Caminó por la rivera acordonada de sauces. Más que
caminar, su paso era rápido, casi como el de un maratonista. El río, en esta
época del año, ofrecía un aspecto duro y despiadado, y así se sentía él. Duro...,
bueno, sonrió para sus adentros, jamás había sido un tipo duro, pero lo
intentaba; si uno no podía ser un “duro” cuando la vida te enfrentaba a
determinadas situaciones, entonces sucumbías. En cambio, despiadado sí. La
piedad no era una palabra sencilla de comprender. Para sentir piedad hacia
alguien o “algo” debías de sentir empatía hacia el ser en cuestión. Esa era la
regla número uno, la madre de todas las reglas.
Caminar con paso rápido siempre lo había
tranquilizado, lograba aquietar su mente en unos pocos minutos. Esta vez, el
efecto fue el contrario. Una catarata de imágenes pasó por su cabeza como una
gran diapositiva inconexa. Y ahí estaba él de nuevo, torturándose. Que si
hubiera llegado antes, que si hubiera hecho caso a sus corazonadas, bah…lo
mismo una y otra vez; como si no supiera ya que el pasado no puede ser
cambiado.
La conoció a finales de la primavera pasada, una
chica sencilla, recién llegada del interior. Su tez era blanca como la nieve,
su pelo de un negro profundo, azabache, sus ojos verdes irradiaban toda la
energía de una tormenta en el Amazonas. Su cuerpo de sirena despertaba en él
las más locas fantasías, las que siempre había logrado reprimir. Verla caminar
entre los estantes de la
Biblioteca Nacional era, simplemente, un regalo para la
vista. Se llamaba Sofía. A veces, pronunciaba su nombre susurrando, casi en
secreto, y el sonido arrastrado de la
S entre sus labios,
al reverberar en la gran cúpula bizantina, le recordaba al siseo de una
serpiente. La analogía no estaba tan mal, puesto que ese era el significado que
su religión le daría, una serpiente dispuesta a tentarlo cuando menos lo
esperara.
Concurrir todos los días a la biblioteca en la hora
de la siesta se había vuelto una rutina muy agradable a lo largo de los últimos
cinco años. Amaba la paz que reinaba a esa hora del día, los adolescentes que
asistían al proyecto "Crea tu propia biblioteca virtual" aparecerían
más tarde y los más chiquitos que concurrían a "La hora del cuento"
ya se habían ido a casa. Pero desde que apareció ella reemplazando a la
señorita Lidia, (una agradable solterona que se había quebrado la cadera), las
cosas eran distintas. Empezaron a hablar tanteándose, cosa que, con el correr
de los días, cambió rápidamente; ya se llamaban por el nombre de pila a la
semana de haberse conocido, al mes, ya sabían todo sobre la vida de ambos con
todos los detalles posibles y más también.
Si él se hubiese considerado un hombre común y
corriente habría intentado algo, como pedirle el número del móvil y después
invitarla a salir, pero las cosas eran difíciles...Todas las cosas buenas
siempre lo son, ¿no creen?, la veía casi como un ángel pero despertaba en él
todos sus demonios.
Todo cambió ese verano, los estudiantes casi no
concurrían y la biblioteca se había convertido en un refugio íntimo al que iba
a diario y en el que cada vez pasaba más horas. Un martes, Eduardo dudó en ir.
Se avecinaba una tormenta horrible y la radio aconsejaba no salir, en lo
posible. Pero el solo pensar en que ese día no la vería le provocaba una
desazón pocas veces sentida, un nudo en la boca del estómago que subía como si
quisiera estrangularlo. Se asomó por la ventana, oteó el cielo (cada vez más
negro), tomó el paraguas y salió.
De poco sirvió el paraguas, llegó empapado y sus
pies nadaban dentro de sus zapatos. Sofía lo miró con una expresión entre
divertida y preocupada.
—¡Pero si estás empapado, Eduardo! Pensé que hoy no
vendrías —dijo Sofía y fue directo hacia su mochila, de ella sacó una toalla
limpia.
—Es que cuando salí solo caían unas gotas, lo peor
me agarró una cuadra antes de llegar —contestó mientras ella le secaba con
suaves movimientos la cara y el cabello.
La toalla olía a su perfume, Eduardo sintió que se
asfixiaba dulcemente. Un torbellino de sensaciones lo inundó haciéndolo sentir
débil y a la vez eufórico.
—Quédate quieto que estás salpicando todo como un
perro mojado —dijo entre risas Sofía, una gota brillaba traviesa en la punta de
su nariz.
Un rayo fuertísimo cayó de pronto y la energía se
cortó. Eduardo nunca supo si fue culpa del perfume, o de la gota de agua que
había ido a parar a la punta de su nariz, o si fue la luz casi inexistente del
lugar que dejó todo en penumbras. Sin dudarlo, la besó. Ella respondió
inmediatamente, primero lo abrazó como una colegiala tímida, pero luego dio
rienda suelta a sus manos que empezaron a recorrerlo íntegro. Él, a su vez,
hizo lo mismo, sus manos la recorrían explorando. Cuando se topó con sus pechos
generosos los apretó con dulzura, sintió que un agujero negro se lo tragaba y
lo devoraba. Y cuando ella tocó desenfrenadamente su entrepierna él ya no pudo
aguantar más.
—Te amo — susurró Sofía mientras besaba su cuello.
—Te amo —respondió mientras la penetraba
suavemente.
Hicieron el amor como si no hubiera un mañana, como
si nada importara, como si él fuera un hombre libre. Se quedaron abrazados en
la oscuridad, en silencio, no había nada que decir.
