Está
tumbado sobre la niña, con los pantalones bajados y la mirada extraviada. Ella
grita de dolor. No debe de tener más de ocho años, y sus ojos, grandes, de un
profundo negro, ya están colmados de horror. Su mano derecha estruja una
chocolatina que, sin duda, le ha dado el soldado. Su mano izquierda, un roñoso
osito de peluche. Un poco más allá su hermano, un proxeneta de apenas doce años
mira, todavía con asco, la escena, sin soltar los cincuenta dólares que vale un
rato con la pequeña.
Al
otro lado de la esquina los otros cinco cascos azules del BMR fuman, ajenos a
los gritos de la niña, mientras esperan a que su capitán termine la faena. Me
escabullo sin que me vean y me acerco al soldado. Saco mi cuchillo y lo degüello
por detrás limpiamente. Le obligo a mirarme mientras su sangre cae en cascada
hacia su vientre y se mezcla en su pene con la sangre del sexo de la niña, que
ahora grita de espanto. Empujo el cuerpo del hombre a un lado y les hago un
gesto a los niños para que guarden silencio mientras me marcho. A pesar de todo
lo que han visto, aún no han aprendido a reaccionar ante una escena así. Espero
que nunca se acostumbren a la muerte. Mientras así sea aún habrá esperanza.
De
pronto despierto en la cama de la rusa, sobresaltado. No sé por qué he soñado
con eso. Ya hace dos días que sucedió. No es la primera niña violada que veo,
ni el primer hombre al que mato, aunque es posible que sea el primero de mis
muertos del que no puedo aportar ninguna razón. Lo cierto es que no conocía al
capitán de los cascos azules, ni tengo nada especial en contra del cuerpo.
Tampoco nadie me ha pagado esta vez. Simplemente vi con claridad en aquel
momento que aquello era lo que tenía que hacer. No sé, tal vez sea la maldita
guerra, que nos hace a todos un poco más hijos de puta. O tal vez los ojos de
la niña me recordaron a los de una hija que tuve una vez. O tal vez su hermano
me recordó a mí mismo. ¿Quién sabe?
La
puerta se abre y yo tomo con rapidez, como por instinto, la UZI que está en la
silla junto a la cama. Sobre mi ropa arrugada y sucia.
—
Hola Rubio —dice la rusa, al entrar por la puerta, con su voz gangosa de
sordomuda—, levántate, tienes que irte.
—
Hola, rusa. ¿A qué viene tanta prisa?
Soy
el único por aquí que sabe hablar lengua de signos. Tal vez por eso la rusa me
aprecia más que a los demás y, cuando vengo, deja que me quede toda la noche.
—
Te andan buscando. Cinco cascos azules. No les hace gracia que maten a sus
capitanes.
—
Les falta sentido del humor —digo levantándome y cogiendo mi ropa.
La
rusa es una mujer muy especial: a diferencia de sus chicas, ella está gorda y es fea, es sordomuda y
cojea, pero en la cama se lo hace muy bien. Regenta el mejor prostíbulo de
Bania Luka. Nadie sabe cómo se llaman ni la rusa ni este lugar. Es,
simplemente, el lugar de la rusa. Una
especie de paréntesis en el horror, un santuario al que todos, bosnios,
croatas, serbios, rusos, y hasta soldados de fortuna, como yo, acudimos cuando
necesitamos un respiro. Aquí no hay guerra. La guerra queda del otro lado de la
puerta. Aquí juegan a las cartas y se cuentan chistes tipos que mañana se
dispararán mutuamente entre las cejas sin dudar. Todo el mundo respeta el local
de la rusa, si no quiere quedarse sin follar una buena temporada. Si hubiera
más putas como la rusa, habría menos hijos de puta como ese capitán al que
maté, o como yo mismo.
—
Date prisa. Sal por la trampilla.
