escombros y de nieve ennegrecida. Apenas hay un trozo de las fachadas que permanezca intacto, pero ya no protegen a nadie. Sus antiguos habitantes han huido, o duermen en las habitaciones interiores, con la esperanza de ocultarse allí de la muerte.
Delante de mí una vieja con un pañuelo en la cabeza arrastra un carro de la compra con esfuerzo. La alcanzo poco antes de la esquina pero dejo que pase primero. Ella me mira con ojos de borrego y, como si conociera su destino, se encorva un poco más y dobla la esquina. Los edificios son altos y la calle estrecha. Espero unos segundos mientras oteo un refugio en la acera opuesta. El sonido del cuerpo, cayendo a tierra llega hasta mí al mismo tiempo que el del disparo, momento que aprovecho para correr hasta el refugio del otro lado. He tenido que saltar por encima de la vieja, a quien la bala del francotirador le reventado la cabeza, pero sin quitarle el pañuelo de la cabeza. Sin duda se trata de un profesional. Posiblemente uno de mis compañeros de Blackwater, tal vez Fred, pero si me pongo al alcance de su mirilla disparará contra mí y luego, esta noche, mientras toma una birra, dirá: “¿Te lo puedes creer? El capullo del rubio va y se pone a cruzar la calle como si quisiera que le pegaran un tiro. Siempre fue un imbécil. Se lo tiene merecido.”
Debo alcanzar la fortaleza de Kastel antes de mediodía. Desde allí cruzaré el río Vrbas y me reuniré con los míos de nuevo. No sé si “los míos” es una buena expresión pero son, al menos, los que me llevarán a casa. Apenas me quedan balas en la UZI, de manera que debo ser especialmente cauto. Me moveré entre los escombros, por el interior de los edificios, mientras pueda. Al menos así estaré a salvo de los francotiradores como Fred.
De lejos escucho un rumor, que se va haciendo cada vez más intenso. De pronto el motor del BMR de los cascos azules ruge con toda su intensidad al aparecer por la esquina. Corro a lo largo de mi lado de la calle, a través de las paredes derruidas, todo lo que me permiten las piernas. El blindado se detiene en mitad de la calzada. Alguien ha disparado contra él. Durante unos segundos parece examinar el entorno y, de pronto, la ametralladora 12,70 barre el último piso de uno de los edificios al cabo de la calle. El bueno de Fred ya no se tomará esa birra esta noche, y si no espabilo es posible que yo tampoco.
Aprovecho el momento y salgo de entre los escombros a toda velocidad para atravesar de nuevo la calle por delante del vehículo de los cascos azules. Un pequeño pasaje entre escombros me permitirá llegar a un descampado desde donde saldré a la paralela, mientras que ellos tendrán que rodear todo el bloque de viviendas. En el descampado hay un jardín interior con columpios y algo de césped, como un pedazo de la ciudad a la que el horror de esta guerra ha ignorado. Al otro lado se ve una gran avenida. Detrás de mí escucho la puerta del blindado y alguien que corre hacia donde yo estoy. Echo a correr también sin mirar atrás. Es posible que el jardín esté minado pero no me importa. Mientras no me acerque a los columpios y las zonas naturales de paso estaré a salvo. Escucho el jadeo del tipo que viene detrás y el sonido de las armas chocando contra el chaleco antibalas.
— Estás muerto, hijo de…
La onda expansiva me empuja hacia adelante, pero consigo mantener el equilibrio. Un segundo más tarde el casco de color azul, con restos de mi perseguidor, cae delante de mí, aún humeante. Éste tampoco se tomará la cerveza esta noche. Sigo corriendo hasta la avenida del otro lado y, de pronto, cuando la alcanzo, me veo obligado a pararme en seco. Me he encontrado cara a cara con una pickup Toyota, montada con una browning del calibre 30 y cuatro tipos de las milicias musulmanas, que me miran con asombro. Una décima de segundo más tarde reaccionan, se encaraman a la pickup y amartillan el arma. Yo miro alrededor, intentando encontrar un refugio. Y de pronto, saliendo de la nada, por encima de un montón de escombros a mi izquierda, irrumpe el BMR a toda velocidad. Inmediatamente capta la atención de los milicianos que, entre gritos, cambian de objetivo.
Escapo de allí como puedo. Los vehículos han quedado atrás, jugando al ratón y al gato con ametralladoras pesadas. Yo corro, agazapado, intentando llegar a la siguiente bocacalle. Mis piernas no dan más de sí. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda. Las balas zumban y revientan todo a mi alrededor. Me he alejado unos veinte metros cuando, de improviso, el apoyo de mi pierna izquierda falla y caigo de bruces. Intento levantarme y, de nuevo, la pierna izquierda es incapaz de sostenerme. Le echo un vistazo rápido y me doy cuenta de que el hueso de la espinilla sobresale entre un amasijo de carne y sangre. Una oleada de dolor me golpea desde la herida, nublándome la vista y presionando en mis sienes hasta casi hacerme perder el sentido. Por la pinta que tiene debe de haber sido cosa de uno de los proyectiles del 12,70. Me quito el cinturón como puedo y lo anudo debajo del muslo. No puedo detener la hemorragia, pero tal vez pueda contenerla hasta encontrar ayuda. El sonido de la lucha ha cesado detrás de mí y ahora unos pasos se acercan. Son, al menos, tres personas. Ruedo en el suelo para darme la vuelta. Son los cascos azules.
— Ahora vas a pagar lo que le hiciste al capitán, maldito cabrón, y a Denis.
— ¿Ves esto?  —dice otro señalándose el casco—. Somos la maldita fuerza de paz de la maldita ONU, y el que se atreve a jodernos lo paga caro.
Busco mi UZI, pero ha salido despedida durante la caída y está como a un metro y medio de mí. Alargo la mano derecha pero antes de que pueda alcanzarla uno de ellos dispara su automática y me la atraviesa. De nuevo el dolor. Llegan junto a mí y, sin más preámbulos, comienzan a patearme con furia. En realidad, después de la cuarta o quinta patada los sentidos se abotargan y los golpes ya no se sienten igual. Al cabo de un rato se cansan, y eso me permite abrir los ojos, aunque me cuesta bastante tiempo que mis ojos distingan algo. Mientras tanto escupo varios dientes y saboreo mi propia sangre.
Uno de los cascos azules se acerca hacia mí, con su pistola en la mano, la amartilla y me apunta a la cabeza.
Por un instante alcanzo a mirar detrás de él. Aquellos dos niños están junto al BMR. Uno de los soldados está poniendo en la mano del chico un billete tras otro. Su hermanita está cogida de su mano. Abraza al mugriento osito de peluche, manchado con la sangre seca del capitán. Vuelve hacia mí sus grandes ojos negros y, un instante antes de que me disparen, me saca la lengua burlonamente.