La luz regresó de repente, mostrándole a Eduardo un
escenario surrealista de lo que acababa de ocurrir. ¿Este soy yo, yo hice
esto?, pensó. Se vistió rápidamente y empezó a balbucear palabras inconexas.
Sofía colocó su dedo índice sobre los labios de él.
—Shhhhh, no digas nada, por favor. Nada que arruine
este momento tan bonito —dijo.
—Es que yo... no debí, yo no puedo... lo siento
mucho, Sofía. No sé que hice —concluyó, ahora sí arruinando lo que sería un
bello recuerdo.
—Nos dijimos que nos amábamos, los dos, ¿qué puede
tener eso de malo? —respondió airada.
—Lo sabes perfectamente, no me hagas decirlo a mí,
los dos bien lo sabemos. O, ¿acaso quieres ser mi amante? ¿Te gustaría eso, que
te mantenga bien oculta durante toda tu vida? Yo no puedo darme ese lujo,
Sofía, me mataría la culpa —dijo y en la última sílaba su voz se quebró.
—Entonces deja todo, podríamos irnos a mí pueblo,
vivir tranquilos, nadie nos molestaría. Aquí me quedan pocos días, Lidia se reintegrará
pronto —contestó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—, no me dejes.
—En este momento me gustaría ser como Rayo, el
gatito que siempre ronda por aquí. Él tiene siete vidas, en una puede
equivocarse..., yo no, Sofía —respondió.
—¡Entonces seremos gatos! Si catorce vidas son dos
gatos aún nos queda mucho por vivir —dijo incoherente— por favor, mi amor.
—Ya debería irme, es tarde. Tengo que pensar en
esto, tengo que pensarlo mucho —dijo Eduardo, mientras se dirigía hacia la
puerta.
—Aquí te espero, no lo olvides —dijo.
El cielo se había despejado milagrosamente, pero el
camino de regreso fue terrible. Millones de sentimientos encontrados se abatían
sobre él. Se daba cuenta que no era solo deseo, la amaba como nunca antes había
amado, desde el primer día que la vio. Y esa era la peor tortura que podía
tener. Fue hacia la costanera y caminó con paso rápido, los sauces lloraban con
él; el sol ya comenzaba a caer dándole al día rojas tonalidades semejantes al
fuego. Así debe de ser el infierno,
pensó. Ahí es en donde voy a terminar si
sigo con esto. Pero, "El corazón tiene razones que la razón no
entiende", dijo Blaise Pascal, claro, aunque él no pensaba en el filósofo
en ese momento, pensaba en La
Renga , una banda argentina de la que era fanático allá por
los noventas, cuando el mundo aún era cuerdo para él. El nombre de la canción
era "El final es en donde partí" y lo describía increíblemente, ¿en qué lugar habrá consuelo para mi locura,
esta ironía con qué se cura?, si el final es en dónde partí...
Pasaron los minutos, las horas, los días y Eduardo
seguía confundido. No volvió a la biblioteca, ni respondió los mensajes de
Sofía. No quería confundirse, quería llegar a un acuerdo con él mismo, dentro
de lo posible. Y así vagó por los laberintos más recónditos de su ser, le
imploró a Dios una respuesta que jamás llegó, hasta que se dio por vencido.
Tenía que verla, saber que le ocasionaría un nuevo encuentro, que sentiría al oír
su dulce voz, pero antes debería asegurarse, quizás ella estuviera ofendida, ya
que había dejado pasar un mes sin ninguna respuesta. Fue hacia el teléfono y
llamó a la biblioteca.
Al primer timbrazo su corazón ya latía desbocado.
—Biblioteca Nacional, buenas tardes —respondió una
voz de mujer totalmente diferente a la de Sofía.
—Buenas tardes, con la señorita Sofía, por favor
—contestó y un nudo ya comenzaba a formarse en la boca de su estómago.
—Sofía volvió a su pueblo la semana pasada cuando
yo me reintegré —dijo.
—¿Lidia?
—Sí, ¿quién habla? ¿Puedo ayudarlo en algo? Si
quiere yo podría...
En cámara lenta vio a su propia mano cortar la
comunicación. La Ley
de Murphy dice que si algo puede salir mal, saldrá mal. Y esto salió de la peor
manera que podría salir. Fue hasta la cama, se acurrucó como un niño y lloró.
Cuando logró calmarse decidió salir a caminar, eso siempre lo había ayudado.
Caminó por la rivera acordonada de sauces, más que
caminar, su paso era rápido, casi como el de un maratonista. Su mente parecía a
punto de explotar, pero ahora todo estaba en claro. La amaba y no se resignaría
a perderla, si tendría que ir a buscarla al mismísimo infierno, iría. Arrancó
el cuello clerical blanco de su camisa negra y lo arrojó al río, que las
profundidades oscuras se quedaran con el. No pudo sentir piedad hacia ese ser
invisible al que tanto había amado, si Dios era amor, entonces, tendría que
comprenderlo.
Volvió a la parroquia, hizo una pequeña maleta y
partió. Ya dimitiría en su momento y exigiría una dispensa de sus obligaciones
sacerdotales. Pero primero lo primero, recuperar a Sofía.
Mientras el tren viajaba hacia el sur, el sol salió
de entre los árboles. Un luminoso rayo lo alcanzó, levantó el rostro
hacia el y sonrió. Iba camino hacia la vida.
Fin
Consigna: relato ROMÁNTICO en el que encajes la frase «Si 14 vidas son dos gatos, aún nos queda mucho por vivir».
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