Me
despido con un beso y siento cómo el color afluye a sus mejillas. Es una
reacción natural, no como esos supuestos orgasmos por los que cobra tanto. Tan
pronto como cierro la trampilla a mi espalda oigo cómo la puerta de la
habitación se abre bruscamente. La rusa ganará algo de tiempo para mí. Ella
estará bien. Posiblemente acabará con un ojo amoratado, pero poco más. Habría
que ser un imbécil para dañar el corazón del único oasis de paz en toda Bosnia
y esos casos azules no lo son. De lo contrario no me habrían encontrado tan
rápidamente.
Un
poco más tarde alcanzo la calle que hay tras la casa. Apenas hay luz, pero ya
se escuchan los primeros morteros que, como los pájaros, cantan al amanecer.
Las aceras están llenas de escombros y de nieve ennegrecida. Apenas hay un
trozo de las fachadas que permanezca intacto, pero ya no protegen a nadie. Sus
antiguos habitantes han huido, o duermen en las habitaciones interiores, con la
esperanza de ocultarse allí de la muerte.
Delante
de mí una vieja con un pañuelo en la cabeza arrastra un carro de la compra con
esfuerzo. La alcanzo poco antes de la esquina pero dejo que pase primero. Ella
me mira con ojos de borrego y, como si conociera su destino, se encorva un poco
más y dobla la esquina. Los edificios son altos y la calle estrecha. Espero
unos segundos mientras oteo un refugio en la acera opuesta. El sonido del
cuerpo, cayendo a tierra llega hasta mí al mismo tiempo que el del disparo,
momento que aprovecho para correr hasta el refugio del otro lado. He tenido que
saltar por encima de la vieja, a quien la bala del francotirador le reventado
la cabeza, pero sin quitarle el pañuelo de la cabeza. Sin duda se trata de un
profesional. Posiblemente uno de mis compañeros de Blackwater, tal vez Fred, pero
si me pongo al alcance de su mirilla disparará contra mí y luego, esta noche,
mientras toma una birra, dirá: “¿Te lo puedes creer? El capullo del rubio va y
se pone a cruzar la calle como si quisiera que le pegaran un tiro. Siempre fue
un imbécil. Se lo tiene merecido.”
Debo
alcanzar la fortaleza de Kastel antes de mediodía. Desde allí cruzaré el río
Vrbas y me reuniré con los míos de nuevo. No sé si “los míos” es una buena
expresión pero son, al menos, los que me llevarán a casa. Apenas me quedan
balas en la UZI, de manera que debo ser especialmente cauto. Me moveré entre
los escombros, por el interior de los edificios, mientras pueda. Al menos así
estaré a salvo de los francotiradores como Fred.
De
lejos escucho un rumor, que se va haciendo cada vez más intenso. De pronto el
motor del BMR de los cascos azules ruge con toda su intensidad al aparecer por
la esquina. Corro a lo largo de mi lado de la calle, a través de las paredes
derruidas, todo lo que me permiten las piernas. El blindado se detiene en mitad
de la calzada. Alguien ha disparado contra él. Durante unos segundos parece
examinar el entorno y, de pronto, la ametralladora 12,70 barre el último piso
de uno de los edificios al cabo de la calle. El bueno de Fred ya no se tomará
esa birra esta noche, y si no espabilo es posible que yo tampoco.
Aprovecho
el momento y salgo de entre los escombros a toda velocidad para atravesar de
nuevo la calle por delante del vehículo de los cascos azules. Un pequeño pasaje
entre escombros me permitirá llegar a un descampado desde donde saldré a la
paralela, mientras que ellos tendrán que rodear todo el bloque de viviendas. En
el descampado hay un jardín interior con columpios y algo de césped, como un
pedazo de la ciudad a la que el horror de esta guerra ha ignorado. Al otro lado
se ve una gran avenida. Detrás de mí escucho la puerta del blindado y alguien
que corre hacia donde yo estoy. Echo a correr también sin mirar atrás. Es
posible que el jardín esté minado pero no me importa. Mientras no me acerque a
los columpios y las zonas naturales de paso estaré a salvo. Escucho el jadeo
del tipo que viene detrás y el sonido de las armas chocando contra el chaleco
antibalas.