Consigna: relato BÉLICO en el que encajes la frase «Ella está gorda y es fea, es sordomuda y cojea, pero en la cama se lo hace muy bien».

La desesperación de Juárez

Me llamo Billy. Mamá nunca me dijo quién era mi padre, así que… no tengo apellido. Me regaló este medallón antes de que aprendiera a hablar. Tiene una vela grabada y por eso los demás niños me llamaban así: Candela. Mejor que manito o tripas de chile. Sí, mamá es mexicana. El pueblo en el que me crié está justo al otro lado de la frontera y sus habitantes son casi todos blancos. Como mi padrastro, Thomas. Un hijo de puta grande y malo que nunca se cansaba de pegarme.
Me crié en un pueblo llamado Esperanza. Con mucha diferencia, el lugar más desesperanzador que he conocido. Mi "querido" padrastro, me arreaba al menos una buena paliza al día, lloviera o hiciese sol. Decía que lo hacía para enseñarme a ser un hombre, pero lo único que yo aprendí es a recibir una paliza.
La última vez que me puso la mano encima fue hace dos años. Me largué sin mirar atrás. Me fui a buscar fortuna. El legendario oro de Juárez. Quería enseñarle a ese cabrón que podía llegar más lejos que él en toda su vida… pero el mundo es un lugar muy duro. Aunque conocí a una chica, Molly. Joder, era preciosa… La cosa no funcionó; su padre se aseguró de ello. Así que he vuelto a mi pueblo natal. Sin oro y sin apellido.

