―¿Te
querés casar conmigo?
Juro
que me tomó por sorpresa. No creí que Javier me lo propusiera ese fin de
semana. Lo miré ahí apoyado en su rodilla derecha, con el anillo en su cajita y
los ojos llenos de lágrimas. El cielo alto, celeste. Una primavera precoz que
nos abrazaba a ambos. A nuestro futuro. ¿Me quería casar? Quizás. Pero él
merecía una decisión en ese momento.
―Sí…Obvio
que sí.
Él
me abrazó y me besó en la boca, cálido. Dulce. Me puso el anillo y como en las
películas de Hollywood, caminamos hasta el atardecer por la costa. Fue un día
de ensueño, sí.
Esa
noche brindamos con sidra porque el champagne no es lo mío y Javier siempre lo
supo. Tarde nos fuimos a la cama e hicimos el amor. Luego él se quedó dormido y
yo tardé un rato en poder descansar. Todo se había transformado en mi vida.
Ahora yo sería parte de él, de su familia. De esa cabaña junto al mar que tanto
me gustaba. Imaginé los veranos y fines de semana largos ahí. Las caminatas a
la mañana, el sol y los mates.
Esa
noche dormí salteado. Una emoción así no era algo de todos los días y mi sueño
siempre fue liviano. Desperté a la madrugada y pude sentir el ruido de las olas
a metros de mi habitación. “Mi habitación”, me repetí emocionada.
Me
levanté porque estaba inquieta. En una hora ya saldría el sol entonces decidí
salir a caminar por la playa. Con cuidado me puse las botas - las noches ahí eran
frescas-, agarré la chalina y salí.
El
aire fresco de la playa me envolvió y me sentí libre. A pesar de que pronto me
ataría a alguien, sentí que podría hacer cualquier cosa que me propusiera. Me
di cuenta que estaba tranquila. Que casarme era una necesidad para alejarme del
pasado. De las reglas y las imposiciones. Sí, atarme a alguien me liberaba.
Caminé
un rato largo mientras el sol comenzó a aparecer. Estaba sola, aunque pude
notar unas huellas en la arena. Frescas, recientes.
El
mar estaba sereno y las gaviotas sobrevolaban la orilla. Y de pronto, apareció
delante de mí como una aparición. El mundo se paralizó y yo me estremecí. Sus
ojos verdes me miraron de frente como hacía tiempo que nadie lo hacía. Me
desnudaron de pronto y me interrogaron en silencio. “¿Quién sos?” “¿Qué hacés
sola acá?” “¿Por qué no te conocí antes?”.
No
tuve miedo. Al contrario, pensé en una tarde de invierno junto a él frente a la
chimenea, tomando chocolate caliente. Mientras el tiempo no pasaba, su mano
apenas rozó mi piel y el cosmos explotó en miles de átomos. Sus pupilas
dilatadas me mostraron el mundo de lo posible donde la vida era otra y los dos estábamos
juntos.
Un
rayo de sol descargó su energía en mis ojos y el tiempo se aceleró de golpe.
―Disculpame
―dijo torpemente y se presentó―: soy Maximiliano, Maxi. Vivo en aquella cabaña ―,
señaló con el dedo. Me di cuenta que estaba nervioso porque le temblaba la voz.
Yo
estaba muda. Mi corazón latía acelerado y sentí que mi cara se incendiaba de
golpe. ¿Qué estaba haciendo? Me iba a casar pronto, ¿y un pibe cualquiera me
hacía temblar las piernas? Me regañé, aunque era difícil concentrarme en algo.
―Soy
Ana. Un gusto…me tengo que ir ―dije estúpidamente y volví a mi cabaña. Algo me
contestó, pero el viento se llevó sus palabras o no quise escucharlas.
Ese
día fue un infierno. Estuve despistada y me oculté de mi prometido que creyó
que me estaba arrepintiendo. ¿Era eso? Podía arrepentirme si quería, pero ya
había dicho que si luego de cinco años de noviazgo. ¿Quién hace eso luego de
conocer a un tipo en la playa? Me centré. Yo tenía esa capacidad de autocontrol
desde chica. Desde que mi madre me recriminaba la falta de técnica en la danza
o cuando desentonaba en las clases de canto. Mi prometido me había rescatado de
esa vida de regaños y le debía agradecimiento. Él se merecía que superara toda
esa estupidez.
Pero
la noche es traicionera. Y el insomnio es la herramienta de escape que tiene mi
cerebro cuando las cosas no marchan bien. Al alba aparecieron otra vez mis ojos
abiertos y la necesidad de perderme en esa mirada verde clara.
Me
levanté ansiosa. Iría una vez más para demostrarme que eso que había pasado con
Maxi era solo un momento de debilidad humana. Un titubeo por los recientes
acontecimientos. Nada más que eso. Y salí de la cabaña dispuesta a demostrarme
valentía y adultez ante la situación.
Caminé
un rato y me fui calmando. Me reí sola por los sucesos de la noche anterior y
me sentí con más confianza. Pero todo eso se esfumó al verlo venir. Caminaba
con suavidad, como si flotara. Llegó a mí y tomó mi mano. Fue tan familiar esa
sensación que me dio terror de lo que podría pasar.
―No
dormí nada…me la pasé pensando en vos. En esa carita aniñada que tenés…
Mis
piernas temblaron otra vez y quise llorar de impotencia, de temor, de
sensaciones que hacía tanto que no sentía. Él se acercó y me inundó de un aroma
diferente y conocido a la vez y, sin pedir permiso me besó en los labios.
Mi
cuerpo se electrizó todo y no pude hacer nada más que besarlo también. Lento.
Disfrutando de su boca dulzona y de los respiros que necesitábamos dar, aunque
sin poder despegarnos al mismo tiempo.
Volví
corriendo a la cabaña, como quien despierta de una pesadilla. Agitada y
desconcertada. Mi prometido aun dormía y yo no sabía qué hacer. No podía decir
que era amor, ¿o sí? Era extraño. Era diferente. Me sentí tan bien a pesar de
saber que era incorrecto.
El
mundo, el mar me decían que casarme no era lo que debía hacer. ¿Era eso? Estaba
a punto de tirar todo por la borda. Mi vida, mi futuro, la cabaña que tanto
deseaba.
Me
hice unos mates. Necesitaba relajarme y volver a ser yo. Pero en ese momento no
sabía quién era. Estaba definida por mi prometido. Por una carrera que no había
elegido. Por un pasado gris y un presente mediocre. ¿Seguiría ese camino o me
abalanzaría a un futuro con un desconocido pero que parecía entenderme desde
siempre?
Dejé
el mate y el anillo en la mesada. Caminé por la playa otra vez, con el corazón
acelerado y la incógnita de un futuro sin planificar. Maxi que me vio desde la
ventana de su cabaña corrió hacia mí. El sol, la arena, el mar eran perfectos
junto a él. Estaba haciendo lo correcto. Me sonrió y se frenó a un paso de mi
cuerpo. Temblé de ansiedad, de necesidad de ser abrazada por él. Me miró como
la primera vez y como lo haría siempre desde ese día, y en un susurro casi
imperceptible me preguntó si lo nuestro sería eterno.
Esta vez fui yo quien lo besó en los labios.
Consigna: relato ROMÁNTICO en el que encajes la frase «Si 14 vidas son dos gatos, aún nos queda mucho por vivir».
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