—
Estás muerto, hijo de…
La
onda expansiva me empuja hacia adelante, pero consigo mantener el equilibrio.
Un segundo más tarde el casco de color azul, con restos de mi perseguidor, cae
delante de mí, aún humeante. Éste tampoco se tomará la cerveza esta noche. Sigo
corriendo hasta la avenida del otro lado y, de pronto, cuando la alcanzo, me
veo obligado a pararme en seco. Me he encontrado cara a cara con una pickup
Toyota, montada con una browning del calibre 30 y cuatro tipos de las milicias
musulmanas, que me miran con asombro. Una décima de segundo más tarde
reaccionan, se encaraman a la pickup y amartillan el arma. Yo miro alrededor,
intentando encontrar un refugio. Y de pronto, saliendo de la nada, por encima
de un montón de escombros a mi izquierda, irrumpe el BMR a toda velocidad.
Inmediatamente capta la atención de los milicianos que, entre gritos, cambian
de objetivo.
Escapo
de allí como puedo. Los vehículos han quedado atrás, jugando al ratón y al gato
con ametralladoras pesadas. Yo corro, agazapado, intentando llegar a la
siguiente bocacalle. Mis piernas no dan más de sí. Derecha. Izquierda. Derecha.
Izquierda. Las balas zumban y revientan todo a mi alrededor. Me he alejado unos
veinte metros cuando, de improviso, el apoyo de mi pierna izquierda falla y
caigo de bruces. Intento levantarme y, de nuevo, la pierna izquierda es incapaz
de sostenerme. Le echo un vistazo rápido y me doy cuenta de que el hueso de la
espinilla sobresale entre un amasijo de carne y sangre. Una oleada de dolor me
golpea desde la herida, nublándome la vista y presionando en mis sienes hasta
casi hacerme perder el sentido. Por la pinta que tiene debe de haber sido cosa
de uno de los proyectiles del 12,70. Me quito el cinturón como puedo y lo anudo
debajo del muslo. No puedo detener la hemorragia, pero tal vez pueda contenerla
hasta encontrar ayuda. El sonido de la lucha ha cesado detrás de mí y ahora
unos pasos se acercan. Son, al menos, tres personas. Ruedo en el suelo para
darme la vuelta. Son los cascos azules.
—
Ahora vas a pagar lo que le hiciste al capitán, maldito cabrón, y a Denis.
—
¿Ves esto? —dice otro señalándose el
casco—. Somos la maldita fuerza de paz de la maldita ONU, y el que se atreve a
jodernos lo paga caro.
Busco
mi UZI, pero ha salido despedida durante la caída y está como a un metro y
medio de mí. Alargo la mano derecha pero antes de que pueda alcanzarla uno de
ellos dispara su automática y me la atraviesa. De nuevo el dolor. Llegan junto
a mí y, sin más preámbulos, comienzan a patearme con furia. En realidad,
después de la cuarta o quinta patada los sentidos se abotargan y los golpes ya
no se sienten igual. Al cabo de un rato se cansan, y eso me permite abrir los
ojos, aunque me cuesta bastante tiempo que mis ojos distingan algo. Mientras
tanto escupo varios dientes y saboreo mi propia sangre.
Uno
de los cascos azules se acerca hacia mí, con su pistola en la mano, la
amartilla y me apunta a la cabeza.
Por un instante alcanzo a mirar detrás de él. Aquellos
dos niños están junto al BMR. Uno de los soldados está poniendo en la mano del
chico un billete tras otro. Su hermanita está cogida de su mano. Abraza al
mugriento osito de peluche, manchado con la sangre seca del capitán. Vuelve
hacia mí sus grandes ojos negros y, un instante antes de que me disparen, me
saca la lengua burlonamente.
Consigna: relato BÉLICO en el que encajes la frase «Ella está gorda y
es fea, es sordomuda y cojea, pero en la cama se lo hace muy bien».
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