Lo primero con lo que se encontró Billy al entrar en Esperanza fue con el sheriff. Le estaba esperando como si hubiera anunciado su llegada y quisiera darle la bienvenida.
—Vaya, vaya. Si es el pequeño Billy Candela —dijo, no sin desprecio—. Cuanto has crecido. ¿Encontraste el oro de Juárez? Nah, sino no estarías aquí con esos harapos.
—Hola, sheriff. No encontré el oro de Juárez porque no existe, es solo un cuento de hadas.
—Bueno. Espero que no vengas a causar problemas.
—No, sheriff. Vengo a visitar a mi madre.
—Por si acaso, dame ese revólver que llevas. —Indicó con su mano derecha la cartuchera del muchacho—. Te lo devolveré cuando te marches, y espero que sea pronto.
Billy sacó el arma de la funda despacio y se la entregó a la autoridad local; un buen amigo de su padrastro.
Caminó por la plaza del pueblo hasta que una voz femenina le llamó.
—Billy Candela, de vuelta en el pueblo y no has venido a verme… —acusó la mujer.
—Acabo de llegar, de hecho, tenía intención de que tu casa fuera la segunda parada de mi ruta, tras la granja de mi madre. —La chica se acercó a él y le dio un prolongado beso en los labios.
—Así que ahora haces planes; se nota que estás madurando, muchacho. Te he echado de menos, ¿sabes? —dijo coqueta.
Un par de mujeres que se acercaban hacia la pareja, se desvió en otra dirección y se metieron en la tienda de verduras. Las puertas de la cantina se abrieron y el dueño asomó su prominente barriga seguida del resto del cuerpo.
—¡Rossie! Mueve el culo, te necesito aquí dentro. Las bebidas no se van a servir solas.
La chica acudió a su labor seguida del recién llegado al pueblo. Cuando entró en el local todo el mundo se le quedó mirando. A pesar de no ser hora punta, el bar estaba bastante lleno. Algunos parroquianos se apartaron de la barra para dejarle hueco. Los que jugaban manos de póker dejaron sus partidas a medias para dedicarle toda su atención.
—El pueblo está raro —comentó Billy a la camarera.
—Hace dos años que te fuiste, todo ha cambiado. Es diferente.
—Raro, no digo diferente digo raro. Más que nunca al pueblo le pega más el nombre de Desesperación que el de Esperanza.
—Muchacho, si no vas a tomar nada lárgate a molestar a otro lugar —le espetó el dueño del local. Billy se tensó sobre el asiento y se llevó la mano a la funda del revólver sin recordar que lo había entregado un rato antes.
—Está bien. Rossie, ya nos veremos en otro momento.
—Espera, a este te invito yo —dijo la chica a la vez que le servía un whisky de una botella que tenía bajo la barra—. Este es el que el dueño guarda para los clientes especiales; no vayas diciendo por ahí que lo has probado o tendré problemas. Y dime, ¿encontraste el oro de Juárez que siempre decías que ibas a ir a buscar.
—No. Descubrí que solo es una leyenda. En Juárez no hay oro y nunca lo ha habido —Después de beberse el licor y cruzar algunas palabras más con la chica, abandonó el bar con dirección a la granja en la que vivía su madre.

Rossie fue mi novia durante algún tiempo antes de irme de Esperanza. Creí que estaría enfadada porque me fui sin despedirme. No quería que la nostalgia me atara a aquel lugar para siempre, si quería irme, ese era al momento. Imagino que lo tuvo que pasar mal, pero veo que no me ha guardado rencor.

