domingo, 29 de septiembre de 2019

Sofía

Caminó por la rivera acordonada de sauces. Más que caminar, su paso era rápido, casi como el de un maratonista. El río, en esta época del año, ofrecía un aspecto duro y despiadado, y así se sentía él. Duro..., bueno, sonrió para sus adentros, jamás había sido un tipo duro, pero lo intentaba; si uno no podía ser un “duro” cuando la vida te enfrentaba a determinadas situaciones, entonces sucumbías. En cambio, despiadado sí. La piedad no era una palabra sencilla de comprender. Para sentir piedad hacia alguien o “algo” debías de sentir empatía hacia el ser en cuestión. Esa era la regla número uno, la madre de todas las reglas.
Caminar con paso rápido siempre lo había tranquilizado, lograba aquietar su mente en unos pocos minutos. Esta vez, el efecto fue el contrario. Una catarata de imágenes pasó por su cabeza como una gran diapositiva inconexa. Y ahí estaba él de nuevo, torturándose. Que si hubiera llegado antes, que si hubiera hecho caso a sus corazonadas, bah…lo mismo una y otra vez; como si no supiera ya que el pasado no puede ser cambiado.
La conoció a finales de la primavera pasada, una chica sencilla, recién llegada del interior. Su tez era blanca como la nieve, su pelo de un negro profundo, azabache, sus ojos verdes irradiaban toda la energía de una tormenta en el Amazonas. Su cuerpo de sirena despertaba en él las más locas fantasías, las que siempre había logrado reprimir. Verla caminar entre los estantes de la Biblioteca Nacional era, simplemente, un regalo para la vista. Se llamaba Sofía. A veces, pronunciaba su nombre susurrando, casi en secreto, y el sonido arrastrado de la S entre sus labios, al reverberar en la gran cúpula bizantina, le recordaba al siseo de una serpiente. La analogía no estaba tan mal, puesto que ese era el significado que su religión le daría, una serpiente dispuesta a tentarlo cuando menos lo esperara.
Concurrir todos los días a la biblioteca en la hora de la siesta se había vuelto una rutina muy agradable a lo largo de los últimos cinco años. Amaba la paz que reinaba a esa hora del día, los adolescentes que asistían al proyecto "Crea tu propia biblioteca virtual" aparecerían más tarde y los más chiquitos que concurrían a "La hora del cuento" ya se habían ido a casa. Pero desde que apareció ella reemplazando a la señorita Lidia, (una agradable solterona que se había quebrado la cadera), las cosas eran distintas. Empezaron a hablar tanteándose, cosa que, con el correr de los días, cambió rápidamente; ya se llamaban por el nombre de pila a la semana de haberse conocido, al mes, ya sabían todo sobre la vida de ambos con todos los detalles posibles y más también.
Si él se hubiese considerado un hombre común y corriente habría intentado algo, como pedirle el número del móvil y después invitarla a salir, pero las cosas eran difíciles...Todas las cosas buenas siempre lo son, ¿no creen?, la veía casi como un ángel pero despertaba en él todos sus demonios.
Todo cambió ese verano, los estudiantes casi no concurrían y la biblioteca se había convertido en un refugio íntimo al que iba a diario y en el que cada vez pasaba más horas. Un martes, Eduardo dudó en ir. Se avecinaba una tormenta horrible y la radio aconsejaba no salir, en lo posible. Pero el solo pensar en que ese día no la vería le provocaba una desazón pocas veces sentida, un nudo en la boca del estómago que subía como si quisiera estrangularlo. Se asomó por la ventana, oteó el cielo (cada vez más negro), tomó el paraguas y salió.
De poco sirvió el paraguas, llegó empapado y sus pies nadaban dentro de sus zapatos. Sofía lo miró con una expresión entre divertida y preocupada.
—¡Pero si estás empapado, Eduardo! Pensé que hoy no vendrías —dijo Sofía y fue directo hacia su mochila, de ella sacó una toalla limpia.
—Es que cuando salí solo caían unas gotas, lo peor me agarró una cuadra antes de llegar —contestó mientras ella le secaba con suaves movimientos la cara y el cabello.
La toalla olía a su perfume, Eduardo sintió que se asfixiaba dulcemente. Un torbellino de sensaciones lo inundó haciéndolo sentir débil y a la vez eufórico.
—Quédate quieto que estás salpicando todo como un perro mojado —dijo entre risas Sofía, una gota brillaba traviesa en la punta de su nariz.
Un rayo fuertísimo cayó de pronto y la energía se cortó. Eduardo nunca supo si fue culpa del perfume, o de la gota de agua que había ido a parar a la punta de su nariz, o si fue la luz casi inexistente del lugar que dejó todo en penumbras. Sin dudarlo, la besó. Ella respondió inmediatamente, primero lo abrazó como una colegiala tímida, pero luego dio rienda suelta a sus manos que empezaron a recorrerlo íntegro. Él, a su vez, hizo lo mismo, sus manos la recorrían explorando. Cuando se topó con sus pechos generosos los apretó con dulzura, sintió que un agujero negro se lo tragaba y lo devoraba. Y cuando ella tocó desenfrenadamente su entrepierna él ya no pudo aguantar más.
—Te amo — susurró Sofía mientras besaba su cuello.
—Te amo —respondió mientras la penetraba suavemente.