En el puente que cruzaba el río estaban el reverendo y el sheriff charlando, así que decidió dar un rodeo y llegar a la granja por el camino trasero para evitar cruzarse con ellos. Instantes antes de cruzar la valla, escuchó disparos que procedían del granero. Cuando llegó, se encontró con su madre y su padrastro en el suelo y una escopeta humeante junto a ellos. Casi en el mismo momento llegó su madre con el reverendo y el sheriff.
—¿Qué has hecho, Billy? —preguntó el reverendo. El sheriff desenfundó su revólver y le indicó que levantase las manos y que no hiciera ninguna tontería. El reverendo se agachó junto a los cuerpos para comprobar que estaban muertos—. Será mejor que hagas caso al sheriff.
—Yo no he hecho nada —se excusó el chico dando un paso hacia atrás—. Soy inocente. Tienen que creerme —y dio otro paso hacia atrás.
—No te muevas, Billy —indicó por segunda vez el sheriff—. No me obligues a dispararte.
Haciendo caso omiso de la orden, se giró y salió corriendo hacia el bosque. Sabía que allí no podía quedarse, así que decidió buscar refugio en el único lugar cercano en el que estaría a salvo: la casa de Rossie.
Al caer la noche trepó hasta la ventana del cuarto de la chica y llamó al cristal. En seguida la muchacha abrió y escuchó con paciencia lo que Billy le contaba. Ella le abrazó y le consoló durante un largo rato.
—Aquí solo te puedes quedar hasta el alba, luego sabes que mi madre viene a despertarme para acompañar a mi padre y mis hermanos al campo. ¿Tienes algún sitio en el que refugiarte hasta el mediodía? Entonces te llevaré un poco de comida y algunos dólares para que puedas viajar.
—En las montañas, en la gruta del acantilado. Es el lugar más seguro que conozco por aquí.

Es mediodía y oigo los pasos de Rossie que se acerca a la gruta. Sabe perfectamente dónde está porque aquí veníamos a dar rienda suelta a nuestra pasión. Oigo que me llama desde la entrada. En silencio me pongo en pie y me encamino hacia allí.
Al asomarme fuera de la cueva me encuentro con su mirada, la noto diferente, más que diferente rara; como el resto del pueblo. Se agacha y, para mi asombro, saca un derringer de debajo de su vestido.

—¿Qué haces Rossie?
—Quédate quieto y dime dónde escondiste el oro de Juárez. Sé que lo encontraste porque esa perra que has tenido como novia me lo dijo.
—¿De quién me hablas?
—De Molly. Llegó aquí hace dos días y me lo contó todo. Que había sido tu novia y que juntos habíais encontrado el oro y planeabais iros a California a empezar una nueva vida. Pero que su padre os había descubierto y a ti te había echado del pueblo y a ella la había recluido en un convento. Se había escapado y se dirigió aquí porque sabía que vendrías a buscar a tu madre. Lo que no sabía era que aquí me habías dejado a mí, embarazada de una niña que me arrebataron nada más nacer y de la que no he vuelto a saber nada. —Las lágrimas afloraban a la comisura de los ojos de la chica—. Así que, si no quieres que te mate como hice con ella y como he hecho con tu madre y su marido, dime dónde has escondido el oro.
—Rossie, baja el arma —pidió con el cerebro abotagado por toda la información que estaba recibiendo. No sabía que ella estuviera embarazada cuando él se fue. Tampoco sabía que Molly había ido a buscarle. Y, por último, no podía creer que Rossie hubiera matado a su familia.
—¡Cállate! Merezco ese oro después de todo lo que he tenido que pasar por tu culpa.
—Pero ya te he dicho que no existe el oro.
—¡Mientes! Ella me lo confesó todo.
—Tienes razón. No merece la pena mentir más. El oro está al fondo de esta misma cueva. Era el lugar más seguro que conozco.
—Aparta. —Cuando la chica pasó a su lado para entrar en la cueva, Billy se echó sobre ella para quitarle el arma y forcejearon. En esa lucha, Rossie tropezó y cayó desde el acantilado.
—¡Nooo! ¡Rossie! —gritó Billy cuando la chica caía. Una fuerte pena acompañada de un llanto inconsolable se adueñó de él. Se arrodilló en el suelo y comenzó a golpearlo hasta que los dos cañones de una escopeta se apoyaron en su cabeza.
—Billy Candela, quedas detenido por el asesinato de tu madre, tu padrastro y de Rossie Cooper —dijo el sheriff sin bajar el arma—. Pon las manos en la nuca y no me obligues a disparar.
—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó entre sollozos.
—Rossie vino a verme esta mañana y me dijo que tras matar a tu familia habías acudido a su casa a confesarle todo, y que pensabas refugiarte aquí antes de huir a México al anochecer. Enseguida vine hacia aquí, pero parecer ser que ella llegó antes e intentó convencerte para que te entregaras. Te colgaré por todo esto, Billy Candela. Al ocaso tu cuerpo se balanceará en el patíbulo, dalo por seguro.

 Consigna: relato WESTERN en el que encajes la frase «Raro, no digo diferente, digo raro».