Hicieron el amor como si no hubiera un mañana, como si nada importara, como si él fuera un hombre libre. Se quedaron abrazados en la oscuridad, en silencio, no había nada que decir.
La luz regresó de repente, mostrándole a Eduardo un escenario surrealista de lo que acababa de ocurrir. ¿Este soy yo, yo hice esto?, pensó. Se vistió rápidamente y empezó a balbucear palabras inconexas. Sofía colocó su dedo índice sobre los labios de él.
—Shhhhh, no digas nada, por favor. Nada que arruine este momento tan bonito —dijo.
—Es que yo... no debí, yo no puedo... lo siento mucho, Sofía. No sé que hice —concluyó, ahora sí arruinando lo que sería un bello recuerdo.
—Nos dijimos que nos amábamos, los dos, ¿qué puede tener eso de malo? —respondió airada.  
—Lo sabes perfectamente, no me hagas decirlo a mí, los dos bien lo sabemos. O, ¿acaso quieres ser mi amante? ¿Te gustaría eso, que te mantenga bien oculta durante toda tu vida? Yo no puedo darme ese lujo, Sofía, me mataría la culpa —dijo y en la última sílaba su voz se quebró.
—Entonces deja todo, podríamos irnos a mí pueblo, vivir tranquilos, nadie nos molestaría. Aquí me quedan pocos días, Lidia se reintegrará pronto  —contestó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—, no me dejes.
—En este momento me gustaría ser como Rayo, el gatito que siempre ronda por aquí. Él tiene siete vidas, en una puede equivocarse..., yo no, Sofía —respondió.
—¡Entonces seremos gatos! Si catorce vidas son dos gatos aún nos queda mucho por vivir —dijo incoherente— por favor, mi amor.
—Ya debería irme, es tarde. Tengo que pensar en esto, tengo que pensarlo mucho —dijo Eduardo, mientras se dirigía hacia la puerta.
—Aquí te espero, no lo olvides —dijo.
El cielo se había despejado milagrosamente, pero el camino de regreso fue terrible. Millones de sentimientos encontrados se abatían sobre él. Se daba cuenta que no era solo deseo, la amaba como nunca antes había amado, desde el primer día que la vio. Y esa era la peor tortura que podía tener. Fue hacia la costanera y caminó con paso rápido, los sauces lloraban con él; el sol ya comenzaba a caer dándole al día rojas tonalidades semejantes al fuego. Así debe de ser el infierno, pensó. Ahí es en donde voy a terminar si sigo con esto. Pero, "El corazón tiene razones que la razón no entiende", dijo Blaise Pascal, claro, aunque él no pensaba en el filósofo en ese momento, pensaba en La Renga, una banda argentina de la que era fanático allá por los noventas, cuando el mundo aún era cuerdo para él. El nombre de la canción era "El final es en donde partí" y lo describía increíblemente, ¿en qué lugar habrá consuelo para mi locura, esta ironía con qué se cura?, si el final es en dónde partí...
Pasaron los minutos, las horas, los días y Eduardo seguía confundido. No volvió a la biblioteca, ni respondió los mensajes de Sofía. No quería confundirse, quería llegar a un acuerdo con él mismo, dentro de lo posible. Y así vagó por los laberintos más recónditos de su ser, le imploró a Dios una respuesta que jamás llegó, hasta que se dio por vencido. Tenía que verla, saber que le ocasionaría un nuevo encuentro, que sentiría al oír su dulce voz, pero antes debería asegurarse, quizás ella estuviera ofendida, ya que había dejado pasar un mes sin ninguna respuesta. Fue hacia el teléfono y llamó a la biblioteca.
Al primer timbrazo su corazón ya latía desbocado.
—Biblioteca Nacional, buenas tardes —respondió una voz de mujer totalmente diferente a la de Sofía.
—Buenas tardes, con la señorita Sofía, por favor —contestó y un nudo ya comenzaba a formarse en la boca de su estómago.
—Sofía volvió a su pueblo la semana pasada cuando yo me reintegré —dijo.
—¿Lidia?
—Sí, ¿quién habla? ¿Puedo ayudarlo en algo? Si quiere yo podría...
En cámara lenta vio a su propia mano cortar la comunicación. La Ley de Murphy dice que si algo puede salir mal, saldrá mal. Y esto salió de la peor manera que podría salir. Fue hasta la cama, se acurrucó como un niño y lloró. Cuando logró calmarse decidió salir a caminar, eso siempre lo había ayudado.
Caminó por la rivera acordonada de sauces, más que caminar, su paso era rápido, casi como el de un maratonista. Su mente parecía a punto de explotar, pero ahora todo estaba en claro. La amaba y no se resignaría a perderla, si tendría que ir a buscarla al mismísimo infierno, iría. Arrancó el cuello clerical blanco de su camisa negra y lo arrojó al río, que las profundidades oscuras se quedaran con el. No pudo sentir piedad hacia ese ser invisible al que tanto había amado, si Dios era amor, entonces, tendría que comprenderlo.
Volvió a la parroquia, hizo una pequeña maleta y partió. Ya dimitiría en su momento y exigiría una dispensa de sus obligaciones sacerdotales. Pero primero lo primero, recuperar a Sofía.
Mientras el tren viajaba hacia el sur, el sol salió de entre los árboles. Un luminoso rayo lo alcanzó,  levantó el rostro hacia el y sonrió. Iba camino hacia la vida.

Fin

Consigna: relato ROMÁNTICO en el que encajes la frase «Si 14 vidas son dos gatos, aún nos queda mucho por vivir».

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